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La clase magistral comenzaba a las siete de la mañana. Eso había averiguado Nicolai sobre aquel profesor. Se levantaba muy temprano y solía dictar sus disertaciones a la salida del sol, desde las siete hasta las nueve. No fue difícil encontrar el aula. Hacia allí se dirigían también otros oyentes. Cuando vio al primero, Nicolai recordó las descripciones del comerciante de Königsberg. Entre el público se contaban algunos estudiantes vestidos con ropas harapientas. Pero el resto eran caballeros de buena cuna y hombres maduros de la burguesía.

Un bedel controlaba la entrada al aula, si el oyente era un estudiante ordinario que ya había abonado el dinero de la matrícula, o un becario eximido de ello, o una visita como Nicolai, que tenía que pagar con dinero contante y sonante.

El aula era sobria y sencilla. Había unos treinta hombres sentados, esperando. Algunos conversaban, aunque de modo muy contenido, como si la espera del sabio que aún no había llegado obligara a una serenidad respetuosa. Nicolai tomó asiento en la penúltima fila. Por un lado, no quería parecer fisgón, puesto que no era más que un simple espectador en aquel espectáculo. Por otro, de ese modo podía observar mejor a los demás asistentes. No pasó mucho rato hasta que su mirada se posó en un joven estudiante de la primera fila. Era un muchacho realmente bien parecido y vestido a la última moda de los genios. Llevaba la camisa abierta, dejando escandalosamente al descubierto el cuello y el pecho. Los cabellos rubios le caían sobre la frente y la nuca, y Nicolai se preguntó cómo reaccionaría el profesor ante semejante atuendo. Pero el joven idealista meditabundo no parecía provocar allí ningún escándalo, y seguramente formaba parte de la concurrencia habitual.

Nicolai no pudo seguir observando al público porque un murmullo cruzó de repente la sala, algunos hombres que seguían de pie en los pasillos se apresuraron a sentarse y, entre los que se dispersaban, Nicolai vio deslizarse una peluca, empolvada de manera ejemplar, y, de inmediato, la cabeza del propietario. A las siete en punto, el profesor Kant ocupó su sitio detrás de una cátedra de baja altura, paseó fugazmente sus vivaces ojos azules por el público, arrugó un momento la frente en señal de desaprobación al ver al genio de la primera fila, y comenzó con su discurso.

Al principio, Nicolai no entendió demasiado, pues el hombre hablaba en voz tan baja que apenas podía oír nada. Aquí y allá, alguien se movía todavía, tosía, dejaba ruidosamente una cartera o arrancaba un pedazo de papel. No obstante, desde su sitio podía al menos observar perfectamente al filósofo.

El cuerpo de aquel hombre no estaba destinado a llegar a una edad muy avanzada. Su constitución física parecía débil, poco resistente. Nicolai tuvo en el acto la sensación de que, al dotar a aquel hombre, la naturaleza se había concentrado en la parte intelectual. Apenas medía cinco pies de altura. En comparación con el resto del cuerpo, tenía una cabeza muy grande. Era de pecho plano y un poco encorvado; la estructura ósea del hombro derecho incluso un poco corcovada hacia atrás. Tenía tan pocas carnes que las prendas de ropa sólo se le sujetaban por medios artificiales. En todo caso, entre el dobladillo de los calzones que le llegaban a la rodilla y las medias amarillas se podían meter tranquilamente dos dedos. Sin embargo, los rasgos de su semblante eran muy agradables. Su tez poseía un tono de frescura. Las mejillas incluso gozaban de un rubor saludable. Con todo, lo más impresionante de su aspecto eran los ojos de color azul claro que vagaban sin cesar por la sala y, de tanto en tanto, se detenían un instante en algún rostro, a veces escrutadores, a veces sonriendo afablemente. Poco a poco, Nicolai aguzó el oído lo suficiente para poder seguir la conferencia. Si había esperado que le servirían ideas profundas y cavilosas sobre el más allá, se llevó una decepción. El discurso no se centraba en la metafísica, sino en una institución pedagógica de Dessau, que un tal señor Basedow había fundado hacía unos años. El profesor Kant había recurrido a esa institución filantrópica, con sus nuevos planteamientos pedagógicos, para dictar principios generales sobre educación y moral.

Por lo visto, alguien le había preguntado el día antes al acabar la clase cómo se podían armonizar las infames tentaciones del placer, a las que alguna vez se abandonan sobre todo los jóvenes, con los medios de la razón en la educación con la moral. El profesor había reflexionado sobre ello y ahora lo presentaba introduciéndolo de una manera que impresionó a Nicolai.

El erudito repitió primero la pregunta, puesto que una pregunta como la que exponía sólo se podía contestar si estaba bien planteada. El placer era un concepto demasiado vago. La pregunta más bien debía plantearse en referencia al acto moral, y rezaba así: ¿cómo puede efectuarse racionalmente, es decir, moralmente, el usufructo recíproco de los órganos sexuales? Dijo que anticiparía la respuesta a esa pregunta para poder exponer con más claridad el razonamiento que conducía necesariamente a esa conclusión. Así pues, postuló la oración siguiente: para un uso moral y, por lo tanto, racional de los órganos sexuales, en primer lugar, sólo entraba en consideración el contrato matrimonial y, en segundo lugar, en ello también se manifestaba que no se trataba de un contrato arbitrario, sino de un contrato necesario por la ley de la humanidad.

