18

Al principio avanzaron más deprisa de lo que Nicolai había pensado. La nieve estaba dura, el cielo azul y el sol brillaba tan fuerte que casi tenían calor con la doble capa de ropa que llevaban. Sin embargo, después supo Nicolai a qué se refería el mensajero cuando habló del maldito cerro de Geisen. El camino ascendía ligeramente, pero estaba totalmente helado. Tardaron casi una hora en conseguir que el caballo, asustado y siempre a punto de resbalar por mucho que le hubieran envuelto las pezuñas con trapos, alcanzara la cumbre. Luego, el camino seguía por un campo que cruzaron deprisa, aunque después, al llegar al bosque nevado, de nuevo tuvieron que continuar avanzando al paso.

La muchacha se había vuelto sumamente parca en palabras, de modo que Nicolai se ensimismó en sus propios pensamientos. ¿Qué hacía allí realmente Di Tassi? Perseguía a los seguidores de una extraña secta que prendían fuego a sillas de posta. Y el conde de Alldorf había tenido algo que ver en el asunto. Al parecer, había financiado a esa gente. ¿O había sido su víctima? ¿Era Zinnlechner un agente de los conspiradores? Podía ser. Habría envenenado lentamente al conde y lo habría empujado de algún modo a ceder sus bienes a esa secta. En su calidad de boticario, seguramente había tenido bastantes oportunidades para someter al conde a su control mediante sustancias venenosas. No sería el primero que enfermaba a sus clientes para luego curarlos a cambio de un buen dinero o de la esperanza de obtener un puesto lucrativo. ¿Había sometido Zinnlechner al conde con una sustancia que sólo él conocía? ¿Y lo había descubierto Selling al final? ¿Por eso lo había seguido?

Sin embargo, también había que contar con Maximilian y sus cartas de Leipzig. El hijo del conde había advertido de la existencia de un veneno. Y ahora moría gente y se quemaban sillas de posta. Alldorf había padecido una vómica, y también el conspirador desconocido que se había pegado un tiro. ¿Tendría razón Maximilian? ¿Existía una epidemia misteriosa de la que nadie sabía nada? ¿Ni siquiera las víctimas? ¡Leipzig! El punto de partida de todos los acontecimientos tenía que encontrarse en Leipzig. ¡Y Di Tassi se disponía a viajar a Bayreuth!

Cuando el camino lo permitía, Nicolai ayudaba a montar a la muchacha y, cuando el suelo nevado le parecía demasiado peligroso para el caballo y la amazona, la ayudaba a desmontar. Se sorprendió a sí mismo pidiéndole más veces de lo necesario que montara y desmontara. La perspectiva de rodearle el cuerpo y auparla al caballo, de cogerle las manos y notar cerca su aliento le causaba una gran emoción. La muchacha tropezó una vez y tuvo que sujetarse a él. Su rostro le quedó tan cerca que Nicolai habría podido rozarlo con los labios. Un leve movimiento de cabeza y... Pero se controló. Sin embargo, la joven debió de notarle el deseo reprimido ya que, poco después, cuando volvió a ofrecerle que montara, ella lo miró muy seria, dijo que no con la cabeza y siguió caminando pesadamente por la nieve.

Ya era de noche cuando por fin vieron de lejos el castillo de Alldorf destacando en el paisaje nevado. A medida que se acercaban, aumentaban las huellas de cascos de caballo. Por lo visto, ellos no eran los únicos que habían hecho frente al clima. Cuando llamaron a la puerta, ya era noche cerrada. Les abrió Kametsky. Nicolai observó un momento a la muchacha y le dio la impresión de que ésta miraba al hombre, pero no lo reconocía. Al contrario, lo trató como si no lo hubiera visto nunca y le sorprendió que le preguntara si ya se encontraba mejor. Era obvio que no guardaba ningún recuerdo del colapso que había sufrido en el bosque.

—El consejero los espera —dijo Kametsky dirigiéndose a Nicolai, y le cogió las riendas del caballo—. Suban a verlo. Está en la biblioteca.

Mientras caminaban por los pasillos, que a Nicolai ya le resultaban un poco familiares, Magdalena preguntó:

—¿Dónde está el amo del castillo?

Nicolai dudó un momento.

