Munat

Karima Alganmi

Había una mujer que no podía tener hijos, así que decidió ver a un brujo; y el brujo le dio un huevo y le dijo:

―Guárdalo bien y cuídalo igual que si estuviera en tus entrañas.

Ella guardó el huevo en una caja, hizo caso al brujo y a los nueve meses nació Munat, una niña preciosa. Pero la mujer, que no quería que su marido se enterase de nada, tenía que esconder a la niña por la noche en un baúl cuando el marido estaba en casa y sacarla por el día en cuanto él se iba a trabajar, y trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer. Así estuvo durante un tiempo. La niña empezó a crecer y los vecinos a preguntar si tenían algún crío en casa, porque se oían llantos. La mujer respondía que cómo iba a haber críos en casa si no podía tener hijos, y todos los días decía lo mismo hasta que los vecinos, para salir de dudas, le preguntaron directamente al marido. Él, claro, respondía lo mismo que la mujer, "no, no tenemos ningún crío en casa". Pero como le preguntaban tanto, empezó a inquietarse y un buen día le dijo a su mujer:

―Hoy, después del rezo en la mezquita, iré a visitar a mi tío, que está un poco delicado de salud ―pero lo que realmente hizo fue quedarse escondido.

La mujer, creyendo que el marido se había ido, sacó a la pequeña del baúl y estaba jugando con ella cuando, de repente, entró él y la sorprendió.

El marido dijo:

―¿¡Quién es esa niña!?

La mujer vio que no podía seguir ocultando el secreto y tuvo que contarle toda la historia.

Él preguntó:

―¿Y por qué te lo callaste?

Y respondió ella:

―Porque me dio miedo. Creía que te ibas a enfadar.

El caso es que pasaron los años y la niña creció. Era muy hermosa, así que tuvo infinidad de pretendientes. Todos querían casarse con ella. Sin embargo, el padre rechazaba a todo aquel que fuera a pedir su mano... hasta que terminó por darse cuenta de algo: de que era él quien estaba enamorado de ella. Y como, al fin y al cabo, la muchacha no era hija suya sino que había nacido de un simple huevo, le dijo a su mujer que quería casarse con su hija.

Así que unos días después la madre hizo pan, mandó a Munat a por leña y en el trozo de pan que le dio para que merendara por el camino, puso veneno.

Munat tenía que andar mucho hasta llegar a donde estaba la leña, y por el camino descubrió que venía un perro detrás de ella. Se paró a beber en un pozo y allí mismo decidió ponerse a comer; sacó el trozo de pan que su madre le había preparado, le dio un pedazo al perro y éste, al poco rato, empezó a ladrar y a hacer extraños movimientos hasta que de repente se desplomó al suelo. Estaba muerto. Munat no quiso ni pensar que su madre la hubiera intentado envenenar, pero estaba fuera de sí, no deseaba volver a casa, y por precaución no se comió el pan que le quedaba, así que echó a andar, echó a andar a buen paso, y después de un largo rato andando vio una casa a lo lejos, se llegó hasta ella y llamó a la puerta. Le abrió una joven y Munat le pidió que la dejara pasar, que llevaba mucho tiempo caminando y que estaba sedienta y muy cansada.

La joven la dejó entrar y se pusieron a hablar, y contó a Munat que estaba sola porque todos sus hermanos trabajaban duramente, de sol a sol, y que era ella la que se ocupaba de todos. Munat le preguntó si podía darle cobijo unos días, que no tenía donde ir. La chica le respondió que no, porque era demasiado hermosa y sus hermanos, al verla, se iban a pelear por casarse con ella. Munat dijo que podía ayudarle todo el día en las tareas del hogar y esconderse por la noche, cuando fueran a llegar los hermanos. A la chica le pareció una idea estupenda, así que accedió. Y cuando los hermanos regresaron por la noche, se sorprendieron de tanta limpieza.

Uno de los hermanos preguntó:

―¿Es que te viene a ayudar alguien?, tú sola no puedes trabajar tanto.

Y ella contestó:

―No viene nadie. Es sólo que ahora madrugo mucho y así puedo hacer las tareas mejor.

El hermano mayor no se quedó tan convencido, así que decidió fingirse enfermo y vigilar a la hermana. Pero ella le preparó un jarabe que le tuvo dormido todo el día, así que él no se enteró de nada, y cuando llegaron los hermanos por la noche y corrieron a su cuarto, se lo encontraron durmiendo. Pudieron despertarlo a duras penas y, al levantarse, dijo un poco fastidiado que no había visto nada.

A la noche siguiente decidió quedarse otro hermano, y le pasó justo lo mismo; y así todos hasta que le llegó el turno al más pequeño. Cuando se acercó la hermana con el jarabe, él la agarró de la muñeca y le dijo:

―Sé que esto no es para curarme. Así que dime quién más vive en esta casa.

La hermana empezó a contar:

―Una chica muy hermosa, pero me tienes que jurar que va a ser el mayor el que case con ella.

El muchacho asintió. Pero cuando vio a Munat, se quedó prendado de tanta hermosura: nunca había visto una mujer tan hermosa. El caso es que Munat, en efecto, se casó finalmente con el mayor tal como se había decidido, pero no fue nada feliz, pues a quien amaba en realidad era al menor.

Pasaron los años. Una vez que iba Munat paseando tranquilamente por la calle, se topó con un señor montado en burro vendiendo cosas. Ella no se dio cuenta, pero era su padre, quien se le acercó y le ofreció un anillo:

―Toma, te dará mucha suerte. Pero no te lo quites. De todas formas, si alguna vez te lo quitas, fíjate bien en no dejarlo nunca encima de ninguna cosa.

Un día Munat se quitó el anillo para hacer pan y se lo guardó en la boca mientras amasaba.

El anillo estaba envenenado.

Y después de andar por aquí y por allí, me puse el calzado y se me rompió.

Alhucemas, 22 de marzo de 2002

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