3

Partieron aquella misma noche. Nicolai lo había intentado todo, pero le había sido imposible convencer a Magdalena para que le dijera algo más, aparte de que lo llevaría a Leipzig sano y salvo. ¿Por qué ruta? Ella ya lo sabía. ¿Dónde se esconderían y dormirían? En casas de amigos. ¿Quiénes eran esos amigos? Personas de confianza.

Al final había dejado de preguntar. Después de todo, no tenía elección. El mapa de Di Tassi y las discusiones con Magdalena sólo le habían demostrado que la red de informadores y espías debía de ser muy densa y que, sin el destacado conocimiento de la zona y los contactos de la muchacha, tenía pocas perspectivas de huir de los esbirros de Di Tassi. Viajarían de noche. Siempre que le preguntaba dónde se esconderían durante el día, ella señalaba un punto en blanco en el mapa de Di Tassi y decía: «¡Aquí!»

Habían pasado la tarde descansando; después, habían comido copiosamente y le habían comunicado su marcha anticipada al sorprendido vidriero. Cuando salieron de aquel rincón apartado, ya era oscuro. Estarían a salvo de sus perseguidores al menos por otra noche.

Nicolai se había conformado, puesto que al cabo de tres kilómetros ya había constatado que, efectivamente, Magdalena conocía muy bien la región. Cada vez que abandonaban la carretera principal y él creía que se quedarían atascados en la densa arboleda o entre las tupidas matas y se verían obligados a regresar, la muchacha encontraba un paso a campo abierto o un pequeño sendero que, lejos de la carretera, los conducía en la dirección prevista. Descansaban cada dos horas y, de vez en cuando, se detenían un poco más para comer algo, pero no encendían fuego ni hablaban demasiado.

La granja solitaria hacia la que cabalgaron al amanecer estaba situada al fondo de un pequeño valle. Por lo que Nicolai había visto, no había ninguna población en leguas a la redonda. La granja estaba compuesta por un edificio principal, con sendos cobertizos a derecha e izquierda. Cuando desmontaron delante de la casa, no se apreciaba ningún movimiento. Los postigos de las ventanas estaban cerrados. No salía humo de la chimenea. Magdalena parecía conocer el lugar. Se dirigió a la puerta para intentar abrirla. Sin embargo, no lo consiguió. Al cabo de un momento, dejó de insistir, volvió hacia donde estaba Nicolai, cogió de nuevo las riendas de su caballo y señaló uno de los dos cobertizos. Allí tuvieron más suerte. Entraron. Saltaba a la vista que allí había habido caballos hasta hacía poco.

—Habrán ido a Saalfeld —dijo Magdalena—. Tendremos que esperar a que vuelvan.

Nicolai no contestó y se ocupó de los caballos. Al acabar, se echó al hombro el equipaje y siguió a Magdalena, que había ido al otro cobertizo. Cuando entró, la muchacha ya había apilado paja en un rincón y había extendido encima las mantas. Nicolai cerró la puerta hecha de tablas y cruzó el cobertizo, que parecía un establo. Sólo había paja, probablemente almacenada para el invierno. En ese sentido, habían ido a parar a un buen sitio. No podía imaginar una cama más cómoda. Descargó el equipaje, se quitó la capota y se dispuso a hacer lo mismo con las botas. Magdalena, que ya se había tumbado y se había tapado con la capa, lo observaba. Nicolai rehuyó su mirada. No se sentía a gusto. Nunca se había encontrado en una situación semejante. El crepúsculo matutino y la solitaria quietud del lugar lo llenaban de melancolía. Le dolían los ojos por el cansancio. Pero estaba totalmente desvelado. El corazón le latía con fuerza, aunque en realidad no hubiera razón para ello. Allí estaban a salvo. Los caballos estaban bien escondidos. La granja estaba en un lugar solitario y apartado. Y, si bien tenían pocas provisiones y aún pasarían hambre por unas horas, hasta que los habitantes de la casa hubieran regresado, allí podían descansar bien escondidos y no había nada que temer. Di Tassi nunca los encontraría allí.

Sin embargo, mientras se tumbaba sobre la paja a poca distancia, aunque apreciable, de Magdalena, se tiraba por encima la capota y juntaba un haz de paja para reposar la cabeza, se sintió nervioso. Cuando acabó y posó de nuevo la mirada en la muchacha, vio que lo había estado observando todo el rato. Volvió la cabeza y fijó la mirada en una de las dos ventanas, tras la cual se perfilaba un cielo que clareaba. ¿Qué le pasaba?