—Muerto —le reveló entonces—. Murió hace unos días.

Magdalena pareció conforme con la respuesta. Miraba con curiosidad las paredes vacías junto a las que pasaban. Habían retirado los cuadros que antes había colgados en ellas. Tampoco quedaban alfombras en las escalinatas de piedra. Incluso habían desaparecido los candelabros del techo. En su lugar había algunas velas sueltas sobre el suelo de piedra, que daban a los pasillos un carácter ceremonioso y a la vez siniestro.

—Hace una semana, todo tenía otro aspecto —dijo Nicolai—. Por lo visto, la familia tiene prisa por vender el castillo y se está llevando los enseres.

—¿Qué familia actúa así durante el periodo de luto? —preguntó Magdalena.

Nicolai se encogió de hombros.

—No creo que nadie llore su muerte en la casa de Lohenstein —dijo con disgusto—. Tenemos que subir por aquí.

Era la escalera que conducía a la biblioteca. Poco después, cruzaron la entrada a la antesala. Nicolai estimó que el desorden había empeorado. También allí se extendían las pilas de libros y se amontonaban cajas de documentos. Sin embargo, su interés se centraba en otra cosa. Observaba a la muchacha. ¿Qué veía ella? ¿Le resultaba familiar la imagen de los libros? ¿O semejante entorno le era totalmente ajeno?

La mirada de Magdalena vagó primero por los innumerables objetos. Luego, se fijó en algo.

Había descubierto la pintura de los ángeles que prohíben a un grupo de gente el regreso al paraíso. El cuadro estaba en el suelo, apoyado sin más en una de las cajas.

La joven se acercó a la obra y la contempló. Después, murmuró algo.

Al principio, Nicolai no entendió nada, puesto que no contaba con que ella conociera la lengua de los eruditos. Sin embargo, no cabía duda. La joven murmuraba palabras en latín. Había dicho «... mysterium patris...».

La observó con curiosidad. Ella no reaccionó a su mirada. Daba la impresión de que no le importaba en absoluto lo que él pensara de ella. ¿O acaso era una señal? ¿Tal vez quería ponerlo al corriente de algo? Nicolai notó que el corazón se le aceleraba. Había algo raro en aquella muchacha. ¿Qué buscaba en aquella región? En unos momentos, estaría a merced de las preguntas insidiosas de Di Tassi. ¿Acaso aquel susurro era una señal para él, un sutil ofrecimiento de complicidad? La cogió del brazo y tiró de ella.

—¿Quién eres? —masculló con voz velada.

Había procurado impregnar la pregunta de un tono seco y lleno de reproches. Pero ella se limitó a mirarlo sin decir nada. Sus hermosos ojos se posaron en él, y Nicolai comprendió que ella veía exactamente qué le ocurría. Estaba preocupado, atemorizado, confundido.

—¡Ándate con cuidado! —le espetó, justo antes de que se abriera la puerta de la biblioteca.

Magdalena sonrió.

Fue Hagelganz quien los hizo pasar. Se comportaba con el mismo envaramiento de siempre y miró a Nicolai y a la muchacha con franco desprecio. Al pasar por su lado, Nicolai vio en el fondo de la sala al consejero judicial, sentado a una mesa con otros dos hombres vestidos elegantemente. Parecían haber discutido. Fuera como fuese, los dos hombres se levantaron bruscamente cuando Nicolai y Magdalena entraron.

—... pues que se ocupe el emperador, nosotros no lo haremos —dijo uno de los hombres al levantarse.

La mirada de Di Tassi apuntó hacia Nicolai como si con ello intentara capturar y detener las palabras de su interlocutor.

—Entendido —atronó entonces la voz de Di Tassi, esforzándose a ojos vistas por concluir la conversación lo antes posible—. Permítanme que los acompañe abajo.

Los dos hombres no contestaron y se dirigieron a la salida. Hagelganz se situó de inmediato detrás de Magdalena y Nicolai, y les dio un empujón.

—¡Reverencia! —masculló, dándoles un golpe con rudeza en el hombro, y él mismo fue el primero en hacer una genuflexión. Los dos obedecieron atemorizados, y se arrodillaron.

