22

Volvieron como estaba pactado donde estaban los caballos. Los otros dos grupos no habían tenido ningún contratiempo.

—Lo hemos encontrado todo vacío e intacto —informó Kametsky.

—Igual que nosotros —dijo Di Tassi—. Tendremos que registrar los edificios principales. Pero ya es tarde por hoy. Regresemos.

Nicolai lo miró sorprendido, pero el consejero le dedicó una mirada elocuente que sólo podía significar una cosa. El hallazgo tenía que permanecer en secreto. Nicolai intentó disimular su asombro, pero al dirigir la vista hacia Magdalena, vio que la joven lo observaba. ¿Habría advertido el intercambio de miradas entre él y Di Tassi?

Al llegar a la casa de posada, Di Tassi se encerró en una habitación y no volvió a aparecer en toda la noche. Sus tres ayudantes y los dos mensajeros se distrajeron jugando a las cartas. Nicolai se sentó junto a la estufa y se calentó los pies, que tenía helados. Magdalena se había retirado enseguida a dormir al granero. Había dicho que estaba agotada y sólo le apetecía descansar. Di Tassi le había comentado que no hacía falta que los acompañara al día siguiente, porque seguramente no encontrarían en Sanspareil a los hombres que buscaban. Y, si lo hacían, también podría identificarlos allí.

Algo había cambiado de golpe. ¿Cómo, si no, se explicaba que el consejero judicial hubiera silenciado el hallazgo? El artefacto de alquimia que habían hallado escondido en el chamizo seguramente era una prueba de que, fueran quienes fuesen los que se ocultaban tras todo aquel misterio, tal vez no eran peligrosos, sino que, simplemente, estaban chiflados. Enfadado, Nicolai pensó que había charlatanes deambulando por todo el país. En todas partes se practicaba el mesmerismo, el hipnotismo, el magnetismo, hacían oro por arte de magia y tenían el don de lenguas. Ninguna idea era lo bastante rara para no encontrar seguidores, o muy bien acogida si se trataba de una medicina. Desde hacía unos años, el barón de Hirschen vendía con creciente éxito su agua de sal para prolongar la vida. Y eso que un boticario había demostrado que no se trataba más que de las sales que quedaban incrustadas en las calderas y de vitriolo. Pero eso interesaba bien poco al público. Igual que la población del sur de Alemania se emperraba en consumir una nueva sal de oro filosofal, a la cual se atribuían cualidades milagrosas. Lo curioso era que tomaban con entusiasmo algo cuyo color dorado únicamente se debía a una mezcla de orina y sulfato de magnesio.

Y, allí, alguien había intentado capturar polvo de estrellas en serio. Por lo visto, a Di Tassi le costaba interpretar ese hecho. ¿O había descubierto algo nuevo? Había desaparecido mucho dinero. Y habían ocurrido unos cuantos crímenes. El consejero tenía que encontrar una explicación. Pero ¿qué habían descubierto allí? Tan sólo indicios de sortilegios astrológicos y de mojigangas alquimistas. O bien el margrave de Ansbach y Bayreuth practicaba en secreto la magia negra o bien ofrecía refugio a ese tipo de gente en su finca de retiro. Bueno, eso no era alarmante. Prácticamente en todas las cortes principescas había un gabinete de las maravillas, donde sonámbulos y visionarios ejecutaban sus numeritos, se comunicaban con los muertos o realizaban experimentos químicos o eléctricos para provocar escalofríos a las damas. Pero probablemente no había que tomarse en serio a quienes se tomaban en serio esos numeritos.

Sin embargo, el hallazgo parecía haber sido muy importante para Di Tassi. Y puesto que no cabía duda de que aquel hombre no era un necio, aquella ridícula máquina debía de contener algún indicio que era cualquier cosa menos ridículo. Pero, por mucho que pensara en ello, Nicolai no consiguió explicarse qué significaba aquel hallazgo.

