9

Al entrar en casa, encima de la mesa había dos breves avisos de Müller. Un requerimiento del día anterior para que por la tarde visitara a un paciente en Wehrd, y una nota malhumorada de ese mismo día por la mañana preguntando por qué no había cumplido el requerimiento de la víspera. Nicolai estaba demasiado cansado por los sucesos de las últimas veinticuatro horas para pensar en su inexcusable ausencia. No obstante, recordó que no había hablado con Di Tassi sobre el salario que cabía esperar a cambio de su colaboración. Por otro lado, todavía no era seguro que Müller, el médico municipal, lo autorizara.

Le ladraba el estómago, pero no fue sólo el hambre lo que lo empujó a salir de nuevo al frío inhóspito de aquel atardecer de diciembre. Como siempre ocurría en aquella época del año, la ciudad estaba abarrotada de forasteros que se entretenían en el mercado navideño, lo cual provocaba que apenas hubiera una casa de comidas en toda la ciudad donde se pudiera encontrar sitio. Pero Nicolai sabía dónde encontrar una sopa deliciosa y un ambiente caldeado donde ni el humo de tabaco ni las risas y los gritos de los clientes convertirían la estancia en un suplicio.

El maestro de cocina del hospital de Santa Isabel, un franco robusto y pelirrojo, le asignó un asiento en una salita situada junto a la cocina, donde también comían las catorce enfermeras. En aquel momento, sólo había dos, que saludaron a Nicolai con un gesto mudo cuando se sentó en uno de los bancos. Comió en silencio. Al cabo de unos minutos, las dos enfermeras salieron del comedor. Entonces, el maestro de cocina se acercó a hacerle compañía y se puso a charlar de las novedades.

Nicolai escuchaba casi con alivio, porque los cotilleos de Núremberg lo distraían de sus pensamientos. Luego, como ocurría a menudo, pasó a los remedios caseros, por cuyos efectos solía preguntarle siempre el hombre cuando se le ofrecía la oportunidad.

Que si los imanes iban bien para el dolor de muelas. Que si era cierto que, con los recién casados, el primero en morir sería el primero que se hubiera acostado en el lecho nupcial. Que cómo se puede tratar la fiebre de invierno si entonces no hay cangrejos de río.

—¿Qué tienen que ver los cangrejos de río con la fiebre? —replicó extrañado Nicolai.

—Bastante —contestó el hombre—. Ya sabe que para librarse de la fiebre hay que envolver con papel uñas cortadas, y luego hay que atarlas a la cola de un cangrejo.

Nicolai se quedó parado un momento y pensó si la sopa que acababa de comerse se elaboraba con recetas similares.

—A lo mejor eso funciona con cangrejos con fiebre —replicó con impotencia Nicolai.

¿De dónde salían esos insólitos remedios caseros?

—Mi tío ha superado así todas las fiebres —insistió el maestro de cocina.

—¿Y qué hace en invierno?

—Ahí está. Por eso le preguntaba.

Nicolai se encogió de hombros.

—Tendría que consultar los libros.

—Hace tiempo que quería preguntarle también si los lunares se pueden quitar con un trozo de carne de cerdo.

—¿Carne de cerdo? —dijo Nicolai—. ¿Por qué carne de cerdo?

—Mi abuela dice que los lunares se van si los frotas con un trozo de carne de vaca y luego se lo pones a un tísico muerto en una herida profunda situada debajo del brazo. Cuando el cuerpo se pudre del todo, el lunar desaparece. Y yo me pregunto si también se puede hacer con carne de cerdo.

Nicolai apartó entonces la sopa a medio comer y se reclinó en el asiento.

—Sí, por qué no —contestó tranquilamente, y luego añadió—: ¿Sería tan amable de traerme una cerveza?

El hombre lo miró con amabilidad, pero saltaba a la vista que antes esperaba una respuesta a su pregunta.