—Soy descendiente de Eva von Buttlar —comenzó a explicar de pronto Magdalena—, la fundadora de la comunidad de Eva. ¿Has oído hablar de ella?

Nicolai negó con la cabeza y se volvió lentamente hacia ella. Así pues, había decidido explicarle su historia. Allí, en un establo.

—Eva era cortesana en la corte de Eisenach —prosiguió—. En aquella época, no pertenecía a Weimar, sino que se había convertido en una ciudad residencial gracias a la división territorial sajona. A la edad de catorce años, la casaron con el mayordomo mayor del príncipe de Sajonia, Jean de Vésias, francés de nacimiento.

Se había incorporado ligeramente y apoyaba la cabeza en la mano izquierda, mientras que con la otra mano jugueteaba con una brizna de paja que había arrancado del haz que tenía debajo.

—Durante unos años, llevó la vida habitual de alguien de su posición que, como quizá ya sabes, es una existencia carente de sentido, inhumana. Al cumplir los dieciocho, se excluyó de la corte, se vistió de manera humilde y prefirió el trato con personas insignificantes y repudiadas, con lo cual atrajo sobre sí, primero, las burlas, luego la ira y, finalmente, el desprecio de la corte. Se difundieron rumores maliciosos de que practicaba la prostitución. ¡Precisamente la prostitución!

Escupió la palabra literalmente.

—En realidad, llevaba años rehusando a su esposo, y no le había dado ningún hijo porque siempre había rechazado el matrimonio por considerarlo un estado impío.

Nicolai creyó que no había oído bien y la interrumpió.

—El matrimonio, ¿un estado impío?

Magdalena asintió.

—Por supuesto. Esa fue una parte de la iluminación de Eva: lo contranatural del matrimonio y de todos los mandamientos eclesiásticos unidos a él. El arbitrario mandamiento de la procreación. La imposibilidad de la separación. Ella había sufrido en sus propias carnes la indigna y humillante existencia de la humanidad, sobre todo, de las mujeres. En una inspiración, le fue revelada la escapatoria: el mysterium patris, el misterio del Padre. En otras palabras: la segunda redención, traicionada por la Iglesia desde el principio de los tiempos.

—¿La segunda redención? —repitió Nicolai desconcertado.

—Ya sé que no puedes entenderlo.

—Lo intento —se apresuró a afirmar—. ¿Qué es la segunda redención?

—¿Por qué vino Jesús a nosotros? —preguntó ella a su vez.

Nicolai se encogió de hombros, ligeramente desconcertado.

—Para redimirnos de nuestros pecados —dijo.

—No. Dios nos ama, por eso nos envió a su Hijo. En señal de amor. Jesús sólo era una palabra. Y el Verbo que se hizo carne. Ese es el misterio. El espíritu está en la carne, y la carne está colmada por el espíritu de Dios. Y la carne puede convertirse en espíritu en cualquier momento. Lo divino está grabado en el cuerpo. Pero no en la letra muerta de los doctores de la ley, sino en los sentidos vivos, sagrados. Nos han aturdido, con incienso, textos y eucaristías. Eva se dio cuenta. Rehusó toda idolatría, católica y también luterana, se rió de los textos, de la eucaristía, de toda autoridad eclesiástica. Decía que nadie creado por Dios necesitaba una iglesia. Dios estaba dentro de ella, todos los cuerpos eran catedrales que irradiaban luz divina. Ella ya disponía de un sacerdocio espiritual. Su cuerpo era su medio de revelación. Ningún monje vestido de negro, con un corazón tan duro, frío y lúgubre como las piedras de las criptas, tenía nada que decirle.

Hizo una pausa. Le brillaban los ojos. Respiraba agitada. Era como si la excitación que la embargaba se posara en sus mejillas enrojecidas. Turbado, Nicolai bajó la mirada y contempló sus hermosas manos. Las curiosas ideas de Magdalena lo confundían cada vez más. ¿La carne puede convertirse en espíritu? ¿La segunda redención? ¿A qué se refería? ¿Acaso no hablaba como los exaltados que vagaban por el país, entraban en éxtasis en las plazas del mercado y decían disparates sobre la redención?

