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La gran mortandad de gatos del año 1780 lo reconcilió un poco con su destino. Nicolai Röschlaub había aprovechado las primeras horas de la mañana antes de su larga jornada de trabajo. Sobre su mesa había docenas de esbozos desordenados, hojas grandes de pergamino con rayas, círculos y elipsis sobre los que se esparcía una multitud de puntitos diminutos que había dibujado pacientemente con tinta y cálamo. De vez en cuando levantaba la cabeza y posaba la mirada en un caballete sobre el que descansaba un gran mapa enmarcado de Franconia. Al lado, detrás del cristal cetrino de la ventana de la buhardilla, se veía la aguja de la iglesia de San Sebaldo, que destacaba a lo lejos por encima de los tejados cubiertos de nieve. Sin embargo, Nicolai no se fijaba en el templo más antiguo de Núremberg. Y la ciudad también le resultaba del todo indiferente. Lo que hacía latir más deprisa su corazón era la verdad que tenía ante sí sobre el papel, no el tañido matutino de campanas que le anunciaba que pronto tendría que ponerse en marcha. Una verdad extraña que se manifestaba en pautas inexplicables y enigmáticas que se repetían. Se guardaría bien de difundir de nuevo sus conclusiones. Sin embargo, nadie podía discutirle ese triunfo secreto. Ningún clericucho, ningún príncipe y, sobre todo, ningún médico de la corte envidioso.

¡La mortandad de gatos! Ni siquiera los campesinos más ancianos habían visto nunca algo igual. Desde el mes de abril, los animales perecían en gran número. Nadie tenía una explicación. La electricidad, opinaban algunos, refiriéndose al fenómeno físico recientemente descubierto, del que nadie sabía con exactitud qué entrañaba. «Los gatos son más sensibles que las personas —decían—, y por eso están más expuestos a cargas de energía invisibles.» Pero, si era así, ¿por qué antes no morían gatos?

Ocuparse de esa enfermedad desconocida había sacado paulatinamente a Nicolai de largos meses de melancolía. Había dejado de devanarse los sesos preguntándose qué peligros para el mundo podían sacar a la luz sus observaciones y había vuelto a dedicarse al estudio. Hacía más de un año que había expuesto por primera vez públicamente que los fenómenos de la naturaleza seguían un orden radicalmente distinto del que se señalaba en los libros. Eso lo perjudicó. Ahora se encontraba en aquel rincón sombrío de Alemania, apartado de todo trato con personas cultas, y podía estar contento de contar con un mísero sustento como ayudante de Müller, el médico municipal. Allí nadie sabía nada de las ideas del licenciado Nicolai Röschlaub, que hacía un año largo le habían costado su vida en Fulda, y actualmente se sentía poco inclinado a llamar la atención de ninguna manera.

No obstante, aquella mortandad de gatos no le había dado sosiego. Durante toda la primavera y buena parte del verano, había observado y registrado los casos tan pronto como el tiempo libre se lo permitía. No había podido evitarlo. Notaba que la naturaleza tenía algo que comunicarle y que para ello escogía un lenguaje que él debía aprender. Había registrado todos y cada uno de los avisos con que consiguió hacerse. También diseccionó algunos animales muertos, pero siempre encontraba la misma imagen irresoluble: el cadáver estaba lleno de una sustancia líquida putrefacta, negra y maloliente, entremezclada con una materia oscura. «Como estiércol», anotó en su cuaderno de trabajo.

La tarea lo ayudaba a sobreponerse de la humillación que había sufrido el año anterior y que aún no había digerido totalmente.

Por entonces, hacía un año, acababa de examinarse en la Universidad de Wurzburgo y se había convertido en licenciado en Medicina. Le faltó el dinero para doctorarse, lo que básicamente habría consistido en que toda la facultad empinara el codo durante tres días a su costa. Así pues, sin un título apropiado y también por insistencia de su padre, que lo necesitaba en la botica, había regresado a Fulda.

