1

Cabalgaron toda la noche sin interrupción. Durante las primeras horas, avanzaron muy lentamente. Marchaban al paso, recorriendo a tientas el terreno escabroso que conducía a la carretera de Coburg. Nicolai no se había hecho una idea precisa de lo que significaba cabalgar de noche por una región desconocida. Asimismo, hasta entonces no cayó en la cuenta de lo difícil que sería llegar a Leipzig sin ser descubiertos. Había que evitar en todo caso las ciudades fortificadas. No tenían salvoconductos. En las puertas de las ciudades, los amenazaría el arresto si no podían presentar una legitimación creíble de por qué aparecían por allí. A partir del día siguiente, Di Tassi pondría todo su empeño en capturarlos. Así pues, si no se movían más deprisa que sus ayudantes, pronto los esperaría una orden de búsqueda en todas partes. Sin embargo, era imposible cabalgar más velozmente que los mensajeros de Di Tassi. Ellos no podían recurrir a cabalgaduras frescas cada cuatro o cinco horas y, además, también tenían que descansar. Los correos a caballo eran tremendamente veloces, cubrían el trayecto de Bruselas a Viena en tan sólo cinco días. ¡Cuánto más rápido podría llegar uno de esos correos desde Bamberg a Leipzig! Incluso si la muchacha y él montaran día y noche, aunque sólo fuera por los caballos, necesitarían el triple de tiempo. No, su única opción era elegir rutas apartadas y evitar los albergues públicos.

El consejero de justicia no sabía adonde se dirigían. Esa era su única ventaja. Pero ¿no lo adivinaría pronto? ¿O tal vez partiría él mismo hacia Leipzig para continuar con las pesquisas que se habían estancado en Sanspareil? Nicolai decidió que tenían que encontrar lo antes posible una guarida donde pudiera estudiar los documentos de Di Tassi. En aquel momento, eran su máxima esperanza. Si conocía la información de que disponía el consejero judicial, podría calcular cuál sería su siguiente paso. Para ello, tenía que averiguar más cosas sobre quién era en realidad Di Tassi. Ya se le había ocurrido una idea sobre cómo conseguirlo, pero necesitaba al menos medio día de tranquilidad para llevarla a cabo. Sin embargo, antes tenían que aprovechar las horas nocturnas para sacar ventaja.

Al romper el alba, se encontraban entre Coburg y Hildburghausen. En un rincón llamado Redach, acordaron con un maestro vidriero que descansarían durante el día y la noche en su casa y cobijarían allí a los caballos. Magdalena se echó enseguida a dormir en el banco que había junto al hogar. Nicolai charló un rato con el hombre, para quien aquellos huéspedes imprevistos eran un regalo del cielo. Los enormes aumentos en el precio del pan del año anterior le habían hundido el negocio. Salvo los pocos ricos de la zona, nadie más podía permitirse vidrios. Y, éstos, pocas veces los necesitaban. Según él, el sistema financiero parecía embrujado. Si la cosecha era buena, los precios caían por los suelos a causa del exceso de oferta y arruinaban a los campesinos. Si la cosecha era mala, la escasez hacía subir los precios por las nubes y arruinaba a los burgueses. Y como el comercio al otro lado de las fronteras estaba terminantemente prohibido, no había posibilidad alguna de compensarlo. Aquellas tierras, divididas en dozavo y aisladas herméticamente, oscilaban entre una abundancia asfixiante y una escasez empobrecedora.

—Un madero no puede maniobrar —dijo resignado el hombre—. Y mil maderos, tampoco. Sólo puede hacerlo un barco. Pero el maldito Reino de Alemania nunca será un barco, porque tenemos miles y miles de capitanes. Miles de capitanes sobre miles de maderos..., pero ningún barco.

Aquella imagen no se le fue de la cabeza durante un buen rato.

¡Cuánta razón tenía aquel hombre! Bendita Francia. Bendita Inglaterra. ¡Su país se encontraba todavía en tal estado de completa desolación! Incluso un distrito insignificante como aquél no contaba con menos de una docena larga de principados eclesiásticos y seglares, además de numerosas prelaturas y abadías directas, el triple de condados y señoríos y, aparte, ciudades imperiales libres. Entretanto, aún actuaba la mezcla de numerosas formas de gobierno y sectas religiosas, la presión de los grandes sobre los pequeños y la continua intromisión de la corte imperial que, por si fuera poco, poseía numerosas partes del territorio diseminadas, plenamente independientes del distrito y, en virtud de distintos privilegios antiquísimos, aún podía ampliarlas.

