7
El entierro del conde de Alldorf se celebró al día siguiente. Fue la ceremonia más extraña en la que jamás había participado Nicolai. No habían encontrado a ningún sacerdote que estuviera dispuesto a celebrar una misa por un suicida. Las familias de las líneas emparentadas de Lohenstein sólo habían enviado representantes. No se dejó ver ni un solo pariente consanguíneo. Así pues, el cortejo fúnebre se componía de un puñado de desconocidos, que dieron el último adiós a un conde tan inaccesible en vida como en la muerte. Nadie pronunció una palabra cuando los cuatro hombres que portaban el féretro le dieron sepultura.
Al salir del cementerio volvió a fijarse en la extraña inscripción. Incluso el último lugar de reposo de aquella familia estaba rodeado de enigmas. Pero éstos también quedarían cubiertos por la hiedra y serían olvidados, igual que pronto quedarían desiertos los muros del castillo. Los bienes y las tierras se adjudicarían a Wartensteig, y el decadente edificio pronto estaría a merced de la ruina. Ya había bastantes ejemplos, principados divididos en doce partes que desaparecían del mapa.
Inmediatamente después, Nicolai fue a ver a la paciente, pero la encontró todavía dormida y se entretuvo paseando por el castillo, vacío ya en gran parte. Por todos lados había muebles y objetos embalados y amontonados para el transporte. Todo aquello le causó una impresión fantasmagórica. Era evidente que las casas de Lohenstein habían esperado con impaciencia aquel día.
Cuando regresó al cuarto de la enferma, la muchacha se había despertado. Estaba tendida en la cama con los ojos muy abiertos, pero no dijo nada. Nicolai le desató las manos y la incorporó. Entonces se dio cuenta de que había mojado la cama. Decidió que la muchacha no podía seguir en aquel castillo. Necesitaba cuidados, cuidados de enfermeras. Le preguntó si tenía hambre o quería alguna cosa. Pero la única respuesta de la que parecía capaz era aquella mirada inexpresiva en sus ojos. Le dio un poco de agua y volvió a tumbarla en la cama.
Informó a Di Tassi, que entró poco después.
—Aquí no puedo tratarla —le comunicó—. Necesita una enfermera.
—¿No podría hacerla hablar antes?
—Pueden pasar días hasta que llegue el momento. Tiene que llevarla a Núremberg.
El consejero miró de mal humor a la muchacha.
—De acuerdo, así se hará. Dispondré lo necesario. ¿Adonde hay que llevarla?
—Al hospital de Santa Isabel. Allí estará en buenas manos.
—Usted también se irá hoy, ¿verdad?
Nicolai asintió.
—¿Podría hablar antes con usted?
—Sí, por supuesto. Prepararé a la muchacha para el viaje y luego iré a verle.
Di Tassi se fue y Nicolai se ocupó de la joven lo mejor que pudo. Le remordía la conciencia. ¿Qué demonios le había pasado la noche anterior? No comprendía las imágenes que el recuerdo despertaba en su mente. Se apresuró a envolverla con mantas de abrigo, y después se sentó en el banco de madera que había junto a la ventana y miró al patio. La lluvia golpeaba a grandes gotas contra el suelo fangoso del patio interior. Los tejados inclinados de los muros de protección brillaban ennegrecidos. No se veía a nadie por ningún lado. El repiqueteo de la lluvia era el único ruido que percibía.
Nicolai se había acostado ya con algunas mujeres, pero aquella muchacha era otra cosa. Su presencia le alteraba los sentidos, aunque ahora los controlara. Aún sentía en los labios la piel suave de sus pechos, por mucho que hiciera horas que la habían acariciado. Aquella joven irradiaba tal inocencia que era imposible que su poder de seducción tuviera nada de indecoroso. Buscó palabras para explicar esa sensación rara y, al final, llegó a la extraña conclusión de que la muchacha había desatado en él un deseo sagrado. Pero ¿cómo podía ser sagrado el deseo? Entonces pensó en el curioso descubrimiento que había hecho la noche anterior. ¿Debía comunicárselo a Di Tassi? Decidió que no. No podía hacerlo, puesto que con ello admitiría la vileza que había cometido.