—Muy pronto tuvo que abandonar Eisenach. Había reunido a un pequeño grupo de creyentes. Pero, a medida que sus enseñanzas encontraban más seguidores, la persecución a la que la sometieron se fue enconando. Los pietistas, cuya doctrina ella había librado de todo lo accesorio y había reconducido a su verdadera esencia, fueron los que empezaron a propagar las afirmaciones más abominables contra ella. Toda la ciudad de Turingia conspiró en su contra; en Gotha, Erfurt y Eisenach circularon las más increíbles calumnias, de modo que se vio obligada a huir constantemente y a buscar el amparo de príncipes predispuestos a la iluminación. Por todas partes la perseguían las difamaciones, los prejuicios y el odio. Sin embargo, allí donde se detenía, también aumentaba su congregación: quienes la conocían, se convertían en sus discípulos. En Usingen, en Laasphe, en el condado de Sayn-Wittgenstein, en Glashütte y en Safimannshausen. Tenía el poder de la segunda redención. Irradiaba el mysterium patris. Quien participaba de su cuerpo, se redimía de su corporalidad. Ella conocía el verdadero misterio de la transformación de la carne en espíritu, de la segunda redención del cuerpo, que completa la redención del espíritu.

Nicolai se sentía incómodo. ¿De qué hablaba Magdalena? ¿Qué quería decir con lo de participar del cuerpo de Eva?

—La congregación original ya no existe. El odio de sus perseguidores era implacable. Los acosaron por media Alemania. Algunos escaparon a la persecución marchándose al extranjero, a Rusia, a Suecia, incluso a Pensilvania, en las colonias inglesas. Mi abuela permaneció en la comunidad hasta el final y luego huyó a Suiza. Allí, con un nombre falso y en compañía de algunos de los que habían quedado, vivió totalmente retirada en Rapperswil. Por miedo a ser descubiertos, guardaban el secreto en un retiro absoluto y se reunían en secreto en conventículos cuya existencia pocos conocían. Algunas noches se congregaban para sus prácticas sanadoras, para recordar y transmitir el misterio de la segunda redención. Allí fue concebida mi madre, y también mi hermano y yo.

—¿Concebidos? —preguntó Nicolai con asombro—. ¿Concebida por quién?

—Por el espíritu de Eva en el cuerpo del Padre —contestó Magdalena.

—¿Qué padre?

—No del padre de la Iglesia de Lucifer, sino de los anunciadores del Dios Padre hecho carne. Fui engendrada por muchos padres con amor, por puro amor. No por deseo.

Nicolai se quedó sin palabras. ¿Qué decía Magdalena? ¿La había entendido bien? Pero Magdalena siguió hablando.

—Para encontrar el amor puro, hay que superar el deseo. La Iglesia ha tergiversado esa sencilla verdad y ha erigido sobre ella un poderoso reino. La senda del amor se abre paso «a través» del deseo, no «contra» él. El ansia pura de nuestros sentidos naturales es nuestra única capacidad de reconocer lo sagrado.

Calló unos instantes. El médico parecía embrujado por su extraño discurso. Magdalena tan sólo expresaba con palabras lo que cada movimiento de su cuerpo, sí, lo que toda su figura irradiaba incesantemente. Aquella mujer tenía un poder sensual sobre él, del que no podía escapar. Quería levantarse, acercarse a ella, tumbarse encima, estrecharla y poseerla. Pero no podía. Lo tenía en su poder. Su voz le resonaba en la cabeza. Apenas era capaz de moverse.

Magdalena lo miraba con una mezcla de ternura y compasión. De repente, se levantó, se le acercó y se quedó de pie delante de él. Nicolai la observaba, incapaz de decir ni de hacer nada. Los cabellos teñidos de negro le caían sobre los hombros. Sus pechos subían y bajaban al ritmo de su profunda respiración. Deslizó ligeramente el pubis hacia delante. Luego, se cogió la camisola con ambas manos, desabrochó los botones y dejó que la camisa le resbalara desde los hombros. A Nicolai se le secó la garganta. El pulso comenzó a acelerársele. Contempló perplejo los pechos desnudos de Magdalena, que se curvaban hacia él. Vio los pezones duros y la piel de gallina que se había formado alrededor de las aureolas. Un ligero movimiento circular de caderas, y el resto de la ropa cayó al suelo. El esplendor de su cuerpo joven estaba a tan sólo medio codo de distancia. Nicolai paseó la mirada por él, absorbiendo todos los detalles: la suave curvatura de su vientre juvenil, el monte de Venus cubierto de vello rubio, los suaves muslos, que ahora se abrían y... ¿Qué estaba haciendo? La muchacha tiró de la capota que lo cubría y se le sentó encima. Le cogió las manos y se las llevó a los pechos.