Nicolai se retiró a un rincón de la sala y abrió una de las dos bolsas en las que había guardado los documentos de Di Tassi. Contó veintitrés despachos. Después de examinarlos un rato, reconoció que la mayoría se parecían a las cartas que Di Tassi le había enseñado en Alldorf unos días atrás. Serían despachos interceptados a los iluminados. Abrió uno, sin preocuparse de no romper el sello, puesto que él no necesitaba actuar como un espía postal invisible. Si las cartas no contenían información interesante, simplemente, las tiraría. Echó una ojeada al escrito, pero la lectura le produjo un creciente desconcierto:

He aquí la respuesta de Filón a la solicitud de información respecto a la masonería, junto a la nota que me escribió sobre el asunto, la cual ruego me sea devuelta. Coincido plenamente con él, y espero de Celso, Catón, Escipión y Mario un dictamen especial sobre las siguientes cuestiones:

¿Cómo hay que llevar a cabo la ruptura con el capítulo secreto de Atenas, de manera que el capítulo secreto en pleno no sólo se someta a nuestro, sino que lo ceda todo, y espere únicamente de éste los otros grados?

¿Qué tal si en el capítulo secreto se diera lectura a tal mandato del? ¿Cuál debería ser el contenido? ¿Qué motivaciones convincentes debería contener?

¿Qué habría que hacer si los capitulares se desentienden de esa separación y sumisión? En resumen, ¿cómo puede aprovecharse el desprenderse de Berlín de manera que no sólo la de San Teodoro, sino también el capítulo secreto en pleno se someta al?

Espero recibir lo antes posible sus opiniones y proyectos; y desearía que nombraran a Celsio director de todo nuestro sistema masónico. Sin embargo, como ocurre en las demás provincias, ceder a Catón la administración de la provincia en los asuntos del relativos a mantener la unidad y el orden. A Mario y a Escipio les asignaré un departamento propio, que también administrarán con independencia del resto. Entre otras cosas, Filón me escribió lo siguiente: «He encontrado en Cassel al mejor hombre, por el que no puedo sino felicitarnos: se trata de Mauvillon, Gran Maestro de una constituida desde Royal York. Por consiguiente, con él tendremos en nuestras manos a toda la. Él, desde ahí, también tendrá en las suyas a todos sus miserables grados.»

El siguiente escrito no era menos chocante. Comenzaba con «el estado de su provincia es lamentable. Gracias a Dios, que ellos mismos lo reconocen». Seguía con todo tipo de instrucciones sobre cómo poner remedio a la desgracia, sobre todo porque, allí, todo lo que estaba «bajo el dominio del directorio de los areopagitas atenienses» era «miserable y desarrapado». Nicolai tardó un rato en comprender lo que aquellos escritos tenían realmente de enigmático. Ya lo había pensado cuando Di Tassi le enseñó las misivas con las tablas de notificaciones. Lo singular era que el tono de aquellas cartas secretas exhalaba el espíritu banal de las cancillerías. El siguiente despacho, que acababa de abrir y leer, lo confirmó. Trataban sobre todo de jerarquías, de conflictos por cuestiones de competencias y de atribuciones. Lo único que a él le parecía conspirador en aquella extraña correspondencia era la forma, pero no el contenido. Aquel secretismo incluso tenía un aspecto sumamente petulante. Aquellos nombres rimbombantes eran ridículos. ¿Atenas? ¿Escipión? ¿Areópago? Fuera quien fuera el autor de aquellas cartas, discutía sobre cuestiones trilladas al estilo de las mojigangas místicas: «Tenga en cuenta mis palabras: Bruto, Atila, Lulio, Pericles y algún que otro son buenos: queremos salvarlos del crepúsculo universal. Confucio no sirve de mucho: es demasiado fisgón y un terrible bocazas. Después de ellos, Escipión sería mi preferido entre los areopagitas si fuera más activo. Tal vez llegará a serlo.»

Nicolai apiló los despachos y reflexionó. No alcanzaba a imaginar que las mismas personas que escribían aquellas cartas fueran capaces de arrancarle la piel del rostro a una persona. Entre una cosa y otra, mediaba un abismo. Y el hombre que se había volado los sesos delante de ellos con una carga doble no era de la misma cuerda que el loco que había construido la absurda máquina que habían encontrado en Sanspareil. Quizás existía alguna relación entre esos dos grupos. Pero no cabía duda de que no eran idénticos.

