15
En el exterior, aún imperaba una profunda oscuridad cuando partieron de madrugada. Volvía a hacer frío después del deshielo de los últimos días. Había nevado durante la noche y eso dificultaría la tarea de buscar un escondite sin dejar huellas. Por otro lado, de ese modo sería posible vigilar los senderos a mucha distancia, puesto que enseguida verían a cualquiera que viajara por el paisaje blanco.
Nicolai había pasado la velada estudiando el mapa. Estaban a medio camino entre Núremberg y Bayreuth, aunque en una región apartada dentro del triángulo que se formaba entre Sulzbach, Thunbach y Weiden. Una posta más allá, en dirección a Bayreuth, se encontraba Schwabach. Di Tassi seguramente había elegido aquel lugar porque, para quien quisiera llegar al lugar de encuentro en la cabaña del bosque, era el menos apropiado para pernoctar. Sulzbach, Thunbach y Weiden eran mucho más propicios. El hombre que buscaban seguramente partiría hacia el punto de encuentro desde una de esas tres localidades.
El terreno era inhóspito y estaba surcado de valles abismales. En cualquier caso, era un buen sitio para encuentros secretos, puesto que no era fácil que por esa zona se perdiera nadie que no tuviera algún asunto que resolver por allí. Mientras cabalgaban al paso por el bosque nevado, Nicolai se fijó a menudo en Boskenner y pensó si lo que doblegaba a aquel hombre era la perspectiva de que le rebajaran la pena o la evidencia de que era casi impensable huir en aquel territorio inhóspito.
Se separaron en un cerro entre Weiden y Thunbach. Boskenner tardaría una media hora en llegar a la cabaña del bosque que estaba en el fondo del valle. Hagelganz, Kametsky y dos lansquenetes cabalgarían dando un gran rodeo en dirección a Sulzbach para apostarse en el tramo sur de la carretera. Otros dos lansquenetes vigilarían el camino de Weiden con Di Tassi. Nicolai tomó con Feustking y otros dos lansquenetes el sendero que conducía a Thunbach.
Los mercenarios habían estado muy callados todo el rato, y Nicolai no tenía ganas de hablar con esos tipos. Se alegraba de que aquellos siniestros individuos no fueran tras él. Sin embargo, Feustking entabló de pronto conversación con él. Incluso habló de Hagelganz y de su carácter gélido, reservado, que Nicolai no debía tomarse muy a pecho porque en el fondo no era mala persona.
—Está enfadado porque le han permitido echar un vistazo a cosas reservadas a un grupo muy pequeño de elegidos.
—Yo no lo pedí —replicó Nicolai secamente.
—Cierto —dijo Feustking—, sólo intento explicarle el motivo de esa reacción. La mayoría de los que trabajan para el consejero judicial provienen de familias respetables. Rara vez se admite a alguien de fuera. Y no solemos contar con médicos.
Nicolai no contestó. ¿Qué se habían creído? ¿Qué los diferenciaba a ellos de él, aparte de sus privilegios inmerecidos y sus pelucas caras? Feustking lo miraba con el rabillo del ojo. Sin embargo, antes de que pudiera añadir nada, un disparo rompió de repente el silencio matutino. Nicolai notó que su caballo se sobresaltaba. El eco de la explosión atronó en el aire. Luego siguió un segundo disparo. Y, acto seguido, un tercero.
Los lansquenetes ya habían dado media vuelta y cabalgaban a galope tendido retrocediendo por el camino. Feustking y Nicolai los siguieron. Apenas habían cabalgado un trecho cuando volvieron a oírse dos disparos, esta vez mucho más cerca, aunque no se veía ni rastro de los otros grupos. ¿Quién disparaba a quién? Llegaron al punto donde se habían separado poco antes. La tierra aún estaba revuelta por las pisadas de sus caballos.
—¿Hacia dónde? —preguntó uno de los dos lansquenetes.
Feustking, pálido y nervioso en su silla, inspeccionó el entorno con la mirada. Pero no se veía nada. En el aire flotaba un ligero olor a pólvora quemada. El tiroteo tenía que haber sido muy cerca. De pronto, oyeron la voz de Di Tassi.
—Entregaos. Estáis rodeado. No tenéis ninguna posibilidad de huir. Dejad libre al hombre y tirad el arma.
La voz procedía del fondo del valle.
—Dios mío. Se ha topado con él —murmuró Feustking.
Nicolai caviló. Por lo visto, el enigmático desconocido había buscado también el camino más apartado para llegar al punto de encuentro y, de ese modo, había sido sorprendido por un número considerable de perseguidores.
—Deben de estar ahí abajo —dijo, señalando un claro que se dibujaba en el fondo del valle entre abetos cubiertos de nieve.
