5

Lo despertó el ruido de cascos de caballo. No se movió, sólo miró hacia la puerta, que se abría lentamente.

—¿Nicolai?

Era la voz de Magdalena. Se levantó. Un aire frío lo acarició.

—Nicolai, ¿estás despierto?

—Sí —contestó.

—Pues ya podemos marcharnos.

Cuando Nicolai llegó a la puerta, la muchacha ya había regresado a la explanada. Había varias personas con ella, sujetando los caballos y conversando con susurros. Cuando se acercó al grupo, uno tras otro empezaron a abrazar a Magdalena, y luego se apresuraron a entrar en la casa antes de que Nicolai llegara. El médico no supo si sentirse aliviado o enfadarse. ¿Acaso tenía la peste? ¿Por qué aquella gente se empeñaba tanto en esconderse de él? No pudo reconocer si eran hombres o mujeres. Debajo de los hábitos que se habían echado por encima, todos parecían iguales.

Comprobó que su caballo estuviera bien ensillado, pero lo encontró todo satisfactorio. Magdalena ya había montado y esperaba a que él subiera a su cabalgadura. Entonces se pusieron en marcha sin intercambiar ni una palabra.

Igual que en la noche anterior, ella se encargó de dirigir la marcha. Nicolai no lograba explicarse de qué conocía aquellos senderos insignificantes, pero las poblaciones de Saalfeld, Neustadt y Gera no aparecieron nunca en su campo de visión. En lo referente a la distancia hasta Leipzig, se había engañado. Hacia las cinco de la madrugada llegaron a los alrededores de Altenburg completamente exhaustos. Igual que el día anterior por la mañana, Magdalena parecía conocer una de las pequeñas granjas que se habían instalado a una distancia considerable de la ciudad. Habló con sus moradores, que se mostraron igual de recelosos y poco afables con él que los anfitriones de la víspera. A Magdalena, la invitaron a entrar en la casa. A él, le ofrecieron un lugar seco y caliente en el granero.

Nicolai durmió hasta bien entrada la tarde. Igual que el día anterior, Magdalena le llevó la comida. El le preguntó cuánto tardarían en llegar a Leipzig, y la muchacha contestó que lo conseguirían a la noche siguiente.

—Magdalena —dijo entonces—, lo que ocurrió ayer...

Enmudeció y miró al suelo, un poco avergonzado.

—¿Sí? —replicó ella—. ¿Qué ibas a decirme?

—Yo... tengo poca práctica en estas cosas. No sé cómo debo tratarte ahora.

Magdalena lo miró. Su mirada era franca, como si a ella todo aquel asunto no le resultara poco natural o extraño. Nicolai había pasado la noche dándole vueltas a la cabeza para aclarar sus sentimientos. Sin embargo, no había llegado a ninguna conclusión. Puesto que la muchacha no decía nada y sólo lo observaba en silencio, le cogió la mano. Pero ella la retiró.

—Nos encontramos en él —dijo—. Pero a ti no te conoce. Tú no lo has buscado y Él no sabe nada de ti.

—¿Quién es «él»?

—Dios.

Nicolai torció el gesto y procuró permanecer tranquilo. ¿Acaso estaba jugando con él? Sin embargo, nada en ella revelaba segundas intenciones. Hablaba totalmente en serio.

—Magdalena —dijo, intentándolo por segunda vez—. Entonces, ¿por qué lo hiciste?

—¿Cómo quieres acercarte a ellos si no sabes para qué?

—Acercarme, ¿a quién?

—A los esbirros de Alldorf.

—¿Es eso lo que quiero?

Magdalena asintió con vehemencia.

—¿Y ahora sé para qué?

Magdalena asintió de nuevo.

—Sí —dijo—. Porque tú mismo lo has notado. Estás aturdido. Tu cuerpo sufre. Quiere convertirse en espíritu, pero no conoces el camino. Ayer te enseñé el camino. Lo recordarás. Te curará, por muchos años.

—¿Curarme? ¿Curarme de qué?

—De la falsa culpa. Y del deseo.

