EN LA GUERRA Y EN EL AMOR, TODO SE VALE

 

Andrea

 

—Es un poco estresante planear una boda sin el novio, y el que dejaste de remplazo quiere poner bacalao en el menú. — A través de la línea pude imaginarlo sonriendo y haciendo una muy graciosa expresión de asco.

Terminé de colocarme la gigantesca camiseta y me senté a la orilla del colchón para retirar y cambiar el vendaje en mi tobillo torcido; lastimado durante clase de ballet.

— ¡No por favor! No quiero tener indigestión en mi noche de bodas. —Diego hizo una pausa y yo aproveché para meterme a la cama.— Nena, debo irme, alguien está llamando a la puerta. Espero que tu tobillo mejore y no tengamos que casarnos contigo en silla de ruedas. No te preocupes por mí, estaré bien; son sólo un montón de ancianos. Te quiero,  Andrea.

Lo siguiente que escuché fue el pitido de la línea vacía.

Te quiero, Andrea.

Sentí la tristeza emanar desde lo profundo de mi pecho al escucharlo despedirse tan de repente cuando a penas y habíamos hablado diez minutos en todo el día. Su ausencia se sentía por todos lados, y sin embargo, no añoraba su presencia. Y eso me hacía sentir fatal, porque de cierta manera estaba empezando a descubrir por mí misma y desde un punto de vista más allá de cualquier cosa, lo maravilloso y divertido que Óscar podía llegar a ser.

Veintinueve días. Habían pasado veintinueve días desde que Diego había partido, eso era equivalente a seiscientas noventa y seis horas sin haberlo tenido cerca, y sólo la mitad de esas horas lo había extrañado con desesperación.

Se sentía mal no extrañarlo, pero anhelaba sentirlo conmigo. Algunas personas suelen decir que para aquellos que se aman con desesperación la distancia no importa ni se resiente, y que por más alejados que estén siempre se van a sentir unidos y acompañados por el otro, y que en los momentos en los que uno de los dos se sienta solo y triste, debe aferrarse al  sentimiento de amor que ambos se profesan.

Justo por eso dolía. Por eso se sentía incorrecto, como una traición a su amor. Diego se encontraba demasiado lejos, y lo estaba. Y con apenas pasados dos días después de que él hubiese llamado por primera vez, ya no lo percibía unido a mí.

Mi último pensamiento antes de dormir, fue que necesitaba un abrazo de alguien que me amara. La imagen de Diego nunca apareció.

—¡Despierta, cumpleañera!

Con un grito en mi oído me desperté sobresaltada y con el corazón palpitando a gran velocidad por el reciente susto. Óscar estaba arriba de la cama dando saltitos en el colchón y con su teléfono en la mano grabando todas mis reacciones. El video de cómo desperté el día de mi cumpleaños no sería más que un alarido y la continua imagen de mi persona con el cabello enmarañado y saliva seca en las comisuras de los labios mientras refunfuñaba.

—Estúpido, me espantaste. —Cogí la almohada que estaba a mi lado y con toda la fuerza que un objeto como ese puede tener, golpeé a Óscar en las piernas logrando que cayera de rodillas. Lo tomé por el cuello, envolviéndolo en brazos y fundiéndome en torno a su pecho.— Gracias por recordarlo.

Aún de rodillas frente a mí, dejó sus manos sobre mi espalda  y se separó de mí.

—Sólo soy idiota a mi manera, Andy, y no siempre. Hoy no.

Sonreí con todos los dientes y besé su mejilla, me levanté para irme dando brinquitos hasta el baño. Me di una ducha rápida, luego me puse el lindo vestido verde olivo que Diego me había regalado, me calcé las botas marrones y caminé hasta la cocina donde Óscar me espera viendo televisión. Me detuve frente a la mesa con los brazos en jarras y la mirada atónita.

—¿Dónde está mi pastel?— Él separó la vista del televisor y me miro, extrañado y confundido.— Óscar, no hay cumpleaños feliz sin un pastel.

—¿Lo…siento?— se encogió de hombros.

Las comisuras de mis labios se elevaron un poco ante su tierna expresión.

—No importa. — de tres pasos llegué al costado del sillón y me dejé caer de espaldas, de tal forma que mis piernas quedaron colgando fuera del brazo del sillón, mi cuerpo extendido por los asientos y la parte trasera de mi cabeza sobre las piernas de Óscar. —¿A dónde iremos?

