20
Fue Kametsky quien le comunicó al día siguiente que Di Tassi había abandonado la biblioteca y que podía trabajar en ella hasta la noche. El médico tuvo una extraña sensación al encontrarse de pronto solo en aquellas salas. Paseó varias veces arriba y abajo por la biblioteca, evaluando con miradas de curiosidad los objetos esparcidos por doquier. Durante la primera media hora, fue incapaz de decidir por dónde debía iniciar la investigación. ¿Por los muchos frascos que, según la etiqueta, contenían magnesio en polvo, extracto de ruibarbo, azufre, cáscara sagrada y otras sustancias que conocía bien? ¿O por los recipientes que no estaban etiquetados y contenían esencias de distintos colores? Abrió uno y olió con cuidado. La sustancia era inodora. «Ea re latenter in corpas inducta.» Así había descrito Maximilian la propagación de la sustancia venenosa. Se introducía en el cuerpo de manera incontrolada. Mientras continuaba paseando arriba y abajo lentamente, Nicolai reflexionaba. ¿Qué órgano resultaba afectado? Los pulmones, evidentemente. Los pulmones y la pleura. ¿Acaso la sustancia se inhalaba? ¿Polvos? ¿Un polvillo fino e inodoro que podía propagarse fácilmente por el aire sin que nadie lo percibiera? Con todo, tenía que ser una sustancia tan volátil que ni siquiera los que la empleaban podían protegerse siempre de ella. Además, se trataba de una sustancia que no actuaba en todo el mundo con la misma rapidez, pues a veces tardaba meses o años en hacer efecto, como en el caso de Maximilian, o lo hacía muy deprisa, como en Sophie y, seguramente, también en Agnes, la esposa del conde. ¿O tal vez la condesa no había muerto a causa de ese veneno?
Nicolai maldijo en voz baja mientras inspeccionaba la habitación posterior, donde Di Tassi había revisado la correspondencia del conde. Tenía muy pocos indicios para poder juzgar aquel asunto. Tan sólo había visto una de aquellas vómicas. Lo demás se basaba en simples suposiciones. La vómica de Alldorf, sólo la había constatado per percussionem.
Había una cantidad enorme de correspondencia, redactada a partes iguales en francés y en latín, por lo que Nicolai pudo comprobar revisándola por encima. Las cuestiones teológicas ocupaban un primer plano. La transubstanciación. El milagro de una virgen sudorosa de piedra en Sicilia. Después, el informe sobre la disección de una hidra y varias hipótesis sobre el asombroso hecho de que esa criatura fuera capaz de regenerar los tentáculos que le habían seccionado. A continuación, una teoría sobre la resurrección. «Sempiterno atque desperato dolore afficiuntur et necessario moriuntur.» «El dolor eterno, incurable, hasta la inevitable muerte.» Eso ponía en el fragmento de la carta de Maximilian. Pero ¿por qué destruir precisamente aquellas misivas? Si existía un veneno tan peligroso, ¿por qué nadie debía conocerlo? ¿Seguía Di Tassi la pista correcta? ¿Utilizaban los iluminados un veneno como arma? Incluso eran sus víctimas. Algo tan peligroso, ¿era útil como arma? Se sentó en un taburete de madera y recapacitó. Le sería imposible registrar toda la biblioteca. Di Tassi y sus hombres habían empleado días y noches en ello, y no habían hallado nada. Aquella secta, quienes se ocultaban en ella, no dejaban huella. Y si lo hacían, probablemente cabía deducir que... ¡Sí, claro!
Nicolai recordó de pronto qué le había parecido tan extraño en la biblioteca la primera vez que entró. ¡El desorden! Le había parecido artificial. El azufre quemado, los escritos y los libros esparcidos. Todo tenía un aspecto muy organizado. Nicolai no sabía decir por qué le había dado esa impresión, pero la sospecha ya no abandonó. Era como si hubieran dejado pistas a propósito para confundir a quienes los perseguían. Y habían quemado las pistas reales. Las cartas de Maximilian, que debían de ser muy importantes.
Nicolai se levantó y examinó la correspondencia clasificada en busca de los restos de las misivas de Maximilian. Empezó por la esquina donde se encontraba la curiosa máquina de luz de Di Tassi. Sin embargo, los legajos colocados a derecha e izquierda no contenían cartas, y tampoco pudo encontrar los pliegos de ceniza fijados entre los discos de cristal que el consejero le había mostrado una semana antes. Nicolai buscó debajo de las mesas, abrió algunas cajas y reagrupó los papeles apilados con la esperanza de dar con el rastro de las cartas de Maximilian. La búsqueda fue infructuosa.
Volvió a la sala principal y continuó buscando allí. Durante un rato, se distrajo con los tesoros acumulados que encontraba: valiosos libros de Medicina, estudios de Astronomía, Geografía, Física, muchos de ellos ni siquiera encuadernados, tan sólo pliegos reunidos. Por todas partes se apreciaban rastros de una lectura intensa. Sin embargo, no encontró las cartas de Maximilian. ¿Las habían guardado aparte? ¿Qué significaba que faltaran precisamente esas misivas?
Intentó recordar el contenido.
Luz.
En ellas se referían a la luz. Di Tassi le había enseñado aquella máquina y también le había hablado de la luz. «Con luz, todo es posible —había dicho—. Sólo hay que llevarla hasta donde habitualmente no llega.»
Después, le había señalado unos fragmentos de texto. Nicolai aún recordaba las palabras escritas.
«Sapientia est soror lucis... horror luciferorum.»
«La sabiduría es hermana de la luz.» ¿El horror del luciferorum?
