6
Cabalgaron juntos hasta Lindenau. Magdalena había elegido la ruta del oeste, que pasaba por Knauthayn, Knautleberg, Windorf, Zschocher y Plagwitz. El entraría por la puerta de Ranstädter, aunque Magdalena opinaba que no había ningún peligro. Debido a la feria de Año Nuevo, habría tal ajetreo en todas las puertas de la ciudad que no cabía temer un control excesivo. Sólo tendría que llevar preparado el dinero para pagar el tributo de entrada y afirmar que iba a visitar la feria.
Sin embargo, Nicolai estaba nervioso. Di Tassi habría enviado esbirros a Leipzig. Cuando vio en Lindenau el primer carruaje de un comerciante, cambió de plan. El caballo podía delatarlo muy fácilmente. Iría a pie. Magdalena se llevaría la cabalgadura a la aldea de Rückmarksdorf.
La joven volvió a explicarle con precisión cómo encontraría la casa del tal Falk, y le dio una pequeña tarjeta con una extraña inscripción.

Nicolai no daba crédito a sus ojos.
—Pero... ¿qué es esto?
No fue capaz de decir más.
—Es una de sus escrituras cifradas —dijo Magdalena.
Nicolai contempló los caracteres, todavía desconcertado. ¡El conocía aquel trazo! Eran los mismos caracteres que había en los sellos de las cartas interceptadas.
—Cifradas, ¿de quién? —espetó.
—De los luciferinos. Es un código de Noé —dijo, y dibujó a toda prisa unos cuadrados.

—Es así.
—Ah —dijo Nicolai.
—¿Sabes descifrarlo?
Nicolai observó un momento los caracteres. Luego reconoció la lógica. Los puntos señalaban a cuál de los tres grupos correspondía el carácter. Y el carácter mismo remitía a uno de los nueve cuadros respectivos.
—Amicus —tradujo al cabo de una breve búsqueda.
—Este código lo utilizan muchos luciferinos. Falk lo reconocerá. Es un secreto del grado inferior.
—Y tú, ¿cómo es que lo conoces?
—¿A Falk?
—No. El código.
—Por mi hermano.
—¿Era un iluminado?
Magdalena negó con la cabeza.
—No. Philipp era luciferino.
—¿Y no es lo mismo?
—Sí y no. Son parecidos, pero no iguales. Lo que los une a todos es que no quieren saber nada del verdadero misterio. Por eso no cesan de inventar el suyo, artificial. Falk lo sabe todo al respecto. Pregúntale a él.
Nicolai se guardó la tarjeta. Después comieron en silencio la sopa del desayuno. Nicolai observaba a los comerciantes que estaban sentados a las otras mesas, hablando en voz alta. Hacía mucho que no veía una reunión de gente tan variopinta. Oyó los más diversos dialectos. En la mesa de al lado, incluso hablaban en inglés. Se palpaba claramente una excitación general. ¡Cómo debería de estar la ciudad si la feria ya desataba semejante ambiente de entusiasmo en los arrabales!
Sin embargo, cuando finalmente se dirigió solo por la carretera hacia la puerta de entrada, sus pensamientos no iban por delante, centrándose en el encuentro que lo esperaba, sino que miraban atrás, a los últimos instantes de la despedida. Magdalena lo esperaría en Rückmarksdorf. ¿Había también allí uno de aquellos conventículos pietistas en los que podía encontrar refugio? ¿Celebraría allí el mysterium patris con sus hermanos de fe? No podía dejar de pensar en ella. Y cuanto más se acercaba a la ciudad, más le llamaba la atención el contraste entre la ingenua naturalidad de Magdalena y la pose amanerada de toda aquella gente.
La forma de hablar de los lugareños tenía un tono lloriqueante y servil. En las breves conversaciones de las que Nicolai fue testigo involuntario, oyó a menudo expresiones como «hijo de mi alma», «amigo mío», «mi buen y querido señor», y similares. Todo tan falso como la sonrisa con que recibían el pago.