Al llegar a casa se había enterado de que hacía semanas que la fiebre causaba estragos. El pánico se había extendido. Nadie sabía cómo había que enfrentarse a la enfermedad. En las disecciones que se practicaban a los muertos encontraban un agua putrefacta y fétida y una cierta cantidad de pus. Las víctimas que seguían con vida vomitaban una papilla negra. Al no haber ningún remedio que ayudara, el pánico se extendió. El miedo a un miasma venenoso, que supuestamente había invadido el distrito y se los llevaría a todos a la tumba, provocó que los campesinos se negaran a salir de casa, y ello a pesar de que era época de cosecha. El príncipe ya había enviado soldados para obligarlos a ir a los campos. Pero los soldados también tenían miedo. Finalmente, el príncipe había convocado a algunos representantes de la ciudad y del cuerpo médico para deliberar sobre la situación. Nicolai solicitó participar en la reunión. Y, para su desgracia, se lo permitieron.

Observó, meditabundo, los puntos que tenía delante, sobre el papel. Aquellas pautas ejercían una enorme fascinación en él. ¿Era casual que unas veces se semejaran tanto y otras no? ¿Tenían vida propia las enfermedades? Aunque no comprendía qué las provocaba, la manera en que se propagaban dejaba un indicio infalible de que las dolencias que había registrado a lo largo de los años tenían que ser de naturaleza distinta. Eso mismo había observado anteriormente, en Fulda. Ojalá hubiera mantenido la boca cerrada.

El médico municipal había informado de cómo se había desarrollado la fiebre y de lo que se había hecho para frenarla. A Nicolai, la discusión posterior le había recordado las clases magistrales en Wurzburgo, la enumeración infinita de distintos flujos y congestiones internas, de rayos, tormentas y vientos, de pecados y ruina moral que también podrían ser responsables de la fiebre. Como medida de precaución, se habían disparado cañonazos al aire para dispersar los venenos de la atmósfera. Sin embargo, al final se había impuesto la teoría del café. Puesto que la mayoría de víctimas habían vomitado una mucosidad negra parecida al café, unas semanas atrás se había llegado a la convicción de que el consumo de café había provocado la fiebre. Por lo tanto, se suprimió el suministro y se cerraron todos los cafés. Según dijeron, se había eliminado la causa y no existían motivos para no ir a los campos.

Siguió una discusión sobre cuál sería el mejor tratamiento para quienes ya habían enfermado. Algunos abogaron por el té, porque el té es el antídoto natural del café. Otros los contradijeron. Sin embargo, hubo conformidad respecto a las sangrías y la aplicación de ventosas continuadamente. Los representantes de la Iglesia señalaron que, puesto que se trataba de una epidemia especialmente maligna, no podía haber otros responsables que los impíos judíos. La prueba de ello era que se dedicaban al comercio del café. Por lo tanto, recomendaban que se les confiscasen algunos bienes y se celebraran más misas. Eso agradaría a Dios y, además, serviría para compensar las pérdidas de la cosecha que esa raza depravada había causado. El príncipe los escuchó malhumorado y objetó que ya se habían celebrado suficientes misas. Y que los cafés llevaban cerrados dos meses. Que se purgaba y se sangraba desde hacía semanas sin éxito. Y que quería saber cómo podría devolverse a los campesinos a los campos, donde se estaba echando a perder la cosecha.

En un momento dado se fijó en el joven que se sentaba abajo, con los demás. Llevaba una peluca barata que parecía causarle picor, escuchaba atentamente, no participaba en las discusiones y, no obstante, su actitud reflejaba cierta arrogancia que atrajo al príncipe.

—¿Y él? —dijo, señalándolo—. ¿Qué tiene que decirnos sobre esta desgracia?

Nicolai se quedó de piedra y, rojo de vergüenza, clavó la mirada en el suelo.

—Sólo es el licenciado Röschlaub —dijo alguien—, el hijo del boticario Röschlaub.

—¿Y qué? —atronó el príncipe—. Los licenciados también habrán aprendido algo, ¿no? ¡Que se adelante y hable!

Para cuando Nicolai se dio cuenta, ya se había armado una de todos los diablos. ¿Cómo había podido atreverse a desafiar al cuerpo médico en pleno?

—Los campesinos tendrían que ir a los campos sólo con el calor de mediodía —se apresuró a decir—. Y yo no los sangraría ni les aplicaría ventosas.

En la sala se hizo el silencio.

—¿No? —dijo el príncipe con interés—. ¿Y qué propones?