A modo de confirmación, de repente estalló un pequeño fogonazo rojo, seguido de una nubécula blanca. Luego, una estrepitosa explosión llegó a sus oídos.
—¡Maldito rufián! —exclamó uno de los lansquenetes, y espoleó a su caballo—. Vamos, tenemos que ayudarlos.
Unos instantes después, se habían acercado lo suficiente al escenario de la refriega para poder hacerse una imagen clara de la situación. Boskenner yacía sobre la nieve, apoyado contra una pila de leña y sujetándose una pierna con ambas manos. Junto a él, la nieve estaba teñida de rojo. Le habían disparado. Detrás de la pila de leña no se distinguía más que una mano que sostenía una pistola, cuyo cañón apuntaba directamente a la sien de Boskenner.
—Tire el arma y salga. Estamos en mayoría.
Di Tassi se había atrincherado al borde del claro, detrás de un árbol caído. No se veía ni rastro de los dos hombres que iban con él.
Nicolai desmontó. El hombre de allí abajo no tenía ninguna posibilidad de escapar. Los acompañantes de Di Tassi seguramente se habían dispersado para sorprenderlo por la espalda.
Aun así, el hombre volvió a disparar una bala en dirección a Di Tassi. Boskenner se estremeció porque el arma explotó justo al lado de su cabeza. ¿O tal vez era el dolor en la pierna lo que motivó aquella mueca?
Y entonces ocurrió algo totalmente inesperado. De repente se oyó clamar una voz. No, no clamaba. Era un canto. Feustking y los dos lansquenetes seguían a lomos de sus caballos, mirando también hacia el claro, y se quedaron igual de paralizados por un momento ante aquella voz peculiar. Nicolai nunca había oído nada igual. Aquel canto era a un mismo tiempo hermoso y espantoso, como un canto fúnebre. No podía ver al hombre. Sólo el brazo y el arma apuntando a la sien de Boskenner.
«Lo matará —pensó Nicolai—. Es un loco. Le disparará ante nuestros ojos. ¡Un canto de ejecución siniestro!» Nicolai intentó entender alguna palabra, pero no lo consiguió. Ni siquiera sabía si eran palabras. Con todo, aquel cántico le llegaba al alma. Y entonces volvió a estallar un disparo. Boskenner cayó a un lado. Pero un instante después volvió a incorporarse. Nadie sabía qué ocurría allí abajo. A Boskenner comenzó a temblarle todo el cuerpo. Y Nicolai se dio cuenta entonces de que el arma que lo había estado apuntando había desaparecido. Di Tassi debía de tener una perspectiva mejor desde su posición, puesto que se levantó y se acercó a Boskenner sin cubrirse. Los que estaban arriba no pudieron ver lo que sucedió luego. Di Tassi no se preocupó por Boskenner, sino que fue directo a rodear la pila de leña. ¿Habían sorprendido los lansquenetes al hombre por la espalda y lo habían reducido? Eso habría ocurrido. Pero desde allí arriba no podían distinguirlo con exactitud. Sin embargo, de no ser así, Di Tassi no se habría atrevido a salir de una manera tan imprudente de su escondite.
Pero ¿por qué tanto silencio? No se oía nada, salvo los quejidos de Boskenner.
Feustking y los dos lansquenetes se pusieron en marcha a un mismo tiempo y bajaron a caballo el último tramo que los separaba del claro. Nicolai montó y los siguió. Di Tassi había desaparecido detrás de la leña. Nicolai vio a Feustking y a los lansquenetes detenerse al lado de Boskenner, desmontaron y rodearon también la pila de leña. El detuvo a su caballo a cierta distancia y esperó. Luego oyó la voz de Di Tassi.
—¿Dónde está el médico? —El consejero asomó de nuevo y, al ver a Nicolai, le hizo una señal cargada de impaciencia—. ¿Dónde se había metido? Venga aquí, hay trabajo.
Nicolai desmontó con lentitud. Entonces, al otro lado del claro vio a los otros dos lansquenetes que venían del bosque. Así pues, ¿no habían reducido al extraño? ¿Se había escapado?
Nicolai miró de nuevo a Boskenner. ¿Qué querían que hiciera? El no era cirujano, ni tampoco enfermero de campaña. No sabía cómo había que tratar una herida de bala. Al acercarse a Boskenner, éste le dirigió una mirada. El hombre estaba más blanco que la cera. Tenía el rostro bañado en sudor. No se veía por dónde le había entrado la bala, pero se distinguía claramente por dónde le había salido del cuerpo. En la parte interior del muslo derecho se abría un gran agujero carnoso, del que brotaba a borbotones una sangre espesa de color rojo oscuro. Nicolai se arrodilló junto a él para examinar la herida con más precisión. Sin embargo, antes de que pudiera hacer nada, Di Tassi apareció de repente a su lado, lo agarró del brazo y casi lo derribó.
