5

—Entonces, ¿no sabe si ha superado la conmoción?

—No, todavía duerme.

—¿Está herida?

—Su cuerpo está ileso, pero aún no puedo decir cómo tendrá la mente.

—¿La ha atado?

—Sí, por precaución.

—¿Y cuánto tardará en recobrar el conocimiento?

—Tres horas, tal vez cuatro. Por eso me gustaría retirarme a descansar. Estoy cansado y quisiera aprovechar esas pocas horas para dormir.

Di Tassi le acercó un vaso y le sirvió un poco de vino tinto de una botella abombada.

—Tenga. Beba. Esto le endulzará el reposo nocturno.

Nicolai lo cogió y bebió un trago largo. Estaban en la oficina de Selling. Allí no había cambiado nada. Todo estaba igual que tres días antes, cuando él había entrado por primera vez en aquel castillo. Sin embargo, al mismo tiempo, todo era distinto.

—Tiene que conseguir a toda costa que se restablezca para que pueda describir a los autores del crimen —dijo Di Tassi.

—¿Cree que lo presenció todo?

—¿Hay otra explicación para entender su estado?

Nicolai meneó la cabeza. No. Di Tassi seguramente tenía razón.

—¿Sabe quién es? —preguntó a su vez.

—No. Pero pronto lo averiguaremos. Dos de mis hombres saldrán mañana hacia las aldeas de los alrededores. Además, tenemos que buscar a Zinnlechner.

—¿También ha desaparecido?

—Sí. Y todo apunta a que es el asesino.

Nicolai se sobrecogió.

—¿Piensa que lo ha hecho Zinnlechner? No lo creo.

Di Tassi no replicó, se limitó a mirar a Nicolai de manera extraña. Había algo en aquel hombre que lo desconcertaba. La mayor parte del tiempo no notaba la distancia natural que existía entre ambos. Pero luego, de repente, volvía a aparecer el funcionario imperial, un hombre del mundo de las cortes principescas y de las cancillerías, que cumplía con su deber, daba órdenes a sus subordinados y habitaba, intocable y protegido por sus privilegios, en un universo que a Nicolai le quedaba tan lejos como la Luna.

—Selling y Zinnlechner tenían que rendirme cuentas esta mañana sobre los acontecimientos de las últimas semanas y meses —dijo Di Tassi—. Pero, poco antes de que usted llegara, me comunicaron que el chambelán Selling había abandonado el castillo. Mandé registrar su cuarto. No quedaba nada. Lo había recogido todo en secreto. Mandé llamar a Zinnlechner porque pensé que sabría algo respecto a ese hecho. Pero Zinnlechner también había desaparecido. Los arcones de la ropa estaban vacíos. Su caballo no estaba en el establo. Así pues, envié a mis hombres a perseguirlos y capturarlos. Las huellas eran muy visibles en la nieve. Se dirigían al lugar donde hemos encontrado a Selling. Usted mismo ha presenciado los demás sucesos.

—¿Selling se marchó y Zinnlechner lo siguió?

—Sí. Eso parece.

—¿Y no hay indicios de dónde podría estar Zinnlechner?

—No. Hasta ahora, no. Pero he ordenado que siguieran los cuatro rastros.

—¿Cuatro?

—Sí. Del claro del bosque salían rastros de pisadas de cuatro caballos. Dos se pierden poco antes de Ansbach; el tercero en el camino a Hanau, y el cuarto conduce hacia el este. Es lo único que sabemos de momento.

—¿Y la muchacha? ¿Cómo llegó allí?

—Se dirigiría a una de las aldeas de por aquí. Es probable que siguiera a alguno de los jinetes.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —preguntó Nicolai.

—No lo sé. Por eso confío en que usted consiga que se restablezca para que pueda explicárnoslo.

Di Tassi miró un momento al techo y respiró sonoramente por la nariz.

—Este vino es excelente.

Nicolai callaba, desconcertado. Se sentía molido por lo ocurrido en las últimas horas.

—Usted conoció a Selling, ¿verdad? —prosiguió Di Tassi.

Nicolai asintió.

