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En el claro ardían unas antorchas. Había irrumpido el crepúsculo. Di Tassi llevaba también dos faroles y le alargó uno al médico.

—Debo avisarlo —dijo, mientras se acercaban lentamente al lugar que tenían delante, iluminado por la luz de las antorchas—. Lo han degollado. El corte es muy profundo y llega hasta la columna.

Se habían acercado a pocos pasos. Nicolai miraba alterado más allá del bulto mal iluminado y procuró apartar de su mente el recuerdo de Selling vivo. Pero cuanto más lo procuraba, más vivido se hacía el recuerdo. De repente casi oyó de nuevo su voz, el tono de su conversación, el modo en que le habló por última vez unas noches antes. Notó un nudo en la garganta, pero se dominó y respiró hondo.

Poco antes de llegar al sitio, Di Tassi se detuvo y cogió a Nicolai del brazo.

—Licenciado, debería explicarle lo que está a punto de ver, pero preferiría que se enfrentara directamente a ello.

Nicolai, nervioso, calló y miró fijamente el árbol y, luego, de nuevo la tela marrón que se apreciaba vagamente en el suelo. Era evidente que le esperaba una visión terrible. Un cuello rebanado no era nada agradable, pero tampoco motivo para tantos preliminares. Sabía qué aspecto tenía una garganta seccionada. Con aquella luz, vería poco más que una hendidura oscura y cuneiforme, abierta por debajo de la barbilla. Lo más horrible sería la visión del rostro, los ojos muy abiertos o tal vez entornados, el semblante rígido, el tono céreo de la piel y, naturalmente, al estar en un bosque, los bichos que habrían acudido atraídos por la herida. ¿Quería prepararlo para eso Di Tassi? ¿Para las mordeduras de animal?

—¿Sabe cuánto lleva ahí tendido? —preguntó el médico.

—No. Pero no más de unas horas.

—¿Han devorado el cadáver?

Di Tassi negó meneando la cabeza. Luego añadió:

—Eso sería comprensible. Por favor, esté preparado. Pero no se espante, intente entender algo.

Nicolai lo miró con asombro.

—Mire, por favor.

Di Tassi se agachó, sostuvo el farol estirando el brazo sobre el bulto tapado y retiró la manta.

Nicolai se quedó sin respiración. Notó que su intelecto intentaba comprender la imagen que se le ofrecía. No lo consiguió. Sintió náuseas. Pero ese acto reflejo también sucumbió a medio camino. ¿Qué habían hecho con la cara de Selling? O mejor dicho: ¿dónde estaba?

Observó en silencio el amasijo deforme situado por encima del tronco de Selling. Fue extraño, pues reconoció casi todo en aquel hombre. Los pantalones elegantes, la tela almidonada de su camisa blanca, la casaca con botones brillantes. De repente lo embargó una nueva conmoción. ¡Dios Santo! Las manos. Nicolai advirtió perplejo los muñones que salían de las mangas de la casaca. Aquella bestia, fuera quien fuese, le había amputado las manos a Selling. ¿Qué le habían hecho a aquel cuerpo? Parecía pertenecer a otro orden, a un orden que procedía de un mundo atroz, completamente desconocido.

Nicolai paseó la mirada por el entorno del muerto. El suelo del bosque parecía roturado. Se veían huellas de botas. Era evidente que había tenido lugar una lucha. A Nicolai le dio la impresión de que tenían que haber sido varios hombres los que redujeron al ayuda de cámara. El ataque no pudo haber sido totalmente por sorpresa, puesto que semejante corte en la garganta segaba al instante la vida. La víctima se habría desplomado y no habría causado semejante devastación a su alrededor.

Nicolai volvió a observar los brazos mutilados. Probablemente, Selling yacía en el suelo cuando le infligieron la terrible amputación. Nicolai cerró los ojos. Qué forma tan horrible de morir. A su mente acudieron unas imágenes. Tal vez uno de los criminales se le había sentado encima del pecho y le había sujetado los brazos mientras otro le echaba atrás la cabeza y levantaba el cuchillo para... ¿O habían sido más criminales? ¿O sólo uno?

Abrió los ojos y trató de ahuyentar de su mente aquella imagen atroz. Pero ¿por qué? ¿Quién podía haber perpetrado algo así? ¿Y qué le habían hecho en la cara? Volvió a mirar, observó estremecido el corte, la línea blancuzca y carnosa que descendía desde la sien y los pómulos hasta la barbilla y, desde allí, subía por el otro lado nuevamente hasta la sien y luego se extendía en perpendicular sobre la frente. Dentro de aquel corte se desplegaba una superficie llagada y de color pardo, donde antes había estado el rostro de Selling. Las mejillas, los labios, la nariz y los párpados, incluso los ojos, habían desaparecido.

—¿Está preparado? —susurró Di Tassi, y dio un paso hacia el árbol.

Nicolai asintió. ¿Qué nuevo horror podía depararle aún aquel hombre? Levantó la vista y vio que Di Tassi quitaba el trapo del árbol.

—Dios mío... —exclamó.

¿Qué feroz asesino había hecho aquello? En la corteza del árbol había un cuchillo clavado a la altura del pecho. El mango de madera oscura brilló débilmente a la luz del farol de Di Tassi. La hoja, de unos dos dedos de ancho y muy sucia, estaba profundamente incrustada en la madera y de ese modo mantenía fijado algo en el árbol que Nicolai reconoció de pronto: ¡los ojos de Selling! Aquella visión lo dejó sin aliento. Retrocedió unos pasos instintivamente. ¿Cómo podía imaginar Di Tassi que él podría ofrecerle una explicación? ¡Qué crimen más monstruoso! ¡Pobre Selling! ¿Qué había hecho para que lo mutilaran tan brutalmente? Pensó en la muchacha. A ella también... ¿la habían amenazado con hacerle lo mismo? ¿O lo había presenciado todo y por eso estaba sumida en aquel estado?

Se dio cuenta de que Di Tassi lo miraba expectante. Por lo visto, el asunto aún no había concluido.

—Yo... no puedo ayudarle —balbuceó Nicolai—. Esto es... obra del diablo. Yo no... no puedo.

—Los diablos no dejan mensajes en latín, ¿verdad?

—Por favor... vuelva a cubrir eso. Es terrorífico... Ese pobre hombre no ha hecho nada.

Le temblaba la voz. Pero Di Tassi, poco impresionado por la consternación del médico, cogió el cuchillo y lo arrancó con esfuerzo de la madera. Nicolai se estremeció. Di Tassi se le acercó, le alargó el cuchillo, levantó el farol y dijo:

—¡Lea!

—No puedo —dijo Nicolai.

Di Tassi cogió el trapo, lo enrolló en la hoja y, con un rápido movimiento, extrajo los ojos ensartados. Luego volvió a alargarle el cuchillo a Nicolai.

El médico miró con repugnancia la hoja manchada de sangre seca, en la que, bajo la luz del farol de Di Tassi, se perfiló una inscripción grabada. Nicolai leyó, y su indignación aumentó tremendamente con ello. ¿Quién hacía algo así? ¿Qué alma enferma era capaz de semejante crimen?

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Mira en ti mismo.

Nicolai contemplaba aturdido el cuchillo.

Di Tassi callaba. Los otros hombres tampoco hablaban. Feustking estaba de pie junto al muerto. Los otros dos ayudantes de Di Tassi estaban de rodillas en el suelo junto a la muchacha, que ahora dormía. Se oyeron cascos de caballo en la lejanía. Se acercaba un carro.

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