—No. El, no. Ahí está su paciente. Ya era hora.
Nicolai se levantó aturdido. Di Tassi se lo llevó al otro lado de la pila de leña. Jamás olvidaría la imagen que allí se ofrecía a sus ojos: los dos lansquenetes y Feustking de pie, rodeando un cuerpo sin vida. Nicolai todavía sentía repugnancia por el charco de sangre sobre la nieve en torno al muslo de Boskenner, pero eso no era nada comparado con la masa proyectada de trozos de hueso, jirones de piel, dientes y cerebro triturados que había esparcidos alrededor de aquel cadáver. Sólo la parte inferior de la cabeza seguía unida al tronco. El último disparo debía de haber causado tal destrucción. Seguramente, una doble carga. El cañón de la pistola, que el hombre aún sostenía en su mano, se había reventado.
Nicolai tragó saliva. Nunca había visto nada igual. Sin embargo, Di Tassi no le dejó tiempo para más reflexiones.
—Aquí, mire —dijo con la voz temblándole de ira, y le acercó un cuaderno.
No era demasiado grande, en formato de octavilla. Las tapas estaban manchadas de sangre, y Nicolai retiró la mano al descubrirlo. Así pues, fue el propio Di Tassi quien lo abrió.
—Se las ha comido —exclamó furioso—. Se ha comido las hojas. Mire, ha arrancado un montón de páginas. Por ahí aún hay tirados algunos pedazos de papel. Pero se las ha comido casi todas. Maldito escorpión —masculló, y le dio una patada al cadáver—. Vamos, licenciado. Consígame los papeles.
En un primer momento, Nicolai no comprendió qué quería de él el consejero. Los demás también pusieron cara de perplejidad, aunque no dijeron nada.
En cambio, Di Tassi ya se había arrodillado y había comenzado a desabrocharle el abrigo a aquel cadáver terriblemente mutilado.
—¡Quiero esos papeles! —gritó—. Aunque tenga que sacarlos con mis propias manos.
Impaciente, arrancó los botones que abrochaban el abrigo del muerto y, viendo que no lograba abrirlos, tiró con tanta fuerza de la ropa que la desgarró.
—Feustking, ayúdeme. Y usted, Röschlaub, o lo abre usted mismo o me dice cómo debo proceder. Pero dése prisa. Maldita sea, no se quede ahí quieto. Écheme una mano. Vaya a buscar su instrumental.
Nicolai meneó la cabeza en silencio. ¿Instrumental? ¿Qué instrumental? No podía hablar en serio. ¿Pretendía que destripara a aquel hombre como a un animal para buscar los papeles que se había tragado?
—No... no puede hacerlo —balbuceó Nicolai—. No tiene derecho a hacerlo.
—¿No tengo derecho? Este hombre me ha disparado. Y, como sabía que no podía escapar de nosotros, se ha volado la cabeza con una carga doble. Y ¿sabe usted por qué? —Di Tassi estaba tan airado que, por un momento, le falló la voz—. Para que no pudiéramos identificarlo.
Luego se levantó y se plantó delante del médico.
—Ni se imagina lo peligrosa que puede ser esta gente. Yo tengo que localizarlos y evitar que lleven a cabo sus propósitos. Y nadie me lo impedirá. Ese hombre se ha tragado unos papeles que quería mantener ocultos a toda costa. Y nosotros nos haremos con ellos.
Nicolai seguía siendo incapaz de moverse. Sin embargo, las palabras de Di Tassi indujeron a dos lansquenetes a arrodillarse y a arrancarle la ropa exterior al muerto. Un cuerpo pálido, pero musculoso, apareció a la vista. La imagen era horrible. Nicolai no podía evitar que su mirada se posara una y otra vez en la cabeza destrozada. La nariz, la parte de los ojos y la piel del cráneo habían desaparecido. En su lugar, como un sarcasmo, en la mandíbula destacaba la hilera de dientes inferiores. No parecía que eso impresionara en absoluto a Di Tassi, que ya tenía un cuchillo en la mano. Volvió a arrodillarse y, con un corte enérgico, segó el cinturón del muerto. Dos cortes más, y el abdomen del cadáver quedó al descubierto.
Nicolai estuvo a punto de perder la calma. ¿Qué hacía él allí? ¿Se había vuelto loco Di Tassi? ¿Qué jirones de papel podían justificar la ejecución de una carnicería tan bárbara en una persona? Por otro lado, seguro que aquel hombre había sido realmente un peligro. Además, se había suicidado. Un criminal y un suicida, igual que todos a los que se desmembraba en las salas de disección de las universidades. Nicolai nunca había participado directamente. Siempre había sido complicado disponer de un cadáver y, las pocas veces que había presenciado una disección, la concurrencia había sido tal que, más que verla, la había olido. Y ahora se encontraba ante un cuerpo joven y sano que unos minutos antes aún cantaba. La piel aún estaba caliente, el corazón quizás aún latía levemente en un esfuerzo desesperado por conseguir que los fluidos vitales circularan por aquel cuerpo herido de muerte. ¿Cuándo volvería a presentársele una oportunidad semejante?
