16

En el aire vespertino danzaban copos de nieve cuando desmontó delante del hospital de Santa Isabel. Una de las enfermeras que cuidaban a la muchacha le explicó que la joven se iba restableciendo paulatinamente, que había comido un poco de sopa y que acababa de dormirse. Pero no había hablado. Asimismo, tampoco había mostrado más síntomas de espasmos ni de estados de ansiedad. Parecía débil y sin fuerzas, pero era evidente que se hallaba en vías de recuperación.

Mientras Nicolai caminaba por los pasillos del hospital, las imágenes del día anterior no cesaban de acudir a su mente. Al final, todos se habían quedado de pie alrededor del cadáver seccionado en el bosque, con los ojos clavados en la sangrienta obra. Incluso el consejero judicial pareció consciente, al menos por unos instantes, de la atrocidad de lo acontecido y contempló largamente el cuerpo antes de dar la orden de enterrar al muerto y regresar a Núremberg. Nadie pronunció una palabra durante el regreso. Despidieron a los lansquenetes cerca de Schwabach. Se llevaron con ellos a Boskenner, gravemente herido y que ya no era más que un estorbo para Di Tassi. Luego continuaron hasta Eschenau, donde los sorprendió una intensa nevada. El consejero judicial decidió no pasar por Núremberg y cabalgar directamente hacia Alldorf.

Nicolai recibió órdenes de ir a ver a la muchacha y, si ya estaba en condiciones de ser interrogada, comunicárselo sin tardanza. Pero la nevada lo impedía. De momento, era impensable llegar a Alldorf.

Verla apartó de su recuerdo por unos instantes las siniestras imágenes. Su rostro dormido parecía relajado. Tenía los brazos estirados junto al cuerpo por encima de la ropa de cama, y Nicolai pudo contemplar sus manos, la grácil forma de sus dedos. Se sentó en un taburete junto a la cama y reprimió el deseo imperioso de tocar aquellos dedos. ¡Qué hermosa era! Habría podido pasar tranquilamente la noche allí sentado, contemplándola. Pero no podía quedarse; tendría que poner a prueba su paciencia hasta la mañana siguiente. Tal vez entonces la muchacha sería capaz de contarle cómo había ido a parar al bosque y qué había visto allí.

Se acercó a la ventana y miró fuera. Caían copos de nieve espesos. No, tenía que irse a casa. Sin embargo, al darse la vuelta, ¡la muchacha había abierto los ojos! Tenía la mirada perdida, pero parecía fijarla en él. ¿O no? Nicolai no estaba seguro de si lo estaba observando o si él se encontraba casualmente en el punto hacia donde se dirigían sus ojos. Sin embargo, paulatinamente le pareció que la joven se daba cuenta de su presencia. Ya no dormía.

—¿Puedes oírme? —preguntó en voz baja.

Un leve temblor en sus párpados le dio la respuesta. Nicolai sonrió, le cogió la mano e intentó buscarle el pulso poniendo los dedos sobre su muñeca.

—Has dormido mucho —dijo luego—. Pero no hay mejor médico que el sueño.

El pulso era normal. Lo único alarmante era la temperatura que Nicolai le notaba en la mano. ¿Tenía fiebre? ¿O tal vez era él quien desprendía el calor? Le soltó la muñeca. No podía tratar a aquella muchacha. Cada vez que la tocaba, el corazón estaba a punto de estallarle.

—¿Cómo te llamas? —preguntó finalmente.

La mirada de la joven continuaba dirigiéndose a él. Aquella manera de mirarlo lo excitaba. ¡Aquel rostro! Intentó sonreír. Pero la mímica no le obedeció. A ello se sumó la sensación de que la joven distinguía perfectamente lo que le ocurría. «Está despierta —pensó—. Y me mira porque me reconoce.»

Sin embargo, la muchacha volvió a cerrar los ojos y giró la cabeza a un lado.

—Te encontramos en el bosque, cerca de Núremberg —dijo Nicolai—. Irías de camino a Ansbach, ¿verdad? Seguro que fue así. Ibas de camino a Ansbach y te perdiste en el bosque, ¿no?

Mientras él hablaba, la joven había vuelto a abrir los ojos y a dirigirle la mirada.

—Magdalena —dijo de pronto—. Me llamo Magdalena.

El sonido de su voz lo sorprendió más que el hecho de que hablara en francés. Había permanecido tanto tiempo callada... Eran las primeras palabras que salían de su boca en tres días. Pero su voz, aunque hablara quedamente, era clara y firme.

—Magdalena —repitió Nicolai, y añadió en francés—: Bonito nombre. El orgullo de Nuestro Señor.

La joven enarcó las cejas.

—¿De Nuestro Señor?

Nicolai no supo qué replicar. Se había quedado casi sin habla.

—Le Seigneur de nous tous —añadió, sin el más mínimo asomo de convicción en la voz. El Señor de todos nosotros.

La joven lo observaba. Por un instante, sus ojos se volvieron fríos. ¿O Nicolai sólo se lo imaginaba?

—Tengo sed —dijo entonces la muchacha, cambiando súbitamente al alemán.

Nicolai se levantó y cogió una garrafa de barro que había encima de una mesa situada en el centro de la habitación. La destapó, llenó uno de los vasos que había al lado y regresó con él al lecho de la muchacha. La joven vació el vaso de un trago sin quitarle los ojos de encima. Luego dijo:

—¿Quién eres? ¿Un sacerdote?

