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—Seguramente, alguien de la ciudad ha enviado una queja a Wetzlar —dijo Müller mientras metía los dedos en una hogaza de pan que tenía delante sobre la mesa—. Ha desaparecido muchísimo dinero. No sé cómo se las habrá arreglado Alldorf.

Nicolai se metió en la boca un trozo de patata cocida y no dijo nada. La entrevista con Di Tassi aún le rondaba por la cabeza.

—¿Cómo puede comerse eso? —preguntó Müller, escupiendo sobre la mesa un trocito de pan masticado—. Las patatas son para los animales.

—¿Sabe cuánto dinero? —preguntó Nicolai pasando por alto el comentario.

Müller ladeó la cabeza, cogió su vaso de estaño y bebió un trago largo de cerveza.

—Mucho. Tanto como un noble puede tomar prestado en un año.

Nicolai se reclinó en el asiento, dejó vagar la mirada por encima de la mugrienta mesa y procuró ignorar los restos de comida que Müller solía extender en las comidas. Aquellos almuerzos en casa de su patrón le suponían una tortura. Los modales de Müller a la mesa eran insoportables. Al cabo de nada, había esparcido por encima cortezas de queso, lonchas de embutidos, trozos de cartílago masticados y escupidos, y una navaja siempre pringada de manteca hasta el mango. La composición de una de aquellas comidas quedaba bien documentada en su barba hirsuta. No obstante, aquel día no se hizo de rogar para ir a su casa, puesto que, aunque a los ojos de Nicolai era un médico miserable y un hombre repugnante, Müller poseía algo que él necesitaba encarecidamente: información. Con los nuevos rumores ocurría lo mismo que con los nuevos casos de enfermedad: Müller se enteraba enseguida.

—¿Y quién tiene tanto dinero para prestar? —preguntó Nicolai como quien no quiere la cosa.

—Las autoridades municipales y algunos burgueses ricos. Alldorf había emitido cartas de crédito a un interés alto sobre sus propiedades. Por lo que sé, incluso firmaron algunos príncipes del sur de Alemania. Es un escándalo. Sobre todo porque, según el reglamento de la primogenitura, está rigurosamente prohibido vender fincas de las posesiones familiares. Habrá disputas terribles. Wartensteig ya ha formado milicias.

—¿Por eso ha venido Di Tassi?

Müller torció el gesto y, con la uña del meñique de la mano izquierda, que se dejaba más larga que las otras para tal fin, agarró un trocito de maíz que se le había metido entre los dientes. Mientras contestaba, examinó el pedacito amarillo triturado que acababa de ensartar.

—Supongo que sí. Algún vecino habrá presentado una protesta en el tribunal imperial de Wetzlar porque, de lo contrario, era de temer que las autoridades municipales y los de Lohenstein se arreglarían entre ellos y los burgueses se irían sin nada.

El resto de comida volvió a la boca de Müller, seguido por un trago de cerveza.

—No lo entiendo —replicó Nicolai.

—La nobleza necesita dinero con urgencia —explicó Müller—. Pero está rigurosamente prohibido vender a burgueses. Por lo tanto, hay hombres de paja, dudosos hidalgos, gente con los bolsillos vacíos y un título nobiliario que hacen de escaparate. Los ciudadanos pudientes intentan adquirir de ese modo prebendas que les están vedadas por ley. Con todo, el caso de Alldorf parece especialmente grave. No ha dejado un escaparate, sino unos cuantos. Vendió la finca varias veces. —Hizo una pausa, y añadió—: Esas patatas lo enfermarán, se lo aseguro. Los campesinos de aquí ni las tocan, y yo siempre me fío de los campesinos.

—En Prusia incluso se ha impuesto el cultivo y sólo dan de comer al ganado los excedentes —objetó Nicolai.

—En Prusia, no me extraña. Allí se lo comen todo. Carne de cañón. Aún tiene mucho que aprender, Röschlaub. ¿Ha acabado el informe anual?

