3
Habían atado a la muchacha y la habían tumbado encima de unas mantas de las cabalgaduras en el borde del claro. Los otros dos ayudantes de Di Tassi la sujetaban, pero tenían que esforzarse por mantener quieto el cuerpo convulso de la joven, que movía la cabeza bruscamente de un lado a otro. Tenía el cabello negro, enfangado y empapado de sudor. Le cubría el rostro completamente. Sólo de vez en cuando unos ojos enloquecidos por el terror brillaban entre los mechones que le caían sobre la cara. Nicolai estaba de pie junto a ella y la observaba. A la joven le temblaban las piernas, envueltas con jirones. Su abdomen se estremecía con fuertes convulsiones y, a la que uno de los hombres aflojaba, hacía todo lo posible por liberarse de los que la agarraban. Poco antes había logrado quitarse el pañuelo que le tapaba la boca, y Nicolai había oído los gritos desgarradores que profería cuando la dejaban. Debía de estar poseída. O loca. O ambas cosas.
Nicolai se arrodilló, le cogió la muñeca izquierda e intentó encontrarle el pulso. Sin embargo, aquel contacto provocó tal sacudida en el cuerpo de la muchacha que el médico retiró la mano espantado. La joven exhaló un suspiro atroz y echó la cabeza hacia atrás. Tenía la piel helada. Nicolai se levantó.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó.
—No lo sabemos —contestó Di Tassi—. Mis hombres han encontrado a Selling hará una hora.
Señaló a Feustking, que se encontraba en el otro lado del claro, observando algo que estaba al pie de un árbol. Fuera lo que fuera, alguien había tirado por encima una manta grande de color marrón oscuro. Sin embargo, el árbol también presentaba una peculiaridad. En el tronco, a la altura del pecho, había un trapo negro atado. Algo sobresalía en ese punto del árbol y deformaba el tejido, pero no se podía distinguir si se trataba de una rama o de un objeto que hubieran colocado allí.
—Hagelganz —prosiguió Di Tassi—, cuéntele al médico lo ocurrido.
El aludido, arrodillado en el suelo, continuó sujetando a la muchacha temblorosa. Levantó un momento la cabeza y lo explicó rápidamente:
—La descubrimos cuando se puso a gritar. Debía de estar inconsciente.
—Sospecho que lo ha presenciado todo —apuntó Di Tassi—. El terror le habrá perturbado el juicio, ¿no cree?
Nicolai miró con desconfianza hacia Feustking, al otro lado del claro, y el bulto oscuro. ¿Qué había presenciado la muchacha?
Se pasó la mano por la frente y luego abrió su maletín con determinación. Fuera lo que fuera lo que le había sucedido a la joven, sólo Morfeo podía aliviar su estado. No sabía cómo le administraría el somnífero, pero aquél era el único tratamiento sensato por el momento. También le haría una sangría para eliminar la bilis que seguramente le anegaba la sangre. Con un par de maniobras rápidas encontró las ampollas apropiadas, contó las gotas que vertía en un vaso, añadió agua y removió el recipiente.
—Sujétenla bien —les dijo a los tres hombres.
Dejó el vaso a un lado y rebuscó en el maletín un instrumento apropiado. Pero sólo encontró la cánula de una lavativa. Examinó el conducto y decidió que podía servir; cogió un frasco de vinagre y vertió unas gotas dentro del tubo. Frotó cuidadosamente la parte exterior y luego introdujo el instrumento en la manga izquierda de su casaca, de manera que podía notar el metal sobre la piel del antebrazo. Deslizó la punta de la cánula por el dobladillo del puño.
Primero intentó apartarle a la muchacha el cabello de la cara. Ella se encabritó, pero finalmente logró cogerle la nuca. Le pasó los dedos por la espesa melena y la sujetó con firmeza. El cuerpo de la joven se calmó. Nicolai notaba la fuerza incontenible con que la muchacha pretendía liberarse, pero la agarró con más firmeza todavía y no le dejó margen alguno de maniobra. Luego, le pasó suavemente la palma de la otra mano por la frente y le apartó uno a uno los mechones de pelo sucio. Entonces contempló sorprendido el rostro desencajado que salió a la luz. La muchacha tenía las mejillas llenas de rasguños. Dos grandes ojos marrones miraban muy abiertos al vacío entre unos párpados inflamados. Unas venas azules inflamadas le surcaban la piel de la frente. La mordaza le apretaba la boca, y eso estaba bien ya que Nicolai tenía la seguridad de que los terribles alaridos volverían a comenzar de inmediato si le quitaban el pañuelo. Le agarró con más fuerza el cabello de la nuca. La muchacha entornó los ojos de dolor, pero su cabeza siguió inmóvil en la mano de Nicolai.
