12
Se alojaron en una hostería del caso antiguo. Nicolai creyó notarse todos y cada uno de los huesos del cuerpo, de tan molido como se sentía. Se juró que nunca volvería a hacer aquel viaje. ¿Por qué no habrían ido en barco? Magdalena se había torcido el cuello en una caída de la silla de posta y, poco a poco, empezaba a poder moverlo de nuevo. Así pues, pasaron el primer día y la primera noche en la habitación, durmiendo por primera vez desde hacía casi diez días sin balanceos y sin que los asfixiara el hedor de las tabernas atiborradas.
Su primer paseo por la ciudad no duró mucho. Hacía un frío tan cortante que, al cabo de una hora, volvieron a refugiarse en la hostería, donde entraron en calor con una taza de té. A Nicolai le daba la impresión de haberse sumergido en un mundo pasado. ¡Cómo vestía la gente! Había visto a unos cuantos abogados en la calle. Llevaban casacas negras con capas cortas que les caían sin vuelo por la espalda. La parte inferior de la capa iba metida en el bolsillo derecho de la casaca, una moda que probablemente tenía medio siglo. No era distinto con los sombreros. Y el lenguaje de la gente no podía haber sido más extraño. Los posaderos charlaban en un dialecto del que no entendía palabra. En todas partes olía a malta tostada, puesto que en aquella parte de la ciudad se dedicaban al negocio de la malta no sólo los cerveceros, sino también muchos burgueses para su propia demanda.
No sólo el mundo exterior le parecía extraño. En su interior, también había cambiado algo. Cogió una y otra vez el mapa de Di Tassi y lo estudió. Leyó de nuevo las cartas que había robado, comparó los lugares que se mencionaban en ellas con las señalizaciones, examinó la pauta de cerca y de lejos, giró el mapa del revés y de lado, y cada vez estaba más callado. Magdalena lo observaba con asombro, pero cada vez que le preguntaba qué hacía, no le contestaba. Cuando se hizo oscuro, fueron a un café y cenaron.
—¿Qué haremos ahora? —le preguntó la joven.
—Mañana asistiré a una clase magistral —contestó Nicolai.
—¿Qué tipo de clase?
—Quiero escuchar las disertaciones del profesor Kant.
—¿Quién es?
—Un hombre célebre. Creo que Maximilian vino aquí por él.
Magdalena lo miró con asombro.
—Ah, sí, ¿y cómo lo sabes?
—Hace dos días, hablé con un comerciante que recorre muy a menudo la ruta entre Berlín y Königsberg. Me dijo que, desde hace unos años, hay un auténtico aluvión de estudiantes de todas las clases sociales que viajan a Königsberg para asistir a clases de metafísica. Tal vez Maximilian vino por eso. Al fin y al cabo, estudiaba metafísica, ¿recuerdas? Falk me lo explicó. Con Seydlitz.
Magdalena comió una cucharada de sopa y puso cara de tristeza.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Nicolai.
—No lo sé —contestó sombría—. Este sitio. Es horrible. Frío y gris. No sé por qué he venido. No debería haberle hecho caso a Philipp. Estoy haciendo lo mismo que él habría hecho. Me estoy perdiendo.
Nicolai contemplaba su hermosa melena. En la raya, comenzaba a vislumbrarse el color rubio natural. Eso le recordó todo lo que la joven había hecho para pegarse a los talones de Di Tassi. Pero ¿qué había ocurrido realmente? Cada vez le había contado una versión distinta de los hechos. Le mentía. Sin embargo, el cántico que había oído en la casa de Saalfeld demostraba que ella también era uno de ellos. Continuaba ocultándole algo. ¿Había presenciado el crimen en el bosque?
—¿Por qué continúas mintiéndome? —preguntó de repente.
Ella no reaccionó.
—¿Por qué no me dices de una vez la verdad? Tú sabes quién mató a Selling, ¿no es cierto? Tú lo viste.
Magdalena lo negó, moviendo lentamente la cabeza.
—Vi partir a Selling del castillo. Poco después, lo siguió Zinnlechner. Yo no tenía caballo; así pues, los seguí a pie. El rastro era muy nítido en la nieve. Cuando llegué al claro del bosque...
Enmudeció un momento. Luego, prosiguió.
—... había tres hombres. Pero no me vieron. Selling yacía inmóvil en el suelo, y el hombre desnudo estaba sentado encima de él. Nunca olvidaré esa imagen. Estaba bañado en sangre. La cara, el pelo, las manos, todo estaba cubierto de sangre.
—¿Y era Zinnlechner?