Los edificios, de tres plantas, estaban pintados de verde y rojo, y cubiertos con tejados inclinados. Las plantas bajas servían casi exclusivamente de depósito o de almacén, donde se amontonaban las mercancías. Nicolai apenas se fijó en el espectáculo de las idas y venidas apresuradas de los ayudantes de la feria, así como de los clientes y los comerciantes. Muy pronto empezaron a dolerle los pies. Los adoquines con que se habían pavimentado las calles hacían que andar fuera un tormento. Además, la mayoría estaban tan sueltos que el agua de la lluvia que se acumulaba debajo salpicaba a cada paso y cubría las medias de suciedad marrón. Un aguacero dificultó aún más el avance, y Nicolai se refugió en uno de los muchos cafés que había en la ciudad.
Estudió las listas de cambio que habían colgado en la entrada y que indicaban el curso actual de la moneda sajona. El luis de oro tenía allí un valor de 5 táleros, un escudo francés se cambiaba por 1 tálero y 13 groschen; el medio escudo, por 18 groschen y 6 peniques. Esa era la ventaja de una ciudad ferial, pensó. Allí, probablemente hasta los niños pequeños conocían las innumerables monedas de los distintos territorios y su valor, ya fueran marcos, chelines, monedas acuñadas en Hanover, en Frisia oriental, en Prusia, en Suiza, en Tréveris o en Bremen.
El café era exquisito, muy distinto del mejunje que servían en Núremberg. O bien la aduana era menos estricta en Sajorna o bien el contrabando estaba mejor organizado. Aunque seguramente eso también era consecuencia del intenso tráfico comercial que recorría la ciudad durante las tres ferias anuales.
Fortalecido por la bebida estimulante, emprendió un nuevo intento de encontrar la casa donde esperaba hallar a Falk. Cruzó el mercado y entró en el barrio universitario. La visión de algunos estudiantes que pasaban le hizo sentirse un poco melancólico. Aún no habían pasado tres años desde que él mismo rondara por las calles con el mismo descaro y desvergüenza, y con la cabeza llena de esperanzas y grandes sueños. Leyó los carteles colgados en las puertas. «Se alquilan habitaciones a estudiantes.» Seguramente eran el mismo tipo de cuchitriles en los que también había que instalarse en Wurzburgo cuando se tenía poco dinero: cuartuchos llenos de chinches y sin estufa, generalmente situados en el patio o en la planta baja, donde no corría el aire. Claro que allí había que añadir que todas las habitaciones tenían que desalojarse en temporada de ferias, puesto que podían alquilarse a los que visitaban la feria a un precio muy superior. Eso, él al menos se lo había ahorrado.
No era el caso de Falk, tal como comprobó al encontrar la casa que le había indicado Magdalena. Pertenecía al llamado Paulino, una parte venida a menos de la finca de la iglesia de los Paulinos, cuya parte posterior daba al patio trasero insalubre y lamentable del Paulinum. Una portera le dijo que el señor había cambiado de alojamiento a causa de la feria, y entretanto vivía en la Goldhahngässchen. Le explicó el camino, no sin dirigirse a él un par de veces tratándolo de hijo mío y amigo mío.
Por lo visto, en aquella ciudad no había picaportes. Debían de dar una voz, silbaban o hacían alguna otra señal. Nicolai decidió picar a la puerta. Abrió un hombre. Sí, al final del patio vivía un estudiante. Nicolai cruzó el pasillo de la casa. Lo acogió un patio estrecho. El suelo de tierra estaba encharcado. Habían puesto unas tablas encima que hacían las veces de puente hacia el cubierto de atrás. Se acercó a la puerta que el hombre le había indicado y llamó. Al principio, no se oyó nada. Sin embargo, luego le llegó al oído el ruido de pies arrastrándose. Al cabo de un momento, la puerta se abrió.
El joven que apareció delante de él no parecía muy saludable. Llevaba la típica ropa de estudiante, calzones negros ajustados, una casaca también negra y, además, un abrigo raído que se había tirado sobre los hombros. Presentaba un aspecto desarrapado. Los cabellos rubios, sin cubrir por peluca alguna, le caían en mechones. Tenía la piel macilenta y los labios amoratados a causa del frío. La frente despejada y la barbilla angulosa le prestaban cierto aire de pedantería. Sin embargo, lo más llamativo eran sus ojos, que brillaban en medio de su mísera estampa con una llama de la que no podía decirse con exactitud si se debía a una inteligencia aguda, a una pasión contenida o, simplemente, a la fiebre. La mirada penetrante con que lo observaba hizo que Nicolai se decantara por la última opción, y dijo:
—Buenos días. Me llamo Nicolai Röschlaub. Soy médico.