Girando hábilmente la muñeca, el médico deslizó la punta de la cánula desde la manga de su casaca hasta la palma de la mano, la cogió, ladeó un poco la cabeza de la muchacha y metió el tubito por debajo de la mordaza de manera que la cánula quedara apretada contra las encías, descansando entre la parte interior de la mejilla y la mandíbula superior.
—Ahora tienen que impedir que se mueva —indicó—. Si consigue morder el metal, podría hacerse daño.
Los hombres asintieron y la sujetaron con más firmeza. Nicolai cogió el vaso, tomó un sorbo del líquido y se lo guardó en la boca, rodeó el otro extremo de la cánula con los labios y vertió una pequeña parte del remedio en la boca de la joven. Esta intentó apartar la cabeza, pero Nicolai la asía implacable. El líquido le entró en la boca y el médico observó satisfecho que tragaba instintivamente. Nicolai esperó, observó la laringe de la muchacha, dejó caer más líquido y repitió el procedimiento hasta que la joven se hubo tragado la primera dosis del remedio.
El procedimiento duró casi diez minutos porque Nicolai dejaba caer cantidades muy pequeñas por la cánula para asegurarse de que la muchacha no se atragantaba. En un momento dado, levantó la vista y se dio cuenta de que Di Tassi lo observaba atentamente.
El remedio comenzó a hacer efecto. Los cambios se apreciaron primero en los ojos. La muchacha empezó a parpadear, y la rigidez de su semblante se fue atenuando paulatinamente. También se le relajaron los músculos, hasta entonces tensos y con espasmos. Respiraba más tranquila y ya sólo era cuestión de tiempo que se durmiera.
Nicolai se enjuagó la boca, pero no perdió de vista a su paciente ni un segundo.
—No la suelten todavía —dijo, y volvió a acariciarle la frente antes de prepararse para la siguiente intervención.
Al explorarle el tobillo en busca del mejor sitio para practicar una cisura, se asustó. Estaba hinchado. Le palpó la pierna, tarea nada sencilla en vista de los jirones con que se la había envuelto. Sin embargo, no pudo comprobar si la tenía rota. ¿Debía examinarla allí mismo? ¿Tal vez sólo se había torcido el tobillo?
—¿Qué tiene? —preguntó Di Tassi—. ¿Está herida?
—Tiene el tobillo hinchado —contestó Nicolai—. Le entablillaré la pierna antes de que se la lleven. Pero aquí no puedo examinarla como es debido.
—Podrá hacerlo con tranquilidad en el castillo de Alldorf —replicó Di Tassi—. ¿Ha acabado con ella?
—No —negó Nicolai enojado.
No le había gustado el tono de aquel hombre, nuevamente autoritario. Ya no parecía interesarle en absoluto la pobre chica que yacía en el suelo.
—Aún tengo que limpiarle la sangre. Será un momento. Después necesitaré mantas, unas cuantas ramas fuertes y vendajes.
—No tenemos vendajes —dijo impaciente Di Tassi.
—Pues busquen lo que sea —contestó Nicolai—. Me han hecho venir para que hiciera mi trabajo. Pues déjenme trabajar.
El hombre iba a replicar algo, pero se lo replanteó. Sacó de debajo de la muchacha una de las mantas con un movimiento rápido, se la dio a uno de los hombres que la habían estado sujetando y le ordenó que la rasgara a tiras.
El ruido de tela desgarrada resonó en el claro mientras Nicolai abría una vena en el tobillo derecho de la muchacha y llenaba un platillo tras otro de sangre. Al concluir la sangría, la joven dormía. Nicolai le vendó la herida, le entablilló la pierna izquierda con unas cuantas maniobras rápidas, le quitó la mordaza de la boca y le limpió un poco la cara. El rostro enmarcado en una cabellera negra parecía muy joven, pero el cuerpo, cuyas formas Nicolai podía intuir por debajo de la ropa, no tenía nada de niña. Una campesina, pensó. ¿Cuántos años tendría? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Y qué ocurriría cuando volviera en sí?
Le habría gustado contemplar un poco más aquel rostro, pero todos se habían puesto en marcha. Así pues, se apartó, se levantó y guardó el instrumental. Los hombres de Di Tassi doblaron más mantas en torno a la muchacha y la envolvieron bien contra el frío.
—Ya viene de camino un carro —dijo Di Tassi—. Gracias. Lo ha hecho muy bien.
Nicolai contempló una última vez el rostro dormido. Luego miró hacia el árbol al pie del cual seguía tendido el bulto funesto.
Cogió el maletín.