8

—Sírvase —dijo Di Tassi cuando Nicolai se presentó de nuevo en la biblioteca. Encima de una mesa habían dispuesto de forma exquisita pan, jamón y queso—. Tenemos mucho de qué hablar.

Nicolai no esperó a que se lo dijeran dos veces y se cortó un buen pedazo de jamón.

La siguiente frase que pronunció Di Tassi le cayó encima como un mazazo.

—Licenciado, ¿quiere trabajar para mí?

Casi se le atragantó el bocado.

—Trabajar... para usted —señaló perplejo—. Qué honor... quiero decir que... ¿a qué debo el...?

Di Tassi le cortó la palabra.

—Licenciado Röschlaub, no tengo tiempo para cortesías. Usted ha visto que aquí ocurren cosas terribles. Y es inteligente. Yo necesito hombres capaces. Lo que usted ha observado aquí durante los dos últimos días es tan sólo una parte del problema. Me gustaría explicarle el panorama completo para conocer su opinión, pero debo obligarlo a guardar el silencio más absoluto. Naturalmente, no puedo imponerle que colabore con nosotros, pero, si accede, saldrá favorecido, eso puedo asegurárselo.

—Disculpe, pero ¡si ni siquiera sé para quién trabaja usted! —objetó Nicolai.

—Trabajo para la seguridad del Reino de Alemania, para el Tribunal Imperial de Wetzlar —contestó el consejero—. Existen fuerzas del mal que quieren sepultar el orden existente. Utilizan distintos modos y medios para conseguir su objetivo. Pero todas tienen en común que operan en la oscuridad, en secreto. Así pues, es necesario proceder también secretamente para espiar esas peligrosas conspiraciones. Tendré que explicarle cosas que son alto secreto, por eso debo asegurarme de su discreción. ¿Lo comprende?

Nicolai se tragó el bocado que acababa de dar y, finalmente, asintió. Di Tassi le alargó un documento.

—Léalo. Vuelvo enseguida. Si no lo firma, nuestra conversación habrá acabado y podrá regresar a Núremberg. No reclamaré más sus servicios.

Se levantó y salió de la habitación. La forma en que le habló ya era idónea para quitarle el apetito, pero, al leer el documento, Nicolai se asustó. ¿En qué estaba a punto de meterse? El escrito, redactado en un alemán burocrático lleno de fiorituras, contenía nada más y nada menos que un mandamiento de silencio absoluto, unido a la amenaza de pena de muerte en caso de infringirlo. El signatario se sometía de manera irrevocable a la jurisdicción militar del Tribunal Imperial y renunciaba al derecho a una defensa civil en caso de proceso. A cambio, disfrutaba de la protección especial del Tribunal Imperial en todas las acciones que emprendiera en el marco de ese acuerdo, siempre y cuando no entraran en colisión con las prerrogativas de los distintos Estados alemanes.

Nicolai tardó un rato en comprender el alcance del documento. Tan pronto como lo firmara, estaría bajo el mando directo del Tribunal Imperial. Ningún alcalde, ninguna autoridad municipal podría exigirle nada mientras lo que hiciera estuviera relacionado con el esclarecimiento del caso Alldorf. Sin embargo, también estaría sujeto a una instancia absoluta de la que no había escapatoria.

¿Soñaba? Aquel documento lo convertiría de un plumazo en un funcionario privilegiado.

El médico levantó la cabeza y dejó vagar la mirada por las paredes de la biblioteca. ¿Por qué le ofrecía Di Tassi aquel contrato? Entonces, de repente, volvió a pensar en la muchacha. Notaba que la añoranza por ella aumentaba a cada minuto que pasaba. Tenía que volver a verla. Tenía que tratarla, tenía que sacarla de su parálisis y ayudarla a recuperar el recuerdo de los sucesos que había presenciado en el bosque.

Le echó otro vistazo al documento. Ya no le pareció tan amenazador. Era obvio que tuvieran que asegurarse de que los colaboradores se guardaran para ellos lo que sabían. Eso era así en todos los Estados. ¿Y acaso no le beneficiaría enormemente escapar de ese modo a la arbitrariedad y la malicia de los pequeños príncipes? ¡Como médico al servicio de una comisión especial del Tribunal Imperial! ¿Podía imaginarse mayor golpe de fortuna?

