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Boskenner les había inculcado que se vistieran con pulcritud y que hicieran todo lo posible por no llamar la atención en las posadas. Mantenía cierta distancia, pero los observaba de cerca, aunque procurando discretamente no dejarse ver con ellos.
Las instrucciones le habían parecido tan misteriosas a él como a los cuatro individuos que había contratado. Al principio había especulado con explicarles alguna historia, pero todo lo que imaginaba parecía aún más fantasioso que el encargo, ya de por sí incomprensible. Lo único concreto era el pago. Pensar en todo aquel dinero casi le provocaba mareos. El hombre le había pagado de inmediato un tercio de la suma acordada. El resto de lo pactado se lo había enseñado, táleros sin cercenar, a cual más hermoso, y fáciles de ganar. Luego, el desconocido le mostró un mapa donde habían marcado una serie de rutas de sillas de posta. El encargo no parecía muy arriesgado. Las rutas que pasaban por los distritos señalados se consideraban seguras y, por lo tanto, no estaban especialmente vigiladas. Si actuaban con rapidez, habrían cumplido el encargo antes de que movilizaran alguna patrulla. Como siempre, todo tenía que ir muy deprisa. Y el asunto sería sencillo.
Sin embargo, a Boskenner le daba mala espina. El encargo no le gustaba, a pesar de todo. El desconocido no había dicho su nombre ni le había explicado el objetivo de aquellas acciones. Estaba en su derecho. Alguien que paga tan bien no le debe explicaciones a nadie. Pero una cosa era violar las leyes del país y otra muy distinta las de la lógica. No conseguía verle la lógica a aquel encargo. Y ése era el problema con los demás. Tendría que haberles aclarado que, para que el asunto tuviera éxito, era esencial proceder exactamente como deseaba el cliente. De lo contrario, no se harían con el abultado monto de los hermosos táleros. Había que asaltar las sillas de posta, pero sin hacerse con ningún botín. El pago lo recibirían de los que los habían contratado por la cantidad pactada. Pasadas unas semanas, después de haber llevado a cabo el quinto asalto. En todo ello había algo que a Boskenner no le agradaba.
Se encontraban en Erlangen. El primer carruaje del que debían ocuparse ya estaba en camino. Pero aún tenían tiempo. Con sus caballos, eran mucho más rápidos que las pesadas sillas de posta. Bastaría con partir hacia las nueve. A las once llegarían a la posta. Para entonces, el coche llevaría siete horas de camino. Los pasajeros estarían destrozados y bastante cansados. Nadie contaba con la posibilidad de asaltos. No en esa ruta. En noviembre no había ninguna feria programada y, por lo tanto, no había comerciantes viajando con abultadas bolsas de dinero ni coches con cargas valiosas. En media hora liquidarían el asunto. Había decidido no explicar los detalles a sus hombres hasta el último momento. ¿Cómo reaccionarían? Era difícil de prever. Ni siquiera él sabía qué pensar de todo aquello.
En cualquier caso, no correría ningún riesgo. En aquella época, casi todos los viajeros iban armados y hacían uso de sus pistolas con más presteza que antes cuando se sentían atacados. Últimamente, ya habían resultado heridas o incluso habían muerto algunas personas que se habían acercado a un carruaje con el inofensivo propósito de preguntar por el camino. No, tenían que dar el golpe totalmente por sorpresa. Harían el trabajo en poco tiempo y con contundencia, lo terminarían y desaparecían de inmediato. Si calculaba el provecho que sacaría, la retribución prometida era muy superior a lo que cabía esperar que pudiera encontrarse en los bolsillos y las bolsas de los viajeros. Había excepciones, por supuesto. Golpes de suerte. Pero, por lo general, no valía tanto la pena, y luego había que vender el botín para convertirlo en dinero. Ahí no. Táleros sin cercenar. Lo mejor que existía. No podían enojar a aquellos clientes en ningún caso. Tendría que aleccionar a sus hombres. Las pertenencias de los viajeros, ni tocarlas. Ya nos pagan.
Dio una calada a la pipa y levantó la vista hacia la mesa donde estaban sentados los demás. Bebían a más no poder, pero Boskenner no se preocupó. Ya había trabajado con los cuatro. Tal vez no lo parecía, pero había seleccionado cuidadosamente a aquellos hombres y, llegado el momento, actuarían con eficacia. Además, cabalgar hasta el lugar convenido los despejaría. Y, luego, aún tendrían que esperar dos horas largas. Eso bastaría.
Era otra embriaguez la que lo molestaba. La embriaguez del asalto, de la violencia, del nerviosismo y de la codicia. Eso era imprevisible. Y que no comprendía por qué alguien pagaba tanto dinero por algo así.