Los dos hombres los ignoraron por completo. Para ellos, no eran más que motas de polvo junto a las que se pasaba sin saludar.

—No os preocupéis, encontraremos el camino —dijo uno de ellos.

Di Tassi se quedó donde estaba y agachó la cabeza sumisamente.

Era la primera vez que Nicolai lo veía en una situación semejante. Sintió un poco de compasión por Di Tassi, seguramente a causa de su aversión hacia aquel tipo de personajes que ahora pasaban de largo ante él. Así pues, aquellos eran los jefes del consejero, probablemente enviados de Wartensteig o de Aschberg, que no estaban contentos con los resultados de la investigación.

No obstante, al cabo de un momento, ese sentimiento se esfumó. El consejero no los saludó, sino que giró sobre sus talones y se limitó a señalarles con un gesto de mano autoritario que se acercaran a la mesa. Mientras se levantaban y obedecían la orden, Di Tassi recogía documentos ruidosamente. No parecía muy contento.

—¿Cómo te llamas? —increpó a Magdalena.

—Se llama Magdalena —contestó Nicolai.

—¿No puede hablar por sí misma?

Nicolai enmudeció. Magdalena también guardó silencio. Lo único que se oía era el estómago del médico ladrando. Di Tassi reaccionó de inmediato.

—Hagelganz. No se quede ahí parado. Tráiganos vino, pan, queso y unas manzanas, o lo que encuentre. —Luego se volvió hacia Nicolai—. ¿Cómo ha ido el camino?

—Muy fatigoso.

—¿Hielo?

—Sí. Pero no en todas partes.

—Bueno. Y tú, ¿quién eres? ¿Qué haces en esta región?

Magdalena se mostró apocada. Al dirigírsele Di Tassi, explicó con frases breves y tímidamente cómo había ido a parar allí, que había abandonado a su marido porque la maltrataba y la mortificaba, y que estaba de camino a Estrasburgo.

—¿Dónde vive tu marido?

—En una aldea cerca de Halle.

—Y tú, ¿de dónde eres?

—De Rapperswil.

—¿En Suiza?

—Sí. Pero me crié con mi tío en Estrasburgo. Allí me casé hace dos años con un oficial y me fui con él a Halle. Me pegaba y me martirizaba. Por eso lo he dejado. Vuelvo con mi tío. —Agachó la cabeza y añadió en voz baja—: Por favor, no me delate. Mi marido no puede encontrarme.

Di Tassi calló un momento. Nicolai se sintió algo aliviado. ¡Por eso se había teñido el pelo! Podía silenciar el asunto sin cargos de conciencia. Pobre muchacha.

Finalmente, el consejero pasó por alto el comentario y preguntó:

—¿Qué viste?

—Me dio la impresión de que me había pasado el desvío a Ansbach. Vi a un jinete y lo seguí.

—¿Un jinete, dices?

Magdalena asintió con la cabeza.

—¿Y luego?

—Poco después pasó otro. Pero yo aún no había llegado al camino.

—¿Cabalgaban juntos?

—No.

—Pero ¿eran de un mismo grupo?

—No lo sé. Primero vi a uno y, poco después, al otro que lo seguía.

—¿Pudiste reconocerlos?

—No. Estaban demasiado lejos.

—Pero ¿pudiste distinguir cómo iban vestidos?

—No, tampoco. Sólo los caballos. El primero era negro. El segundo, castaño.

—Así pues, los seguiste por esa parte de bosque intransitable. ¿Por qué?

—Porque había perdido la orientación. Quería preguntarles por el camino.

Di Tassi escrutó a la joven, pero su semblante no reveló qué pensaba de ella. En cualquier caso, a Nicolai le pareció igual de insondable que de costumbre.

—¿Oíste algo al acercarte al claro del bosque?

Magdalena negó con la cabeza.

—¿Nada? ¿Ningún grito? ¿Una discusión o señales de lucha?

—No. Nada. Vi un claro y un caballo en el borde del claro.

—¿Qué caballo era?

—El castaño.

—¿Y después?

—Había algo estirado en el suelo... Me acerqué y... entonces vi la sangre... —Di Tassi esperó. Tras una breve pausa, la joven prosiguió—: Fue horrible...

El consejero judicial la interrumpió.