Aquella noche, Di Tassi salió sólo una vez de su habitación para intercambiar unas palabras con Hagelganz. Entonces, Nicolai pudo entrever el cuarto del consejero. Como siempre, la mesa estaba cubierta de documentos. En la pared de madera colgaba un mapa. Sin embargo, no pudo distinguir claramente cuántas cruces había ya marcadas. Con todo, era evidente que había más. Al parecer, aquel mismo día habían llegado más despachos con avisos.

El calor de la estufa comenzó a amodorrarlo. En algún momento debió de quedarse dormido porque, cuando de repente despertó sobresaltado del sueño ligero, todo estaba en silencio. Los hombres habían desaparecido. Las velas que había sobre la mesa se habían apagado. La única luz que iluminaba levemente la estancia era la franja clara que salía por debajo de la puerta del cuarto donde Di Tassi continuaba trabajando. Entonces se dio cuenta de por qué se había despertado. A su lado, sentada en la escalera que subía al granero, estaba Magdalena, mirándolo. Nicolai se incorporó y estiró el cuello para destensarlo.

—Hola —dijo—. ¿No duermes?

La muchacha se llevó el dedo a los labios. Luego se levantó, se le acercó sin hacer ruido y se sentó a su lado.

—Habla en voz baja —le susurró Magdalena al oído—. Lo oye todo.

El corazón comenzó a palpitarle con fuerza. ¿Qué había querido decir? Por un momento, sólo se oyó un crujir de papeles detrás de la puerta. Magdalena se le acercó aún más.

—¿Qué habéis descubierto?

Nicolai tenía el rostro de la joven tan cerca que creyó estar soñando. ¿Estaba realmente allí, a solas con él? No podía dejar de mirarla a los ojos. Sin embargo, al mismo tiempo volvieron a corroerlo los remordimientos de conciencia. Qué diantre había hecho aquel día, cuando yacía ante él, inconsciente y a su merced. ¿Cómo podría perdonarse jamás? Entonces, teniéndola tan cerca, volvió a sentir el mismo deseo de tocarla, de besarla y acariciarla, de poseerla. Sin saber qué le ocurría, se encontró rodeándole la cara con las manos. Notó sus mejillas en las palmas de la mano, la atrajo hacia sí, buscó sus labios y la besó. Durante un instante, notó su resistencia. ¿O era sorpresa? Levantó un poco la cabeza y la miró. La muchacha tenía la boca entreabierta. Sus ojos lo observaban llenos de incredulidad y desconcierto. Nicolai se inclinó hacia ella y volvió a besarla. Ella no le devolvió el beso, pero tampoco se resistió. Luego le acarició el cabello, le deslizó las manos por la nuca y le pasó la lengua por los labios cerrados, que se abrieron ligeramente. La suavidad de su lengua, que lo recibía tímidamente, lo conmocionó. La rodeó por la cintura y la estrechó. Pero, entonces, la muchacha separó su boca de la suya.

—Basta —susurró.

—Yo... tengo que decirte una cosa —replicó Nicolai en voz baja.

Magdalena se liberó del abrazo.

—¿Qué hay en el parque? —preguntó imperturbable.

—No, tengo que decirte otra cosa. Magdalena, cuando te encontramos en el bosque...

La joven le tapó la boca con la mano.

—Eso no importa. ¿Por qué Di Tassi está tan cambiado? ¿Qué ha pasado hoy? ¿Por qué no tengo que acompañaros mañana?

Nicolai guardó silencio por unos momentos. ¡La había besado! ¡Y ella le había devuelto el beso! La mano de la muchacha buscó entonces la suya, y se la estrechó.

—Por favor, Nicolai. Tengo que saberlo.

—¿Por qué? Magdalena, ¿quién eres? ¿Puedo confiar en ti?

—No puedes —dijo ella quedamente—. Pero ¿te fías de él?