—Existe un remedio mucho mejor —dijo Nicolai finalmente—. El señor Le Comte, un médico de París especializado en heridas, ha descubierto recientemente gracias a algunos experimentos que los rayos de sol que caen a través de un espejo ustorio suprimen mucho mejor las tumefacciones de la carne y las callosidades que ningún otro remedio. A lo mejor también sirve para los lunares.

Al hombre le brillaron los ojos.

—Sí, claro, porque así es como aparecen.

—¿Cómo dice?

—Por el calor. Dicen que si a una embarazada le salpica un poco de grasa en la cara al freír algo, no tiene que tocarse la parte que le duela o al niño le saldrá un lunar.

—Aja —dijo Nicolai—. Pues mire, ya lo tenemos.

El maestro de cocina se levantó satisfecho y fue a buscar dos jarras de cerveza.

—¿Y qué? ¿Ha pasado algo últimamente? —preguntó Nicolai cuando el hombre volvió con las bebidas.

—El aceite de castor se ha acabado. Y no se puede conseguir eléboro siberiano. La libra se paga en San Petersburgo a nueve rublos y, a ese precio, se vende enseguida allí mismo. Además, ahora se pierde mucho con los asaltos. El señor Müller ha venido hoy y se ha quejado de que no puede tratar a la gente.

Nicolai pensó que el aceite de castor no suponía un problema mientras se pudieran aplicar lavativas de tabaco. Pero el polvo de eléboro no se podía sustituir. El remedio para la gota siempre subía de precio y escaseaba. Pero, últimamente, ni siquiera se podía conseguir.

—¿Qué clase de asaltos?

—¿No ha oído nada? Unos bellacos queman sillas de posta. Hablan de eso en todo el distrito.

—Serán clientes descontentos con el correo imperial —dijo Nicolai, y dio un trago largo mientras su cerebro trabajaba febrilmente.

—Ja, ja. Podría ser. Pero, según dicen, son franceses. Al menos, eso dicen los testigos.

—¿Franceses? ¿Por qué franceses?

—Lo parecen. Y son capaces de hacerlo.

Nicolai no contestó. Que siguiera hablando aquel hombre, tal vez incluso aportaba una nueva teoría para explicar lo sucedido.

—Mi hermano afirma que los libreros del norte de Alemania están metidos en el ajo.

Nicolai se quedó perplejo y dejó la jarra.

—¿Libreros?

—Sí. Reich y su banda de Leipzig. Al menos, eso dice mi hermano, que trabaja para Endter.

Nicolai sabía que Endter era el principal comerciante de libros y papel de Núremberg. Pero nunca había oído hablar de Reich, y menos aún de su banda.

—No lo entiendo —dijo finalmente—. ¿Por qué iban a quemar sillas de posta los libreros?

El hombre se encogió de hombros.

—Es lo que he oído.

Poco después, Nicolai estaba junto a su cama. La joven yacía inmóvil, mirando fijamente al techo. Verla le provocó una punzada. Tenía que reconocer que, desde que se la habían llevado de Alldorf por la mañana, no había pasado un solo minuto en que no hubiera pensado en ella. Y ahora, estando a su lado y contemplándola, le parecía aún más bella y deseable que en el recuerdo. La habían bañado y la habían peinado. Llevaba un camisón del hospital, gris y remendado, pero limpio. Cuando Nicolai le dirigió la palabra, la muchacha sólo lo miró un momento, pero a él le dio la impresión de que lo reconocía o incluso lo entendía. Se sentó a su lado y le tomó el pulso. Luego le puso la mano sobre la frente. No tenía fiebre.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó en voz baja.

Ella miraba imperturbable al techo.

—Estoy seguro de que puedes oírme.

La expresión de su rostro permaneció inmutable. De vez en cuando, cerraba los ojos, pero, por lo demás, seguía permaneciendo inmóvil.