Nicolai no entendía una palabra de lo que le decía. Magdalena estaba loca. No podía ser de otro modo.

—¿Acaso no me tocaste mientras dormía? —preguntó de repente la joven.

El la miró como si lo hubiera alcanzado un rayo.

—¿Acaso no me besaste cuando aún me creías narcotizada?

Nicolai tragó saliva y no supo qué contestar. Se sonrojó de vergüenza. Quería decir algo, pero no le salían las palabras. Ella lo miraba desafiante. Finalmente, Magdalena rompió el silencio.

—Ayer te besé en «tu» narcosis. Tienes un cuerpo hermoso, me gusta. Y a ti te gusta mi cuerpo, lo sé. Pero ¿cuál es la fuente de nuestro placer? ¿Cuál es la meta? De eso, tú no sabes nada. No puedes hacer más. Sólo lo saben unos pocos, porque ese saber nos ha sido ocultado por aquellos que han conquistado el poder sobre nosotros. Pero eso no durará mucho. La comunidad de Eva crece imparablemente. Ni siquiera el veneno de Alldorf la detendrá.

Nicolai seguía allí sentado, en silencio. Magdalena le sonrió.

—Come. Tienes que cobrar fuerzas.

Nicolai se metió un trozo de pan en la boca y comenzó a masticar lentamente. Aquella hermosa muchacha estaba chiflada. Todos los que tenían algo que ver con aquel caso lo estaban. Di Tassi, Alldorf, los incendiarios de sillas de posta. No cabía otra explicación. Casi le dolía mirarla. Porque estaba poseído por ella. No le quedaba más remedio que reconocerlo. En eso tenía razón la joven: nunca olvidaría aquel encuentro. Pero, curarlo, no, ella no lo curaría. Más bien lo haría enfermar la sola idea de haber vivido semejante exaltación sensual con aquella criatura cuya mente estaba perturbada.

—Quiero hablar con alguien que conociera a tu hermano —dijo finalmente.

Ella asintió.

—¿Por qué se fue a Leipzig? —preguntó Nicolai.

—Quería estudiar Leyes.

—¿Y por qué no se quedó en vuestra comunidad?

—El no creía en Eva.

—¿Por qué?

Magdalena se encogió de hombros.

—Estuvimos mucho tiempo sin saber qué hacía en Leipzig. Decían que participaba activamente en un grupo que divulgaba ideas republicanas. Frecuentaba las sociedades de lectura y era miembro de una hermandad que peleaba regularmente con otras. Dios sabrá cuántas veces lo encerraron en un calabozo para que pagara por sus faltas.

Nicolai la escuchaba, a menudo tentado con interrumpirla, puesto que, de la manera en que la tenía sentada delante, volvía a despertar en él otro tipo de pensamientos. Ella tenía que decir algo. Algo que lo afectara a él, que los afectara a ambos. Puesto que Nicolai callaba, Magdalena prosiguió.

—En una de esas riñas, hirió mortalmente a Maximilian Alldorf. Ante los ojos de varios testigos, le dio tal paliza a puñetazos que murió poco después. Philipp era mi hermano. Tenía que ayudarlo. Por eso fui a Leipzig, le llevé comida a la cárcel, le di mi apoyo durante el juicio y estuve con él hasta el final. Su caso era un caso perdido. Lo condenaron a muerte y lo ahorcaron el dieciocho de diciembre. Hace un año.

Magdalena enmudeció. Durante un rato, ninguno de los dos pronunció una palabra. Fuera, también estaba todo en silencio. Sólo se oía el viento que soplaba por encima del tejado.

—Philipp estaba muy cambiado —retomó el discurso Magdalena—. Naturalmente, le pregunté por qué había herido tan gravemente a Maximilian Alldorf. Y me contestó que Maximilian era la cabeza del satán de Roma. —Meneó la cabeza y prosiguió—: Antes, nunca habría dicho algo así. Siempre se había reído de Satanás. Todo lo que tenía que ver con la religión le resultaba odioso y ridículo. Leía a Voltaire y a Diderot, y buscaba su salvación entre los luciferinos. Sin embargo, entonces parecía revuelto. Philipp estaba fuera de sí a causa del miedo. Me suplicó que vigilara a la familia Alldorf. Se proponían algo terrible. Yo no entendí a qué venía aquello. Después de todo, Philipp y Maximilian incluso habían sido amigos al principio. Siempre discutían, pero también aprendían mucho el uno del otro, y nunca se dejaron convencer para llegar a las manos, aunque las hermandades de estudiantes a las que pertenecían siempre tenían altercados.