A Nicolai le pareció que aquel postulado no necesitaba de una nueva demostración, puesto que la Iglesia sostenía el mismo criterio. Con todo, sentía curiosidad por lo que el erudito concluiría. En el aula reinaba un silencio tenso mientras el profesor se entregaba a sus explicaciones.

—El uso natural —así comenzó— que un sexo hace de los órganos sexuales del otro es un goce para el cual una de las partes se entrega a la otra. En este acto, un hombre mismo se convierte en cosa.

Por desgracia, el profesor hizo una pausa, y Nicolai no pudo más que parpadear desconcertado.

—Esto —prosiguió el filósofo— contradice al derecho de la humanidad en su propia persona. Esto no es posible más que a condición de que cuando una de las dos personas es adquirida por la otra, como pudiera serlo una cosa, la adquisición sea recíproca; porque encuentra en ello su ventaja propia, y restablece así su personalidad.

Después de haberse recuperado del primer susto de haber sido una cosa en brazos de Magdalena, esa segunda conclusión lo alivió un poco. Así pues, uno podía convertirse en esclavo si la persona a la que se sometía actuaba de igual modo para sí. Pero no tuvo tiempo para largas reflexiones, puesto que el erudito prosiguió con su discurso.

—Pero la adquisición de un cierto miembro en el hombre equivale a la adquisición de toda la persona, porque la persona forma una unidad absoluta. De ello se sigue que la cesión y la aceptación de un sexo para uso del otro son, no solamente permitidas bajo condición de matrimonio, sino que no son posibles más que bajo esta única condición.

El profesor hizo una pequeña pausa y miró afablemente al público. Algunos oyentes tomaban apuntes prolijamente. Unos cuantos miraban avergonzados al suelo, puesto que el tema, con o sin moral, seguramente les parecía un poco obsceno. Otros parecían ocupados analizando el perspicaz análisis. Nicolai nunca había asistido a una lección como aquélla, y se consoló pensando que al menos había entendido lo más importante. Uno sólo debía someterse a un sometido, y eso podía admitirlo.

El profesor completó su pensamiento concluyendo lo siguiente:

—Este derecho personal es también real; porque, si uno de los esposos se escapa, o se pone a disposición de una persona extraña, el otro tiene siempre el derecho incontestable de hacerle volver a su poder, como una cosa.

Nicolai estaba impresionado. Qué manera más elegante de, a partir de la nada, hacer razonable la prohibición de la Iglesia de no cometer adulterio, mediante procesos mentales lógicos y simples. Sin embargo, no consiguió reprimir un ligero malestar porque, para ello, hubiera sido necesario convertir en cosa al hombre.

Después de esa obertura, comenzó la verdadera disertación. El profesor hablaba sin estorbos, sin florituras ni ornamentos retóricos que perjudicaran la comprensión inmediata. Dibujó con colores vivos la institución filantrópica de Dessau como una verdadera institución pedagógica que suponía una novedad bien recibida por todo humanista, puesto que se adecuaba tanto a la naturaleza como a los objetivos burgueses. La conferencia era entretenida y muy ilustrativa, salpicada con inteligentes observaciones y anécdotas que, por así decirlo, consolidaban en la imaginación de los oyentes las ideas básicas de la nueva escuela a modo de imagen fácil de retener. A las nueve menos cuarto en punto, la disertación llegó al final y, tras unas cuantas preguntas del público, el profesor Kant abandonó el aula con una amable despedida:

—Caballeros, gracias por su atención.

Los asistentes se levantaron. Nicolai se quedó sentado. Su mirada se había posado de nuevo en el joven genio, que seguía escribiendo laboriosamente, aunque hiciera rato que la lección había acabado. Entonces sucedió algo curioso. Uno de los oyentes, que se había sentado detrás del genio, despertó la atención de Nicolai. El hombre se había levantado, como la mayoría, cuando el profesor había salido del aula. Sin embargo, en vez de darse la vuelta y dirigirse a la salida, se demoró unos instantes y dio la impresión de que quería enterarse furtivamente de lo que el joven genio anotaba en su cuaderno. Lo hacía con mucho disimulo, pero, puesto que Nicolai estaba igualmente fascinado por el joven idealista, se fijó en el hombre que lo observaba por detrás.

Pasados unos instantes, el hombre se volvió. El cuerpo de Nicolai reaccionó antes que su mente. Se le encogió el corazón y, por un momento, dejó de latirle. Luego se acaloró. Un ardor le recorrió la cabeza y descendió como cera caliente por su nuca. Aun antes de que su mente formulara la pregunta, su cuerpo se contrajo. Bajó la mirada hacia el suelo, aunque no reparó en él. Mirando de reojo, siguió a aquella persona, que pasó a menos de tres codos de distancia de él. ¡Un fantasma! ¡Un espectro! Pero demasiado real para poder vagar como tal. Entonces, desapareció.

Nicolai tuvo que sujetarse. El genio continuaba escribiendo. Pero eso ya no le interesaba. Poco a poco recobró la razón, aunque seguía sin poder levantarse. Le había visto el rostro fugazmente, sólo durante un instante. Su mente se negaba a aceptarlo, pero sus manos empapadas en sudor no dejaban lugar a dudas. ¿O tal vez se había vuelto loco? Con un par de zancadas llegó a la puerta. Allí había algo irreal. Pero los vio clara y nítidamente. Estaban un poco aparte, hablando entre ellos. Eran tres. Dos hombres a los que no conocía y que no habían asistido a la clase. Y el fantasma que había resucitado de entre los muertos.

¡El ayuda de cámara Selling!