—¿A qué debo el honor? —le espetó.
—A un amigo común. Philipp Lahner.
Nicolai cogió la faltriquera, sacó la tarjeta con los garabatos en jeroglífico y se la entregó.
Falk le echó un vistazo, torció el gesto, lo miró a la cara y dijo:
—Philipp está muerto.
—Eso dicen.
—¿Quién le ha dado esto?
—Magdalena Lahner.
La mención del nombre provocó en él una reacción mucho más vehemente.
—¿Todavía ronda por aquí esa zarrapastrosa chiflada?
—Señor Falk, tengo que hablar con usted. ¿Puedo pasar? Veo que tiene fiebre. Si me lo permite, le prepararé un té que lo aliviará.
El ofrecimiento pareció desconcertar al hombre. Tardó unos segundos en recuperar la capacidad de réplica, y entonces dijo:
—No tengo fiebre. ¿Qué quiere?
—Me gustaría saber algo sobre Maximilian Alldorf.
—Alldorf también está muerto. ¿A quién le interesan todos esos muertos?
—Ya sé que está muerto. Pero lo que tramaba sigue muy vivo.
Falk lo miraba con desconfianza.
—¿Qué sabe usted al respecto?
—No lo suficiente. Por eso he venido a verlo.
Falk se ciñó mejor el abrigo sobre los hombros.
—¿Por qué tendría que contarle nada?
—Desde la muerte de Philipp, han ocurrido algunas cosas de las que me gustaría informarle. No me llevará mucho tiempo.
Falk arrugó la frente.
—Por favor, escúcheme —añadió Nicolai.
El muchacho dudó todavía un momento. Luego, se hizo a un lado.
—Pase.
—Gracias.
Falk dejó entrar a Nicolai, quien cruzó un pasillo que, al cabo de unos pasos, iba a parar a un cuarto. No se esperaba algo tan miserable. La habitación estaba prácticamente vacía. En un rincón había un colchón encima de un camastro de paja. Las paredes estaban desnudas y, en algunos puntos, la cal húmeda había formado ampollas. Aparte de eso, no había apenas nada. En medio del cuarto descansaba una maleta que hacía las veces de mesa. Al lado, un taburete de madera. Encima de la mesa había una pipa de tabaco dentro de un platillo de metal, junto a una bolsa de cuero. En el rincón situado junto a la ventana había una jofaina sobre un armazón de hierro forjado. Una toalla sucia colgaba debajo. La jarra correspondiente no se veía por ninguna parte. En cambio, había un cubo de agua junto a la puerta. No había estufa.
Falk se echó sobre el colchón y Nicolai se sentó en el taburete. Le contó su historia lo más deprisa que pudo, sin digresiones, pero lo más detalladamente posible. Cómo lo habían llamado a Alldorf y qué había ocurrido allí, cómo habían comenzado las pesquisas y cuál era la cadena de acontecimientos que lo habían llevado a Leipzig. Sólo procedió con cautela en lo tocante a Magdalena, y no mencionó nada de lo que había pasado entre ellos.
Falk no lo interrumpió ni una sola vez. Su semblante permaneció inexpresivo. Incluso cuando Nicolai le contó el asesinato de Selling y el suicidio del iluminado, aparte de un ligero cabeceo, no pudo distinguir ninguna emoción en su interlocutor. Sólo cuando mencionó la red de espionaje postal de Di Tassi y las misivas interceptadas, notó que el joven escuchaba con suma atención a pesar de la indiferencia que aparentaba. Cuando llegó al final, la habitación estaba casi a oscuras.
—¿Ha traído la carta de ese consejero judicial? —fue lo primero que preguntó el hombre.
Nicolai asintió.
Falk se inclinó hacia delante, sacó un estuche de artículos de fumador de debajo de la almohada, lo abrió, sacó una vela y la encendió.
—¿Puedo verla?
Nicolai metió la mano en el abrigo y sacó un paquete de cartas. Encontró el despacho, lo desplegó y se lo entregó a su interlocutor.