Recordar aquella enojosa tarea le hundió aún más los ánimos. Tenía que ordenar y clasificar cientos de protocolos sobre los tratamientos del último año, y presentar un resumen al Ayuntamiento. Para Müller era un regalo del cielo poder cargarle ese ímprobo trabajo.

—Estoy en ello —mintió, y retomó el tema que realmente le interesaba—. Di Tassi apareció por aquí a los dos días de la muerte de Alldorf. ¿No le parece extraño?

Müller se encogió de hombros.

—Tal vez alguien descubrió el juego del conde hace un tiempo y pidió que lo investigaran. Sí, habrá sido eso. Y puede que por ese motivo Alldorf se... Bueno, usted ya sabe.

Hizo un gesto elocuente con la mano, se levantó y se repanchingó en un canapé que había junto a la ventana. Una nube de polvo se levantó en el acto del desgastado jergón. El médico cogió una lata abollada, sacó de dentro unos cuantos objetos y comenzó a preparar lo que Nicolai más temía cuando estaba en presencia de Müller: fumar en pipa.

Hasta hacía unos años, esa costumbre se contaba entre los placeres de los carreteros, mozos de cuadra, soldados y cocheros, y de los asiáticos que vivían allí. Pero, desde hacía seis o siete años, todo el mundo fumaba tabaco, desde los lacayos hasta los condes, desde los aprendices de los comercios hasta los banqueros, desde los pasantes hasta los expertos. El humo salía al paso por todas partes. En todas las tabernas flotaban los vapores y hacían que fuera imposible comer o beber algo sin correr el peligro de acabar envuelto y casi asfixiado por las horribles nubes de humo. Nicolai se apresuró a prepararse para salir, sobre todo porque sabía que el efecto digestivo del tabaco empujaría a su patrón a una larga ausencia en el patio. Lo agradecería, después del continuo estreñimiento. Müller se despidió de él con un gesto de cabeza, pues ya. Chupaba la caña hedionda en la que las primeras hojas empezaban a arder crepitando.

Nicolai se puso en camino para hacer las visitas que se había saltado el viernes y el sábado. Hacía un frío cortante y caminaba con la cabeza agachada para ofrecer la mínima superficie de ataque al viento gélido. Después de aquella comida, debería sentir cierta pesadez, pero sólo notaba una gran inquietud. El almuerzo con Müller había vuelto a mostrarle lo miserable que era su vida allí, en una región tan atrasada que daban de comer valiosas patatas al estúpido ganado porque no comprendían que aquel fruto era beneficioso. Además, aumentaban los informes que atribuían cualidades maravillosas a las patatas. Pero ¿quién leía gacetas de Medicina?

Volvió a pensar en la enfermedad de Alldorf. En la úlcera debajo del corazón. Y en el veneno que había ingerido. En los extraños comentarios en las cartas de Maximilian. ¿De qué se hablaba en ellas? El redactado en latín aún le resonaba en la cabeza: «Tienen el veneno de los venenos para aniquilarnos. No hay ningún antídoto. Es fácil de elaborar y aún más fácil de ocultar. Quien se infecta, si no resulta aniquilado enseguida, lo lleva consigo y transmite su efecto nocivo...»

¿De qué hablaba Maximilian? ¿Y quiénes eran ELLOS?

Tal vez debería pasarse por la inclusa y consultar en la biblioteca lo que Haller o Van Swieten decían sobre la vómica pútrida.

