17
Volvió a casa caminando pesadamente sobre la nieve recién caída y procurando poner en orden sus pensamientos. ¡Aquella muchacha! Había algo raro en ella. ¿Por qué se había teñido el pelo? ¿No era su obligación informar de ello a Di Tassi? ¿O era él, que sólo veía fantasmas? Pero el asesinato de Selling y el suicidio del desconocido eran hechos tremendos. Algo terrible flotaba en el aire. ¿Acaso la joven tenía algo que ver con todo aquello?
Estando ya en su habitación, se sentía demasiado excitado para dormir. Su mirada se posó en el escritorio y en las anotaciones de la epidemia de gatos, que no había ojeado desde la muerte del conde. Se sentó y examinó las pautas. ¿Tendría razón Di Tassi con sus suposiciones? ¿Habría allí fuera una epidemia o un veneno desconocido que provocaba la vómica? Alldorf tenía una vómica. También el hombre que se había pegado un tiro en su presencia. Ya no podía comprobarse si la esposa y la hija de Alldorf habían muerto de lo mismo. Con todo, los síntomas siempre eran extraños.
¿Y la quema de sillas de posta? No, no podían estar relacionados. Y, si lo estaban, sería por casualidad. Todos los fenómenos seguían un patrón, pero no todo lo que seguía un patrón remitía al mismo fenómeno. La quema de vehículos seguía una lógica. La vómica, otra. El sólo le había enseñado a Di Tassi su método para evidenciar una pauta. Y el consejero había extraído la falsa conclusión de que los patrones tenían algo que ver entre ellos.
Pasó mala noche. Por la mañana, se propuso ir a ver a Müller para notificarle que se marchaba. Sin embargo, algo lo retuvo. ¿Debía unirse de verdad al consejero judicial? ¿Qué sabía realmente de él? ¿Para quién trabajaba? En medio de sus titubeos, hacia el mediodía irrumpió un mensajero de Di Tassi llamando exhausto a la puerta.
Durante los primeros minutos, el hombre se limitó a sentarse, jadeando y sudando, con la cabeza apoyada en las manos y las piernas temblándole por el agotador viaje. Había tardado tres horas en recorrer el trayecto desde Alldorf. Nicolai le ofreció agua caliente con un poco de miel. Nunca se había podido permitir el té y, de la cucharada de rica miel, se desprendió únicamente porque el mensajero exhausto le dio lástima. Este le dijo que no podía quedarse mucho rato porque tenía que llevar correo urgente a Bayreuth y tenía que seguir cabalgando por la tarde.
—Nos han notificado otros tres asaltos —dijo el hombre en un momento dado—. Tiene que haber un segundo grupo. Los asaltos de noviembre sólo eran el principio; Dios sabe cuántos son en realidad. Muchos avisos y despachos se han demorado a causa de la nieve. Que me parta un rayo si alguna vez he visto tanta nieve en diciembre. Maldito cerro de Geisen. Y maldito camino.
—¿Ha dicho tres asaltos más?
—Sí. Y eso era hace cinco días. Antes de la nevada.
—¿Y dónde?
—Bischofsheim, Oberburg y Riel.
—No conozco esos sitios.
—Son postas situadas en la zona de Wurzburgo —explicó el hombre frotándose los brazos.
—¿Y qué tipo de sillas de posta eran?
—Dos extraordinarias. Una ordinaria.
—¿Y han vuelto a quemarlo todo?
—Sí. La misma majadería. No han robado nada. Pero lo han destruido todo. El señor Di Tassi quiere saber cómo está la mujer que chillaba.
—Bien —contestó Nicolai—. Está mejor.
—¿Puede hablar?
—Sí, puede.
—Entonces, tiene que llevarla de inmediato a Alldorf.
El hombre echó un trago y se levantó.
—Pero la nieve —protestó Nicolai—, quiero decir que... el camino es muy peligroso. Además, la chica aún está muy débil. ¿Por qué no viene el señor Di Tassi a la ciudad si quiere hablar con ella?