Falk leyó. En una ocasión meneó ligeramente la cabeza y resultó evidente que tenía que contenerse para no soltar una exclamación. Nicolai esperó.
Cuando acabó de leer la carta, la dobló por la mitad y la depositó respetuosamente encima del arcón.
—Es un escrito peligroso —dijo.
—Es una prueba.
—Sí. Demuestra sobre todo que usted tiene un grave problema.
—Lo sé —dijo Nicolai—. Por eso he venido.
Falk cogió la pipa y comenzó a llenarla.
—Lo que el consejero ha escrito sobre usted no es muy elogioso. ¿Tiene razón?
—Casi me gustaría que así fuera, porque entonces no estaría aquí.
Falk enarcó una ceja. ¿Quién era aquel hombre?, se preguntó Nicolai. ¿Un amigo de Lahner? ¿Uno de aquellos luciferinos? Sin embargo, finalmente le preguntó:
—¿Sabe quiénes se ocultan tras las iniciales B y W?
—Me lo imagino —contestó Falk.
—¿Y? ¿Quiénes son?
—Los nombres no le dirán gran cosa.
—¿Sabe por qué Philipp Lahner mató al joven conde de Alldorf?
—Fue un accidente. Philipp estaba borracho.
—Pero hay una relación entre ese accidente y los acontecimientos que le he explicado, ¿verdad?
Falk cogió de nuevo la carta y volvió a echarle una ojeada.
—Eso parece —dijo finalmente, aunque no hizo amago alguno de explicarse. Se inclinó hacia delante, acercó la pipa a la vela y se puso a fumar—. Así pues, lo envía su hermana.
—Ella me dio la dirección, sí. Pero no me ha enviado ella. Yo le pregunté quién podría contarme la historia de Maximilian. Y ella lo nombró a usted. Pero fue idea mía venir a hablar con usted.
Nicolai se estaba poniendo nervioso. ¿Por qué aquel hombre no le explicaba de una vez lo que sabía de Alldorf y Lahner, y de lo que ocurría en Berlín? El no quería hablar de Magdalena. Pero, por lo visto, a Falk sí le interesaba.
—¿También está ella en Leipzig?
—No. Se ha quedado en las afueras.
Falk calló unos instantes. Luego dijo:
—Tenga cuidado con ella. Esa gente son peores que los salvajes. ¿Sabe de quién es descendiente?
Tendría que aceptar el rodeo.
—Sí, me lo ha dicho.
Falk murmuró algo incomprensible.
—Philipp huyó de ellos. Por eso vino a Leipzig. Me explicó muchas veces cómo castraban a las mujeres en la pandilla de esa Buttlar y que incluso dejaban morir a los niños cuando una de ellas se quedaba embarazada. Son la chusma más espantosa de todas las sectas que uno pueda imaginar. Philipp no mantenía contacto con ellos, hasta que ocurrió el accidente con Maximilian. Entonces apareció por aquí su hermana. No sé por qué la recibió.
—Pero ¿cómo se produjo el accidente?
—Max provocó a Philipp.
—¿Se habían conocido aquí?
—Sí. Los dos estudiaban Metafísica con Seydlitz.
—Al principio, incluso fueron amigos, aunque eso estuviera fuera de lugar. Philipp llevó un día a Maximilian a los arrabales, a Brandvorwerk. Es el punto de reunión de la gente pobre e insignificante de aquí. Por allí callejean impresores, tipos que fabrican pelucas y similares. Está delante de la puerta de San Pedro. Allí se juega a los bolos, hay cerveza y, sobre todo, mujerzuelas miserables. Max quería verlo. A cambio, un día llevó a Philipp al baile que se celebra en los exteriores del castillo en Ranstädter. Incluso le prestó un traje elegante. Pero lo que realmente tenían en común era la masonería.
Nicolai tiritaba. El frío de la habitación había penetrado a través de su ropa y parecía que pronto se le metería en los huesos. Pero Falk hablaba por fin. Así pues, aguantaría.