Todas aquellas suposiciones pasaron repentinamente a un segundo plano cuando Nicolai tuvo en sus manos una carta que Di Tassi había escrito la noche antes:

Excelentísimo señor,

venerable secretario confidencial:

Lo que voy a comunicarle os llenará de asombro, aunque también os liberará de una gran preocupación. He recibido informaciones fiables, según las cuales el destino del dinero desfalcado por Alldorf es muy distinto de lo que habíamos sospechado inicialmente. De haberlo sabido antes, me habría ahorrado pasar por una penosa situación en Ansbach-Bayreuth, pues mi incursión en los dominios del margrave se vio forzada por una serie de indicios y no admite críticas, ya que, a partir de esa situación, hube de tomar la decisión de efectuar un registro.

No obstante, en primer lugar, el hecho más importante: se ha demostrado que gran parte de la suma desaparecida fue enviada a la casa de comercio de Theodor van Smeth, en Ámsterdam. En nuestra última conversación, usted mismo mencionó en otro contexto el nombre de esa casa comercial y, por lo tanto, no son necesarias más explicaciones sobre quién es el destinatario final.

Me preocupa un poco haber perseguido en un asunto intrincado precisamente a aquellos que en realidad hacen nuestro trabajo. Por medio del capitán de compañía del cuerpo de cazadores de Ansbach he sabido que W... y B... están en posición de reforzar su influencia y, por lo tanto, la considerable suma de dinero ya no sorprende. No cabe duda de que un influjo como el que me ha descrito el capitán en relación a los sucesos de Sanspareil, es absolutamente conforme al emperador, puesto que cualquier medio es lícito para debilitar al engreído coloso. No obstante, me permito señalar que no estoy convencido de que el proceder de Alldorf se agotara en proporcionar a W... y B... el dinero necesario para concluir con éxito esa misión. Más bien me da la impresión de que los hombres instruidos por él persiguen otro objetivo, cuya naturaleza admito que aún se me escapa.

De momento, suspenderé la persecución al fugitivo Zinnlechner y a sus cómplices, y esperaré instrucciones, especialmente en relación a los sujetos implicados que han sido testigos hasta ahora de nuestra investigación. En lo que atañe al joven médico, puedo asegurarle que anda a ciegas en lo relativo al trasfondo del asunto. Si bien dispone de unas dotes de observación y de una capacidad de razonamiento extraordinarias, no posee conocimientos de política ni un olfato por los cuales debiera considerarlo peligroso. Por consiguiente, propongo despedirlo y someterlo a vigilancia durante un tiempo por si acaso. En cambio, la testigo que encontramos en el bosque junto al cadáver de Selling es en gran medida sospechosa. La sorprendieron intentando robar documentos secretos, y me temo que conoce los entresijos del plan de Alldorf. Aún no me explico por qué ha asumido el enorme riesgo de ofrecerse como testigo. Sin embargo, no me sorprendería que su identidad fuera muy distinta a lo que nos ha hecho creer hasta ahora. Por desgracia, las circunstancias no permiten un interrogatorio adecuado, pero lo reanudaré de inmediato tan pronto como nos encontremos en el lugar pactado, lo cual debería ocurrir mañana al anochecer.

Con el mismo correo, le envío una copia del informe de nuestro agente en Ámsterdam, a partir del cual se deducen las conclusiones realizadas sobre el destino del dinero. Además, el informe ha sido confirmado por nuestros agentes en Berlín, los cuales ya habían advertido hacía meses de la tensa situación financiera de la persona afectada y siempre han recomendado la posibilidad de ejercer una influencia sabia y discreta. El hecho de que ahora se nos hayan anticipado por ese lado inesperado confirma el acierto básico de nuestras consideraciones, aunque también demuestra que sería de desear el acuerdo previo de los implicados y una rápida actuación.

Quedo expresando de todo corazón mi dicha por poder tenerme por su más rendido servidor y moriré por ello,

Giancarlo Di Tassi

Al llegar al final de la carta, le temblaban las manos. ¡Di Tassi era un espía! ¡Un espía del emperador! ¡Un espía austríaco! Se reclinó en el asiento, observando consternado el escrito. Aquello era su sentencia de muerte. ¿Qué había hecho? ¡El sólo quería salvar a Magdalena!

Intentó permanecer tranquilo, pero todo empezó a darle vueltas. Para calmarse, miró a la calle por la ventana. El sol brillaba. Serían las diez de la mañana. Cuanto más pensaba en ello, más amenazadoras le parecían las consecuencias de su robo: había desenmascarado a un espía imperial.