—Sí. Sus dos compinches estaban con los caballos, y Selling yacía en el suelo. Sin duda, ya estaba muerto. Zinnlechner estaba encima de él... y luego hizo una maniobra brusca en su cabeza. Cuando se levantó, llevaba algo en la mano. Entonces pensé que sería un harapo sangriento o algo así. Jamás habría pensado que alguien fuera capaz de algo semejante. Cruzó el claro en diagonal, hacia el árbol y clavó... el cuchillo. Después, se lavó en la nieve.
—¿Y luego? —preguntó Nicolai.
—Tuve miedo. Me pegué al suelo tanto como pude y recé por que no me descubrieran. No me atrevía a levantar la vista. Con todo, miré una vez y vi a Zinnlechner, de nuevo completamente vestido, atándose las polainas. Luego ordenó algo a uno de sus compinches, y éste se dirigió al muerto y... le cortó las manos.
—Pero... ¿por qué?
—No lo sé. Cogió las manos... y se las llevó.
—¿Y tú lo presenciaste todo?
—Sí.
—Y luego, ¿se fueron?
—Sí.
—¿Y tú? ¿Qué hiciste?
—Me dirigí al claro para ver quién estaba allí tendido. Pero, después de acercarme unos pasos, fui incapaz de continuar. La visión del muerto era tan terrorífica... Yo conocía a Selling. Vi los brazos amputados, la enorme herida en su rostro. Me quedé petrificada. No sé por cuánto tiempo. Luego me dirigí al árbol, pero al ver lo que habían ensartado en él, sólo quise salir corriendo. Pero no pude. Me quedé agazapada en el bosque, incapaz de hacer nada. Entonces, oí cascos de caballos. Vi que dos hombres de Di Tassi venían por el bosque. Pensé que mi hermano tenía razón. Maximilian y su padre habían puesto en marcha un plan espantoso. Era mi única posibilidad de seguirles el rastro.
—Di Tassi.
—Sí. El consejero judicial los perseguiría y, de ese modo, yo podría darles alcance.
—Y por eso hiciste todo aquel teatro.
Magdalena asintió.
—Pero ¿por qué no le contaste a Di Tassi las cosas como ocurrieron?
Magdalena no contestó.
—¿Por qué, Magdalena? ¿Por qué?
—Porque no me fío de él. Y porque no tenía sentido; no habría entendido la verdad.
—¿Y en mí? ¿Confías en mí?
La joven calló, con la mirada clavada en la mesa.
—¿Crees que aún no lo comprendo?
Magdalena levantó cansinamente la cabeza y lo miró. Pero no replicó nada.
—Magdalena —dijo él finalmente—, aquí ocurrió algo que puso en marcha todas esas cosas, y averiguaré qué es. Necesito tu ayuda. Dime de una vez qué sabes. Tienes que confiar en mí.
Jugueteaba con la cuchara, pero no siguió comiendo. Nicolai le cogió la mano.
—No me lo has explicado todo, ¿verdad? ¿Hay algo más de lo que yo no sé nada?
Magdalena no contestó y rehuyó su mirada. Durante unos instantes, los dos callaron. Pero Nicolai continuaba cogiéndole la mano y ella no la retiró.
—Nosotros dos... —susurró Nicolai con dulzura—. Quiero decir... el cariño entre nosotros... ¿Por qué hiciste...? ¿Por qué?
—Porque... —dijo, mirando al suelo—. Porque me salvaste la vida. Me protegiste de Di Tassi. Pero te cierras... están tan lejos... no entiendes... no podemos estar juntos, Nicolai. Es imposible.
—¿Por qué no? —protestó él dulcemente.
Magdalena retiró la mano y se apartó el pelo de la frente. Después, sonrió con timidez.
—No puede ser. Aunque yo quisiera.
—Entonces, ¿lo quieres? ¿Al menos un poco?
La muchacha se ruborizó. Muy ligeramente, pero Nicolai notó que, detrás de todas sus convicciones, existía otra Magdalena. Una joven encantadora que, al menos, le tenía un poco de cariño.
—Vámonos —dijo ella—. Esto es horroroso.
Pasearon por las callejuelas, los dos ensimismados. Nicolai le pasó el brazo por encima, y ella no sólo lo dejó hacer, sino que Nicolai notó que la proximidad le resultaba agradable.
