Epílogo
¿Por qué escriben tantos
que no saben escribir, y usted [...] no?
En estos nuevos tiempos [...], dígame,
¿por qué calla? O mejor aún,
dígame que quiere hablar.
Y luego —aun siendo indiscreto—,
si continúo escribiendo, desearía recibir
—de usted al menos,
pues todo el mundo me lo niega—
algunos pensamientos que arrojen luz.
J. C. Lavater a Immanuel Kant, 1774
Durmió mal y se levantó empapado en sudor. Había tenido una horrible pesadilla. Lo habían llevado a una plaza. Estaba llena de gente con las cuencas de los ojos vacías. En el centro de la plaza había un médico que se encargaba de llenar las cuencas a la gente con un líquido viscoso. Nicolai sintió curiosidad y se acercó al médico. Cuando estuvo delante de él, el hombre le sonrió. Nicolai se espantó. El médico era él mismo. Se vio a sí mismo rellenando los ojos de un niño. La masa se derramó y se convirtió en dos hermosos ojos, grandes y brillantes, en el rostro de la criatura, que le lanzó una mirada colmada de reproches.
La imagen del sueño lo horrorizó tanto que se levantó bruscamente. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía en aquella sala? Se acercó a la ventana y miró al exterior. Aún era de noche, pero en el cielo ya se dibujaban las primeras luces de la mañana. Las impresiones que recibía eran vagas: más allá del prado, un bosque y, aquí y allá, los contornos de otras casas. Recuperó la memoria progresivamente. El viaje en ferrocarril con Theresa. La excursión al convento. Estaba en Wolkersdorf.
Tiritaba de frío. Volvió a la butaca situada junto a la chimenea y cogió la manta que, durante la noche, le había resbalado al suelo. También estaba allí el libro que había estado leyendo antes de que lo venciera el sueño. Lo cogió, lo hojeó y buscó el fragmento que lo había conmovido de un modo tan fantasmal en varios aspectos. Había sido ese libro lo que lo había movido a emprender el viaje a Núremberg. Lo había despertado de un largo sopor. Pero, aquel joven poeta alemán que gozaba de mala fama, ¿cómo sabía con tanta precisión lo que le había ocurrido a él? ¿De dónde había sacado la capacidad para expresar con palabras una vivencia que él mismo, a pesar de haberla vivido directamente, nunca fue capaz de explicar a nadie?
Se acurrucó unos minutos debajo de la manta, hasta que el calor regresó a su cuerpo. Sin embargo, fueron en realidad las palabras de aquel libro las que le confortaron el corazón con esperanza. Porque no estaba solo con sus dudas.
Tal vez tenía razón el viejo Fontenelle al decir: si tuviera en mis manos cerradas todos los pensamientos de este mundo me guardaría muy bien de abrirlas. Yo, por mi parte, no pienso así. Si yo tuviera en las manos todos los pensamientos de este mundo... tal vez os pidiera que me las arrancarais, pero en todo caso no las tendría mucho tiempo cerradas. No soy adecuado para carcelero de los pensamientos. Dios sabe que los dejo libres. Aunque encarnen en los fenómenos más discutibles, aunque invadan todos los países como loca procesión de bacantes, aunque destruyan con sus tirsos nuestras flores más inocentes, aunque irrumpan en nuestros hospitales y expulsen de las camas a los viejos enfermos. Sin duda se amargará mi corazón y perderé yo mismo en ello. Pues, ay, yo también pertenezco a ese viejo mundo enfermo. Yo soy el más enfermo de todos vosotros, y tanto más digno de lástima cuanto que sé lo que es la salud. Vosotros, seres envidiables, no lo sabéis. Vosotros sois capaces de moriros sin daros cuenta.
Se interrumpió y dejó que las palabras resonaran unos momentos en su mente antes de proseguir con la lectura.
Hablo ahora de un hombre cuyo mero nombre es ya exorcismo: hablo de Immanuel Kant. Dicen que los espíritus nocturnos tiemblan al ver la espada de un verdugo. ¡Cómo deben de temblar cuando se les presenta la Crítica de la razón pura de Kant!