—Yo me limito a transmitir órdenes —dijo el mensajero con cierta aspereza—. El señor Di Tassi tiene que realizar muchos preparativos para el viaje a Bayreuth. Por eso debo irme ahora mismo. Ya nos veremos. Adiós.
Después de esas palabras, el hombre salió de la habitación. Nicolai lo vio marchar y dirigirse a su caballo, y especuló con qué habría querido decir con lo de ya nos veremos. Si fuera por él, no se verían nunca más. Había sido amable, pero aquel mensajero lo había tratado al final con el mismo desdén que los demás ayudantes de buena y buenísima cuna del ilustre consejero.
Se puso el abrigo y emprendió el camino hacia el hospital. Tenía que llevar a Magdalena a Alldorf. Esas eran las órdenes de Di Tassi. Pero la muchacha no estaba obligada a cumplir esas órdenes. Di Tassi no tenía poder para disponer sobre ella.
Sin embargo, Magdalena quiso ir.
—Por supuesto que le contaré lo que vi a ese señor —dijo tan pronto como Nicolai le comunicó el aviso del mensajero—. ¿Está Alldorf de camino a Ansbach?
—Sí, pero el viaje será fatigoso —objetó Nicolai.
—Iré a verlo. Y después seguiré mi camino.
—¿Seguirás? ¿Adonde?
—A Estrasburgo. Tengo que ir a Estrasburgo. Mi tío estará preocupado por mí.
Nicolai le dedicó una mirada interrogativa, pero si esperaba que ella le explicara algo más, debió de llevarse una decepción.
—Voy a vestirme —dijo la joven—. Estaré lista en una hora.
Nicolai echó un vistazo a su ropa, que estaba lavada y planchada al lado de la cama, encima de una silla. Era demasiado ligera para el viaje.
—¿No tienes abrigo? —preguntó—. ¿Ni polainas?
—No.
—Bien. Me ocuparé de ello.
Antes de salir del hospital, Nicolai le pidió a la enfermera que después llevara a la muchacha a su casa. La joven se presentó hacia mediodía. Nicolai le dio unas medias gruesas y una prenda de abrigo con capucha, que durante el viaje la protegerían del frío mejor que la ropa ajada que llevaba.
Mientras Nicolai se equipaba con polainas de cuero y guantes de piel que le había prestado un vecino, Magdalena inspeccionó la habitación. Nicolai la observaba disimuladamente. Los pliegos de pergamino con las anotaciones sobre la mortandad de gatos despertaron la atención de la joven.
—¿Qué es eso? —preguntó señalando uno de los pliegos.
—Las marcas características de una enfermedad —contestó Nicolai.
—¿De qué enfermedad?
—No lo sé. Pero ha matado a casi todos los gatos de la región.
Magdalena contempló en silencio los puntos y las rayas.
—¿Por qué lo haces? —preguntó.
Nicolai se anudó a las pantorrillas las correas de cuero de las polainas antes de contestar.
—Porque creo que todas las enfermedades tienen su propia firma. Y porque quiero entender por qué aparecen tan repentinamente y vuelven a desaparecer.
—¿Quiénes?
—Las enfermedades.
Magdalena lo miró con cara de no entender nada. Nicolai no se hizo ilusiones de que la muchacha pudiera entender algo de lo que le decía.
—En la naturaleza, todo surge por contraste. Por una fuerza y la fuerza contraria, por contagio —explicó—. No sabemos cómo ocurre exactamente. Pero todo es consecuencia de algo. Todo efecto tiene una causa. Pero la conexión es invisible. Yo intento hacer visible esa invisibilidad.
La muchacha volvió a mirar los apuntes.
—Pues yo aquí sólo veo puntos —objetó.
—Esos puntos representan animales muertos a causa de una peste. Sólo resultaron afectados los gatos. Algún miasma les causó la muerte.
—¿Qué es un miasma? —preguntó Magdalena.
—Los miasmas son efluvios malignos. Dicen que los miasmas alteran el equilibrio interior de nuestro cuerpo y que por eso enfermamos. Sin embargo, yo creo que existen efluvios que contienen bichitos diminutos que nos atacan. Pero son invisibles para el ojo humano.