—Entonces, el hombre ya estaba muerto cuando tú llegaste.

Magdalena lo miró atónita.

—Eso... espero —balbuceó—. ¿No creerá que...?

—¿Le viste la cara?

La joven no dijo nada.

—¿Aún la tenía? —añadió Di Tassi.

La muchacha negó con la cabeza.

Di Tassi guardó silencio por unos instantes. Imaginar lo que había sucedido en el claro del bosque parecía provocar incluso en él ciertas reservas.

—La herida del cuello —dijo quedamente—, ¿ya la tenía?

Magdalena asintió. Nicolai pensó que estaba como transfigurada. Saltaba a la vista que el recuerdo la angustiaba.

—¿Qué hiciste tú entonces?

—Yo..., al principio, no podía moverme. Luego retrocedí lentamente porque... porque tenía miedo de que... si le daba la espalda a esa cosa... se levantaría y... y no sé... todo estaba en silencio, muy tranquilo... y aquella cosa...

—¿Qué ocurrió después?

—Después de dar unos pasos, me volví para echar a correr. Pero entonces me di de bruces con aquel hombre. Fue horrible. Apareció de pronto. Delante de mí.

—¿Quién?

—Un hombre.

—¿Qué aspecto tenía?

—No lo sé. Estaba... estaba... desnudo.

Nicolai contuvo el aliento. ¿Qué decía la muchacha? Di Tassi frunció el ceño.

—¿Desnudo? —repitió con incredulidad—. Pero ¿y el frío?

—Estaba... completamente desnudo —se reafirmó la joven—. Pero lo peor era... su cara, el pecho, estaba todo... cubierto de sangre. Incluso el cabello y las manos, y los brazos. Sangre por todas partes. Y llevaba... un cuchillo.

Nicolai se estremeció. Sin embargo, al mismo tiempo intentaba encajar todos aquellos detalles para formarse una imagen. Un hombre con un cuchillo, ¿se trataría de Zinnlechner? Nicolai no lo creía. No, tuvo que ser uno de sus cómplices quien llevó a cabo el terrible crimen. La muchacha lo habría sorprendido en plena tarea sangrienta. La habría visto llegar, se habría escondido y habría esperado a que se le ofreciera una oportunidad para reducir a la joven. Pero ¿por qué iba desnudo el asesino?

—¿Qué ocurrió después? —preguntó Di Tassi.

—Se me acercó. Yo grité. El cuchillo... pronto me haría lo mismo que al muerto que yacía en el claro. Me cortaría la cara... Intenté dar un salto y echar a correr. Pero, entonces, aparecieron de repente dos hombres más. Detrás de mí. No me había dado cuenta de su presencia. Se abalanzaron sobre mí y me sujetaron. Y luego se acercó el hombre desnudo y cubierto de sangre... me acercó el cuchillo a la cara... y perdí el conocimiento.

—Los hombres que te sujetaron, ¿también iban desnudos?

Magdalena negó con la cabeza.

—¿Pudiste ver la cara del hombre desnudo? —preguntó Di Tassi.

Magdalena volvió a menear la cabeza.

—La tenía cubierta de sangre. Empapada de sangre por todos lados.

—Pero ¿te agredió?

—Llevaba el cuchillo en la mano. No sé, ocurrió todo tan deprisa. Yo grité, intenté soltarme, agité la cabeza a un lado y a otro, y supliqué a los dos hombres que me dejaran. Y no sé qué pasó después.

Magdalena respiraba entrecortadamente.

Di Tassi la miraba con una mezcla de respeto y admiración. Luego miró a Nicolai y dijo:

—Y bien, licenciado, ¿qué opina usted?

Nicolai estaba desconcertado por la narración de la joven. El asesino iba desnudo. En pleno invierno. ¿Por qué? ¿O acaso eso era tan sólo un nuevo indicio de la peligrosidad y la naturaleza enfermiza de aquella secta? Sus miembros preferían volarse los sesos antes que dejarse capturar. Y si asesinaban a alguien, lo hacían con la apariencia del demonio: ¡desnudos y bañados en sangre!

