6
Llegaron al bosque sin incidentes. Boskenner cabalgaba delante. Los otros no tenían que saber adonde conducía el viaje. De hecho, no tenían que saber nada. Tampoco que sólo participarían en cinco encargos. Después, Boskenner debía buscar otros ayudantes y le comunicarían las siguientes rutas de la serie. Eso también era un enigma. ¿Por qué tanto secretismo? ¿Y habría tal vez otros grupos que operarían igual que ellos? En las gacetas no se había publicado nada sobre asaltos. Mejor dicho, no se había publicado nada sobre asaltos similares a los que él tenía que ejecutar. En Kiel se habían producido algunos ataques a vehículos que transportaban mercancías para la feria. Pero eso quedaba muy al norte. Además, no era nada inusual. El suculento botín que podía obtenerse en los caminos en épocas de feria suponía una tentación enorme. Él se mantenía alejado de esas rutas. Tarde o temprano, atrapaban a todos los que se atrevían a abordar los carruajes de los comerciantes. Nadie era más rencoroso que un comerciante. Ofrecían cantidades muy superiores a las que les habían robado sólo por capturar a quien los había atracado. Y, aunque no recuperaran el dinero, no desistían. Esos comerciantes eran una chusma vengativa. Además, últimamente se unían, siguiendo el modelo inglés, y constituían cajas de seguros para contratar patrullas de vigilancia y esbirros. No, él prefería ceñirse a las rutas menos importantes. El cofrecillo de joyas de una burguesa adinerada o el dinero para la universidad de un estudiante le bastaban. Esas víctimas solían tener tanto miedo que no recordaban a quien los había desvalijado. La burguesa no se empobrecía y los estudiantes no eran más que una caterva de inútiles.
Uno de los cuatro jinetes se le acercó. Era el Milanés. Evidentemente, no era de Milán. Lo llamaban así porque arrastraba las erres. Boskenner había luchado con él hacía unos años en Greisbach, cuando la guerra contra los austríacos. El Milanés era el soldado con la sangre más fría que jamás había conocido. Se arrodillaba, cargaba, disparaba y pasaba al ataque mientras a su alrededor saltaban esquirlas de huesos y cráneos, y las granadas desgajaban extremidades. Tras la Paz de Hubertusburgo, se habían perdido de vista, pero el mundo en el que se movió Boskenner después de la guerra de los Siete Años era pequeño y abarcable. Y un soldado como el Milanés despertaba admiración en todas partes.
—¿Falta mucho? —preguntó el Milanés.
—Un kilómetro y medio, aproximadamente —contestó Boskenner.
—Mmm —gruñó el otro, y añadió—: ¿por qué no nos dices qué vamos a hacer?
—Hay tiempo. Cuando lleguemos, explicarlo sólo llevará un momento.
El Milanés escupió.
—¿Quién nos paga?
—Yo.
—Aja. ¿Y por qué?
Boskenner arrugó la frente, pero el Milanés seguramente no pudo verlo en aquella oscuridad. Además, la visión había empeorado porque había empezado a nevar ligeramente.
—Forma parte del trato —contestó—. No hacemos preguntas y a cambio recibimos un montón de dinero. ¿Te molesta?
—En principio, no.
Boskenner notaba la mirada de recelo del otro hombre, aunque no lo miraba a él, sino que fijaba la vista hacia delante. Ya lo habían hablado. ¿Por qué tenían que volver ahora sobre el tema?
—¿Cómo dio contigo esa gente?
—¿Qué gente?
—Los que nos pagan.
Boskenner se dio perfecta cuenta de lo que intentaba el Milanés. Quería sacarle información. Desconfiaba. Pero ¿podía echárselo en cara? Boskenner había planteado las mismas preguntas y no había obtenido respuesta. Si pensaba en la entrevista, le entraban ganas de abandonar la misión. El hombre que había contactado con él le había parecido siniestro. Completamente vestido de negro. Una tez pálida, blanca. Labios delgados. Aquel hombre tenía aspecto de ser un maldito monje. Probablemente, un jesuita. A ésos les gusta el secretismo. Y el dinero.
—Es gente que no quiere oír preguntas —dijo.
El Milanés refrenó a su caballo y lo obligó a permanecer a la misma altura que el de Boskenner. Este se preparó para que el otro continuara tanteándolo. Pero no fue eso lo que ocurrió. El Milanés detuvo de repente el caballo. Los otros tres, que cabalgaban unos metros por detrás de ellos, los alcanzaron en un instante.
Boskenner miró asombrado al Milanés, que se le anticipó al hablar.
—Doy media vuelta —dijo—. Vosotros, haced lo que queráis. Pero, a mí, no me gusta este asunto.
Se impuso un breve silencio gélido. Boskenner maldijo mentalmente, aunque disimuló. Los otros tres parecían inseguros. Pero ¿quién se dejaría perder aquel lucrativo negocio? Boskenner emprendió una huida hacia delante.
—Nadie está obligado a participar. También puede hacerse con cuatro. Eso aumenta las partes. Aunque, si dos de vosotros se lo replantean, el asunto se cancela, y podéis estar seguros de que nunca más os ofreceré trabajo. Y bien, ¿qué decidís?
—¿Por qué no nos dices qué esperas exactamente de nosotros? —preguntó de nuevo el Milanés—. Una pequeña explicación, y todo resuelto. Es sólo que me da mala espina no saber qué estoy haciendo.
Boskenner los miró de uno en uno.
—Asaltaremos el coche y lo quemaremos —dijo.
Que hicieran lo que quisieran. Ése era el encargo. Si tenían dudas, entonces, nada.
Los cuatro lo observaban desconcertados.
—¿Quemarlo? ¿Por qué hay que quemarlo?
—No lo sé. No tenemos que incomodar ni que robar a los pasajeros. Reduciremos al cochero y al postillón. Dos de nosotros se ocuparán de los viajeros. Los alejaremos a todos, desengancharemos los caballos y quemaremos el vehículo. Eso es todo. Y por eso nos pagarán como a reyes.
Boskenner pudo ver realmente lo que pasaba por la cabeza de los hombres. El Milanés lo escrutó largamente con la mirada. Luego dijo:
—Qué locura. —Le hizo dar la vuelta a su caballo y se marchó.
Los otros tres no parecían muy seguros, pero no se movieron.
—Esto aumenta vuestra parte —dijo Boskenner—. Entonces, ¿qué? ¿Queréis hacer preguntas o queréis ganar dinero?