La expresión que se reflejaba en el rostro de Magdalena le demostró que había llegado al límite de lo que la joven era capaz de imaginar. Por lo tanto, decidió continuar con metáforas:
—En la naturaleza hay animales salvajes que nos destrozan si nos topamos con ellos. Los lobos, por ejemplo.
Ella asintió.
—Sin embargo, el hombre ha domesticado algunos lobos, que se han convertido en perros y nos protegen. Yo creo que ocurre lo mismo con la energía vital del cuerpo. A veces, con el tiempo logra domesticar los bichitos diminutos que lo atacan, igual que se puede convertir a un lobo feroz en un perro obediente y útil. Una vez conseguido, esa domesticación sirve de defensa frente a otros ataques, y entonces nuestro cuerpo es resistente a una segunda acometida por parte de los mismos bichitos. Los lobos domesticados nos protegen de los salvajes. En Inglaterra hay un médico que piensa introducir bichitos domesticados, que antes fueron salvajes, en el cuerpo sano para que lo protejan.
Magdalena escuchaba fascinada. Nicolai se alegró de tener a alguien a quien poder explicarle sus ideas.
—Mi mapa debería demostrar esa teoría de la resistencia —prosiguió—. ¿Por qué empiezan de repente algunas enfermedades, acaban con todo sin piedad durante semanas como una manada de lobos salvajes y luego desaparecen? Porque las enfermedades son como lobos. Cuando están hartos, se vuelven mansos y flojos. Ahí puede leerse.
—¿Y esos bichitos? ¿De dónde vienen?
—No lo sé —contestó preocupado—. No podemos verlos. Son tan minúsculos que incluso pueden penetrar en nuestros poros sin que nos demos cuenta. Sólo se reconocen los efectos, el rastro de destrucción que dejan.
El semblante de Magdalena se ensombreció mientras Nicolai continuaba hablando. Sin embargo, él, en su ardor, no se dio cuenta de su cambio de ánimo.
—Mira esta epidemia de gatos. Cada punto significa un animal muerto. Aquí hay muchos puntos. ¿Lo ves? Más que en ningún otro sitio. Luego, hacia el norte, disminuyen progresivamente, pero no tan deprisa como hacia el oeste, donde el contagio cesa bruscamente. Aquí está el cauce del Pegnitz. Al otro lado no se ha dado a conocer ningún caso. Es decir, el miasma no pudo cruzar el río. La mayoría de puntos están aquí, muy cerca de Gerberei, pero lo curioso es que...
Magdalena pasó el dedo por encima del papel y lo interrumpió.
—Pero este mapa sólo registra el pasado, ¿no es cierto?
—Sí, claro.
—¿No sabe nada del futuro?
—No.
La muchacha se encogió de hombros. Nicolai la miró desconcertado.
—Te equivocas —dijo entonces Magdalena—. La naturaleza no es contraste. Es una. Igual que nosotros somos uno y a la vez infinitos.
Nicolai respiró hondo. ¿Para qué mantener semejante conversación con una muchacha inculta? Sin embargo, la crítica de la joven lo provocó. No podía desistir, puesto que, para él, sus convicciones eran sagradas.
—En la naturaleza —explicó con determinación—, sólo hay fuerza y su contrario. Nada más.
—¡No! —replicó ella mirándolo serenamente—. ¡También está Dios!
Nicolai calló, atónito. El rumbo que había tomado la conversación no le gustaba. Se dio la vuelta y terminó a toda prisa con los preparativos para partir hacia Alldorf. Sin embargo, un ruido le hizo darse la vuelta y, al girarse hacia Magdalena, vio que estaba de rodillas. Primero pensó que había sufrido un desmayo. Sin embargo, un instante después se dio cuenta de que estaba rezando. Se había arrodillado junto al escritorio, tenía los ojos cerrados y pronunciaba en voz baja unas palabras que a Nicolai le resultaron incomprensibles. La miró malhumorado; fascinado por su imagen y a la vez enojado por su discurso y su peculiar conducta.