Se sintió transportado a Königsberg y recordó la conferencia a la que había asistido. El autor de las líneas que estaba leyendo aún no había nacido. Pero eso daba igual. Las verdades tal vez tenían su tiempo. Pero no tenían edad.
¡Curioso contraste entre la vida exterior del hombre y sus pensamientos destructores, desmenuzadores del mundo! Verdaderamente, si los vecinos de Königsberg hubieran adivinado toda la importancia de las ideas de Kant habrían sentido por aquel hombre un temor mucho más espantado que por el verdugo, el cual, en definitiva, sólo ejecuta a hombres. Pero las buenas gentes no veían en él más que a un profesor de filosofía, y cuando pasaba ante ellos, a la hora prevista, le saludaban amistosamente y acaso rectificaban sus relojes. Pero si Immanuel Kant, este gran destructor del reino del pensamiento, rebasa ampliamente en terrorismo a Maximilien Robespierre, tiene de todos modos ciertas analogías con él que imponen la comparación de los dos hombres, la naturaleza les había destinado a pesar café y azúcar, pero el destino quiso que pesaran otras cosas, y puso un rey en la balanza del uno y un Dios en la del otro. Kant muestra incluso que no podemos saber nada de ese noúmeno, de Dios, y que toda futura demostración de su existencia es imposible. Sin duda la comentaría detalladamente si no me detuviera cierto sentimiento religioso. Ya al ver discutir a alguien la existencia de Dios me produce tal temor, una parálisis tan completa...
Volvió a interrumpir la lectura, no para procesar lo leído, sino para prepararse para lo que venía a continuación. Porque ese pasaje era el que más lo impresionaba. Cuando lo leía, la voz interior con que revivía esas palabras cambiaba indefectiblemente. Se hacían suyas.
Un característico temor, una misteriosa piedad, no nos permiten seguir escribiendo hoy. Nuestro pecho está lleno de espantosa compasión: se prepara a morir el mismo Jehová. Le hemos conocido también desde su cuna egipcia, cuando le educaban entre bueyes sagrados, cocodrilos, cebollas sagradas, ibis y gatos; le hemos visto decir adiós a esos compañeros de su infancia, a los obeliscos y a las esfinges de su patrio Nilo, y convertirse luego, en Palestina, en pequeño rey-dios con palacio-templo propio; le hemos visto más tarde en comercio con la civilización asirio-babilónica y deponiendo sus pasiones demasiado humanas, dejando de escupir cólera y venganza, o, por lo menos, absteniéndose de empezar con truenos y relámpagos a la menor tontería; le hemos visto emigrar a Roma, la capital, renunciando ahí a todos sus prejuicios nacionales y proclamando la celeste igualdad de todas las naciones, para constituir la oposición al viejo Júpiter con frases bonitas, e intrigando hasta que él mismo se hizo con el poder y se puso a gobernar desde el Capitolio la ciudad y el mundo, urbe et orbem; le hemos visto espiritualizarse aún más, hacerse dulce alma, padre amantísimo, universal amigo de los hombres, felicidad del mundo, filántropo: y nada le sirvió para nada.
¿Oís sonar la campanilla? Arrodillaos: están llevando los sacramentos a un dios moribundo.
Sonríes, querido lector. Esta triste necrología necesitará seguramente unos cuantos siglos antes de difundirse por todo el universo; nosotros, en cambio, nos hemos puesto de luto ya hace tiempo. De profundis!
Cerró el libro y pasó la mano por la encuadernación en piel, acariciando el título. Salón, de Heinrich Heine, Hamburgo: Hoffmann y Campe, 1835.
Miró la hora en su reloj de bolsillo. Eran las seis de la mañana. Pronto se levantarían los posaderos y lo encontrarían allí. ¿Y Theresa? Ella también se sorprendería de verlo allí, y algún día tendría que ofrecerle una explicación. Pero, de momento, le daba igual. El pensaba en Magdalena. ¿Lo recibiría? Y, si lo hacía, ¿qué le diría cuando estuviera ante ella? ¿Que se arrepentía de su decisión? ¿Que debería haber actuado de otra manera? No, él volvería a actuar del mismo modo. ¿Había tenido realmente elección?