El viento arreció y, puesto que acababa de llegar a la altura de la posta imperial, decidió aprovechar la ocasión para echar una ojeada a la gaceta que colgaban allí. La publicación de seis páginas estaba clavada en la pared, al lado de las rutas de los coches de posta. Las noticias no eran muy interesantes. En algunas regiones vecinas, el tipo de ley de las monedas había vuelto a aumentar, una manera elegante de robar el dinero a la gente sin meterles la mano en la bolsa. La Liga por el Fomento de Basilea había ofrecido dos premios: uno por un remedio para exterminar lobos, y otro por la invención de una estufa portátil para uso de los pobres. En la sección de misceláneas curiosas podía leerse que las damas francesas habían gastado en un año dos millones de pots de rouge, y se comentaba que los lectores podían estar contentos de vivir en un país donde las muchachas y las mujeres no necesitaban más que agua fresca para lucir un hermoso rubor en la piel. Desde finales de noviembre había habido varios asaltos a carruajes, pero los asaltantes debían de ir borrachos o habían perdido el juicio, puesto que de otra manera no se entendía que no hubieran robado nada; sólo habían prendido fuego a los carros. Aquella quema de vehículos era insólita. Sin embargo, Nicolai se dio cuenta al cabo de un momento de que lo más interesante de la gaceta era en realidad lo que no ponía. Medio Núremberg hablaba del asunto de Alldorf, pero en la gaceta mantenían un silencio sepulcral al respecto.

La mayoría de los pacientes que Nicolai visitó estaban aquejados de tos y molestias al respirar, en parte acompañadas de fuertes punzadas en el costado. Se quedó un poco más con una joven criada, porque tosía sangre y la mixtura desleída de oximel y cristal tártaro que le había dado unos días antes le había hecho tan poco efecto como el crémor de tamarindo, el sulfato de magnesia y el tártaro emético que le había administrado el día antes. Si bien la joven había vomitado bastante bilis espesa y había expulsado otras inmundicias mediante evacuaciones provocadas, la expectoración de sangre y las punzadas en el costado eran más intensas. Ese día, incluso le salieron algunas gotas de sangre por la boca, y la mujer se quejaba de un terrible dolor de cabeza. Como además tenía un pulso muy rápido, Nicolai decidió practicarle una cisura en el pie para hacerle una sangría moderada, y luego le puso un emplasto de cantáridas en la nuca. Cuando la dejó, la enferma desvariaba y no paraba de mover la cabeza de un lado a otro, atormentada.

El estado de ánimo de Nicolai había tocado fondo cuando entró en la biblioteca de la inclusa. Sentía que la impotencia y la ignorancia lo oprimían como un gran peso. ¡Qué falto de esperanzas y de efecto estaba su oficio! Paseó la mirada por los lomos de piel resplandecientes de los libros de Medicina, pero durante un buen rato fue incapaz de elegir uno. Ya los había leído todos. Conocía los preparados y los métodos de tratamiento que recomendaba Van Swieten. Pero sus pacientes reaccionaban discretamente y, a menudo, ni siquiera reaccionaban como estaba descrito. Y si lo hacían, solía darle la impresión de que tal vez otros remedios habrían provocado exactamente el mismo efecto.

Al cabo de un rato se decidió y empezó a leer sobre la vómica. Van Swieten no se explayaba demasiado en el tema y atribuía esas adherencias a obturaciones o inflamaciones. Más adelante, Nicolai dio con la distinción entre vómicas pútridas y purulentas. Pero ¿de qué servía aquello realmente si no se conocía el origen?

Quizás Auenbrugger le sería de más ayuda. No hacía mucho que había estudiado aquel texto. En el lomo del libro se leía Inventum novum ex percussione thoracis humani et signo abstrusos interni pectoris morbos detegendi, es decir, un estudio que prometía detectar enfermedades ocultas en el pecho a través de la percusión pectoral.

Nicolai hojeó por encima el prólogo, pasó enseguida a la parte específica y comenzó a leer el primer capítulo. «Enfermedades crónicas en las que se da el tono antinatural del pecho.» Sin embargo, tampoco encontró nada demasiado concreto. En el párrafo 27, leyó:

Las enfermedades que atacan las vísceras del pecho por una fuerza oculta son:

1) aquellas por disposición hereditaria a dolencias pectorales;

2) enfermedades que tienen su origen en los afectos y consisten principalmente en un ansia vana, entre las que la nostalgia ocupa el primer lugar;

3) enfermedades de algunos artesanos, dotados modestamente por naturaleza con unos pulmones demasiado débiles.

