11

Nicolai seguía a Zinnlechner por los pasillos fríos y sin iluminar del castillo. No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero el boticario parecía conocer todos los rincones. De pronto, el hombre se detuvo y abrió una puerta encajada discretamente en el revestimiento de madera de la sala en la que acababan de entrar. Detrás había una escalera estrecha y muy empinada. A Nicolai le costó subir aquellos peldaños altos. Por suerte, el camino era corto y, al poco, Zinnlechner abrió otra puerta.

—Pase —dijo Zinnlechner—. Yo tengo que ajustar el mecanismo o después no podremos salir.

Nicolai se adentró dos pasos en la habitación, pero luego se quedó parado, indeciso. En un primer momento, le dio la impresión de que había ido a parar a una capilla. Mirara donde mirara, las paredes estaban decoradas con figuras de santos. Unas pesadas cortinas cubrían las ventanas. Nicolai lanzó una mirada rápida al conde, amortajado en su lecho, junto a la pared de enfrente. Se acercó a la cama, apartó la sábana que cubría al muerto y, para poder verlo mejor, arrimó dos de los cuatro candelabros que rodeaban el lecho. Los criados que habían sacado de la biblioteca el cadáver del conde y lo habían trasladado allí debían de haber estirado el cuerpo. El rigor mortis se había reducido visiblemente.

Zinnlechner no se había movido de su sitio y seguía junto a la puerta.

—Venga aquí —susurró Nicolai—. Necesito su ayuda.

Zinnlechner venció su malestar y se le aproximó.

—Descúbrale el torso y túmbese junto al muerto —ordenó Nicolai con serenidad.

—¿Qué...? ¿Cómo...?

—Sí. Es la única manera. Para medir un tórax enfermo, necesito compararlo con uno sano.

Zinnlechner observó el cadáver y luego al médico.

—Yo... ¿tengo que tumbarme junto al muerto?

Nicolai ya había desvestido el torso del conde con un par de maniobras rápidas.

—No le pasará nada. Podría explicarle el procedimiento, pero tardaría más que haciéndole una demostración. No tenga miedo, haga el favor.

El boticario seguía indeciso.

—Pero ¿qué va a hacer exactamente?

—Escuchar de qué ha muerto este hombre —dijo Nicolai.

—¿Escuchar...?

—Sí. No podemos abrirlo, pero contamos con la elocuencia de «su» cuerpo, señor Zinnlechner, para explorar el silencio del otro cuerpo. Desvístase, por favor, no tenemos toda la noche.

Zinnlechner hizo por fin de tripas corazón y se quitó la casaca y la camisa.

—Pero no será peligroso, ¿verdad?

—No. Se lo prometo. Este método me lo enseñó un alumno del hombre que lo inventó y lo he probado con muchos pacientes.

—Pero él no es un paciente. Está muerto.

—Eso no cambia nada. De verdad.

Zinnlechner dudó todavía unos momentos, pero luego se tumbó al lado del cadáver.

Nicolai lo observó con mucha atención. No tenía ni con mucho la corpulencia del conde, pero, aun así, se dio por satisfecho con el aspecto del torso de Zinnlechner.

—Se parece usted al conde en su relativa carnosidad —dijo—. Eso está bien. Nos ayudará.

Se dio cuenta de que Zinnlechner no tenía ni idea de a qué diantre se refería al hablar de relativa carnosidad. Además, el boticario se estremeció de asco cuando su hombro rozó un instante la piel helada del cadáver. Y se apartó espantado. Nicolai sonrió y le alcanzó un pañuelo.

—Tenga. Cójalo y cúbrase el pecho. —Luego, extendió un segundo pañuelo por encima del pecho del conde y se inclinó hacia él—. En la Edad Media, la Medicina no se incluía en las siete artes liberales. ¿Lo sabía?

Zinnlechner meneó la cabeza y tampoco parecía muy interesado.

—No la consideraban una ciencia exacta —prosiguió Nicolai—. ¿Sabe por qué derroteros volvió a entrar en las universidades?

Golpeó dos veces suavemente sobre el esternón del muerto.