Nicolai negó con un movimiento de cabeza.

—Entonces, ¿por qué trabajas para él?

—Yo... estoy aquí sólo por ti.

Magdalena calló un momento. Luego sonrió.

—Entonces, ayúdame.

—Pero ¿a qué? No sé quién eres ni qué quieres hacer.

La muchacha lo miró fijamente. Luego le acercó los labios al oído y, en voz tan baja como pudo, le dijo:

—Tengo que encontrar a la gente que busca Di Tassi. Y tengo que encontrarlos antes que él. El consejero no tiene ni idea de a qué se enfrenta. Nunca conseguirá detenerlos, porque no los comprende. Sólo causará más desgracia. Pero yo tengo que encontrarlos.

—¿De qué hablas?

—Ahora no puedo explicártelo. Planean algo terrible. Por eso necesito la información de Di Tassi, sus anotaciones, las pistas de los ataques. Por favor, ayúdame a obtener esas notas.

Nicolai retrocedió ligeramente.

—No puedo —dijo temeroso—. ¿Cómo voy a acceder a sus documentos? Y, además, ¿por qué será que no me entra en la cabeza?

Ella lo miró suplicante.

—¿Qué habéis encontrado en el parque?

Nicolai titubeaba en su interior. Quería decírselo. Quería decírselo todo. Cuánto la adoraba, que no pasaba un segundo sin que pensara en ella, sin que añorara su presencia. ¿Cómo iba a ser un secreto que habían encontrado un artilugio alquimista en los jardines de Sanspareil? Sin embargo, algo lo reprimía. Magdalena no enseñaba sus cartas. ¿Cómo podía haberse enamorado de una muchacha que le resultaba tan extraña? ¿Tal vez sólo había sucumbido a sus encantos?

—¿Quién eres? —volvió a preguntarle.

Magdalena le acarició la frente.

—¿Quién eres tú? —replicó.

Nicolai la miró con asombro. ¿A qué se refería? Sin embargo, antes de que pudiera contestar, ella misma se respondió.

—Me observas con un ansia infinita desde hace días —dijo—. Ardes en deseo por mí. Lo veo en tus ojos y sé perfectamente qué fuego arde en ti. Eres débil. Conozco tu deseo. Hay mucho en el mundo. Pero no eres tú quien tiene el deseo. Más bien el deseo te tiene a ti, ¿verdad? Te devora, arde en tu interior... como un veneno. Y no puedes evitarlo. ¿Te has contagiado en un momento de irreflexión? ¿Te ha sobrevenido como un miasma? ¿Dónde se ocultaba antes de atacarte? No lo sabes. Creías conocerte y ahora te ves obligado a constatar que hay algo más fuerte que tú, y que estás a su merced.

Nicolai se apartó de ella, enfadado. ¿De qué le estaba hablando? Con todo, ella prosiguió.

—¡Pero el deseo carnal es un veneno inocuo comparado con el que nos espera ahí fuera! Todos pueden elaborarlo. Nadie puede detenerlo. Y nadie puede curarlo. Debo encontrarlo. Por mi difunto hermano. Lo ves, te confío mi secreto. Soy Magdalena Lahner. Mi hermano era Philipp Lahner, el que mató a Maximilian Alldorf y fue ahorcado en Leipzig por ello. Su crimen me horroriza. Pero era mi hermano. Falk lo indujo. No fue culpa suya.

—¿Falk? ¿Quién es Falk?

—Un luciferino.

—¿Un qué?

—Vosotros los llamáis ilustrados. Pero no entendéis nada. Ahora no puedo explicártelo todo. Alldorf había puesto en marcha un plan. Tengo que frustrarlo. Por eso estoy aquí.

Un ruido en la habitación contigua los acalló. Oyeron que Di Tassi se levantaba y caminaba por el cuarto.

—¿Qué plan? —murmuró Nicolai.