—Me recibió en esta habitación hace cuatro días. Poco después vino el señor Kalkbrenner y, después, el señor Zinnlechner.

Di Tassi enarcó la ceja izquierda, torció levemente el gesto y dijo:

—Y, por lo visto, los tres tenían mucho interés en abandonar el castillo lo antes posible tras la muerte del conde.

La frase flotó en la sala con toda su ambigüedad. Nicolai pensaba sobre todo en Zinnlechner. Había examinado con él el cadáver del conde. Se estremeció al pensarlo. ¿Habría sido realmente Zinnlechner quien había mutilado así a Selling? No podía creerlo. Pero ¿quién lo había hecho, si no?

Al parecer, el consejero judicial también pensaba en el boticario.

—A Zinnlechner lo conoció un poco más, ¿verdad? —prosiguió—. ¿Qué impresión le causó? ¿Había tensiones entre él y Selling?

—No —replicó Nicolai—. Al menos, yo no noté nada. Si había tensiones, éstas eran por parte de Kalkbrenner.

—¿Cómo lo explicaría?

Nicolai reflexionó un momento.

—¿Puedo preguntarle una cosa?

—Por favor.

—En Núremberg corren rumores de que el conde Alldorf ha dejado muchas deudas. ¿Es cierto?

—¿Por qué lo pregunta?

—Eso podría explicar por qué Kalkbrenner ha desaparecido.

Di Tassi dudó un momento.

—Todavía no hemos determinado la dimensión de la estafa —explicó entonces—. Pero es cierto que ha desaparecido mucho dinero.

—Y toda la familia del conde ha muerto en el transcurso de un año, ¿no?

Di Tassi asintió.

—Licenciado, ¿adonde quiere ir a parar?

—Sólo recabo datos. Si quiere que reflexione al respecto, tengo que conocer los hechos.

—¿Y bien? ¿Qué le dicen los hechos?

—Kalkbrenner era el administrador de Alldorf. Si el conde se había embarcado en negocios turbios, Kalkbrenner tenía que saberlo. También cabe pensar que Kalkbrenner fuera el responsable de la estafa. Y, claro, le dio miedo la posibilidad de que el conde hubiera muerto. La estafa saldría a la luz. Kalkbrenner tenía que ganar tiempo para preparar la huida. Así pues, retardó tanto como pudo la abertura de la biblioteca. Eso me parece bastante lógico.

El consejero judicial sirvió vino y asintió satisfecho.

—Sus reflexiones son muy interesantes, licenciado. Continúe.

—Selling y Zinnlechner estaban realmente preocupados por el conde. En cambio, Kalkbrenner se mostró hasta el final contrario a entrar en la biblioteca. Sin embargo, no pudo objetar nada contra el asunto del perro y entonces decidió huir de inmediato. Pero, para mí, la cuestión crucial es otra.

—¿Cuál?

Nicolai intentó recordar. Aquella noche, el boticario le había contado bastantes cosas que poco a poco parecían cobrar sentido en su mente.

—Si entendí bien al señor Zinnlechner, el conde de Alldorf cambió completamente tras la muerte de su hijo Maximilian en Leipzig el año pasado.

Di Tassi se levantó y dio unos pasos arriba y abajo. Luego rebuscó entre sus papeles, volvió a sentarse y comenzó a tomar notas. Entretanto, Nicolai contó lo que le había explicado el boticario, las muertes muy seguidas y las visitas de la mujer rubia y de los hombres desconocidos.

Di Tassi escuchaba con creciente interés. Su pluma se deslizaba ágilmente sobre el papel.

—Así pues, ¿Zinnlechner creía que Maximilian había sido asesinado para extinguir la línea de Alldorf? —preguntó Di Tassi al concluir Nicolai.

—Sí. Al menos, eso insinuó.

—Deduzco, por su cara de escepticismo, que usted no lo cree.

Nicolai levantó las manos a la defensiva.

—Con su permiso, yo soy médico. Y su testigo. Pero no juzgo los acontecimientos.

Di Tassi bebió un sorbo de vino. Luego dijo:

—Tal vez pueda aprender algo de usted. ¿Cómo piensa un médico? ¿Qué haría usted si estuviera en mi lugar?