Dejó la hoja y volvió a mirar las librerías vacías. Su mirada se posó en la gran pintura que había decorado el vestíbulo y que ahora estaba en el suelo, apoyada contra la pared. No era un paisaje. La mala iluminación del otro día había ocultado la parte más importante de la imagen. Se acercó al cuadro y lo examinó atentamente. Dos ángeles custodiaban una puerta formada por árboles y maleza. Blandían espadas en llamas. Delante de la puerta desfilaban personas desesperadas que se tiraban de los pelos, se golpeaban el pecho y se desgarraban las vestiduras. A los ángeles no parecía interesarles. Se mantenían a distancia con sus espadas llameantes y amenazaban con destruir a los que intentaban cruzar la puerta para acceder al jardín que había detrás. Pero aquellas espadas tenían algo extraño.

Nicolai se fijó mejor. En la hoja candente había una inscripción. Allí estaba escrita la sentencia de muerte de Selling: In te ipsum redi.

Volvió hacia la mesa. ¿Se había acercado demasiado Selling a uno de esos ángeles de la venganza y por eso lo habían privado de la vista violentamente? Estaban ocurriendo cosas terribles. Tenía que colaborar a detener el mal. Entonces, firmó el documento de Di Tassi.

—No es un hecho excepcional que un príncipe se precipite en una quiebra fraudulenta —dijo el consejero mientras desplegaba un documento—. Pero mire usted esta lista.

Le alcanzó varios pliegos al médico. Nicolai echó un vistazo a los nombres apuntados y miró incrédulo las cifras que aparecían detrás. La suma de dinero de la que Müller había oído rumores estaba muy por debajo de la cantidad que acababa de leer. ¡Casi dos millones de táleros! Era una cifra astronómica. Con eso se podía reclutar un ejército.

—Y nadie sabe adonde ha ido a parar el dinero —prosiguió Di Tassi—. Hemos preguntado en todos los bancos de Núremberg. En todas las casas de comercio. En todas las casas de empeño, a los cambistas y a los judíos. Exceptuando a los prestamistas que fueron estafados, nadie tenía negocios con Alldorf. El dinero estaba aquí y ha desaparecido. Pero no hay rastro de él.

—¿Tal vez se lo fueron llevando a escondidas? —planteó Nicolai.

—Imposible. ¿Cómo lo habrían hecho? —Bueno, hubo visitas durante todo el otoño, visitas de desconocidos. Tal vez se llevaron el dinero, un poco cada vez.

Di Tassi meneó la cabeza.

—Semejante suma. ¿En oro? ¿En plata? Imposible. Habrían hecho falta muchos carros. No, el dinero tuvo que salir del país en forma de letra de cambio. Probablemente a través de un banco extranjero. Pero para eso se necesita un socio local. Alguien tenía que girarlas.

—O el dinero aún está aquí —objetó Nicolai—, escondido en algún sitio.

Di Tassi no contestó. Parecía estar siguiendo el hilo de otro pensamiento, pero un ligero cabeceo indicó que no daba credibilidad a esa idea, fuera la que fuese. Hizo una pequeña pausa. Luego cruzó los brazos a la espalda como si le molestaran para pensar, y prosiguió:

—Hace años que caen en nuestras manos cartas que demuestran la existencia de organizaciones secretas que buscan seguidores por todo el reino. Los semilleros para esos disidentes subversivos son las logias masónicas. Hemos conseguido infiltrar hombres de confianza en la mayoría de las logias y estamos bien informados de las maquinaciones. Sin embargo, está claro que en la sombra opera también un grupo que no logramos definir. No sabemos nada de él. Pero no cabe duda de que existe y prepara algo. Por eso los Estados alemanes han creado un departamento especial en Wetzlar que se ocupa de espiar a ese grupo. Yo dirijo el control del correo postal. Por eso estoy aquí.

—¿Control del correo? —repitió Nicolai—. ¿De qué correo?

—De todo —dijo Di Tassi—. Tenemos acceso a todas las estafetas del reino. Nuestros hombres están por todas partes y nos informan de inmediato si encuentran correspondencia sospechosa. Sin embargo, últimamente han observado fenómenos que no logramos comprender. Sabemos que se cuece algo, pero no sabemos qué. Sólo tenemos indicios, retazos incoherentes de información, sucesos inexplicables que registramos y procuramos relacionar. La enorme suma que ha desaparecido aquí, asociada a todas las muertes, probablemente causadas por un veneno desconocido, y ahora ese atroz asesinato, todo eso apunta únicamente en una dirección, en la dirección de aquella amenaza siniestra que ha surgido en algún lugar del horizonte y viene lentamente hacia nosotros. Pero no somos capaces de captarla, ése es nuestro dilema. Tenemos que seguir todas las pistas, pero no sabemos a quién o qué perseguimos. ¿Comprende?

No. Nicolai no entendía casi nada. Pero entonces cayó en la cuenta. ¡Di Tassi! Dios Santo, tenía ante él a un descendiente directo de la temida familia lombarda que a lo largo de los siglos había conseguido construir el monopolio postal de los Habsburgo, el sistema postal de los Taxi.