—En la universidad hay una cantidad enorme de sociedades secretas. Las más conocidas son las de los hermanos negros, los amicistas y los constantistas. Pero se han acuñado muchos más nombres distintos para esos grupos secretos, que son siempre lo mismo. Cuanto más duramente los persiguen, más aumenta la cifra de sus seguidores. Para protegerse, todos tienen una escritura secreta y un lenguaje secreto. Todos practican una especie de masonería; generalmente, cosas absurdas. Se encuentran en reuniones secretas, invitan a magnetizadores y sonámbulos, y buscan juntos la piedra filosofal y el misterio del mundo. Son una verdadera epidemia aquí, en Leipzig, pero también en otros sitios, por lo que me han contado. A Philipp le atraían tanto como a Maximilian.
—¿Sabe cómo se llamaba la sociedad secreta de Maximilian?
—Era una rama de una logia berlinesa llamada Los tres globos terráqueos. Maximilian introdujo en ella a Philipp. Si no recuerdo mal, todo comenzó entonces. Philipp volvió una noche de uno de esos encuentros. Estaba pálido como la cera y muy trastornado. Le pregunté qué había pasado, pero no me dijo nada. Al cabo de unos días, empezó a soltar prenda. Afirmaba que, en aquella logia, casi sólo había jesuitas. Que era una orden de jesuitas.
—Hace años que las órdenes de jesuitas están prohibidas —replicó Nicolai.
—Precisamente por eso muchos de ellos se encubren en sociedades masónicas. Philipp afirmaba que en Los tres globos terráqueos habían intentado reclutarlo como espía.
—¿Espía de qué?
—Al principio, dentro de la universidad. Tenía que redactar protocolos de conversaciones, tantear a profesores y estudiantes, las ideas que expresaban. Por lo visto, lo consideraban uno de ellos por su amistad con Alldorf. Así trabajan esas sociedades secretas. Buscan candidatos que creen que después obtendrán influencia en las cortes y en las administraciones. Los jesuitas se han infiltrado en las logias masónicas para eludir indirectamente la prohibición de la orden. Pero su objetivo sigue siendo el mismo. Quieren controlar el Estado. Después de cuarenta años de Ilustración y de burlas a la religión, pretenden que se instaure de nuevo un Estado de Dios. Maximilian se había hecho amigo de Philipp únicamente para ponerlo de su parte. Cuando Philipp se dio cuenta de la clase de grupo en que se encontraba, se distanció. Maximilian no volvió a cruzar una palabra con él. Philipp fundó su propia sociedad secreta para frustrar el plan de los jesuitas.
Falk dio una pipada; en su semblante se reflejaba de manera elocuente el desprecio que sentía hacia tal propósito.
—¿Qué plan?
—Eso es lo curioso. Nadie conoce realmente el plan. En esas sociedades secretas, un secreto se superpone a otro, como las capas de una cebolla. Pero si se penetra hasta el centro, no encierran nada. Sin embargo, Philipp estaba convencido de la existencia de ese plan. Una peligrosa conspiración. Discutimos a menudo sobre ello. Ya hay bastantes males visibles contra los que merece la pena luchar, ¿no cree? El hambre, los franceses, los impuestos, la guerra. Pero Philipp prefería luchar contra fantasmas. Su principal empresa consistía en infiltrarse en la logia de Los tres globos terráqueos. Estaba obsesionado en descubrir qué planeaba aquella gente. Aunque, según lo informaron sus amigos y compañeros de lucha, no planeaban nada. Simplemente se reunían para llevar a cabo sortilegios enigmáticos y experimentos eléctricos sobrenaturales. Incluso Maximilian se retiró pronto del asunto porque se daría cuenta de lo ridícula y simplona que era aquella gente.
—O para poner en marcha un propósito más efectivo —objetó Nicolai.
Falk hizo una pausa; dio la impresión de que reflexionaba. Nicolai esperó.
—Ya habla usted como Philipp. Tal vez fue así. No lo sé. Yo sólo sé que Maximilian desapareció de Leipzig por una larga temporada en el verano de 1779. Philipp estaba convencido de que tramaba algo, pero, claro, no disponía de medios para seguir al hijo de un conde. No obstante, se enteró de algunas cosas. Maximilian había ido a Berlín. Un compañero de la clase de Seydlitz lo había visto allí en el salón de Markus Herz.
Nicolai enarcó las cejas. Aquel nombre no le decía nada.
—¿Quién es?
Falk torció el gesto.