Nicolai conocía aquello. En su época, las hermandades de estudiantes ya eran una verdadera peste. En Wurzburgo, había observado casi a diario el ritual de las peleas de honor cuando un hermano de la orden mancillado en su honor se plantaba delante de una casa, golpeaba en el pavimento con su bastón y gritaba: «¡Pereat, ese miserable cobarde, ese puerco, pereat, pereat!» Después, aparecía el retado y la pelea seguía su curso. Al final, llegaba el bedel, la riña terminaba y los contendientes acababan en el calabozo.

—Maximilian debía de ser un muchacho muy especial —dijo Magdalena—. Todos hablaban de él con mucho respeto, casi con veneración. Diría que Philipp no sólo lo envidiaba porque era rico, sino que lo admiraba por su amplia formación. Entre la primavera y el verano de 1779, Maximilian se fue medio año de viaje. Cuando regresó, estaba muy enfermo. Además, parecía otro. No era nada afable y, en las discusiones, de repente se ponía a ladrar en un tono cortante. Philipp se sentía herido y a la vez desafiado. ¿Qué le había pasado a Maximilian? El joven conde se había vuelto completamente inaccesible. Siempre que Philipp le dirigía la palabra, él le lanzaba burlas mordaces.

Se oyó un ruido en el exterior, al otro lado de la puerta. Era un murmullo. Sin embargo, ambos distinguieron que debían de ser hojas arrastradas por el viento.

—El hijo de Alldorf se había sumido en una profunda melancolía. Tenía la mirada vacía, y su curiosidad y su sed de conocimiento habían desaparecido por completo. Padecía del corazón y le dolían los pulmones. Estaba pálido y demacrado, y apenas comía. Evitaba frecuentar todo aquello para lo que Philipp nunca había tenido dinero: conciertos, bailes, asambleas y excursiones. Sin embargo, no desaprovechaba ninguna oportunidad de mofarse de Philipp y los luciferinos. Las dos sociedades combatían de todas las maneras imaginables, se insultaban por la calle y se denunciaban mutuamente en la universidad. Philipp pasaba por ser un ilustrado ateo; Maximilian, una criatura de los jesuitas. Pero esas diferencias tan sólo eran superficiales. Mi hermano creía que Maximilian había entrado en contacto con algo terrible en su viaje.

Hizo una pausa para otorgarle la debida importancia al suceso.

—Philipp me habló incluso del mysterium patris, de la segunda redención que algún día llegaría. Y de que se estaba gestando algo para evitarlo. Y Maximilian participaba. Alldorf era el centro. Todo se encauzaría desde Alldorf. Yo tenía que hablar con él, vigilar el castillo. Porque allí se inventaría el medio para detener la segunda redención.

—¿Y por eso fuiste a Alldorf? Para espiar al conde.

Magdalena asintió.

—Quería cumplir la promesa que le había hecho a Philipp para brindarle tranquilidad en aquellos momentos de desesperación y pánico cerval. En realidad no creía que sus sospechas fueran acertadas. Sin embargo, al llegar a Alldorf vi que tenía razón. La familia de Alldorf ya estaba agonizando.

—¿Agonizando?

—Se les ha privado de la segunda luz. Sólo buscan la luz de la naturaleza, de la razón, pero no la luz de la gracia. La hermana de Maximilian ya había muerto. La madre falleció estando yo allí. El propio Alldorf sufría tormentos infernales. Me compadecí, de tan terrible que me pareció su sufrimiento.

—¿Tú hiciste... qué?