—Quiero enseñarle algo. Para que se haga a la idea de a qué nos enfrentamos.

Di Tassi se dio la vuelta y acercó una caja de madera que estaba encima de la mesa grande. Con dos gestos rápidos abrió el cerrojo de hierro y sacó un legajo de color marrón oscuro. Lo puso delante de Nicolai. Se trataba de documentos que alguien había envuelto con hule. Cuando Di Tassi retiró la tela, Nicolai vio que eran cartas. Debía de haber centenares. Todas tenían el mismo formato. Pero por ningún lado se veía las señas. Las cartas estaban dobladas con cuidado y cerradas con lacre rojo, pero a esa distancia no pudo distinguir el sello. Di Tassi cogió varias cartas, las levantó como si así pudiera diferenciarlas mejor, se decidió por una de las misivas, la dejó sobre la mesa delante de Nicolai y se sacó un alambre fino de la faltriquera. Nicolai pudo ver entonces mejor el sello. La impresión era curiosa:

—Mis mejores hombres se encargan de una docena en una hora —dijo Di Tassi con orgullo—. Yo he perdido un poco la práctica, pero creo que lo lograré.

Introdujo el alambre con cautela entre el pliegue de papel hasta rodear casi totalmente el sello. Luego, con un gesto rápido, pero cauteloso, tiró de la lazada y el sello se soltó del papel como por arte de magia.

—¿Qué tipo de alambre es? —preguntó Nicolai asombrado.

—Una cuerda de piano —contestó Di Tassi—. Debo pedirle que trate el documento con cuidado porque mañana a primera hora volveremos a franquearlas.

—¿Franquearlas? ¿A qué se refiere?

—Copiamos el contenido, volvemos a sellar el documento y mandamos los envíos a su lugar de destino.

—Y el destinatario no sospecha que han inspeccionado el escrito.

Di Tassi negó meneando la cabeza.

—No, en absoluto.

—Pero, entonces, ¿usted sabe a quién se dirigen esos documentos?

—Sí, claro. Esto son tablas de notificaciones, centenares. Constituyen un elemento importante de su trabajo subversivo. Enseguida lo verá.

—Tablas de notificaciones —repitió Nicolai confuso.

Aquello no le decía nada. Pero Di Tassi le indicó que diera una ojeada al documento que acababa de abrir.

—Podría explicarle qué son, pero observarlo uno mismo vale más que mil palabras. Tenga, lea.

Nicolai examinó el documento. Ponía: «Tabla, escrita por Áyax, diciembre de 1779, concerniente a Danaus.» El documento apaisado estaba dividido en diecisiete columnas. Encima de la primera columna ponía: «Nombre, edad, lugar de nacimiento, domicilio, condición.» En la siguiente se señalaban el «aspecto físico y la reputación». Luego venían «moral, carácter, religión y escrupulosidad». Nicolai leía con creciente asombro. ¿Qué era aquello tan raro? Un tal Áyax daba información detallada sobre todas las circunstancias que atañían a la vida de una persona llamada Danaus. No sólo se registraban todas sus facetas imaginables, sino también a sus amigos, familiares, propiedades, convicciones políticas, lecturas habituales, viajes emprendidos, hábitos alimentarios, sí, allí aparecía compilada toda la información imaginable. Debajo, una tabla similar informaba brevemente sobre los padres, hermanos, tías, tíos, benefactores, patronos y similares.

Nicolai leyó fascinado la descripción del aspecto físico:

Casi supera los 5 pies de altura: su complexión, enflaquecida por los excesos, tiende ahora a un temperamento melancólico: su frente ancha está generalmente surcada por arrugas; sus ojos, de color gris claro y un poco apagados, y el tono lívido de su rostro no indican precisamente una salud inmejorable y duradera; de hecho, está enfermo muy a menudo. Tiene una nariz larga y prominente, aguileña, y el pelo castaño claro. No frecuenta actividades sociales muy concurridas, pero se lo ve suelto entre amigos y es de ademanes serenos. Camina deprisa y mirando al suelo. Mima su cuerpo, pero posiblemente se deba a que se siente con una constitución débil. Alrededor de la boca, por debajo de la nariz, tiene una verruga a cada lado.

Lo que a la sociedad secreta le interesaba podía leerse en la cuarta columna: «Capacidades que pueden ser provechosas.»

Se inclina sobre todo por la filosofía, aunque también es bueno en materia de leyes: habla perfectamente romano, francés, y anhela mantener correspondencia secreta. Sabe fingir magistralmente y conviene ad recept ante las órdenes, puesto que intenta adquirir conocimientos sobre la naturaleza humana.