—Un judío del círculo de Mendelssohn y de otros ilustrados de Berlín. Philipp estaba convencido de que Maximilian pretendía espiarlos, puesto que, de otro modo, ¿cómo se explicaba que un escorpión de los jesuitas frecuentara el salón de Herz? Herz se contaba entre los amigos de la razón. Philipp incluso había pretendido atraerlo a su asociación para luchar contra el despotismo de los príncipes, la doctrina y la superstición religiosas con que se mantenía a las masas en la ignorancia y la falta de madurez. ¿Cómo podía permitir Herz la entrada en su salón a alguien como Alldorf?
Buena pregunta, pensó Nicolai. Pero no obtuvo respuesta.
—A finales de verano, Maximilian se marchó de Berlín y se dirigió a Königsberg. En noviembre regresó a Leipzig. Estaba irreconocible. Estaba demacrado y pálido, no hablaba con nadie, evitaba toda vida social, y hasta corrió el rumor de que se había contagiado del mal francés en Königsberg. Philipp seguía convencido de que maquinaba algo y lo vigilaba constantemente. Lo seguía en la medida de lo posible, anotaba con quién se encontraba, cuándo salía, a qué médicos visitaba y cosas por el estilo.
—Entonces, ¿estaba realmente enfermo?
—Sí. Parecía cansado, apagado. Casi no comía y apenas salía de casa. Escribía muchas cartas. Y paseaba. En uno de esos paseos, Philipp se topó con él. No sé de qué hablaron, pero Philipp volvió muy excitado a casa. En aquella época comíamos en el Paulino. Me contó, muy afectado, que Alldorf estaba a punto de completar un proyecto secreto. Habló de un peligro atroz. Algunas personalidades se habían aliado y habían acordado un plan peligroso. Habían hallado un medio infalible.
—¿Un medio? ¿Un medio para qué?-preguntó Nicolai.
—No lo sé. Diría que un medio para destruir a los enemigos de Maximilian.
—¿Tenía enemigos?
Falk respiró hondo y empezó a toser. Cuando se recuperó, dijo:
—Bueno, al menos tenía uno, eso seguro: Philipp. Estaba fuera de sí. Hablaba como los masones, de grados y arcanos y cosas por el estilo. De hecho, realmente había una cosa curiosa: Maximilian lo sabía todo sobre la nueva sociedad secreta de Philipp, la Unión Alemana. No sólo lo sabía todo, sino que se burló de él afirmando que aquello eran estupideces y tonterías en comparación con lo que él había descubierto. Le dijo a Philipp que era un necio ignorante que no tenía ni idea de lo que realmente sucedía en el mundo. Sólo él, Maximilian, lo sabía. Pero no pensaba contarle nada. Al contrario. Custodiarían ese secreto eternamente en su hermandad, porque el mundo no era lo bastante maduro, y cosas por el estilo. Intenté hacer entrar en razón a Philipp. Menudo secreto, pensé yo, si había que ascender noventa y nueve estúpidos grados para, luego, después de descorrer el último velo, reencontrarse con la propia cara de asno reflejada en un espejo.
La pipa se le había apagado durante el largo discurso y se inclinó hacia la vela para volver a encenderla. Nicolai aprovechó la pausa para plantear una pregunta.
—Ese medio del que habló Maximilian..., ¿sabe de qué se trataba?
—No.
—¿Recuerda los síntomas de la enfermedad de Maximilian?
—No. Sólo lo vi otra vez, y a una distancia considerable. Lo que sé, se lo oí decir a Philipp. Y desvariaba. Yo no sabía que el asunto acabaría tan mal; de lo contrario, me habría preocupado más del tema.
—¿Y qué ocurrió después?