—Lo sé, fue un error. Quise consolarlo, convertirlo. Él me lo suplicó, me pidió que me quedara en el castillo, igual que su esposa me había suplicado que la ayudara. Pero el satán de Roma es un terrible rival. Está arraigado en ellos, gobierna sus sentidos alterados y les atormenta la carne envenenada. Nadie puede ayudarlos. Están perdidos y hacen todo lo posible por auspiciar el dominio del satán. Tuve que marcharme del castillo, o él me habría destruido.

—¿Y la biblioteca? ¿Estuviste en la biblioteca?

—No. No podía entrar nadie. Nadie, salvo Alldorf y Selling.

—¿Selling?

—Sí. Yo vi entrar a Selling.

Nicolai no lo entendía. Era imposible. Selling había mandado a buscarlo porque, supuestamente, nadie tenía acceso a la biblioteca.

—¿Y Zinnlechner? ¿También tenía acceso?

—No. Pero intentaba averiguar por todos los medios qué ocurría allí dentro. Alldorf recibía invitados continuamente, con los que se encerraba para deliberar. Nadie podía molestarlos. Pero yo sé que Selling entraba y salía. Probablemente por eso, al morir el conde, Zinnlechner lo siguió y le preparó la emboscada en el bosque.

Nicolai se sorprendió. Aquello no era lógico.

—Dices que Selling colaboraba con Alldorf. Pero Selling fue asesinado por Zinnlechner en el bosque. Y Zinnlechner no estaba solo. Tenía ayudantes, probablemente los mismos que asaltaban las sillas de posta, se supone que pagados por Alldorf. Eso no encaja.

—No sé cómo se relaciona una cosa con otra —replicó Magdalena—. Pero sé que Maximilian y el conde de Alldorf perseguían un plan atroz. Ese y no otro era el objetivo por el que el conde de Alldorf se reunió durante meses con aquellos hombres en su biblioteca. Y ahora están en algún lugar, ejecutando lo que Alldorf había planeado. Y yo tengo que averiguar de qué se trata.

La determinación se reflejaba en su semblante. Nicolai no sabía qué decir. ¿La segunda luz? Eso no eran más que alucinaciones de los pietistas. A él le parecía que la carta de Di Tassi aportaba una explicación sumamente plausible de los extraños sucesos. Una conspiración política contra Federico, el rey de Prusia, tolerada y seguramente favorecida por los espías del emperador, que los dirigía en Berlín y en todo el reino desde Viena. Había que intentar examinar el asunto a partir de ahí y procurar ubicar con sensatez los demás acontecimientos. Tenía que desprenderse de toda idea descabellada. Alguien manipulaba los hechos con fantasmas y magia para correr un tupido y enorme velo sobre una tremenda conspiración política. No podía permitir que su razón se dejara engañar.

—Pero ¿cómo vas a encontrar a esa gente? —preguntó.

—Los encontraré —contestó ella.

Nicolai reflexionó un momento. Luego, dijo:

—¿No hay modo de saber qué hizo Maximilian durante el último año? Su viaje. Su enfermedad. Ahí tiene que estar la clave.

Magdalena se levantó.

—Hay alguien en Leipzig que lo sabe todo sobre Philipp y Maximilian. Pero no habla conmigo.

—¿Quién es?

—Se llama Falk —contestó, torciendo el gesto con repugnancia—. Un luciferino.

—¿Quién es ese Falk?

—Un amigo de mi hermano. Puedo decirte dónde encontrarlo. Pero no sé si hablará contigo. Tal vez por dinero. Se le puede comprar, como a todos los luciferinos.

Nicolai la miró sorprendido.

—Falk me desprecia —prosiguió la joven—. Cree que Philipp sufrió aquella desgracia porque la comunidad de Eva le había alterado el juicio.

La mirada de Magdalena se había vuelto gélida.

—Pero sabe muchas cosas.

Y se marchó.

Nicolai mordió un trozo de tocino, lo masticó pensativo y la miró desconcertado mientras cruzaba el granero. Apenas se oyeron sus pasos sobre el suelo de la era. Luego, desapareció.

¿Un luciferino?