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La caja amorfa se movía a paso de tortuga por el infame camino que cruzaba el bosque. Se la oía más que se la veía. El postillón alentaba sin parar a los caballos y daba voces al cochero. El vehículo se tambaleó varias veces peligrosamente hasta que el chasquido de un látigo le dio impulso y siguió su camino unos metros entre fuertes sacudidas. Los pasajeros, dos monjas y un comerciante de Darmstadt, hacía rato que estaban sumidos en un entumecimiento desesperado debido a tantas horas de traqueteo incesante en aquella caja dura de madera. Agotados y con las extremidades destrozadas, con cada piedra y cada bache que zarandeaban la silla de posta, debían tener cuidado de no golpearse la cabeza o de no resbalar del banco duro donde se sentaban. Por eso, en un primer momento, casi les pareció una liberación que el carruaje se detuviera repentinamente.
Lo que ocurrió luego pudo leerse unos días después en diversas gacetas. Alguien abrió de golpe la portezuela del carruaje y hubo una terrible explosión. Los tres pasajeros estaban muertos de miedo. Posteriormente se dijeron que el asaltante tuvo que pegar un tiro a través de la ventana opuesta o disparar su pistola sin balas para intimidarlos y doblegarlos, cosa que consiguió. Sin oponer resistencia, salieron tosiendo y jadeando del interior del coche, colmado por la humareda de la pólvora, y, paralizados por el miedo, dejaron que dos hombres desconocidos y enmascarados se los llevaran de allí. Entonces vieron que otros dos hombres tenían en su poder al cochero y al postillón, y los conducían a empellones hacia el bosque, en dirección contraria a donde estaban ellos.
No les hicieron nada. Si bien los registraron, no les quitaron nada, excepto una pistola de doble cañón y unas ágatas talladas que el comerciante llevaba consigo.
Sin embargo, el terrible asalto aún no había acabado. Oyeron desenganchar a los caballos. Entonces, los asaltados supusieron que no se trataba de salteadores de caminos habituales, sino de ladrones de caballos. Pero, luego, un relámpago deslumbrante les demostró que esa suposición era falsa y que el asalto que se desarrollaba ante sus ojos era un enigma que infundía tanto temor que ni siquiera pasados unos días fueron capaces de encontrar algún indicio que explicara por qué precisamente ellos habían sido objetivo de aquel absurdo asalto. La silla de posta entera fue pasto de las llamas. El comerciante gritó desesperado por sus bienes, que iban sobre el tejadillo y estaban a merced de la destrucción junto con el resto de la carga. Poco después, el fuego había consumido el vehículo y había dejado únicamente un montón de cenizas apagadas entre las que sobresalía algún que otro trozo de metal al rojo vivo.
Al ser preguntados sobre los asaltantes, las víctimas del terrible asalto no fueron capaces de ofrecer una descripción. Habían puesto pies en polvorosa antes de que el coche se hubiera quemado. No robaron nada.