El brazo derecho de Óscar cayó sobre mi estómago, y sus dedos hicieron cosquillas sobre mis costillas.

—Es una sorpresa.— levantó las cejas cómicamente.

Después de un sustancioso desayuno, Óscar y yo corrimos hasta el aparcamiento y literalmente salté al interior del auto que Samanta le había prestado a Óscar, mientras él encendía el motor, preparándonos para salir despedidos a recorrer las calles hacia nuestro primer destino.

El museo de arte contemporáneo podría considerarse por la gente normal como el peor lugar para pasar un cumpleaños a las diez de la mañana, pero gracias a dios, nosotros no éramos personas normales y Óscar hacía de la visita una experiencia divertida.  Era entretenido y agradable poder ir al museo por gusto propio y con alguien que no se aburriera en el trayecto como Diego.  Luego un lindo paseo por el parque comiendo helados y viendo a los niños jugar, mientras hablábamos de cualquier tontería, había sido relajante y el anticipo perfecto para la ajetreada tarde que nos esperaba en el parque de diversiones.

Diego no había llamado en todo el día, y esperaba con ansias que lo hiciera.

—Gracias por todo, de verdad. —dije, admirando su divino perfil. —No sé cómo logras hacerlo.

Desde que lo había conocido, Óscar siempre había sido impulsivo y divertido, con un tierno toque de inmadurez y un potente sentido por lo racional. Él era la mejor combinación de todas y el tenerlo a  mi lado, era la más grande de las diversiones.

—¿Hacer, qué? —su ceño se contrajo.

Encogí los hombros.

—Esto. —hice una pausa. —Quiero decir, tú eres tan…, tan tú y haces estas cosas que son tan… que me hacen sentir tan…— sacudí la cabeza. — No sé cómo explicarlas.

Más tarde, Óscar me llevó a ver la proyección de una película en la Cineteca Nacional. Para cuando salimos, la noche ya se asomaba y amenazaba con obscurecer todo lo que había bajo ella. Óscar y yo subimos en elevador hasta el último piso del estacionamiento, me cubrí con su chaqueta de cuero negra y fui a recargarme al barandal que sostenían las gigantescas letras de fierro; viendo pasar a los coches y a las personas. Rogándole a la noche que Diego apareciera antes de volverme loca y cometer alguna estupidez.

Óscar se colocó a mi lado con las manos enroscadas en el barandal y los brazos extendidos para lograr distancia entre él y los otros tantos metros que había desde ahí hasta la calle. Él le temía a las alturas.

—Sólo quiero que sepas que todo este asunto con Sofía, no es tan grande como tú crees.

Su declaración sin petición llegó como un puñetazo en mi estómago.

—No quiero hablar sobre eso. —Volví la cabeza para que él no pudiera sondear mi semblante.

—Pues yo, sí. —exclamó con rudeza.

Óscar estaba mirando fijamente hacia el frente, pensando. De pronto, después de tres lagos segundos giró a verme y sus ojos se volvieron más obscuros.

—Bien. —puse los ojos en blanco.

—¿Por qué te molestó tanto?

No fue necesario que el complementara la pregunta, porque estando con Óscar yo no podía aparentar ignorancia. Resoplé y dejé caer los hombros.

—Porque de entre todos los hombres que había esa noche en la fiesta, te eligió a ti. —tragué el nudo que se había formado en mi garganta. —Justo a ti.

Siempre he pensado que los seres humanos tenemos la maravillosa capacidad de amar y la fortuna de ser amados. Entonces, ¿por qué el enamorarnos nos causa tanto conflicto? ¿Por qué a la hora de admitir que nos estamos enamorando tendemos a ocultarlo hasta de nosotros mismos? La única respuesta coherente que puedo encontrar es que tenemos miedo a que nos lastimen el corazón si entregamos todo por el todo, o peor, a que ese amor no sea correspondido. Pero si no te atreves a gritar a los cuatro vientos que estás enamorado, siempre te quedarás con la duda de qué habría pasado si lo hubieses hecho y si llegases a saberlo, te arrepentirás de no haber tomado la decisión correcta. Es entones que nos colocamos la máscara y pretendemos que todo estará bien.

Amar, ser amados y saberse enamorados, son tres cosas totalmente diferentes. Y siempre habrá un corazón roto, siempre. De eso no cabe duda alguna.