—A través de la música. La salud es la música del cuerpo. Los antiguos lo sabían. La ley de las proporciones correctas rige los movimientos internos de los órganos. La enfermedad no es otra cosa que una disonancia. ¿Oye lo mal que suena este cuerpo?

Repitió el golpeteo en distintos puntos de la zona del pecho. Luego hizo lo mismo en el cuerpo del boticario, que lo miraba con cara de no entender nada.

Nicolai se explicó:

—El tórax es una cavidad dentro de la cual hay órganos. La diferencia entre el tamaño y la ubicación de los órganos provoca que la resonancia del pecho sea irregular. Si golpeo aquí, el tono es agudo. Si lo hago ahí, donde está el corazón, la resonancia es grave. ¿Lo oye?

Zinnlechner asintió no muy seguro.

—El principio es simple —prosiguió—. Auenbrugger ha aplicado este método desde hace dieciséis años en cadáveres y en pacientes. Mediante la distinta reverberación de los tonos puede uno formarse una opinión sobre el estado interno de esa cavidad.

Zinnlechner enarcó las cejas con escepticismo.

—¿Auenbrugger? —preguntó.

—Sí, desconfíe si quiere —dijo Nicolai—, pero no cometa los mismos errores que Vogel en Gotinga o Baldinger en Jena.

La expresión que se reflejaba en el semblante de Zinnlechner le indicó que el boticario no había oído hablar nunca de aquellos dos célebres médicos.

—Vogel y Baldinger —prosiguió— son dos respetados profesores de Medicina, lo cual no les impidió rechazar este método sin siquiera comprobarlo. Lo compararon con la sucusión hipocrática. Y con ello certificaron su ignorancia. No haga usted lo mismo que esos profesores, estimado señor Zinnlechner. Escuche, confíe en sus sentidos.

Zinnlechner intentó olvidar que estaba al lado de un cadáver y procuró concentrarse en los sonidos que Nicolai producía dando suaves golpes sobre su cuerpo y sobre el del muerto. No pasó mucho rato hasta que una sonrisa de asombro se dibujó en su rostro. La inquietante resonancia era tan pronto breve y aguda como presentando cierta plenitud o un tono carnoso y apagado. Al cabo de unos minutos, ya distinguía más matices. Los escuchaba con asombro, como si se tratara de una música que nunca había oído antes.

—Tenía razón —dijo en voz baja—, es difícil de explicar. Sí, es como si una mano invisible palpara el tórax desde dentro. Qué descubrimiento más curioso.

—Bonita comparación —replicó Nicolai, que comenzó a percutir con sumo cuidado el pecho del muerto—. Casi toda la parte derecha de los pulmones nos da un tono apagado y carnoso.

Zinnlechner se había incorporado, con la cabeza ladeada hacia el cadáver para poder escuchar mejor.

—El pecho estará lleno de agua —planteó—. Piense en la putrefacción. El proceso de descomposición ya habrá comenzado.

—Sí, claro, pero aquí... ¿Por qué este eco sordo en el lóbulo inferior del pulmón izquierdo? Se extiende hasta la región inguinal. ¿Lo oye?

Nicolai acercó la oreja a la zona indicada y percutió en ella con cautela. Era verdad. Allí se producía un sonido sordo, distinto del de la caja torácica.

—Es aquí —dijo Nicolai señalando un punto situado por debajo del diafragma—. Algo falla en el lóbulo inferior del pulmón izquierdo.

—Líquido —propuso Zinnlechner—. Líquido retenido.

Nicolai mostró su escepticismo meneando la cabeza.

—Auenbrugger, el inventor de este método, ha llenado con distintas cantidades de agua el pecho de numerosos cadáveres y ha descrito con lujo de detalle las características de la resonancia. Evidentemente, es difícil deducir reglas generales, ya que las proporciones físicas son distintas en cada persona. El grosor y la firmeza de la piel y las capas de músculo y grasa, el volumen de la caja torácica, el tamaño de los órganos, pero...

Se interrumpió y golpeó varias veces en el punto que le llamaba la atención desde hacía rato.