—¿Se ha fijado en lo que se menciona en la columna catorce? —preguntó Di Tassi.

Nicolai negó con la cabeza, confuso y asombrado ante aquel extraordinario inventario. Luego ojeó la anotación de la columna catorce, donde ponía: «Enviado.» Por lo visto, ahí anotaban las aportaciones de los miembros.

19 de julio de 1779 1 ducado holandés y 5 florines, dos libros de química el 6 de enero de 1780.

—Por lo visto, Danaus no sólo está versado en Filosofía y Leyes —dijo Nicolai con asombro.

—Eso parece —replicó el consejero judicial—. Libros de química. ¿Para qué los necesitará una sociedad secreta?

Era realmente extraño. Todo aquello entrañaba aspectos amenazadores. Daba la impresión de que aquella gente estaba expuesta a una mirada omnisciente. «Tiene trato con el señor Geiser y el señor Bramate, con quienes vive en una casa; también con los señores Berger, Aloys Sauer, Conrad Sauer, y mantiene mucha correspondencia con el señor Gilbert Michl, clérigo regular del monasterio de Steingaden.» ¿Quién recababa aquella información? ¿Y para qué?

—Si sabe quién recibe estos informes —replicó Nicolai—, ¿por qué no lo detiene y se lo pregunta?

—Porque no tiene sentido amputar los miembros de un cuerpo si no se sabe dónde está la cabeza.

Nicolai se sintió indispuesto ante las palabras escogidas por Di Tassi, quien cogió el documento y lo dobló con cuidado. Luego se sacó de la talega un tarrito que parecía un bote de maquillaje y abrió la tapa. Fijada en la parte interior de la tapa había una esponjita. Di Tassi la pasó por encima del sello y volvió a cerrar la carta. Aquello parecía magia. Nadie notaría que habían abierto la misiva.

Nicolai volvió a mirar el sello.

—¿Es árabe?

—No. Por desgracia.

—¿Y qué significa?

—No lo sabemos. Son caracteres y aún no hemos descifrado el código.

—¿Y cuántas tablas de notificaciones como ésta han descubierto hasta ahora? —preguntó Nicolai tras una breve pausa.

—Unos cuantos centenares —dijo Di Tassi—. Y cada vez son más. Pero eso no es todo. Aún hay otro enigma.

—¿Y cuál es?

—Sillas de posta incendiadas —dijo Di Tassi—. Hace semanas que me informan de extraños asaltos a los coches de correo. No roban nada. Pero asaltan los vehículos y los queman.

Curioso. ¿A quién podría interesarle quemar coches de correo?

—¿Ha estudiado la pauta de los asaltos? —preguntó Nicolai inconscientemente.

—¿Pauta? ¿Qué pauta?

—Bueno, quizá la banda trabaja siguiendo un plan. ¿Dónde han tenido lugar los asaltos?

Di Tassi pareció indeciso por un momento. Luego cogió una saca de cuero del suelo, metió la mano dentro y sacó un puñado de despachos.

—Tenga —dijo, alargándoselo al médico—. Son los casos registrados.

Nicolai cogió los despachos.

—Necesito algo más —dijo entonces—. Necesito un mapa.

Di Tassi pareció aún más dubitativo. Pero luego volvió a buscar en la bolsa y le concedió también ese deseo.

—¿Y ahora qué? —preguntó el consejero.

Nicolai desplegó el mapa. El corazón le latía con fuerza. ¡Qué portento de precisión! Podía verse Franconia entera. Notó que Di Tassi estaba sumamente nervioso. Las autoridades guardaban con celo aquel tipo de mapas. En caso de guerra, podían determinar la victoria y la derrota. Algo así no se le enseñaba a cualquiera. Y él tenía que darse prisa en demostrar que también tenían otro uso.

Abrió rápidamente los despachos y comenzó a marcar con puntos en el mapa las rutas de correo afectadas por los asaltos. No tardó mucho en aparecer una pauta, un tejido ralo de puntos que partían de Alldorf y parecían extenderse hacia el oeste. Di Tassi miraba con asombro.

—No puedo prometerle nada —dijo Nicolai cuando hubo anotado el último punto—, pero no me sorprendería que el próximo asalto tuviera lugar en esta zona.

Marcó con un círculo una superficie en el mapa que parecía haberse librado de los puntos hasta entonces.

Di Tassi se había quedado sin habla. Nicolai se levantó.

—¿Adonde va? —preguntó el consejero.

—A Núremberg. A visitar a su paciente. Con su permiso.

Se inclinó haciendo una reverencia y salió de la habitación.