Una hora después, se encontraba en la puerta del castillo, mirando el carro que avanzaba por la carretera a sacudidas hacia el oeste.
Cuando estaba a punto de perderlo de vista, aparecieron unos jinetes en el horizonte. Pasaron a toda prisa junto al vehículo y se acercaron a galope tendido. Eran lansquenetes, casi una docena. Sin embargo, la verdadera sorpresa era el prisionero que llevaban consigo: Kalkbrenner.
Por su aspecto, daba la impresión de que hubiera ido a parar entre dos piedras de molino. Poco después, Nicolai supo por Feustking que los lansquenetes de Wartensteig que lo entregaron para interrogarlo lo habían sorprendido por la noche muy cerca de la frontera con Hesse-Cassel. Durante la detención, había ofrecido resistencia neciamente y la había pagado con dos dientes. Luego, había acometido un intento de huida que le acarreó una gran brecha en la parte posterior de la cabeza. La elegante ropa de administrador le colgaba ahora hecha jirones. Lo habían entregado en Alldorf andrajoso, lleno de mugre, jadeando levemente y despertando verdadera compasión, y ahora se encontraba en el cuarto que antes sirviera de aposento a Zinnlechner.
Llamaron a Nicolai para que lo vendara. No supo con seguridad si Kalkbrenner lo reconocía. El administrador estaba tan maltrecho que seguramente no percibía nada a través del dolor sordo, intenso, que debía de causar estragos en su cuerpo abotargado. Medio muerto a palos y cubierto de mugre como estaba, lo llevaron a rastras al interrogatorio, lo tiraron sobre una silla y, sin más ceremonia, lo encararon a lo que Di Tassi había descubierto hasta entonces sobre sus manejos delictivos.
El hombre escuchaba en silencio, asentía a todos los reproches y sólo muy de vez en cuando balbuceaba que el conde se lo había ordenado, que él no tenía la culpa, que él sólo cumplía órdenes. Y éstas eran inauditas. Durante un año entero, Kalkbrenner había pedido crédito sistemáticamente a ciudadanos pudientes para realizar supuestos trabajos de reparación en los edificios del castillo. Los pagarés por ese concepto ascendían a cientos de miles de táleros. Además, algunos terrenos de bosque se habían puesto a la venta varias veces. Kalkbrenner había falsificado personalmente los documentos, lo cual no había resultado nada difícil puesto que los sellos correspondientes estaban en poder del conde. Algunas parcelas se habían vendido tres veces, procurando que los compradores vivieran muy lejos unos de otros, en distritos diferentes, y de ese modo no albergaran sospechas de inmediato. Los títulos de propiedad tenían que transferirse en febrero del año siguiente, pero aún no estaban registrados. Posteriormente, se vendieron bosques que no existían. En ese caso, los numerosos documentos falsos también fueron obra de Kalkbrenner, que únicamente era capaz de murmurar una y otra vez la misma disculpa:
—Alldorf lo quiso así. Él me obligó a hacerlo.
—¿Lo obligó? ¿A robar? ¿A mentir? —rugió Di Tassi.
Kalkbrenner gimoteó.
—Yo sirvo a mi señor. Le pertenezco, soy su brazo. ¿Qué podía hacer? Me habría despedido o, peor aún, me habría denunciado con cualquier pretexto poco convincente y me habría condenado al peor de los arrestos. Mi familia habría muerto de hambre. No podía hacer otra cosa.
Nicolai seguía el interrogatorio con una mezcla de emociones encontradas. Aquel hombre le repugnaba, pero también le daba lástima. ¿Tenía la culpa de algo? ¿Qué administrador podía contradecir a su amo?