Durante los primeros meses después del último asalto a una silla de posta, había hecho todo lo posible por comenzar discretamente una nueva vida, y lo había conseguido paulatinamente en Hamburgo. Cuando el libro del erudito de Königsberg se publicó, en mayo de 1781, encargó de inmediato un ejemplar. Lo recibió en noviembre. Sin embargo, cuando regresó del encuadernador, no fue capaz de cortar los pliegos. No pasó del frontispicio, donde aparecía el título impreso: Crítica de la razón pura. De Immanuel Kant. La empresa berlinesa Spener lo había mandado imprimir a Gruner, en Halle, para el editor de Riga.
Crítica de la razón pura. La frase lo impresionó. Había algo cautivador en esas palabras, algo despiadado, algo aceradamente implacable. Pero también resonaba otra cosa en él: una fatalidad sublime, una frialdad abstracta de la que al principio se mantuvo a una distancia respetuosa. Se guardó de abrir el libro y, más aún, de leerlo. Cada vez que lo tenía en sus manos, recordaba el cuerpo sin vida de Alldorf. Un recelo inexplicable lo reprimía. Quería esperar la reacción del mundo de los eruditos. Pero el mundo de los eruditos no reaccionó. El libro no parecía haber causado una impresión especial en nadie. Sólo se publicaron dos reseñas sin demasiada importancia. Eso fue todo.
Tranquilizado y confiado de que no entrañaba ningún peligro, lo leyó por primera vez en la primavera de 1782. Pasaron unos meses hasta que concluyó la primera lectura. Siguieron una segunda y una tercera lecturas. Pero le ocurrió lo mismo que a la mayoría de sus coetáneos. Se le escapó el poder destructivo del pensamiento principal. Era tan poco llamativo que penetró en él sin que se diera cuenta. Más tarde constató que, durante la primera lectura, ya había subrayado la frase correspondiente, aunque no había sido capaz de captarla ni de entenderla. Era demasiado grande, demasiado amplia para ello. Haberla comprendido al principio habría equivalido a pretender captar un panorama totalmente desconocido desde la cumbre de una montaña aún no escalada, sin haber vivido previamente la ascensión de varias semanas. Pero, una vez se alcanzaba, era imposible no pisar la tierra descubierta, aunque se intuyera que aquel continente, legendario y hasta entonces secretamente oculto, se desvanecería de un modo imparable al primer contacto con lo nuevo, lo extraño. En aquel libro desaparecía un mundo. Quien lo leía se convertía inevitablemente en un Colón de su propia alma.
No, no era extraño que el mundo reaccionara tan lentamente. Porque era como un cuerpo, una parte de la naturaleza que intentaba protegerse instintivamente de la repentina pérdida de un órgano sensorial vital: paralizado en un estado de conmoción. La ilusión de la totalidad anterior, de la antigua perfección, aún existía. El dolor vendría después. Entretanto, la operación ya se había realizado, la agonía había comenzado.
No tengáis miedo. No tengáis miedo.
Nicolai leyó una y otra vez la inaudita frase:
Se ha supuesto hasta ahora que todo nuestro conocer debe regirse por los objetos. Sin embargo, todos los intentos realizados bajo tal supuesto con vistas a establecer a priori, mediante conceptos, algo sobre dichos objetos —algo que ampliara nuestro conocimiento— desembocaban en el fracaso. Intentemos, pues, por una vez, si no adelantaremos más en las tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento...
¿Era posible que así fuera? ¿Podía cambiar tanto la forma de pensar del ser humano? ¿No se aislaba con ello para siempre del mundo? ¿No le acabaría resultando el mundo inevitablemente ajeno, incluso indiferente?
«Los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento...»
Pero, entonces, ¿adonde se dirigía nuestro conocimiento?
¿Ya no existiría ninguna verdad cognoscible, racional, del mundo? ¿Tan sólo una verdad de nuestras representaciones, por las cuales debía regirse el mundo?