Sus pensamientos habían tomado otro rumbo y sus ánimos se iban tranquilizando. Tenía casi la misma sensación contradictoria que había sentido al ver el cuerpo desnudo de la muchacha. Una parte de su ser lo reprimía, pero otra fuerza lo estimulaba. En su interior, algo se había trastornado.
¿Cómo había podido poner un fin tan terrible a su vida el hombre que yacía ante él sobre la nieve? Nicolai no podía imaginar nada por lo que valiera la pena semejante sacrificio. ¿Por qué destruirse de ese modo? Y ¿creía realmente Di Tassi que había que atribuir el motivo a un pedazo de papel que se había tragado el desconocido?
Mientras Nicolai intentaba poner en orden sus confusos pensamientos, Di Tassi, apretando los labios, hundió el cuchillo en la garganta del muerto. Luego se inclinó hacia delante para ejercer más presión sobre la hoja y, con un solo movimiento enérgico, lo cortó en canal desde el esternón hasta más abajo del ombligo. La piel se abrió ampliamente con ese primer corte. Nicolai distinguió por un momento los poros blancuzcos de la capa de grasa antes de que se tiñeran repentinamente de rojo. El hombre estaba muerto, pero el cuerpo aún reaccionaba. Siguieron dos nuevos cortes enérgicos. Se oyó un crujido cuando la hoja tocó el hueso. Una cosa de color claro asomó en la herida abierta: el esternón.
Ninguno de los presentes dijo nada. Feustking se había alejado. Los lansquenetes miraban en silencio. Lo que pensaban, fuera lo que fuera, no se les reflejaba en el semblante. Nicolai hizo finalmente un esfuerzo y se agachó junto al cadáver. Di Tassi lo miró un instante, pero enseguida continuó separando el tejido cortándolo con el cuchillo a modo de hoz.
—¿Qué hace? —preguntó Nicolai.
—Despejo el esternón —contestó Di Tassi.
—¿Quiere cortar el esternón? —preguntó Nicolai.
Di Tassi jadeaba por el esfuerzo.
—Quiero esos papeles. Tráiganme un hacha —dijo el consejero sin alzar la mirada.
Uno de los lansquenetes se dirigió a su caballo. Al volver, el tórax estaba abierto entre la clavícula y el diafragma hasta la altura de las tetillas. Di Tassi cogió el hacha y la levantó para asestar el golpe.
Nicolai había permanecido quieto todo el rato, observando a Di Tassi. ¿Qué clase de hombre era? Le paró el brazo.
—¡Espere! —exclamó—. ¡Déme el cuchillo!
Di Tassi no reaccionó.
—¡Déme el cuchillo! —gritó Nicolai.
El consejero judicial se detuvo.
—Basta con un simple corte en la pared abdominal y el peritoneo para sacar el estómago, ¿comprende?
Di Tassi dejó caer el hacha y entregó el cuchillo a Nicolai. El médico apenas titubeó; cortó el peritoneo y metió la mano en la cavidad. Cerró un momento los ojos, pero la imagen que guardaba en su mente era más poderosa que la realidad de la que pretendía huir. Dios Santo, qué estaba haciendo. Estaba buscando con las manos un mensaje secreto en el cuerpo de un muerto. ¿Acaso esa imagen no era por sí misma un mensaje?
Separó el estómago y lo dejó al lado del muerto, sobre la nieve. Y entonces descubrió la adherencia.
—¡Mire! —exclamó de repente, y agarró a Di Tassi del brazo.
—¿Qué ocurre? —protestó el consejero—. Vamos, abra el estómago. Dése prisa o el papel se descompondrá.
—Mire eso. —Nicolai señaló con el dedo un endurecimiento en el lóbulo inferior del pulmón.
—¿Qué es? —preguntó Di Tassi.
—El lóbulo del pulmón... está adherido a la pleura. Está... está igual que en el conde de Alldorf.
Di Tassi se quedó de piedra.
—¿Qué quiere decir?
Nicolai retrocedió, asustado. El tejido calloso, pútrido, brillaba húmedo. Se había formado un pequeño saco de color marrón amarillento, entreverado por finas ramificaciones rojas de vasos sanguíneos.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Di Tassi.
—No lo sé —balbuceó el médico—. Sólo sé cómo se llama.
—¿Y bien? ¿Cómo se llama?
—Vómica —contestó Nicolai.