Nicolai se reclinó en el asiento y reflexionó. La carga hereditaria era una posibilidad. Al parecer, tanto Maximilian como la hija de Alldorf, Sophie, eran de constitución débil. ¿Acaso no había dicho Zinnlechner que Sophie se había ahogado lentamente? La tercera causa podía excluirse. Alldorf formaba parte de la nobleza; por lo tanto, difícilmente podía sufrir una dolencia propia de artesanos. Aún quedaban las «enfermedades que tienen su origen en los afectos y consisten principalmente en un ansia vana». Nicolai recordó que el grupo de médicos espirituales de Halle había desarrollado esas teorías. Ya hacía tiempo que se habían publicado libros al respecto, con títulos como Pensamientos de lágrimas y llanto o Tratado sobre el suspiro. Pero Nicolai siempre había sido escéptico frente a esa gente. Nunca había entendido que pretendieran distinguir entre el suspirar del alma y el suspirar del cuerpo. ¿Y de qué le servía a la Medicina una teoría sobre el llanto? Por eso le asombró aún más encontrar en Auenbrugger rastros de esos médicos espirituales de Halle. ¿Podía serle útil de alguna manera lo que estaba leyendo?

Según mis observaciones, ninguna enfermedad del alma contribuye más al amortiguamiento de la resonancia normal que la esperanza truncada de alcanzar un deseo. Por eso, porque la nostalgia (vulgo: mal de la tierra) ocupa aquí el primer lugar, la describiré brevemente. Cuando los jóvenes, aún en pleno crecimiento, son reclutados contra su voluntad para servir como soldados y se ven obligados a renunciar a la esperanza de regresar un día sanos y salvos a la añorada patria, les sobreviene una tristeza especial; se vuelven taciturnos, sumamente apáticos, buscan la soledad, se ensimisman, suspiran y gimen mucho. Finalmente, se apodera de ellos una insensibilidad y una indiferencia ante todo lo que el rigor de la vida les exige. Este mal se llama nostalgia, mal de la tierra, y ni las medicinas ni la razón, ni las promesas ni las amenazas de castigo son capaces de cambiar nada. El cuerpo languidece, mientras todos los pensamientos se dirigen al ansia vana.

Al dominar la idea del ansia vana, el cuerpo, que en un costado arrojará una resonancia sorda, empieza a consumirse.

Hasta ahí, todo claro, pensó Nicolai. Eso tampoco podía ser. El conde de Alldorf no era joven ni estaba en pleno crecimiento, y tampoco se lo habían llevado a rastras al servicio militar. Al contrario. Probablemente, él mismo había puesto a muchos de sus súbditos a merced de esa suerte vendiéndolos a príncipes amigos para sus campañas. Sin embargo, el siguiente párrafo de la descripción de Auenbrugger lo sorprendió de nuevo:

He realizado disecciones en cadáveres de muchos muertos por esa enfermedad y siempre he hallado los pulmones adheridos a la pleura, pero el colgajo de la parte sin resonancia era calloso, endurecido, más o menos purulento.

Eso correspondía exactamente a su diagnóstico. Lo habían discutido aquella noche; una resonancia sorda en el lóbulo inferior del pulmón izquierdo de Alldorf, que se extendía hasta la región inguinal. Esa adherencia podría explicarlo. Pero ¿por qué iba a morir Alldorf de nostalgia? Estaba en casa, en su biblioteca. Di Tassi se le reiría en la cara si le ofrecía semejante diagnóstico. Confuso, leyó aún otro párrafo.

Este mal, todavía frecuente hace unos años, se presenta raramente en nuestros días, y esto es así desde la época en que, por una sabia disposición, se firmaron contratos por unos años determinados con la esperanza de que, al concluir la duración del contrato, regresaran de la guerra y pudieran gozar de los beneficios de sus Estados.

Cerró el libro, malhumorado, y se quedó absorto mirando la mesa. Para colmo de males, se acordó de Müller y del comentario que le había hecho durante la comida: «Röschlaub, aún tiene mucho que aprender.» El quería aprender. Pero ¿de quién?