—Los campesinos deberían permanecer en sus casas, cerrarlas bien y quemar un poco de azufre. Deberían cosechar sólo desde el mediodía hasta las cuatro de la tarde. Creo que los bichos del miasma que traen la fiebre se desplazan con los tábanos.

Entonces estallaron las risas. El médico de la corte sacudió divertido la cabeza y dijo:

—Excelencia, es evidente que el licenciado Röschlaub ha leído en Wurzburgo las teorías de los contagionistas, quienes afirman que las enfermedades se transmiten por los llamados animaculi, que, desgraciadamente, nadie ha visto todavía. Los únicos que creen en ello, sus inventores, que quieren hacerse los originales.

—¿Qué son los bichos del miasma? —preguntó adustamente el príncipe.

—Son pequeños seres vivos que atacan a las personas y pueden enfermarlas —respondió Nicolai.

El médico de la corte hizo una reverencia y añadió:

—Excelencia, el licenciado Röschlaub quiere decir que un vil, sucio y pequeño gusano ha recibido de Dios el don de superaros a vos en poder y grandeza, y de haceros enfermar con ello.

—Igual que cualquier serpiente venenosa si vuestro excelentísimo pie pisa su vil cola —replicó Nicolai.

Se oyó un murmullo generalizado. El joven médico era un impertinente de cuidado.

—A las serpientes podemos verlas —replicó sonriendo el médico de la corte—, lo cual no ocurre con los bichos del miasma, ¿no es verdad, estimado colega? Además, la serpiente es una criatura bíblica.

El príncipe parecía de mal humor. Nicolai, inseguro, hizo una reverencia y volvió a sentarse. ¿Cómo se le ocurría contradecir al médico de la corte?

—¿Quién te ha dado permiso para sentarte? —lo increpó el príncipe.

Nicolai se levantó de inmediato y notó todas las miradas clavadas en él.

—¿Dónde viven esos bichos del miasma? —preguntó el príncipe.

—Viven... por todas partes —balbuceó Nicolai.

—¿Y por qué ahora están precisamente aquí?

—Porque... No lo sé. Vienen... cuando se dan ciertas condiciones.

—¿Qué condiciones?

—Probablemente depende del calor y de la humedad, y... no se sabe con exactitud.

—¡No se sabe con exactitud! Pero tienes la desfachatez de decirme que mis campesinos deberían esconderse de los bichos del miasma y dejar que se pudra la cosecha. ¿Qué clase de médico eres?

Una ira irrefrenable invadió a Nicolai. Notaba las miradas maliciosas de los demás médicos. Ojalá se hubiera callado y hubiera aceptado la derrota. ¿Por qué no había cerrado la boca? Pero tampoco quería pasar por tonto.

—Si Vuestra Excelencia me lo permite —comenzó—, quisiera justificar mi afirmación mediante unas observaciones que podrían explicarse a los campesinos a fin de que se tranquilizaran.

Un silencio de asombro se produjo entonces en la sala. ¿De dónde sacaba aquel joven la seguridad para hablar así? Sin embargo, el príncipe lo observaba con curiosidad y nadie se atrevió a tomar la palabra sin el requerimiento de éste. Incluso el médico de la corte callaba compungido. Parecía pensar que el joven ya se cavaría solo su propia tumba. El príncipe asintió con un breve movimiento de cabeza, si bien fruncía el ceño.

—¡Que hable!

Nicolai habló lentamente, intentando que sus palabras sonaran lo más inofensivas posible.

—He observado que la fiebre es precisamente más tenaz y provoca más muertes allí donde se realizan sangrías y se aplican ventosas. En los distritos más retirados, que también han sido afectados por la fiebre, ha habido menos muertes, y la fiebre ha remitido más allí que en la ciudad y en las zonas limítrofes, donde se han realizado muchas sangrías.

Un murmullo recorrió la sala. ¡Qué aberración! ¡Y en boca de un mocoso!

—¡Que siga! —dijo el príncipe—. No me interesa lo que piensas de las sangrías. ¿Qué ocurre con esos bichos del miasma? Eso es lo que quiero saber.

—La fiebre no es de aquí. Ha llegado de fuera. Se extiende de manera distinta de como lo hace la fiebre que conocíamos hasta ahora. Me he permitido registrar los casos y los he anotado en un mapa. Si comparamos esas anotaciones con las observaciones relativas a fiebres anteriores, se demuestra una diferencia curiosa.