—En diciembre se celebra cada año una fiesta de estudiantes, y casi siempre se producen altercados. Las hermandades se provocan, hay peleas, luego se sale por la ciudad, se rompen cristales y, generalmente, eso es todo. Maximilian estaba en la fiesta y, por lo visto, Philipp lo insultó. Pero Philipp iba borracho, como casi todos los que participaban en la fiesta, y no estaba en condiciones de ofrecer una satisfacción. Por lo tanto, Maximilian no se preocupó más de él. Además, en esas fiestas se vociferan tantos insultos que uno no podría librar en toda su vida los duelos a que lo retan. El caso es que Maximilian le espetó algo a Philipp en respuesta. Y Philipp perdió la cabeza. Se abalanzó sobre él sin previo aviso y lo derribó de dos terribles puñetazos. Nadie fue capaz de reaccionar con suficiente rapidez. El joven conde quedó inconsciente en el suelo. Tenía la cara cubierta de sangre. Pero Philipp no desistió; se lanzó sobre el herido, se sentó encima de él y volvió a darle puñetazos en la cara. Entonces, se puso a gritar como un poseso: «El tiene el secreto, ¡sacádselo! ¡El tiene el mysterium patris!» Fue espantoso. Lo agarré de un brazo y vi que tenía la piel de los nudillos en carne viva de tan fuerte como le había pegado. Llegó un bedel y, acto seguido, más hombres, y se lo llevaron.
Falk volvió a quedarse callado. Nicolai se levantó y dio unos pasos arriba y abajo. Apenas se notaba los pies por culpa del frío. Falk estaba acurrucado en su camastro, mirando fijamente la llama de la vela.
—Nunca había pasado nada igual por aquí. La universidad, que realmente tenía la jurisdicción sobre el caso, consideró que el suceso era tan grave que rehusaba imponer el castigo. Así pues, el caso fue a parar al Tribunal Penal de Leipzig, y el destino de Philipp quedó sellado. Tres semanas después moría en la horca.
—¿No se defendió? ¿No explicó por qué lo había hecho?
Falk se encogió de hombros.
—¿Cree usted en fantasmas?
—No.
—Yo tampoco. Pero Philipp sí creía en ellos. Veía conspiraciones por todas partes. Consideraba a Maximilian el cabecilla de una hermandad secreta que custodiaba un peligroso misterio que amenazaba al mundo. En su opinión, esa hermandad era tan poderosa que lo controlaba todo y a todos. Naturalmente, también el Tribunal Penal de Leipzig. Era inútil defenderse. Se había sacrificado. Se consideraba un mártir en la lucha contra la oscuridad venidera. Un luciferino.
—¿Luciferino?
—Sí. Así se llamaba él. Se veía como un ilustrado, un luciferino. El mundo de Philipp era una lucha entre luz y oscuridad. Y, claro, Lucifer era para él el verdadero héroe de la historia del mundo. Él había robado la luz del Cielo y había llevado la razón a la humanidad. Por eso fue desterrado al infierno. Porque ni Dios ni la Iglesia querían que los hombres fuesen libres. Querían mantenerlos al nivel de un animal inferior. Así veía él las cosas.
—¿No es ésa la interpretación de los iluminados?
—No. Los iluminados son estetas que no tienen religión. Por aquí no reclutan a mucha gente. Por lo que he oído, hacen pocos sortilegios. Quieren un Estado ilustrado y por eso intentan ocupar puestos en el Gobierno. Aquí, en el norte, eso no hace falta, puesto que no se puede gobernar de un modo más ateo que en Prusia. Pero en el sur tienen mucha concurrencia.
Nicolai reflexionó. Poco a poco se iba perfilando una relación, al menos superficialmente. ¿Acababa todo aquel asunto en que dos o tal vez más sociedades secretas combatían entre ellas?
—¿Y Maximilian? ¿Sabe algo de la orden a la que pertenecía?
—Maximilian era rosacruz.
—¿Rosacruz?
—Los rosacruces odian todo lo que huele a Ilustración y a razón. Igual que los iluminados, han tomado prestado su sistema de la masonería. Aunque ellos engatusan a sus seguidores con la promesa de una revelación misteriosa; en su caso, divina. Los rosacruces están convencidos de que pertenecen a una orden de escogidos, de mortales dotados por la gracia, a los que les será desvelado el misterio del mundo. Por aquí son muy activos.
Señaló la carta de Di Tassi y añadió:
—Ése fue probablemente el error de su consejero judicial. Partía de la suposición falsa de que Alldorf era un iluminado. Y ahora ha reparado en su error. Por lo visto, el dinero de Alldorf será utilizado en Berlín para financiar un proyecto de los rosacruces.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión? —preguntó sorprendido Nicolai.
—Las iniciales. B... y W...
—Entonces, ¿sabe a quién corresponden?
Falk asintió.
—¿Y bien?
—Tengo mucha hambre. ¿Usted no?