Cuanto más pensaba en ello, más lo fascinaba la irresistible capacidad seductora de aquel pensamiento. Era de una magnitud inabarcable, incluso demoníaca. ¿Quién, suponiendo que le dieran la posibilidad de decidir, no caería en la tentación de convertirse en la medida de todas las cosas? Pero ¿quién podía realmente asumir esa responsabilidad? ¿Con qué fundamento? ¿Con qué derecho? ¿Basándose en qué condición previa? «Los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento...» ¡Qué frase tan inaudita! Esa idea no contenía conocimiento, sino que preparaba una decisión. Sin embargo, ¿quién estaría en condiciones de soportar el peso de tal decisión? ¿Acaso no se desmoronaría inevitablemente con ello?
Maximilian había muerto por su causa. Había escuchado el pensamiento fundamental de aquel hombre en Königsberg y se lo había comunicado por carta a su padre. El irresistible poder de atracción de aquella idea, de la que intuían que había llegado su momento, había enfermado a esas personas. Nicolai había sido incapaz de comprender nunca el espanto de Magdalena. Y el conde de Alldorf probablemente habría formulado la misma advertencia que la joven, acaso así: «Moriremos, y nadie entenderá de qué morimos. Si fracasamos, el mundo en el que nuestra ansia habría sido comprensible, ya no existirá. Con nuestro mundo, también desaparecerá esa ansia. Le darán otro nombre, pero no será lo mismo.»
La nostalgia. La vómica.
«Será como si a los hombres les hubieran cambiado los ojos. Ya no podrán ver lo sagrado. Habrá desaparecido. Allá donde miren, sólo verán un reflejo de sí mismos. Su poder será absoluto, tan absoluto como su soledad, la mayor distancia imaginable frente a Dios, el más profundo extravío luciferino. Ya no habrá vida. Sólo un sobrevivir.»
Nicolai había intentado imaginar qué había sucedido en la biblioteca de Alldorf. Los conspiradores se habrían reunido allí como un pequeño grupo de apestados señalados por la muerte. La idea de estar atrapados en un mundo cuyos fenómenos no eran más que reflejos de sus propias ideas los había enloquecido. Los asfixió. Maximilian había paladeado la idea y sucumbió a ella. Al conde de Alldorf, a su esposa y a su hija, y a todos los demás, debió de ocurrirles lo mismo. Y, precisamente porque sabían que ese pensamiento era irresistible, quisieron preservar al mundo de sufrir un destino como el suyo. Si se escribía el libro, si se formulaba el pensamiento, sería imposible detenerlo.
El conde de Alldorf había procedido como un médico que tiene que proteger a la población contra una epidemia doblemente peligrosa: contra una enfermedad mortal que nadie reconocía como enfermedad. Él conocía la poderosa fuerza de atracción de ese veneno, que simulaba omnipotencia. Nadie podría resistirse a él. No había modo de protegerse contra él. Por eso tenía que actuar con la máxima discreción. Nadie debía enterarse de que podía siquiera existir ese pensamiento. Lo inimaginable de que el mundo sólo era una representación mental y que no existía nada más allá de esa representación tenía que continuar siendo impensable.
Mandó atacar las vías más peligrosas de divulgación del pensamiento: las rutas de la reimpresión de libros. Y estableció una señal: una cruz luminosa para el cielo. Sin embargo, la quema de sillas de posta había sido ante todo una inmensa maniobra de distracción. Si se incendiaban vehículos en toda Alemania, el asalto que se llevaría a cabo algún día en la ruta de Königsberg a Berlín no llamaría la atención. ¿Cómo se tala un árbol de manera inadvertida? Prendiendo fuego a un bosque.
Aún era muy temprano cuando Nicolai y Theresa se presentaron de nuevo en el portal del convento. El cielo estaba encapotado. El tiempo otoñal de la víspera había sido un simple eco del verano. El nuevo día ya llevaba consigo las huellas del invierno venidero. Ráfagas de viento frío. Colores pálidos. Lentitud.
La grava crujía debajo de sus zapatos mientras se dirigían a la puerta de entrada. Aún no la habían alcanzado, cuando ésta se abrió. La hermana Raquel apareció en el umbral y les indicó que pasaran. Antes de que Nicolai pudiera saludarla, la figura que vio a poca distancia en el claustro lo dejó paralizado.