—Porque así sucede con el alma del ser humano —dijo—. Tan pronto como Dios la toca, Dios le da la posibilidad de volver a sí misma, de llegar a sí misma y unirse con él. Y entonces se da cuenta de que no fue creada para los placeres y las insignificancias del mundo, sino que tiene un centro y una finalidad, y debe esforzarse por volver a ellos.

Nicolai no lo resistió más. Se incorporó, la estrechó entre sus brazos y buscó sus labios. Ella le devolvió el beso, aunque sólo por un breve instante. Después, lo empujó atrás suavemente, lo obligó a contemplarla sin hacer nada, y continuó hablando.

—Así sucede con las almas. Algunas se mueven dócilmente hasta la perfección y, sin embargo, no alcanzan el mar de la redención, se pierden en una corriente más fuerte, que las arrastra. Después, también las hay inquietas, que avanzan abriéndose paso con ímpetu y que tampoco son muy provechosas. Estallan contra las rocas y se consumen.

Nicolai ya no tenía paciencia para seguir aquel extraño discurso. El quería estallar y consumirse. Volvió a apretar los labios sobre su boca, le acarició el cuerpo con impaciencia, le rozó los pechos, la estrechó por la cintura, la levantó ligeramente y rodó con ella. Quedaron juntos, tumbados de lado. Magdalena tenía los cabellos llenos de briznas de paja, el cuerpo cubierto de polvo fino que subía poco a poco desde la paja removida. Continuó hablando mientras él la tocaba por todas partes. No se defendía, aunque intentaba detenerlo con suavidad. Pero él era incapaz de parar. Se quitó la camisa por la cabeza, se despojó torpemente de los calzones e intentó unirse a ella. Pero, entonces, la muchacha se resistió de pronto con vehemencia, se cubrió el sexo con la mano y se incorporó. Nicolai no lo entendía.

—¿Qué haces? —preguntó sin aliento.

Magdalena lo miró muy seria.

—Tu deseo. Dios mío, qué lejos estás de él.

—¿De él? ¿De quién? —preguntó Nicolai, impaciente y confuso a partes iguales.

Magdalena se apartó un poco.

—Mírame —dijo quedamente, y volviendo a sonreír—. Con calma. Te pertenezco. Todo va bien.

La muchacha le pasó un dedo por las cejas castañas, por la boca; luego, lo introdujo entre sus labios y le rozó la lengua. Le deslizó la otra mano entre los muslos, le agarró el miembro y lo estrechó. Nicolai lanzó un ligero gemido.

—Pero nosotros le pertenecemos —prosiguió—. Yo sólo soy la herramienta de tu liberación. Tienes que buscarlo a él, no a mí.

Nicolai hacía rato que sabía qué buscaba. Volvió a cogerla por la cintura, casi cegado por el deseo. El contacto con la piel desnuda de la muchacha desataba en él un ansia embriagadora que ella notó enseguida. Lo agarró con más fuerza, le rodeó también la nuca, cerró los ojos y entreabrió los labios.

—... les fleuves de Dieu sont remplis... —susurró—... porque la fuente divina de la vida no se seca y si son muchos los que desean saborear su dulzura en el corazón y siempre están sedientos de ella... la douceur divine dans l'amour de nos corps... en el amor de nuestros cuerpos...

Nicolai deliraba. Era incapaz de distinguir si estaba despierto o soñaba. En el placer del contacto carnal, una sensación totalmente desconocida lo iba embargando paulatinamente. Le daba la impresión de que fluía fuera de sí mismo, de que era arrastrado hacia un remolino de luz y calidez. Él no quería, pero ya no tenía control sobre sí mismo. Magdalena lo atrajo hacia sí, hacia su cuerpo cálido y sudado, que se apretaba al suyo. Una sensación increíble le subió por el regazo y le recorrió el bajo vientre. La miró. Ahora lo sujetaba con ambas manos. Tenía los dedos entrecruzados como si rezara. Y, realmente, rezaba. Las palabras francesas y alemanas que salían de su boca no eran sino una oración. Estaba debajo de él, estiraba el cuello y movía ligeramente la cabeza a un lado y a otro. Luego, volvió a mirarlo fijamente, ciñó los muslos alrededor de sus caderas, soltó las manos del miembro y se le entregó.