Hacía aún más frío que el día anterior. Las personas con que se cruzaban iban muy abrigadas, y todas agachaban la cabeza para protegerse de aquel frío cortante. Cuando llegaron a la hostería, eran las ocho tocadas, pero todos dormían. Subieron las escaleras entre crujidos para ir a su habitación, y cerraron la puerta. Magdalena tiritaba tanto de frío que se dejó puestos el abrigo y el gorro mientras Nicolai encendía un cabo de vela encima de la mesa para tener suficiente luz con que encontrar las camas. Al darse la vuelta y ver el rostro de la muchacha asomando por debajo del gorro de lana a la cálida luz de la vela, no pudo evitarlo. Se acercó a ella y la besó. Al principio, Magdalena no reaccionó. Luego meneó ligeramente la cabeza. Nicolai volvió a besarla y la abrazó.
—Nicolai... —susurró la joven.
No contestó. En vez de responder, le deslizó los brazos por debajo del abrigo y estrechó su esbelto cuerpo. Un leve temblor la sacudió. Levantó la cabeza. Nicolai la miró. Luego, sus labios se fundieron en un largo beso.
—No puede ser... —susurró la joven de nuevo.
Después, no dijo nada más, ni cuando la mano derecha de Nicolai se deslizó por su espalda ni cuando la izquierda le desabrochó los botones del abrigo y lo hizo caer al suelo desde sus hombros. Nicolai le abrió la casaca de lana, luego la camisola que llevaba debajo; se agachó un poco y hundió el rostro entre sus pechos. Finalmente, notó las manos de la muchacha entre sus cabellos y se dijo que soportaría cien veces el viaje a Königsberg si al final del trayecto podía echarse en brazos de aquella mujer. Olió el aroma de su piel y la acarició. Nunca la dejaría marchar. Jamás. Ella también se había arrodillado y le buscaba los labios con los suyos. Al mismo tiempo, comenzó a quitarle los calzones y volvió a tocarlo del mismo modo que en el cobertizo de Saalfeld. Y de nuevo comenzó a pronunciar sus oraciones. Pero ¿eran realmente oraciones? No, para él, aquello era poesía. Magdalena volvió a hablar de corrientes espirituales que fluían por sus cuerpos, de almas distintas que buscaban su senda hacia el mar infinito, donde se fundían.
Después, cuando yacían juntos debajo de las mantas, Nicolai le preguntó de dónde procedían aquellas palabras. Ella le contó que eran meditaciones de Madame de Guyon, una mística francesa que había llevado a Francia las enseñanzas de Miguel de Molinos, asesinado por el satán de Roma.
—¿Y qué dictan esas enseñanzas?
—Que la verdadera oración es la oración de quietud.
—¿Y por eso lo persiguieron?
—Predicaba que Dios no está fuera de nosotros, sino en nosotros.
—¿Eso es todo?
—Sí. Lo persiguieron, lo detuvieron en 1685 y lo juzgaron dos años después. Lo condenaron a reclusión perpetua entre las paredes de una celda en un monasterio. Murió en 1696.
Nicolai abrió mucho los ojos.
—¿Diez años recluido en la celda de un monasterio? Será que realmente hizo algo grave.
—Sí. Insistió en la oración de quietud. La Iglesia odia la oración de quietud. La gente no tiene que entrar en contacto con Dios personalmente, sino a través de las sandeces en latín de esos polichinelas y de la idolatría.
—¿Y por qué se obstinó en la oración de quietud?
—Para escuchar a Dios es necesario un quietismo triple.
—¿Y qué es eso? —preguntó Nicolai.
Magdalena le puso el dedo índice sobre los labios y dijo:
—El primero es el silencio de las palabras. Te hará humilde.
Nicolai le besó el dedo.
—¿Y el segundo?
Magdalena esbozó una sonrisa. Le deslizó el dedo lentamente por la mejilla y el cuello, y fue descendiendo por su pecho hasta llegar al regazo.
—El segundo silencio —dijo susurrando— es el del deseo.
Nicolai cerró los ojos y disfrutó del contacto. Sin embargo, ella se apartó enseguida y dijo con severidad:
—Pero aún estás muy lejos de esa senda.
Nicolai abrió los ojos de nuevo y le acarició suavemente el cabello.
—¿Y el tercero? ¿Cuál es el tercer silencio?
—Es el más difícil y, a la vez, el más importante. Es el lugar donde todo empieza y todo acaba. La quietud de la palabra es perfecta, la del deseo lo es aún más. Pero la tercera quietud es la más perfecta porque puede curarlo todo.
—¿Y en qué consiste? —preguntó Nicolai.
La mano de Magdalena ascendió por su cuerpo y se detuvo un momento a la altura del corazón. Nicolai le dirigió una mirada interrogativa y se dispuso a decir algo, pero ella negó con la cabeza. Le pasó el dedo por el hombro, por la mejilla, por las cejas, por las orejas y le rodeó la cabeza, hasta que su mano se detuvo en la frente.