—Volveré mañana temprano y tal vez entonces podremos entendernos mejor —dijo Nicolai, pero se quedó todavía un rato a su lado, con la esperanza de que produjera alguna reacción. Sin embargo, al cabo de cinco minutos, la muchacha aún no había dicho nada.

Nicolai emprendió el camino de vuelta a casa. No tenía experiencia con ese tipo de casos y no conocía a nadie en Núremberg a quien pudiera preguntar.

La librería de Endter aún estaba abierta cuando Nicolai pasó por delante. Entró en el establecimiento y echó un vistazo.

En el pasillo central y en las paredes se alineaban unas estanterías altas, llenas de paquetes, paquetitos y legajos. Delante había una banqueta y, un poco más allá, una escalera de mano para las cosas guardadas en lo más alto. Entre dos fardos de libros atados con cordel había un tercero. De allí brotaba una pila alta de libros por encuadernar y cortar. Al lado se veía la prensa y una tina redonda de más de un metro de altura y uno y medio de diámetro, lleno a rebosar de novedades encuadernadas.

Nicolai solía ir allí a recrearse en los tesoros que jamás podría permitirse. Pero aquel día le interesaba otra cosa. No tardó mucho en descubrir lo que buscaba. Un joven pelirrojo, que se inclinaba sobre la tina y sostenía unos cuantos volúmenes en sus manos, se volvió hacia él.

—¿Qué desea, señor? —preguntó.

Nicolai se le acercó.

—Soy el licenciado Röschlaub, el ayudante del médico Müller.

El hombre dejó los libros y le hizo una reverencia.

—Estoy aquí para servirle.

Nicolai no sabía cómo empezar.

—¿Mucho trabajo con los forasteros? —preguntó tras una breve pausa.

El hombre meneó la cabeza.

—No. No más de lo normal.

No podía preguntarle directamente. Pero ¿cómo sacaría el tema de los asaltos?

—Busco un libro... un libro de medicina... de Hallen ¿Tienen libros de medicina?

—Algunos —respondió el hombre—. Pero podemos pedirlos todos. ¿Cómo se titula?

—De partibus corporis humani sensilibus et irritabilibus —dijo Nicolai, seguro de que no dispondrían de ese texto.

El hombre negó con la cabeza, según lo esperado, y sacó un catálogo.

—No lo tenemos —dijo, y empezó a pasar hojas. Su dedo resbalaba deprisa por encima de las columnas del índice—. Aquí está. En Gotinga.

Nicolai notó que el hombre lo escrutaba por un momento. Y al instante supo por qué.

—Cuesta dos táleros —dijo.

Nicolai sabía que no tenía aspecto de poder pagar dos táleros. Se preocupaba de llevar la ropa bien cepillada, pero la pobreza cepillada continuaba siendo pobreza.

—Es para el físico Müller —se apresuró a mentir—. Le preguntaré si quiere encargarlo. ¿Cuánto tardaría en recibirlo?

El semblante del hombre se iluminó, ya fuera porque conocía a Müller o porque se perfilaba un negocio. Sin embargo, la expresión de su rostro volvió a ensombrecerse enseguida.

—Depende —dijo—. Normalmente, entre tres y cuatro semanas. Pero, ahora, puede que ocho.

—¿Ah, sí? —contestó Nicolai fingiendo asombro—. ¿Y por qué tanto tiempo?

—Por los asaltos —respondió el hombre—. Nos suministran por otras rutas. Y tardan más.

—Ah, claro. Algo he oído. Son terribles, esos salteadores de caminos.

—¿Salteadores de caminos? —se sulfuró el hombre, que resopló fuerte y sonoramente—. Las malditas editoriales de Leipzig están metidas en el ajo. No habría que comprarles nada.

Nicolai calló un momento y puso cara de ignorante.

—¿Comprar a quién?

—A Reich y a Weygand, y a Vandenhoek y como se llamen los demás.

—Ah. ¿Y por qué?