Nicolai se sentía inseguro. ¿Qué quería Di Tassi? Aquello era mucho más que un interrogatorio a un testigo, eso estaba claro. ¿Acaso se le abría una puerta por la que podría salir de su miserable vida en Núremberg?

Miró a los ojos al consejero judicial y dijo:

—Yo volvería al punto de partida.

—¿A qué se refiere? —preguntó Di Tassi.

La idea se le había ocurrido de pronto. Las leyes de la razón funcionaban igual en todas partes. En Fulda, sus ideas no habían encontrado más que renuencia y rechazo. Pero Di Tassi parecía más sensible a sus reflexiones. ¿Debía arriesgarse?

—Una criada pisó un clavo —comenzó a explicar Nicolai—. La herida era pequeña, pero se infectó y se llenó de pus. Al parecer, el susto o el dolor causado por la herida en el cuerpo de la mujer había provocado un espasmo, y éste tuvo como efecto un endurecimiento de flema o de sangre que se acumuló allí, se encrasó y se corrompió. La herida era demasiado pequeña para ser el origen de aquella putrefacción. Por lo tanto, le di purgantes y ruibarbo turco para impulsar los humores de la pierna. Asimismo, le abrí la herida para que saliera más pus. Pero no sirvió de nada. El pie comenzó a llagarse. La incisión era demasiado pequeña. Por eso le practiqué varias sangrías para poder extraer más purulencia del cuerpo. Pero ya era demasiado tarde. Los humores se fueron encrasando cada vez más, el pie se puso negro y la mujer murió.

—¿Y? —preguntó impaciente Di Tassi porque Nicolai había hecho una pausa.

—He visto decenas de casos parecidos y he leído sobre cientos —dijo el médico—. Y me da la impresión de que caemos en un error al buscar siempre la causa de un envenenamiento únicamente en el cuerpo.

—¿Y dónde habría que buscarla entonces? —preguntó el consejero judicial expectante.

Nicolai continuó hablando tranquilo.

—Sea lo que sea lo que ha ocurrido en el castillo y con la familia, sigue una cadena de causa y efecto. Tres, tal vez incluso cuatro personas enfermaron y murieron una tras otra. Después, tres hombres se comportan de manera extraña. Evidentemente, nuestro entendimiento intenta ordenar esos sucesos a partir de causas y efectos. Pero estamos frente a simples fenómenos. Evidencias sueltas. No sabemos cuáles son causa y cuáles son efecto. Tal vez nos enfrentamos a síntomas. No a acontecimientos propiamente, sino a las consecuencias de un acontecimiento del que no sabemos nada o que no hemos observado. Para seguir con el ejemplo de la criada: sólo examinamos el cuerpo, las manifestaciones de sus reacciones, y buscamos la explicación en él y no en lo que está relacionado con él. Lo que consideramos una evidencia, tal vez no es más que una fábula. Porque la verdadera cuestión es: ¿qué suceso precedió a todos los demás? ¿Dónde empezó la cadena de causa y efecto? ¿Cuándo decidió enfermar el cuerpo?

—¿Y dónde radica en su opinión la causa? —preguntó Di Tassi, ahora ya verdaderamente impaciente.

—No lo sé —dijo Nicolai—. Pero tal vez está en el clavo.

Di Tassi calló durante unos instantes y miró a Nicolai con asombro.

—¿En el clavo? —repitió perplejo—. ¿Y dónde está el clavo?

Nicolai enarcó las cejas. ¿No lo veía aquel hombre? Era más que evidente. Di Tassi observaba expectante a Nicolai.

—En Leipzig —dijo Nicolai.

Di Tassi se reclinó en su asiento y frunció los labios. En su frente se habían formado profundas arrugas. Luego, se le iluminó el rostro.

Sin embargo, no tuvo ocasión de contestar. Unos golpes fuertes en la puerta interrumpieron la conversación. Después, la puerta se abrió y entró Feustking. Nicolai se levantó de inmediato porque, antes de que el hombre hubiera expuesto qué deseaba, oyó los gritos de la muchacha al fondo. Y su estado no había cambiado. Salió a toda prisa sin decir una sola palabra.