—Después —susurró ella—. Ten cuidado con él. Es una bestia.

Dicho esto, se deslizó del banco sin hacer ruido y desapareció en la oscuridad. La puerta se abrió y en el umbral apareció Di Tassi. Nicolai no podía verle la cara, puesto que estaba de espaldas a la luz.

—¿Aún está despierto, licenciado?

—Sí. Es decir, no. Me he quedado dormido.

—¿Y qué lo ha despertado?

—El frío, creo. Me sube por las piernas.

Di Tassi pareció escrutarlo. Pero Nicolai no podía verle la cara. Su mirada se posó en la mesa que había detrás de él. Encima se amontonaban varios fajos de cartas, apiladas y atadas con esmero. Los mapas habían desaparecido de la pared. En cambio, en las patas de la mesa se apoyaban unas sacas de cuero. Encima de la mesa había un pupitre de viaje. Al lado, plumas para escribir.

—Saldremos a las siete. Debería descansar.

Dio media vuelta y cerró la puerta.

Salieron en un grupo de seis. Magdalena y uno de los mensajeros se quedaron. Esta vez conocían mejor el camino y avanzaron más deprisa. Aún no eran las once cuando llegaron al lugar donde se habían detenido el día antes. Esta vez, dejarían solos a los caballos, puesto que, en vista de la soledad circundante, Di Tassi no vio ningún riesgo en ello. La misión se llevaría a cabo deprisa. Partirían en grupos de dos, como el día anterior, para registrar los tres edificios principales. Nicolai empezó a sentirse a disgusto. La incursión del día anterior ya había sido bastante grave. Pero ahora entrarían en casa del margrave. La plaza alrededor de la cual se agrupaban los edificios estaba situada en la entrada sur. Allí, a los pies del castillo, se veían las viviendas. Sólo los separaba de ellos un bosquecillo. Con qué facilidad podrían descubrirlos.

El camino a través del parque les llevó unos quince minutos. Por precaución, se acercaron a la plaza desde tres direcciones distintas. Igual que en la víspera, todo estaba tranquilo. El frío aire invernal se había aquietado entre las rocas grises. Los troncos de los abedulillos sin hojas que flanqueaban el camino resplandecían débilmente como tubos de hojalata. No se movía nada. Ni un pájaro cantaba. El único ruido que se oía era el crujir de sus botas sobre el suelo pedregoso.

Habían quedado en que no entrarían de buenas a primeras en la plaza principal. Di Tassi les había ordenado permanecer a cubierto hasta que se hubieran reunido, para luego determinar el orden en que registrarían las casas. Pero no llegaron a hacerlo. El y Nicolai habían llegado a la altura de la gruta del volcán de Sanspareil cuando un disparo rompió el silencio. Nicolai se detuvo, espantado. Di Tassi, en cambio, no dudó ni un instante, sacó su pistola de debajo del abrigo y echó a correr. En ese mismo instante, Nicolai vio a su derecha a Hagelganz y al mensajero, corriendo desde lejos hacia él por la maleza. Hagelganz también empuñaba un arma. Di Tassi ya se encontraba a un buen trecho de distancia. Habrían sorprendido al tercer grupo, a Kametsky y Feustking. Pero ¿quién había disparado?

Hagelganz se le había acercado bastante.

—¡No se quede ahí parado! ¡A por ellos!

Pero Nicolai no se movió. No. Aquello no era asunto suyo. El no tenía armas, ni siquiera sabía cómo funcionaban. El era médico, no un soldado. Además, estaban en una propiedad ajena, principesca. Los ahorcarían a todos.

Hagelganz se precipitó hacia él; el mensajero también se le acercó.

—¿A qué espera? —le gritó—. Venga, ¡vamos!

Le puso una pistola en la mano y lo empujó hacia delante. Nicolai avanzó unos pasos a tropezones y, furioso, tiró el arma al suelo. El mensajero se lo quedó mirando sin entender nada.