—¿Te imaginas tu boda tal cuál la estás planeando? ¿No quisieras una cosa más sencilla, como un pequeño jardín?— preguntó de la nada, cambiado abruptamente de tema cuando ni siquiera habíamos empezado a indagar en el anterior.

—Bueno…— aclaré la garganta— yo quería algo un poco más íntimo, pero Diego me convenció de una gran fiesta.

Asintió.

—Y… ¿estás lista para dar el ?

—Creo. Tengo un poco de miedo respecto a lo que voy a decir, no quiero que nada se me olvide— aparté la vista y miré al suelo— Ya sabes, supongo que estaré tan nerviosa que no sabré que hacer.

—Quizá deberías practicar— alargó su mano y acarició son delicadeza mi dedo anular, el dedo con el anillo.

—Quizá. —mi voz se apagó.

Los ojos de Óscar se iluminaron y sonrió.

—Probemos. —Soltó el barandal y tomó mi mano izquierda, conservando la distancia. Se aclaró la garganta. —Yo, Óscar, te entrego a ti, Andrea, mi corazón y mi vida. Y tú, bello sol, ¿aceptas a este hombre para amarlo y respetarlo todos los días de tu vida hasta que la muerte los separe?

Por su voz llena de seriedad y la mirada tan penetrante que Óscar tenía en los ojos, mi cuerpo reaccionó a él. Se me cortó la respiración y el corazón empezó a latirme a toda prisa.

—Sí, acepto. — susurré, pero sin vacilación.

Me tomó medio paso acercarme a él. El singular aroma de su colonia llenó mis fosas nasales, y en un movimiento medianamente involuntario, mis dedos pasaron a lo largo de su cabello. Lo vi tragar con dificultad. Sus ojos se apretaron. 

—Andy… — su voz quedó ahogada por la cercanía de nuestros cuerpos.

Él se alejó de mí y nuevamente buscó estabilidad en el barandal. Mi mano tocó su hombro.

— Óscar.

—No, Andrea.

—Óscar, yo…

Sus labios temblaron.

—No. Basta. Fue una tontería de mi parte. Dejémoslo así, por favor.

—No es tan sencillo, Óscar.

—Sí que lo es.

—Por supuesto que no.

Se volvió para enfrentarme.

—¿Y por qué demonios no?

—Porque yo ya ni siquiera sé qué lugar ocupas en mi vida. Eres mi mejor amigo, pero luego actúas como mi hermano, y a veces, sólo veces pareciera que…

El fresco de la noche golpeó nuestros rostros; y mientras yo miraba a Óscar y Óscar me miraba a mí, dentro de mi pecho crecía la aguda sensación de que algo estaba por suceder.

Un beso.

Sí, un beso. 

Un beso que nunca llegó.

Óscar dejó caer la cabeza y encorvó la espalda, sus brazos estaban estirados al máximo y sus músculos resaltaban con rigidez. Aspiró con vigor y exhaló ruidosamente. Con un brusco movimiento elevó la cabeza y sus ojos cubiertos con un brillo de desesperación me miraron, suplicantes.

—Andrea, soy esa parte de tu vida sobre la que le hablarás a tus hijos. Nada más.

El palpitar de  mi corazón se detuvo.

—Ya lo sé. —respondí, y en mi voz distinguí una pizca de decepción.

Su mano derecha soltó el barandal, y con ese mismo brazo envolvió mi cintura. Con mi cabeza enterrada en su pecho sentí algunas lágrimas pinchar mis ojos, su otra mano acarició mi cabello y sus labios bajaron con inseguridad hasta mi oreja.

—Te quiero, mejor amiga.

Cerré los ojos, apretándolos con fuerza y tragué el nudo en mi garganta con desesperación para poder hablar; sintiendo que en cualquier momento podría echarme a llorar.

—Te quiero también, mejor amigo.

Y en ese triste, dramático y nostálgico momento, le entregué a Óscar un pedacito de mi corazón. Una fracción de amor que yo voluntariamente había decidido entregarles a las personas importantes a largo de mi vida.  Un fragmento que le pertenecería a él y sólo a él, sin importar lo que pasara después.

¿Las personas pueden amar sin necesidad de estar enamorados? Eso nunca lo sabré realmente. Pero si a mí me lo preguntaran,  mi respuesta inmediata sería: Sí, sí se puede. Yo lo hice y funcionó.

Hasta que el sol se congele
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