18

Los días siguientes, toda la vida los recordó con lagunas. Podía recordar algunos instantes con una claridad sobrenatural; otros permanecían ocultos tras una espesa niebla. Sabía con certeza que había pasado días enteros apostado en los alrededores de la librería de Kanter, observando a Selling y también sin perder de vista la ventana tras la cual de vez en cuando distinguía la cabeza del hombre cuyos pensamientos no debía conocer el mundo. Vio que, en la mañana del 21 de enero de 1781, un recadero entraba en la librería y, poco después, recogía un paquete en la vivienda del erudito de manos de éste. Vio que Selling seguía al mensajero hasta la casa de posta y que, una vez allí, observaba con sus dos cómplices en qué coche saldría de Königsberg el envío.

Posteriormente, los recuerdos de Nicolai se limitaban a una serie de imágenes vagas. No recordaba ningún sonido. Todo pareció ocurrir bajo un manto silencioso. Había sacado un billete a Berlín, puesto que hacia allí se dirigía la silla de posta. Antes de subir, se había comprado un arma y, durante las primeras horas, había mirado sin cesar por la ventanilla por si se acercaban jinetes sospechosos desde algún sitio. Finalmente, había informado al postillón y a los demás pasajeros de que, en una taberna de Leipzig, había oído a tres individuos ruines preparar un asalto a la silla de posta y que, por lo tanto, les aconsejaba cargar el pedernal en las pistolas y empuñarlas durante el viaje.

Luego, todo ocurrió con mucha lentitud al principio, y con mucha rapidez después. Vieron movimiento en el horizonte. Tres jinetes enmascarados se dirigían hacia el vehículo a galope tendido desde la lejanía. El postillón golpeó dos veces con el puño en la pared posterior, y los pasajeros sacaron las armas.

La resistencia que ofrecían desde el coche sorprendió a los asaltantes. Sin haber disparado un solo tiro, cabalgaron hacia la salva de fuego de los atacados. Sin embargo, Nicolai no recordaba aquel momento. Era como si se lo hubieran arrancado de la memoria. Los jinetes en el horizonte. Los muertos sobre la tierra. Entre medio, nada.

Sólo el olor a pólvora quemada quedó grabado en su recuerdo y, eso le parecía, el cuerpo de Selling convulsionándose durante minutos. Los otros dos debieron de morir en el acto. En cualquier caso, no se movían. Nicolai se mantuvo aparte mientras los enfurecidos viajeros registraban a los tres asaltantes muertos y encontraban más armas y una gran cantidad de pólvora y petróleo en sus fardos. No encontraron documentos que pudieran ofrecer información sobre la identidad de los bandidos. Capturaron sus caballos. Ataron los cadáveres encima y los transportaron a la siguiente posta, donde fueron vigilados hasta la llegada de la policía.

Algunas gacetas de la región informaron del incidente y aprovecharon la ocasión para exhortar a los viajeros a extremar la vigilancia. Una vez más se había demostrado que unos viajeros atentos podían ofrecer resistencia con éxito a esa peste de salteadores de caminos y, de ese modo, podían colaborar a la tranquilidad y el orden en el reino.

Nicolai recibió con apatía las muestras de agradecimiento de sus compañeros de viaje. No dejaban de asegurarle que les había salvado la vida. Se alegró de poder descansar unas horas solo en la siguiente posta y, finalmente, incluso decidió esperar a la próxima silla de posta con la excusa de una indisposición. Volvieron a darle las gracias, le desearon una pronta mejoría y larga vida. Luego, resonó el restallido del látigo y tintinearon las bridas, acalladas por el cuerno del postillón.

Nicolai vio partir el coche traqueteando lentamente sobre la tierra helada del este de Prusia. El cielo estaba pálido; el horizonte, nublado. Unos cuervos saltaban por los campos de surco en surco y picoteaban en la tierra.

Un último tintineo de los arreos.

Luego, todo quedó en silencio...