La sola idea le provocó escalofríos de pavor. Tiritaba de frío. Le flaqueaban las rodillas. Seguro que Di Tassi ya se había despertado. Mientras el sol salía allí, también lo hacía en Hollfeld. Los hombres de Di Tassi probablemente habrían salido tras ellos hacía horas. Les sería fácil seguir sus huellas hasta la carretera de Coburg. Después les resultaría más difícil, pero tampoco se podía ir en infinitas direcciones. Y a Di Tassi no le costaría organizar tropas de persecución.

Nicolai seguía paralizado, mirando fijamente los caracteres escritos que tenía delante, encima de la mesa: «... absolutamente conforme al emperador, puesto que cualquier medio es lícito para debilitar al engreído coloso». Sólo podía referirse a Prusia. Detrás de todo aquel asunto, ¿había un complot contra el rey Federico? ¿Dinero corriendo a raudales hacia Holanda? ¿Agentes en Berlín...? ¿La influencia de B... y W...? La ofensiva descripción de su propia persona era lo más insignificante en todo aquello. ¡Ojalá fuera cierta! ¡Ojalá hubiera continuado siendo un cobarde ignorante! ¿Qué demonio lo había impulsado a coger aquellas cartas? ¡Ojalá se hubiera limitado a huir con Magdalena sin robar los documentos! Entonces, Di Tassi tal vez habría hecho cruz y raya. Pero ahora no podía. Era demasiado tarde. Lo perseguiría hasta el fin del mundo. Y también a Magdalena. Porque había leído aquella carta. Porque sabía que Di Tassi, el consejero judicial de Wetzlar, era un espía del emperador, y que en Berlín había dos hombres llamados B... y W... que urdían una conspiración contra el rey Federico, que sería financiada con la quiebra fraudulenta de Alldorf. Un sudor frío le cubría la frente. Estaba perdido. ¿Cómo podrían huir de él? ¿Adonde podían ir? Se reclinó y escondió el rostro entre las manos. Sin embargo, la visión no cedió. El mundo se había sumergido por momentos en una luz mortecina, desesperada. Era incapaz de pensar. Ni siquiera era capaz de moverse. Lo paralizaban la conmoción y el pánico cerval que lo habían asaltado. Todo se desvanecía. ¿Qué había hecho? ¿Cómo podía un solo error haber encauzado su vida hasta ese callejón sin salida?

Se sobresaltó al notar una mano sobre el hombro.

—¿Qué te pasa? —preguntó Magdalena.

Nicolai levantó espantado la cabeza y la miró.

—¿Estás llorando? ¿Qué te pasa?

No soltó palabra. Tenía lágrimas en los ojos. ¿Por eso se había desvanecido todo? No. Era la lógica del mundo, que se había instalado en su cabeza. El sólo había querido ayudar. ¿Y ahora qué?

—Estamos... perdidos —balbuceó, frotándose la cara—. Nos perseguirá hasta la muerte.

La muchacha echó un vistazo a los papeles que había encima de la mesa.

—¿Lo pone en esa carta?

Nicolai asintió.

Ella cogió el pliego y leyó. El sueño le había prestado un rubor de frescura a su rostro, pero ni siquiera eso pudo consolar a Nicolai. Magdalena se apartó el pelo, ligeramente desgreñado, y se sentó a su lado sin apartar la vista del documento. Cuando acabó de leerlo, volvió a ponerlo encima de la mesa y dijo:

—Qué estúpido es ese hombre.

Nicolai le dirigió una mirada de espanto.

—¿Entiendes lo que significa? —preguntó enfadado—. Di Tassi trabaja para el emperador. La investigación forma parte de un complot contra el rey de Prusia. Y ambos lo sabemos. ¿Comprendes qué significa eso?

Ella lo miró compasiva.

—Los reyes van y vienen —contestó—. Hay cosas más importantes. Di Tassi es un necio.

—¿Un necio? —Nicolai apenas pudo contenerse—. Un necio que puede colgarte de un árbol si caes en sus manos.

—No nos encontrará.

—Y tú, ¿cómo lo sabes?

—No nos encontrará. Confía en mí.

Nicolai se levantó bruscamente y la miró enfurecido. La muchacha no comprendía el peligro que se cernía sobre ellos.

—¿Confiar? ¿Confiar en ti?

Se le acercó. Ella retrocedió un poco, atemorizada.

—¿Qué sé yo de ti? ¿Cómo puedo confiar en alguien de quien no sé nada? ¿Qué buscabas en el castillo de Alldorf? ¿Por qué estabas en el bosque donde mataron a Selling?

La voz de la muchacha sonó firme al contestar:

—Busco el veneno. Tengo que encontrar el veneno.