—¿Está loco?

Se agachó enfurecido, recogió el arma, resopló con desprecio y se fue corriendo. Nicolai se quedó parado un momento, incapaz de actuar. ¿Qué tenía que hacer? No habían sonado más disparos. ¿Había ocurrido lo mismo que hacía una semana? ¿De nuevo se había volado la cabeza ante sus perseguidores uno de aquellos locos? Dio unos pasos con desgana hacia donde Di Tassi y los demás habían desaparecido. Estaba harto de aquel asunto. Volvería a Núremberg. Nadie podía obligarlo a continuar participando en aquella misión.

De repente oyó cascos de caballo. Se dio la vuelta. Unos jinetes se le acercaban a galope tendido. Echó a correr. Pero ¿hacia dónde? ¿Dónde estaban los demás? El ruido de cascos se aproximaba. No tenía ninguna posibilidad. Nunca escaparía de ellos. Sin embargo, corrió. El suelo temblaba debajo de sus pies. Entonces percibió un movimiento a su derecha. ¡Dios Santo! También por allí venían jinetes. Venían por todas partes. No tenía sentido. No podía huir. Se giró de nuevo, los aguardó, agitó los brazos en el aire. Sin embargo, no pareció que aminoraran la marcha.

—¡Alto! ¡Alto! —gritó desesperado.

Continuaban acercándose a él a galope tendido. Vio que llevaban uniforme. ¿Soldados? ¿Por qué aparecían de repente soldados en aquel parque? Iban a arrollarlo. Pero no podía hacer nada. Temblando de miedo, se dejó caer de rodillas y escondió la cabeza entre los brazos. El temblor de la tierra se intensificó. Entonces notó que lo levantaban bruscamente. Dos soldados lo agarraban mientras un tercero se plantaba delante de él y le atizaba sin previo aviso dos, tres puñetazos en la cara. Le fallaron las rodillas y se desplomó. Pero los otros hombres lo sujetaron férreamente, tanto que gritó por el agarrón. Luego, lo arrojaron al suelo. Le retorcieron los brazos a la espalda y le ataron las manos. Un dolor ardiente le recorrió las muñecas. Volvió a gritar, pero la respuesta fue un nuevo puñetazo en la cara y, después, un golpe tan terrible en el cogote que se quedó unos instantes sin respiración. Se sintió mal. Una sensación de náusea le subió por la garganta. Un sabor amargo se deslizó por su lengua. Se le inflaron los labios. Sin embargo, aquello no era nada comparado con las punzadas con que comenzó a dolerle la cabeza. Notó que algo cálido y húmedo le chorreaba por la frente. Luego, algo se le deslizó en los ojos. Se lamió los labios y distinguió el sabor inconfundible de la sangre. Volvieron a levantarlo con brusquedad y lo empujaron brutalmente hacia delante. Se cayó. No veía nada. La sangre le nublaba la vista. Lo agarraron y volvieron a empujarlo para que caminara. Sin embargo, al cabo de unos pocos pasos, volvió a derrumbarse. Y de nuevo lo levantaron.

Entonces se echó a sollozar. Quería decir algo, defenderse. Pero no pudo. De su garganta sólo salían sollozos. Oyó risas. Un puñetazo lo alcanzó desprevenido en el estómago. Cayó de rodillas. Y, esa vez, no acabaría todo con una breve náusea. Se moriría. Allí mismo, en aquel momento. No soportaría mucho más aquellos golpes. Se dio cuenta de que se le confundían los sentidos. No veía nada. Sólo oía el alboroto de un dolor punzante en la cabeza, y los gritos y las risas de los soldados, un bramido de donde no paraban de precipitarse sobre él puñetazos y patadas. Y luego comenzó a oír cosas que no estaban allí, la voz de Di Tassi, por ejemplo. Penetró en su oído desde una lejanía infinita. Pero ¿qué gritaba? Sería una alucinación. También lo habrían apresado. Habían caído en manos de los soldados del margrave. El plan había fracasado.