—¿Lo oye? El tono es demasiado grave para tratarse de agua. Sea lo que sea, es una especie de mucosidad, algo pútrido. —Se incorporó y un extraño brillo refulgió en sus ojos—. ¡Apuesto a que es una vómica! —exclamó triunfal.

—¿Una vómica? —preguntó Zinnlechner desconcertado.

—Sí.

Zinnlechner se levantó como si aquel diagnóstico, desconocido para él, le despertara el deseo de apartarse.

—¿Qué es eso?

Nicolai se lo explicó.

—Cuando un humor sano o enfermo se mueve a través de la sangre y se deposita en algún sitio, es posible que se convierta en una masa densa. Generalmente, la energía vital la deshace y entonces se transforma de nuevo en un montón de líquido y se encierra en una bolsa creada por ella misma. Una verdadera lástima que no podamos abrirlo. Supongo que esta vómica está cerrada y es pútrida.

—¿Y eso qué significa?

—¿Lo nota? Esta zona parece líquida, ¿no?

Nicolai le cogió la mano al boticario, que estaba de pie junto a él, la puso encima de la piel fría del muerto y presionó varias veces sobre el punto que le daba mala espina.

—Hay dos clases de vómica —lo instruyó—. Pútridas y purulentas. Las pútridas sólo afectan al pulmón, mientras que las purulentas se encuentran en las otras partes del tórax. Esta tiene que ser pútrida, pero... como usted puede comprobar, está debajo del pulmón.

Zinnlechner intentaba seguirlo, pero se sentía demasiado perplejo.

—¿Y eso qué significa? —preguntó. Nicolai no parecía muy seguro.

—Una vómica pútrida es una bolsa que no contiene materia purulenta, sino un líquido acuoso. Tiene una coloración parda o marrón. Probablemente, está causada por la descomposición de la sustancia pulmonar escirrosa. Sin embargo, si esa sustancia se descompone con inflamación, es decir, cuando existe un absceso, entonces aparece un líquido blanco, viscoso y graso. Esos dos diagnósticos reciben el nombre de vómica abierta porque se abren en la ramificación de los bronquios y se expulsan con la colaboración del esputo resultante. Por eso ocupan más superficie que las cerradas.

—Entonces hay cuatro tipos —concluyó Zinnlechner, fascinado con el experimento.

—Sí —repuso Nicolai—. Si lo prefiere así. Cerrada purulenta, abierta pútrida, etc. Y ésta... —volvió a golpear en la pared abdominal del conde— parece cerrada y pútrida. Y es extraño. Está situada en un punto demasiado bajo del cuerpo... Tenía tos, ¿verdad? —preguntó.

Zinnlechner asintió.

—¿Era seca o con flema? —preguntó Nicolai.

—Al principio, con flema —respondió Zinnlechner.

—¿Esputaba?

—Sí.

—¿Examinó usted las flemas?

—Eran sanguinolentas y purulentas. Al calentarlas, olían a podrido. Al ponerlas en agua, se hundían. Pero, después, la tos se hizo seca; muy seca, de hecho. El conde estaba casi siempre ronco. A veces, incluso vomitaba porque la tos convulsiva lo ahogaba. Además, tenía fiebre regularmente. Entonces, se le enrojecían las mejillas y los labios, y apenas comía. En esa misma época comenzaron los trastornos respiratorios. Un día le tomé el pulso. Se había desplomado mientras paseaba por el castillo y lo encontré sentado en un banco de madera, pálido y tembloroso. El pulso era profundo, rápido, débil e irregular. Quise hacerle una sangría, porque era evidente que tenía la sangre densa, pero no me lo permitió. Luego se recuperó un poco.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Nicolai.

—En primavera, en mayo.

—¿Y después?

—Cada vez le costaba más respirar. Le ocurrió lo mismo que a su hija. Se fue ahogando, aunque de vez en cuando se encontraba mejor.

Nicolai recordó de pronto la imagen. El muerto en la butaca, la extraña postura que había adoptado, la quemadura en la pantorrilla. Y se le ocurrió una idea.

—¿Sabe de qué lado dormía? —indagó.

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque es imposible... —dijo Nicolai.