Nicolai negó con vehemencia moviendo la cabeza.

—No, no. ¿Cómo se te ocurre?

Se le hacía extraño que lo tuteara. Aquella familiaridad estaba fuera de lugar. Lo confundía, aunque también le agradaba.

—Soy médico —dijo—. Me avisaron cuando te encontraron en el bosque y te he tratado.

La muchacha no contestó. En vez de eso, le alargó el vaso vacío. Nicolai fue a buscar más agua y la contempló mientras bebía. Concluyó que tenía fiebre. Y que no era en absoluto una campesina. Sus manos cuidadas lo atestiguaban. Ni huella de labores en el campo. Ni una uña rota, ni un pinchazo en las yemas de los dedos causado por labores de costura. No hablaba en dialecto franco, del que Nicolai no habría entendido una palabra, sino en un francés muy fluido y con acento alsaciano. Y un melódico alemán del sur. Las pocas frases que hasta entonces había pronunciado no bastaban para juzgar cuál de los dos idiomas era su lengua materna.

—¿Médico? —dijo finalmente la joven. Pronunció la palabra como si intentara articular un vocablo curioso y a la vez totalmente inútil. Después, tras una breve pausa, añadió—: ¿Qué día es hoy?

—Hoy es jueves —contestó Nicolai.

—¿Jueves?

—Sí. Dieciocho de noviembre.

La muchacha bebió otro trago de agua, le devolvió el vaso a Nicolai y reclinó la cabeza sobre la almohada. Nicolai estaba desconcertado y no supo qué decir. El carisma de la joven lo trastocaba. De nuevo le costaba horrores refrenar la mirada. Nunca un cuerpo de mujer lo había trastornado de aquella manera. Por mucho que se concentrara en contemplar únicamente su rostro, seguía percibiendo de soslayo la provocadora presencia de sus senos, que se perfilaban por debajo de la sábana. La suave piel de aquel hermoso cuello atraía su mirada aunque sólo le observara las manos y, si cerraba los ojos, evocaba las imágenes de la noche en que le había visto el cuerpo en todo su esplendor.

—Magdalena —dijo entonces Nicolai—, ¿qué le ocurrió al señor Selling? Tú lo viste todo, ¿verdad?

La muchacha lo miró serena. Sus ojos marrones no revelaron ninguna emoción. ¿Qué le pasaba? En el bosque se había comportado como una loca, desquiciada por el miedo o el horror ante un crimen terrible que tenía que haber presenciado. Y ahora, en cambio, a Nicolai le dio la impresión de que su espíritu se había pertrechado con una coraza que no permitía la menor emoción. ¿Acaso era por efecto del remedio que le había administrado? Pero si no era más que un somnífero.

La muchacha bajó los ojos y guardó silencio. Nicolai esperó, pero ella no dio muestras de disponerse a responder a la pregunta.

—Ibas de camino a Ansbach, ¿verdad? —volvió a preguntar.

La joven no reaccionó, y él siguió relatando los hechos de aquella tarde tal como los había conjeturado en los últimos días.

—Avistaste dos jinetes y los seguiste. ¿O ya estabas cerca cuando atacaron a Selling? El hombre asesinado. Se llamaba Selling. El ayuda de cámara Selling. Vivía en el castillo de Alldorf.

—Pobre hombre —dijo ella sin levantar la vista.

—Sí. Y que lo digas. Y tú eres la única que vio al que cometió ese terrible crimen. ¿No es cierto que tú lo presenciaste?

Sin respuesta. Magdalena se limitó a levantar la mano derecha y a observarse la palma durante unos instantes. Nicolai esperó, confiando en que tal vez oiría una explicación, pero ésta no llegó. La muchacha volvió a bajar la mano, pero no dijo nada.

—Conocía al señor Selling —prosiguió finalmente Nicolai—. Era un buen hombre. Nunca le hizo daño a nadie en este mundo...

Un gesto de la joven lo enmudeció. Había vuelto a levantar la mano derecha y la mantuvo alzada entre ella y él, con la palma mirando hacia el rostro de Nicolai, como si quisiera apartar a un mal espíritu. La expresión de sus ojos lo dejó helado. La muchacha volvió a bajar la mano y giró la cabeza a un lado. Nicolai se reclinó y esperó, pensando que no estaba en absoluto recuperada. El aplomo que manifestaba tan sólo era exterior. En el fondo, su alma continuaba descompuesta. De lo contrario, no hubiera reaccionado de un modo tan extraño. Di Tassi no podía interrogarla todavía sobre el asesinato de Selling. De hacerlo, seguramente se repetirían los ataques.

Nicolai se sirvió un vaso de agua. Decidió que, ante todo, tenía que ganarse la confianza de la muchacha. Tranquilizarla. La joven nunca se abriría a Di Tassi y su carácter autoritario. Eso podía preverlo. Si había reaccionado de un modo tan extraño con él, ¿qué le ocurriría con el consejero judicial?

Esforzándose al máximo por prestar a su voz un tono que despertara confianza, dijo:

—¿De dónde eres, Magdalena? ¿De Francia?

Sin embargo, ella no dijo nada. Nicolai esperó un rato. Luego intentó reanudar la conversación. Pero no lo consiguió. La muchacha había desviado la mirada y callaba.