—¡Alto! —oyó gritar en la lejanía—. ¡Deténganse! ¡Se lo ordeno!

Después, no oyó nada más. Arrodillado en el suelo del bosque, jadeando y mareado, esperaba que en cualquier momento le llegara otro puñetazo, otro culatazo; intentó prepararse para el chasquido, para el dolor ardiente y sordo. Pero no hubo más golpes. En su oído penetraron retazos de frases.

—Alto, en nombre del emperador.

Y luego oyó a Hagelganz.

—Dios mío, ¡lo han matado a golpes!

Entonces, perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, yacía encima de un catre en una habitación a oscuras. Levantó un poco la cabeza, y le dolió terriblemente. Le pareció que seguía sin poder ver. Parpadeó, abrió los ojos tanto como pudo y aguzó la vista en la oscuridad. No, no estaba ciego. Sólo estaba a oscuras. Intentó mover los brazos. Ya no tenía atadas las manos. Oyó voces. Intentó incorporarse, pero apenas se hubo sentado con gran esfuerzo y unos dolores tremendos, volvió a sentir náuseas. Se tumbó de nuevo, esperó y lo intentó por segunda vez. Entonces, la cosa fue mejor. Vio los contornos de una puerta. Detrás de él descubrió también una ventana con la cortina echada. La descorrió. Se veía un gran campo de hierba. Al menos había allí veinte caballos. Eran caballos del ejército. Se levantó. Le dio la impresión de que la cabeza iba a estallarle. Se la tocó y dio con un enorme chichón, sobre el cual se le había formado una costra. Al tocarlo, le dolió endemoniadamente. Apretó los dientes y se dirigió renqueando hacia la puerta. Cuando la abrió, la conversación cesó.

Hagelganz, Kametsky, Feustking y el mensajero lo miraban. Estaban sentados a una mesa, bebían vino y parecían muy animados.

Feustking se le acercó.

—Pobre —dijo, y se dispuso a sostenerlo—. Venga, siéntese con nosotros.

Nicolai lo apartó. ¿Qué estaba ocurriendo allí?

—¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado?

Entonces fue Hagelganz quien se acercó a él.

—Por favor, licenciado, todo ha sido un malentendido. Tenga, beba un trago, le sentará bien.

Le ofreció un vaso. Nicolai miró el contenido, lo cogió y bebió. El hombre tenía razón. Eso era lo que necesitaba en aquel momento. Caminó lentamente hacia la mesa y se sentó. Quedó enfrente de un espejo y se vio. ¡Cielos! Tenía el labio superior hinchado y partido. Gran parte de su rostro estaba cubierto de sangre seca. Parecía un muerto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó otra vez.

—Ha caído usted en manos de un cuerpo de cazadores de Ansbach —dijo Feustking—. Eso es todo.

—¿Y?

Nicolai no entendía nada. ¿Por qué a él lo habían maltratado y a sus compañeros, no? Kalkbrenner se le sentó enfrente y le escanció vino.

—Alguien nos observó ayer e informó al alcaide, quien dio la alarma al cuerpo de cazadores.

Nicolai intentó ordenar las ideas. ¿Eran prisioneros?

—¿Dónde está el consejero?

—Hablando con el capitán. Aún no sabemos qué pasará, pero parece ser que nos dejarán marchar hoy mismo. Nicolai lo miró largamente.

—Tendría que haber permanecido con nosotros —dijo Kametsky al cabo de un rato—. Así no le habría pasado nada. El señor Di Tassi aclaró el asunto enseguida.

¿Aclarar? La palabra le sonó a burla. Pero estaba demasiado cansado para pensar en ello.

—¿Quién disparó? —preguntó.