Nicolai estuvo a punto de agarrarla y sacudirla. No podía seguir escuchando aquello. Veneno. Veneno y sociedades secretas. Qué tontería. Estaba más que claro de qué iba en realidad aquel asunto. De política. De intrigas. Austria planeaba un complot contra Prusia. Di Tassi estaba al servicio del emperador, quien preparaba un golpe secreto contra Prusia. La guerra de sucesión austríaca había terminado no hacía mucho. Prusia había acarreado una vergonzosa derrota a Austria. Y, ahora, en Viena planeaban el contraataque. ¡Y él lo sabía! Quizá ya se estaba fraguando una nueva guerra. Y aquella muchacha ingenua hablaba de veneno. Reprimió la ira, respiró hondo y dijo:

—Magdalena, puede que exista un veneno. Puede que existan los malos espíritus. Pero, para nosotros, lo que pone en ese documento es muchísimo más peligroso.

La joven negó con la cabeza.

—¿Lo ves?, no entiendes nada. Tú mismo has enfermado ya, no notas el verdadero peligro. Pero me has ayudado, y por eso yo también te ayudaré. Dime adonde quieres ir. Te llevaré sano y salvo. Te lo prometo. Después, cumpliré mi misión.

Nicolai creyó que no había oído bien. ¿Ella lo protegería a él? ¿Se habían vuelto locos los dos? Al mismo tiempo, notó que él estaba en inferioridad de condiciones. Todo en ella le resultaba enigmático, y deseable a la vez.

—¿Tú me ayudarás? —le espetó de todos modos.

Luego, volvió a tomar conciencia del callejón sin salida en que se encontraban. No tenían tiempo para discusiones. Cada minuto que pasaba los exponía a un mayor peligro. Tenía que concentrarse, tenía que pensar qué debían hacer. Pero, sobre todo, tenía que enterarse de una vez de lo que había ocurrido en Leipzig. Tal vez únicamente podía salvarlos el hecho de conocer la historia previa de los acontecimientos. Si conseguía entender dónde confluían las fuerzas, tal vez podrían sortearlas.

—Magdalena —dijo con voz queda—, tienes que decirme qué sucedió el año pasado. Por favor. ¿Qué le paso a tu hermano? ¿Por qué mató a Maximilian? Aunque no entienda lo que dices, tienes que explicármelo. He de saberlo.

La joven le dirigió una mirada cargada de escepticismo. Pero no dijo nada y se alejó unos pasos de él. Nicolai pensó que no confiaba en él. Se dio la vuelta bruscamente, cogió las bolsas donde guardaba el resto de los documentos y las vació encima de la mesa. Eran despachos del mismo estilo de los que acababa de leer, cartas interceptadas a los conspiradores. Nicolai las deslizó una a una entre sus manos y examinó los sellos, pero no se tomó la molestia de abrirlas. Fuera cual fuese el contenido, no lo ayudaría. Sin embargo, luego dio con dos misivas cuyos sellos diferían de los demás. Ya habían roto el lacre, con lo cual las cartas se abrieron sin esfuerzo. Desplegó los pliegos y echó un vistazo al mensaje. Era una lista de sitios. Cogió la otra carta. Tampoco allí podía leerse más que una lista de pueblos o ciudades que él no conocía.

Magdalena se había quedado de pie no muy lejos de él, y lo observaba. Entonces señaló algo que había sobre la mesa. Se trataba de un documento con varios pliegues. Un mapa, pensó Nicolai. Uno de los mapas de Di Tassi. Lo agarró y lo abrió. Enseguida encontró los nombres de las listas. Unas pequeñas cruces marcaban los lugares correspondientes. Sin embargo, lo que le llamó la atención fue otra cosa. Daba la impresión de que tres nubes de crucecitas negras se extendían desde Núremberg a los cuatro vientos. Nicolai observó confuso el mapa. Si no supiera de qué se trataba, habría podido pensar que realmente era un mapa pandémico. Era increíble. ¿Había habido tantos asaltos a sillas de posta? Debían de ser más de cuarenta.

Volvió a coger el informe de Di Tassi. En algún punto estaba aquella extraña frase. Enseguida la encontró: «Me preocupa un poco haber perseguido en un asunto intrincado precisamente a aquellos que en realidad hacen nuestro trabajo.» ¿A qué se refería? ¿Los incendiarios de las sillas de posta les hacían el trabajo? ¿Qué trabajo? ¿El trabajo del emperador? ¿Por qué iba a interesarle quemar coches?

Volvió a mirar a Magdalena. Allí estaba de nuevo su sonrisa presuntuosa, sabihonda, que ya lo había desconcertado unos días antes. La muchacha señaló el mapa.

—¿Lo ves? —dijo—, el veneno comienza a surtir efecto.