Luego seguía una serie de números romanos y la extraña descripción del efecto de una sustancia: «... non modo animum gravat, sed etiam fontem vitae extinguit...» «Una materia que no sólo aqueja al espíritu, sino que seca la fuente de la vida.» Soror lucis. Horror luciferorum.
El horror del... ¿luciferorum? ¿Qué significaba luciferorum? ¿Qué tenían en común la luz y el demonio? O mejor aún: ¿con los demonios? Lucifer era singular, único. Sin embargo, la similitud de la palabra lo sorprendía. Lucifer, el ángel caído, ¡el Prometeo castigado por Dios que había robado el fuego para los hombres!
¡Fuego!
Nicolai se volvió. ¿Dónde estaba? ¿La pintura? Paseó la mirada por la sala. Y la descubrió. Mientras se acercaba a ella, se dio cuenta de otra cosa. Por lo visto, Di Tassi también la contemplaba, puesto que ya no estaba en la antesala, como el día antes, sino que volvía a estar colgada en la pared, entre las dos ventanas que daban al cementerio. En un primer momento, su mirada se posó en la inscripción que se veía sobre las espadas en llamas de los ángeles. «In te ipsum redi.» «Mira en ti mismo.» La sentencia de muerte de Selling. Por lo visto, una advertencia mortal para los que se acercaban a la secta. Pero ¿no decía algo más aquella pintura? ¿Que nadie podía regresar al Paraíso una vez expulsado? Era el fuego, la espada en llamas de los ángeles lo que destruía a los que se acercaban a la entrada. Nicolai observó a las personas a las que los ángeles iracundos ahuyentaban. Todas huían terriblemente espantadas, pero al mismo tiempo giraban el cuello para mirar atrás, a la ansiada puerta que los furiosos guardianes vigilaban. Una drástica representación del precio que la humanidad había tenido que pagar por obtener el fuego: la pérdida de la capacidad de poder mirar hacia el futuro. Hacía mucho que Nicolai no pensaba en el sentido más profundo de la leyenda de Lucifer. Si a los hombres no les hubieran arrebatado el don de mirar al futuro en el mismo instante en que recibieron el fuego, ¿habrían aceptado el obsequio? Seguramente no, ¡porque habrían previsto las nefastas consecuencias! El astuto Lucifer sabía lo que hacía. Sin embargo, en la pintura daba la impresión de que se representaba a la humanidad en un momento en que todavía eran conscientes del enorme precio de aquel obsequio. Maldita sea, ahora un fuego aterrador los empujaba a mirar siempre atrás, al pasado. Y nunca tendrían la certeza de no estar dirigiéndose a un abismo, pues ya no podían mirar adelante, al futuro, porque habían cambiado el futuro por el fuego.
¡El futuro! Recordó la conversación con Magdalena. La joven le había dicho que su trabajo era absurdo porque sólo comprendía el pasado. Y era evidente que conocía aquella pintura, o el simbolismo le era tan familiar que lo había reconocido al instante. «... mysterium patris», había murmurado. ¿El misterio del padre? ¿A qué se refería? ¿El misterio del padre? Entonces, lo asaltó una sospecha. ¿Acaso ella también pertenecía a la secta? ¿Era... tal vez una iluminada, un agente secreto de aquellos conspiradores?
Se apartó del cuadro y notó que el sudor se deslizaba por su espinazo. ¿Acaso no tenía derecho Di Tassi a ser tan desconfiado? ¿Había ido Magdalena a parar a aquel bosque realmente por casualidad? ¿Por qué se había teñido el pelo? ¿Sólo para estar segura de librarse de su esposo? ¿Y si era la mujer que se había presentado en el castillo en dos ocasiones? Los que podían identificarla estaban todos muertos.
Soror lucis... Horror luciferorum... Horror del demonio.
Iluminados. Luciferorum. Luz.
Aquellas palabras comenzaron a sonar en su cabeza como campanas a rebato. Le dio la impresión de hallarse muy cerca del misterio. Pero no podía comprenderlo. Examinó la pintura. ¡Al cuerno con el veneno de Di Tassi! Se enfrentaban a una secta que asesinaba siguiendo un plan secreto. Y por muy secreto que fuera el plan, seguro que no era impenetrable. ¿Tal vez se trataba en realidad de una lucha de poder entre distintas sociedades secretas? Por lo visto, había muchas. El día anterior, había oído por primera vez hablar de los iluminados. Pero ya había leído algo sobre los luciferinos en el calendario de los pecados mortales. Esa secta demoníaca enseñaba que Lucifer no representaba el mal en el mundo, sino Dios, puesto que, por envidia y celos, había querido privar a los hombres de los misterios del mundo para mantenerlos en la ignorancia como a los animales. El misterio de Dios. ¡Claro! El misterio del Padre. Mysterium patris. El fuego. La luz del conocimiento. Eso era lo que Lucifer había arrebatado a Dios, y por eso lo habían desterrado al infierno. El asesino de Selling, Zinnlechner, desnudo y bañado en sangre como el diablo en persona, ¿era un seguidor de esos luciferinos? ¿En eso se basaba la advertencia de Maximilian? Horror luciferorum. Pero, si detrás de los atentados se ocultaba una secta demoníaca, ¿por qué quemaban sillas de posta?
Nicolai se quedó un rato delante de la pintura, estudiando los detalles como si allí se escondiera la respuesta a sus muchas preguntas. Sin embargo, cuanto más contemplaba la representación, más fuerte era la certeza de que su hipótesis original era la correcta. Sólo el primer eslabón de la cadena de acontecimientos los haría avanzar. ¿Qué había ocurrido en Leipzig? Él no sabía nada al respecto. Y Di Tassi tampoco había dicho nada hasta el momento que guardara relación con ello. Sin embargo, se trataba de una cuestión decisiva: ¿quién había matado a Maximilian? ¿Y por qué?