Llevaba un sencillo hábito de lino, que le llegaba a los pies. Sólo se le veían las manos y el rostro, enmarcado entre cabellos largos y casi canos. Nadie pronunció una palabra. Nicolai quiso decir algo, pero tan pronto como se dispuso a abrir la boca, le asomaron lágrimas a los ojos. ¡Había querido verlo! Después de tantos años. A pesar de todo. ¡Había querido verlo!
Ella lo miraba desde una distancia infinita. Nicolai se dio cuenta de que la hermana Raquel se retiraba en silencio. Theresa estaba allí, sin saber adonde mirar. ¿Quién era aquella anciana? Nicolai le cogió la mano sin apartar la mirada del rostro de Magdalena.
Entonces, ella se le acercó. No había vuelta atrás. Lo pasado, pasado estaba. Pero quedaba aquel silencio. Se miraron. ¿Qué vería ella en él? ¿Y él? ¿Qué veía él? Sus ojos. La suave línea de sus labios, aún carnosos, que preservaban un misterio inexpresable que él había traicionado, que había tenido que traicionar.
—Magdalena —murmuró—, yo...
No dijo nada más. Magdalena levantó la mano y le puso el dedo índice sobre los labios. Lo dejó reposar allí un momento. Entonces ocurrió algo extraño. El dedo índice descendió desde sus labios por la barbilla. Sin apartar la mirada de él, le puso la mano en el pecho, volvió ligeramente la cabeza y observó a Theresa.
La muchacha no se movió. La presencia de Magdalena la había dejado sin habla.
Magdalena apartó la mano de Nicolai y la puso sobre el pecho de Theresa. El contacto paralizó a la joven. Y no fue capaz de reaccionar. Finalmente, aquella mujer enigmática le puso con dulzura la mano sobre la cabeza y la miró fijamente.
Todo ocurría en el silencio más absoluto.
Magdalena se volvió de nuevo hacia Nicolai, le sonrió, se inclinó y lo besó cariñosamente en las mejillas. Dio un paso atrás, dejó caer las manos y se quedó unos instantes mirándolo a los ojos. Sin embargo, la última mirada antes de irse, se la dedicó a Theresa. Luego, se fue en silencio.
Nicolai la vio marchar. Tenía una sensación de asfixia, como si dos pesos le oprimieran el corazón. Pero, entonces, comprendió que Magdalena acababa de hacerle un maravilloso regalo.
Miró a Theresa, que seguía paralizada.
—¿Qui... quién es? —balbuceó desconcertada.
—Ven —susurró él, dirigiéndose a la puerta de salida—. Nos espera un largo viaje de regreso a casa. Y una larga historia que quiero contarte.
—¿Qué historia?
—Una historia a la que todo el mundo se enfrenta una vez en la vida.
Theresa se detuvo en el umbral y lo miró.
—¿Sobre el amor? —preguntó, visiblemente conmocionada por el extraño encuentro que acababa de presenciar.
Nicolai negó con un gesto.
—No. Hay algo más grande que el amor.
La apartó con suavidad del umbral y, mientras recorrían paseando el camino hacia la calle, añadió:
—Al amor puedes enfrentarte varias veces. Pero a esta historia se enfrenta todo el mundo una sola vez.
—¿Y? —preguntó la muchacha con curiosidad—. ¿De qué historia se trata?
Nicolai la cogió del brazo y levantó la mirada al cielo. Las dos fuentes de la luz de las que Magdalena siempre hablaba. Veneración y compasión. No tengáis miedo. La luz de la razón. La luz de la gracia.
—Es la historia de una decisión —contestó.
Theresa se detuvo y enarcó las cejas.
—¿Una decisión sobre qué?
Nicolai se giró hacia ella. Pero antes de contestar, contempló aquel lugar por última vez. Se alegraba mucho de haber ido. No, no había encontrado una respuesta. Pero sí una pregunta de la que valía la pena hablar.
—A favor de la luz, Theresa —dijo—. A favor de la luz de tu mundo.
Fin