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Durmió mal y se despertó muy pronto. En la cocina le dieron un cuenco de leche con copos de cebada. Los acontecimientos de la noche lo perseguían. Ingirió la mitad y dejó el resto.
El frío aire invernal le sentó bien. Encontró su caballo en la cuadra, le dio una moneda, un kreuzer, al mozo y sintió un gran alivio cuando la puerta del patio se abrió y emprendió el viaje hacia la carretera principal de Núremberg a primera hora de la mañana. Sin embargo, se detuvo al cabo de unos metros, volvió la cabeza y contempló el castillo. Luego, desmontó.
La nieve recién caída amortiguaba el ruido de los cascos del caballo. Igual que la noche anterior, pasó junto a los montones de basura que ahora estaban cubiertos de nieve, dejó a un lado la puerta por donde había entrado en el patio trasero con la muchacha el día antes y, poco después, llegó al muro posterior.
A no mucha distancia, vio el cementerio. Se encaminó hacia él. Dos ángeles esculpidos en piedra vigilaban la entrada. Eso era todo; no había verja. Paseó por el lugar, rodeado de un murete, y dejó vagar la mirada por las tumbas. Contó diecisiete lápidas y tres cruces de madera. Se acercó a éstas, apartó la nieve, se arrodilló y examinó los nombres. Agnes. Maximilian. Marie Sophie. La muchacha no había llegado a cumplir los veinte años. El muchacho era dos años mayor. Agnes de Alldorf, 1733-1780. Dios la había obsequiado con cuatro hijos y se los había quitado antes de tiempo. ¿Antes de tiempo?
Nicolai se levantó pesadamente. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué le importaba a él el destino de aquella familia? El era médico. ¿Qué se le había perdido en un cementerio? Rezó una breve oración, más por costumbre que por una profunda necesidad. Luego emprendió el regreso hacia el caballo. Al salir del cementerio, su mirada se posó de nuevo en los dos ángeles. Las esculturas eran muy hermosas. De pronto lo asaltó el deseo de tocarlas. Se estiró, pero el pedestal sobre el que se alzaban era demasiado alto. No obstante, descubrió una inscripción medio oculta por la nieve. Apartó ésta con la mano y leyó las palabras grabadas. No formaban una frase entera. Nicolai rodeó el pedestal, pero no encontró la continuación. Entonces descubrió unas letras en la base de la otra estatua. Por lo visto, la inscripción continuaba allí. Todos los que entraban en aquel cementerio cruzaban aquella sentencia, pensó asombrado. Se acercó a la peana situada enfrente, pasó la mano por la piedra y dejó al descubierto la continuación de la máxima. Se quedó allí quieto, en el nublado crepúsculo del día que empezaba, y leyó.
«El cielo me libre de que mi corazón no crea lo que ven mis ojos.»