—Es el silencio de los pensamientos —dijo.
Nicolai le dirigió una mirada interrogativa.
—Porque son lo más peligroso que tenemos.
—Pero también lo más maravilloso —replicó Nicolai.
—Sí. Pero para reconocer su verdadera naturaleza, antes tienes que penetrar en ellos. Tienes que examinarlos a la luz de la gracia, no a la luz de la razón.
—¿Cómo?
—Esas son las enseñanzas de Molinos. Tienes que aprender a ver su esencia, el reverso, si lo prefieres. La parte de ellos que sólo Dios ve, su lado de quietud, silencioso. De lo contrario, ¿cómo vas a decidir sobre un pensamiento?
Nicolai caviló.
—Expresándolo. ¿Explicándolo a la gente, poniéndolo en el mundo?
La mirada de Magdalena se heló de espanto. Le retiró la mano de la cabeza y se incorporó.
—¿En el mundo? —exclamó consternada—. ¿Sabes qué podría provocar en él?
Nicolai levantó las manos en un gesto conciliador.
—No, no puedo saberlo de antemano —dijo—. Pero las ideas y los pensamientos no se pueden comprobar en sí mismos. Hay que hacerlos realidad, sólo entonces se sabe qué son. Tampoco podemos controlarlos. Nos vienen a la mente, y punto. Aparecen de repente.
Magdalena negó enérgicamente con la cabeza.
—Todas las ideas son de Dios —dijo.
—¿También las malas?
—No hay pensamientos buenos y malos. Son decisiones.
Nicolai enarcó las cejas.
—¿Qué clase de decisiones?
—Decisiones sobre la clase de mundo que queremos.
—Entonces, ¿hay pensamientos verdaderos y falsos?
—No. Sólo hay pensamientos. Distintos pensamientos crean distintos mundos, en los que regirán las verdades que los han creado. Sólo hay una verdad absoluta, pero está en Dios. Es hermética frente a los hombres.
—Entonces, ¿da igual qué pensamientos elija?
—No. Porque producen mundos diferentes. Algunos son próximos a Dios y otros se alejan de Él.
—¿Y cómo puedo diferenciar unos de otros?
—A través de la oración. A través del silencio. Tienes que penetrar en los pensamientos. No hay otro camino. Por eso es tan importante silenciar todos los pensamientos durante mucho tiempo y con cuidado antes de ponerlos en el mundo.
—¿Y cuánto tiempo?
—Depende del pensamiento. Un año. Diez años. Trescientos años. Algunos, para siempre. No deben salir jamás al mundo.
—Magdalena —replicó Nicolai—. ¿Debo silenciar durante diez años una idea que quizá puede curar una enfermedad?
—Tú no puedes curar ninguna enfermedad. Sólo Dios puede.
—Bien. De acuerdo. Pero tal vez puedo ayudar a Dios en la tarea. Tal vez Dios me ha enviado la idea de que una planta en la que no me había fijado puede curar una dolencia. ¿Debo esperar diez años para lanzar esa idea?
—No. Eso no es un pensamiento, sino un descubrimiento. Lo confundes todo. Quién habla de tiempo. El tiempo es irrelevante. El lado silencioso de tu pensamiento es lo único que cuenta. Tan pronto como adquieras la certeza de que has visto la otra cara, puedes hablar. Antes, no.
—Pero, si busco otras opiniones sobre mis ideas, podré averiguar más deprisa si son correctas o no.
—¿Por qué?
—Porque podremos comprobarlo juntos.
—¿Comprobar? Nadie puede comprobar los pensamientos. Sólo podemos acercarnos a su naturaleza a través de la oración y, luego, decidirnos por ellos. Todo es posible. Todo es imaginable. Dios es infinito. Si quisiera, podría enviarnos pensamientos que nos permitieran volar por el aire o respirar debajo del agua. Podría seducirnos con un mundo en el que no hubiera reyes o en el que los campesinos gobernaran a los reyes. Puede enviarnos ideas que nos permitan llegar a cumplir ciento cincuenta años y no padecer nunca hambre ni frío. Pero la cuestión sigue siendo la misma. ¿Qué clase de mundo sería? ¿Y qué clase de mundos no serían con ello? ¿Y estaríamos más cerca de Dios o no? Lo demás no tiene importancia.
Nicolai guardó silencio durante unos instantes. Todo en él se oponía a lo que la muchacha afirmaba. Estaba equivocada. El sabía que estaba equivocada. Pero, de pronto, una idea despertó en su mente. Una frase que ella había dicho le había abierto una puerta.
¡Algunos pensamientos no deben salir jamás al mundo!