—¡Pero usted tenía que saber que esa estafa no podría permanecer oculta durante mucho tiempo! —le espetó Di Tassi.
Kalkbrenner meneó la cabeza con el rostro desencajado.
—Yo... no tenía elección —se lamentó—. Le supliqué al conde que no me obligara a cometer la vil estafa, pero me gritó, me amenazó con enviarnos a mí y a toda mi familia al patíbulo si no hacía lo que me exigía. —Sus ojos miraban fijamente al vacío cuando prosiguió—: Nadie sabe hasta qué punto el conde de Alldorf era una persona impredecible, iracunda, hermética. Al morir Maximilian, el demonio se apoderó de él. ¿Qué podía hacer yo? —exclamó gimoteando—. Mi vida dependía del conde de Alldorf. Una indicación suya, y me habrían destruido. No podía hacer otra cosa.
—¿Y Selling y Zinnlechner? ¿Sabían algo de la estafa?
—¡Selling! —musitó Kalkbrenner con sarcasmo.
La expresión de su semblante se tornó de pronto gélida. Su rostro, que aún movía a la compasión, desprendía odio puro y, apretando los labios, escupió en la sala las acusaciones más terribles contra el ayuda de cámara.
—Selling es la más falsa de las víboras.
—¿Qué quiere decir?
—Tenía embrujado al conde de Alldorf.
—Aja. ¿Y qué se lo hace pensar?
El administrador le quedó a deber una explicación. Puso mala cara y gruñó cosas incomprensibles. Que Selling estaba confabulado con el conde de Alldorf. Que él había hecho el nudo en la soga de la que luego todos colgarían. Y que dónde estaba el inmaculado, inocente, formal y honorable señor Selling.
—Señor Kalkbrenner —lo interrumpió Di Tassi con brusquedad—, el ayuda de cámara Selling está muerto.
Kalkbrenner parpadeó sin comprender.
—¿Ha muerto? —balbuceó—. ¿Cómo?
—No lo sabemos. Lo han asesinado. En el bosque, a menos de tres kilómetros de aquí.
La noticia dejó paralizado a Kalkbrenner.
—¿Y el dinero? Todo el dinero... ¿Dónde está?
—Entonces, ¿afirma usted que Selling se quedó el dinero que usted acumuló con sus estafas?
—Esa víbora... —Kalkbrenner empezó de nuevo a lanzar una invectiva cargada de odio contra el chambelán, aunque pronto se diluyó en los fuertes sollozos que brotaban a sacudidas desde su pecho, que se estremecía entre convulsiones.
Nicolai temió por un momento que a aquel hombre maltrecho se le parara el corazón y muriera ante sus ojos. Pero, a pesar del trato brutal que había recibido por parte de los lansquenetes, su constitución resistente parecía intacta. Era su alma lo que más sufría. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, una respiración irregular y agitada, sudaba como una bestia a pesar del frío invernal y su mirada vagaba enloquecida como si esperara que en cualquier momento lo destruiría un espíritu invisible. Daba la impresión de que seguía temiendo al conde, de que Alldorf no estaba muerto y podía entrar por la puerta en cualquier momento y descargar un terrible castigo sobre su administrador.
Di Tassi se hartó entretanto del tartamudeo de Kalkbrenner, le hizo una señal a Nicolai para que lo siguiera y salió enfadado de la habitación.
—Aquí todos son unos malditos mentirosos —renegó en voz baja mientras iba por el pasillo.
Nicolai no dijo nada, ya que todavía estaba ocupado en asimilar las graves incriminaciones a Selling que había vertido Kalkbrenner. ¿Selling estaba también implicado en las irregularidades? El ayuda de cámara le había parecido un hombre muy honrado y digno de confianza. Sin embargo, no llegó muy lejos con sus reflexiones.
—Sé que tiene que volver pronto a Núremberg —musitó Di Tassi—. Pero, si me hace el favor, querría hablar un momento con usted.