Antes de que el médico pudiera contestar, apareció Hagelganz, que traía la comida. Mientras extendía las cosas encima de la mesa, Di Tassi se levantó y se puso a caminar arriba y abajo por la sala. Cuando Hagelganz acabó, Di Tassi volvió a la mesa, se quedó de pie y llenó los vasos que Hagelganz había dispuesto. Le alargó uno a Magdalena, animándola con un gesto. Pero ella permaneció inexpresiva y no dio muestras de querer coger el vaso. Finalmente, Di Tassi lo retiró, se lo ofreció a Nicolai con aire informal y le dijo a la muchacha:

—Has dicho que cabalgaban uno detrás de otro. El caballo negro, delante.

—Sí —contestó Magdalena.

—¿Y no viste más caballos?

—No.

—Pero en aquel lugar había al menos dos personas más, ¿verdad?

Magdalena asintió.

—Seguramente, se habían escondido en el bosque antes, ¿no?

La muchacha se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Y usted, Röschlaub, ¿qué opina?

Nicolai no dijo nada. Observaba con disimulo a la joven, cuyo rostro había palidecido.

Di Tassi se respondió a sí mismo.

—Selling debió de encaminarse a un lugar del bosque al que Zinnlechner sabía de antemano que se dirigiría. Por eso mandó allí a sus cómplices. Eso sería lógico, ¿no?

Nicolai asintió en silencio. Sin embargo, él pensaba lo contrario. ¿Lógico? ¿Había algo lógico en todo aquel asunto?

—Selling llega al claro del bosque —prosiguió el consejero—. ¿Y qué hace? Supongo que quería coger una parte del dinero que había escondido para el conde, ¿no?

Nicolai se quedó petrificado. ¡El dinero! No había vuelto a pensar en él. Kalkbrenner había afirmado que le había entregado todo el dinero a Selling. ¿Y éste lo había guardado en el bosque?

—¿Ha encontrado algún escondite? —preguntó sorprendido Nicolai.

—No —contestó Di Tassi—. Uno, no. Cientos.

—¿A qué se refiere?

—Las cuevas. En ese bosque hay muchísimas cuevas. Algunas están tan bien ocultas que jamás las encontraría nadie. En cualquier caso, había una tan recóndita que no la habríamos descubierto nunca de no ser por las pisadas que conducían a ella. Pero estaba vacía.

Nicolai miró de nuevo a Magdalena, pero la joven no le devolvió la mirada.

—Así pues, Zinnlechner sabía que el dinero estaba escondido cerca del claro, pero no sabía dónde exactamente —concluyó a partir de las reflexiones de Di Tassi.

—Exacto —replicó éste—. Selling llega al claro, se dirige al escondrijo, cree que nadie le observa y coge el dinero. En ese momento, los cómplices le golpean. Lo reducen. Aparece Zinnlechner y le rebana el cuello al ayuda de cámara. Pero ¿por qué lo mutila de una manera tan brutal?

La pregunta se dirigía a Magdalena. Sí, ella había estado allí. Pero ¿cómo iba a tener una explicación para eso?

—Yo... no lo sé —dijo quedamente.

—Pero les viste la cara, ¿no? Los rostros de los cómplices.

La joven asintió.

Di Tassi negó con la cabeza.

—No lo entiendo. Matan a Selling, lo mutilan, puede que por el simple motivo de eliminar a los testigos de su delito, y a ella la dejan con vida. Qué imprudentes.

—¿Por qué le habla así? —intervino Nicolai enojado.

El semblante de Di Tassi volvía a expresar dureza y reserva.

—Hablo como quiero —contestó secamente.

Magdalena tenía los ojos clavados en el suelo. Nicolai vio que estaba blanca como la cera.

—¿No se da cuenta de que todo este asunto la conmociona? ¿Acaso no recuerda en qué estado la encontramos?

El consejero judicial insistió.

—Mírame —dijo.

Magdalena levantó lentamente la cabeza. Tenía la frente empapada de sudor. No le llegaba la sangre al rostro. Nicolai contuvo el aliento. ¿Por qué la martirizaba de aquel modo? ¿Qué había hecho ella? ¿Qué clase de hombre era Di Tassi?

El consejero la observó largamente. Luego, la expresión de su semblante se suavizó. Se levantó, le acercó un plato con trozos de manzana y dijo:

—¡Come!

Acto seguido, salió de la habitación.