—¿Qué es imposible? —preguntó impaciente Zinnlechner.

—Su postura... Me refiero a que... ¿Recuerda cómo lo encontramos? ¿En la butaca, junto a la chimenea?

—Sí, claro.

—Pongámoslo como estaba.

—Pero...

—Por favor. Ya verá. Ayúdeme. Con una almohada podremos tumbarlo como estaba.

Aunque el rigor mortis había disminuido considerablemente, tardaron unos minutos en enderezar el cuerpo y ponerlo más o menos en la postura en que lo habían encontrado unas horas antes. La luz de las velas iluminaba el ceniciento rostro del difunto. Nicolai buscó algo por la sala con la mirada, se dirigió rápidamente hacia la chimenea y volvió junto al lecho con un puñado de ceniza en la mano. Con el índice de la mano derecha redujo a polvo la ceniza que tenía en la mano izquierda y empezó a esbozar su diagnóstico sobre el cadáver.

—... Hasta aquí llega el agua en el pulmón derecho, ¿no? —Perfiló el contorno del órgano enfermo sobre la piel cérea—. Alldorf debía de dormir normalmente del lado derecho, porque... ¡fíjese! En esta postura, el pulmón cargado presiona el corazón. ¿Lo ve?

Zinnlechner asintió. Aquello era realmente extraño.

—Aquí debajo se encuentra la dureza que no conseguimos explicarnos.

Nicolai dibujó sobre el abdomen del muerto el perfil de la vómica que había detectado. Lo que pudo verse entonces los dejó a ambos sin habla un instante. Un doble peso terrible había aplastado el corazón al pobre hombre. Por el lado derecho, un pulmón lleno de agua amenazaba con asfixiarlo; por el lado izquierdo, un absceso de la índole que fuera le oprimía gravemente el corazón. No costaba imaginar que, al final, el moribundo tuvo que agitarse a un lado y a otro sin descanso, entre ataques de asfixia y un dolor agudo en el corazón. Imposible mitigar un dolor sin agravar al mismo tiempo el otro. La muerte le llegó por los dos lados. No era de extrañar que hubiera puesto fin al padecimiento. Pero ¿qué clase de padecimiento?

—Dios mío. ¡Está echado del lado izquierdo! —exclamó Zinnlechner—. Se ha ahogado él mismo.

El cuerpo no había recuperado el equilibrio ni siquiera con la muerte. Los dos guardaron silencio unos instantes y contemplaron el cadáver del conde. No cabía duda. Se había ahogado. Las mejillas, la lengua y las uñas lívidas así lo demostraban.

—Ingirió veneno, pero demasiado tarde —dijo Nicolai—. Mire la herida. No soportó tener que esperar.

Zinnlechner sacudió la cabeza.

—Es imposible. Nadie puede ahogarse solo.

—Pues es la única explicación —objetó Nicolai—. Mire, él mismo ha documentado que el veneno actuaba con una lentitud insoportable. El dolor debía de ser tan terrible que, llevado por la impaciencia, incluso se lastimó la pierna con un leño candente para ver cuándo llegaría por fin su hora.

El boticario enarcó las cejas con escepticismo.

—Pero ¿qué enfermedad sufría?

Nicolai se encogió de hombros.

—Tal vez una úlcera. Una adherencia maligna. —Meditó un momento y luego añadió—: La hija de Alldorf... Usted dijo que también había muerto de asfixia, ¿verdad?

—Sí.

—¿Estuvo presente cuando murió?

—No.

—¿No había nadie con ella?

—Sólo su padre.

—¿Y dónde se encontraba su esposa?

—También estaba muy enferma. Ya le he dicho que la muerte de Maximilian las sumió en una terrible melancolía. Pero Alldorf no permitió que nadie las viera.

Nicolai se levantó y se acercó a la ventana. Ya no nevaba. Abajo vio los contornos blancos del pequeño cementerio del castillo. Oyó a su espalda que Zinnlechner cubría al muerto con la sábana. Luego, un leve crujido le indicó que el boticario manipulaba el mecanismo de la puerta secreta. Se volvió y siguió al hombre fuera de la habitación.