—Quieren subyugarnos, a los del sur, con su criminal monopolio. Pierden beneficios con las reimpresiones. Por eso han contratado a unos cuantos bribones que sabotean el abastecimiento de reimpresiones.

—¿Ellos?

—Sí, los comerciantes al contado. Reich y Weygand. Dietrich y el comercio de los Vandenhoek en Gotinga. Está muy claro. Sólo hay que fijarse en qué coches de posta y qué correos han atacado. No puede ser casualidad.

—¿Qué no puede ser casualidad? —preguntó Nicolai.

—Que asalten precisamente esos coches. Son las mismas rutas que se usan en primavera para transportar las reimpresiones y embarcarlas en Hanau. Quieren meternos miedo.

Nicolai tardó unos instantes en comprender qué tenía que ver, según el parecer de su interlocutor, la quema de coches con las reimpresiones y fletarlas en Hanau.

Por lo visto, en Alemania ardía una verdadera guerra de libreros desde hacía tiempo. Según le contó el muchacho, unos años antes, unos cuantos editores de Leipzig habían roto por su cuenta y sin miramientos el acreditado comercio de trueque, por el que en las ferias se intercambiaban los pliegos impresos. De repente, se empeñaron en recibir los pagos al contado y aumentaron de golpe un cincuenta por ciento el precio de sus libros. Uno de los más poderosos, Philipp Erasmus Reich, incluso cerró su almacén en la feria de Francfort y, a partir de entonces, sólo abastecía a Leipzig con pagos al contado, generalmente con un pequeñísimo descuento de tan sólo un dieciséis por ciento. Sin embargo, un librero suabo tenía unos gastos de transporte de casi un veinticinco por ciento, por no hablar de los gastos generales de las ferias, que como mínimo se comían otro cinco por ciento.

—Los comerciantes al contado de Leipzig, Gotinga, Halle, Jena y Berlín sacan provecho sin vergüenza de sus ventajas —dijo el vendedor echando espuma por la boca—. Apenas tienen gastos de transporte. Y, puesto que imprimen en ciudades universitarias, tienen asegurada la venta de las primeras ediciones y un riesgo mínimo. Por eso sus cajas están bien llenas y pueden comprar las plumas más caras. Al comercio de libros en el sur no le queda nada que ganar. Las editoriales del norte quieren ser los únicos grandes mercaderes y pretenden no dejarnos más que el honor de ser tenderos y de recomendar y vender sus carísimos productos sin todo el beneficio. Luego tendríamos que entregar en bandeja a Reich y su banda el dinero que tanto cuesta ganar.

El hombre hablaba furioso.

—Así es que, en el sur, hace años que se reimprime bastante. Los que no reimprimen, se arruinan. Aquí, mire. Las tragedias de Lessing. En la edición de Vossen cuesta 1 tálero y 48 kreuzer. La reimpresión de Schmieder se puede comprar por 24 kreuzer. Aunque quisiera, no puedo competir con esos precios y vender originales para los que no hay un descuento razonable. Los de Leipzig son unos canallas y unos ladrones que le chupan la sangre al país. Y como no pueden parar las reimpresiones, ahora asaltan las rutas de posta por las que se transportan los libros reimpresos. Esa es la verdad.

—¿Hay pruebas? —preguntó Nicolai.

—¿Pruebas? Sólo hay que fijarse en dónde golpea la banda. Siempre son rutas que van de Viena a Hanau.

—¿Hanau? —preguntó Nicolai—. ¿Por qué Hanau?

—Allí se celebra la feria de la reimpresión. Si Leipzig quiere guerra, la tendrá. El sur no se inclinará ante esos avariciosos monopolistas. Aunque ataquen todas las rutas de las reimpresiones, ¡no conseguirán poner coto a la reimpresión!

Nicolai le dio las gracias y se despidió del hombre, que estaba tan exaltado que seguramente no se acordaría del encargo del libro de medicina.