No llegó muy lejos con sus explicaciones. Expuso que parecían existir enfermedades que comenzaban en un sitio, mientras que otras podían originarse en varios sitios a la vez. Un médico inglés, que había estudiado esa circunstancia y cuyos escritos él había leído, hablaba de miasmas locales y miasmas llegados de fuera, que se desarrollaban de maneras distintas. Nicolai pidió que le permitieran ir a buscar sus mapas para poder mostrar que en los alrededores había al menos cinco zonas, apartadas una de la otra, donde la enfermedad se había manifestado primero. Dijo que lo había documentado en su mapa en forma de puntos, muchos y muy cercanos, de los cuales cada uno señalaba un enfermo. A partir de ahí podía interpretarse que la enfermedad había llegado de fuera. Por lo demás, lo peculiar era que la enfermedad se había declarado en la ciudad después de que los médicos hubieran empezado a viajar por el campo para sangrar a las víctimas. En su opinión, las sangrías servían de bien poco, puesto que los bichos que provocaban la enfermedad procedían del exterior y no del propio cuerpo.

—¡Basta! —estalló el médico de la corte, rojo de ira, y al instante se creó un auténtico tumulto.

—¿Qué tiene él que decir? —refunfuñó el príncipe dirigiéndose ahora al médico de la corte, que le lanzó a Nicolai una mirada furiosa.

—Las declaraciones del licenciado Röschlaub son escandalosas. Está demostrado que las enfermedades se originan en el cuerpo debido a estímulos que alteran la armonía preestablecida de los humores. Eso puede provocar la formación de bichos, pero provienen del cuerpo. ¿De dónde, si no?

Nicolai sacudió la cabeza.

—Francesco Redi ha comprobado que los embriones de las enfermedades se introducen subrepticiamente. Omne vivum ex ovo. Toda vida proviene de un huevo. Y por muy pequeño que sea, algo ha de poner ese huevo.

—¿Puedes demostrarlo? —preguntó el príncipe.

—Exponed dos trozos de carne al aire. Poned uno en un recipiente abierto y el otro en un recipiente que luego cerraréis con una gasa. Veréis que en la carne que está en el recipiente abierto enseguida aparecen cresas porque las moscas, atraídas por la podredumbre, pondrán allí sus huevos. El otro recipiente también atraerá las moscas, que pondrán sus huevos en la gasa, desde donde las cresas intentarán alcanzar la carne. Pero de la carne no saldrá ninguna.

—¿Qué decís vos? —comentó el príncipe volviéndose al médico de la corte—. ¿Cómo os explicáis la aparición de gusanos en los muertos, que no sólo están protegidos de las moscas por una gasa sino por tres pulgadas de madera de roble?

—Eso no son cresas —replicó Nicolai frente al estallido de carcajadas.

—¿Y por qué —intervino triunfal el médico de la corte—, por qué esos bichos del miasma han tenido que visitar precisamente nuestro distrito? ¿Acaso apestamos como un trozo de carne podrida? ¿Es eso lo que el licenciado Röschlaub quiere demostrar con su teoría?

Entonces el príncipe también estalló en carcajadas. Divertido, hizo un gesto de negación con la mano y despidió a Nicolai con un ademán despectivo.

Las semanas siguientes fueron espantosas. Su padre le dirigió duros reproches. Luego comenzaron a decir que el joven Röschlaub no había ido a Wurzburgo a estudiar Medicina, sino a especular. Que era un medicastro que despreciaba a los antiguos. Pronto se perdió cualquier perspectiva de obtener un puesto oficial de médico. Cuando la botica de su padre fue perdiendo concurrencia porque aquel hombre recto daba trabajo a semejante hijo malogrado, al que además consideraban soberbio y hermético, el padre no pudo más. Y le dijo que se buscara la vida en otra parte. Que allí no había sitio para él y que no toleraba que toda la familia tuviera que sufrir por culpa de sus fantasías. Nicolai se fue de Fulda poco antes de la Navidad del año 1779.

Tardó casi cuatro meses en encontrar, cuando ya estaba medio muerto de hambre, un trabajo remunerado con un salario de miseria en Núremberg.