—El capitán. Era un disparo de advertencia. Feustking y yo caímos en sus manos. Por suerte, Di Tassi acudió enseguida y nos libró del trato que le han dispensado a usted. El capitán nos tomó por vulgares ladrones.

Vulgares ladrones. Otra expresión desconcertante. ¿Acaso no perseguían ellos a los iluminados? ¿Acaso el margrave, que les había enviado un cuerpo de cazadores, no era sospechoso de financiar una secta que sembraba el terror? ¿Y ellos los habían tomado por ladrones? ¿Iba todo al revés?

Se reclinó en el asiento. El vino le sentaba bien, le mitigaba el martilleo que sentía en el cráneo. Al cabo de un rato, se abrió la puerta y entró el consejero judicial. Echó un vistazo a Nicolai y luego anunció que partirían dentro de una hora. Eso fue todo.

Sus ayudantes no parecían asombrarse por nada. Sí, debía de ser cosa suya que no entendiera nada de lo que ocurría a su alrededor. ¿Por qué los dejaban marchar? ¿Ya no era sospechoso el margrave? Nicolai se quedó quieto en la silla, como si temiera que cualquier movimiento sólo aumentara el desorden que regía en su cabeza.

Al partir, por fin reconoció dónde se encontraba. Habían estado todo el tiempo en una de las casas que habían ido a registrar. La plaza situada delante volvía a estar llena de soldados que lo miraban con curiosidad. No habría sabido decir quiénes lo habían maltratado.

El capitán saludó militarmente al consejero de justicia y desfiló hacia sus hombres. Nicolai no creía lo que veían sus ojos. Casi daba la impresión de que los dos se conocían. ¿Qué se traían entre manos?

—¿Puede montar, licenciado?

Esa fue la única pregunta que le hizo.

Nicolai asintió en silencio. No dejó que se le notara el odio que progresivamente lo embargaba. Di Tassi era una bestia. Magdalena tenía razón. Había estado a punto de morir porque el consejero judicial había errado con sus reflexiones. Y lo único que le preguntaba era si podía montar.

—¿No cree que me debe una explicación? —le preguntó cuando estuvieron lejos del alcance de los oídos de los soldados.

Di Tassi se volvió hacia él.

—Tendría que haber seguido conmigo. ¿Por qué no se quedó conmigo? Entonces no le habría pasado nada. Yo no asumo la responsabilidad cuando no me obedecen.

¿Obedecer? ¿Responsabilidad?

—¿Por qué nos dejan marchar? ¿Quiénes son esos soldados?

—Hombres del margrave. Pensaban que éramos ladrones.

—¿Y? ¿Por qué dejan marchar sin más a los ladrones?

Di Tassi lo miró malhumorado por encima del hombro.

—Contrólese, Röschlaub. Comprendo su disgusto. Lo que ha ocurrido es lamentable. Pero usted tiene la culpa. Un malentendido, nada más. Ansbach no está implicado. Me he equivocado. Suspenderemos la persecución. Mañana volverá a casa.

Lo que más irritó a Nicolai fue el tono, y no tanto el contenido de su discurso. Una vez más, no se enteraría de nada.

—Ah —dijo—. ¿Y los asaltos? ¿Y sus iluminados? ¿Qué pasa con eso? ¿Y el dinero de Alldorf? ¿Y el veneno? ¿Simples malentendidos?

—¡Cállese! —lo increpó—. No hay ningún veneno. Olvide este asunto. Esta noche le pagaré y regresará a Núremberg, ¿entendido?

Nicolai tiró con fuerza de las riendas, y su caballo se detuvo con una sacudida. Di Tassi no se ocupó más de él. Los demás lo adelantaron uno tras otro y lo miraron con semblantes inexpresivos. El médico esperó a que se hubiera creado la debida distancia entre él y Di Tassi y sus hombres. Luego, los siguió con los ojos llenos de odio clavados en la figura que encabezaba el grupo.