7

El mesón no estaba muy lejos. Aún no había caído la tarde, por lo que era poca la actividad. Subieron por una sinuosa escalera y entraron en un altillo grande que, con escasos recursos y gran imaginación, había sido transformado en una casa de comidas. Las mesas colgaban de las vigas del techo. Unas cajas de madera hacían las veces de sillas. Había que sentarse cerca del tejado. Falk se dirigió con paso seguro hacia un lugar al fondo de la sala. El delicioso aroma de la carne de cordero asada llenaba el comedor. Nicolai también tenía hambre. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que había comido algo decente? Pidieron y se sirvieron vino tinto de una gran botella panzuda que había encima de la mesa. El pan también era exquisito. Nicolai comió tres rebanadas antes de que llegara la carne.

Con el vino, al interlocutor de Nicolai se le desató la lengua. No tardó mucho en contarle que provenía de la región del Palatinado y que, en realidad, tendría que haber sido pastor. Su padre había hecho todo lo posible por dejarle la parroquia, pero tal cosa nunca había sido de su agrado. Su sueño era escribir obras de teatro, pero, dado el estado actual de los escenarios, sus esperanzas eran vanas.

—¿Por qué vanas?

—¿Ha estado recientemente en un teatro alemán? —preguntó Falk.

Nicolai negó con un gesto.

—Si no quiere escribir sobre homicidas incendiarios, suicidas melancólicos o necios acabados, ningún director de teatro aceptará sus obras. En Alemania, la norma es que el protagonista mate, una a una, entre doce y quince personas en el escenario y luego, para culminar la encomiable obra, acabe clavándose una daga en el pecho.

—Bueno, la gente busca entretenimiento y no instrucción, —replicó Nicolai divertido.

—Usted lo ha dicho. Incluso los actores se quejan ya de tener que aprender nuevas formas de morir, puesto que hay escenas en las que esa gente tiene que pasarse media hora yaciendo en el suelo, sin dejar de hablar entrecortadamente y con continuas convulsiones. Yacen en grupos de cuatro o cinco, enzarzados en una lucha a muerte, y terminan la obra entre largas declamaciones. El suelo cruje con cada uno de los espasmos de sus distintos miembros. El público tiene un gusto espantoso.

—¿Y eso a qué se debe?

—Lo ignoro. Tal vez porque es el vulgo quien sobre todo va al teatro. De todos es sabido que la plebe acude con agrado a la plaza del patíbulo y a ver cadáveres.

Llegó la carne. Mientras Falk se desahogaba, Nicolai se sirvió.

—Fíjese en los autores de esas piezas teatrales, elogiadas como si fueran las obras de unos genios —dijo con repugnancia—. Esos tipos tormentosos e impetuosos del Sturm und Drang jamás han tenido contacto con el mundo sobre el que escriben echando espumarajos por la boca. Lo suyo son simples balbuceos de puro odio. Y encima lo llaman revolución literaria. Pero, en realidad, no son más que textos mutilados y plagados de omisiones. Desde el escenario, se escupen frases al mundo que quedan ahí como oráculos incoherentes.

Nicolai tenía escasa experiencia con el teatro, por no decir ninguna. Sin embargo, poco a poco empezaba a caerle simpático aquel pobre estudiante, que no era tan diferente de los jóvenes genios de quienes echaba pestes.

—Como en las sociedades secretas, ¿no es cierto? —añadió para retomar el tema de su conversación.

—No se me había ocurrido pensarlo —dijo Falk—. ¿De dónde vendrá toda esa adicción a los oráculos, las órdenes secretas y las congregaciones? Aquí, casi todos los estudiantes están vinculados a la masonería.

Nicolai se encogió de hombros.

—El hombre necesita misterios —sugirió.

—Pero ya hay suficientes misterios —replicó Falk—. ¿Por qué tantos poseen tan poco y unos pocos, tanto? Eso es sin lugar a dudas un gran misterio sobre el que merece la pena reflexionar.

—Tal vez debería escribir una obra sobre el tema...

—Ya lo he hecho. Pero nadie quiere representarla.

—¿Philipp pensaba igual que usted?

—Philipp era un soñador de ideas confusas. Estudiaba Metafísica y a los filósofos ilustrados. Pero no entendía nada de política. En general, no se diferenciaba en modo alguno de Max Alldorf. Creía que los pensamientos pueden cambiar el mundo.

—Y usted, ¿qué cree?

—Los pensamientos no son nada. Lo que importa son los hechos.

—Sin embargo, el pensamiento siempre va por delante de los hechos —respondió Nicolai.

—Puede ser, aunque hay bastantes filósofos que han demostrado lo contrario. A mí, eso me da igual. Pero una cosa es cierta: un pensamiento sólo es real a través de un hecho. Antes, no es absolutamente nada. Menos que aire.

—Y esa gente que incendia carruajes y que ha conseguido dinero para los nobles caballeros B... y W..., ¿qué pensamientos pretenden hacer realidad?

—Párese a pensarlo un momento —contestó Falk a Nicolai con una mirada desafiante—. Después de todo cuanto me ha contado, le será fácil sacar una conclusión.

Nicolai movió la cabeza con tristeza.

—No. No puedo.

—Pues es evidente. Piense en la carta de su consejero de justicia. ¿Qué ha escrito en ella?

Nicolai reflexionó. No le gustaba demasiado tener que admitir ante el estudiante que le estaba dando una lección. Además, gracias a la curiosa afirmación que Falk acababa de hacer, de pronto se le había ocurrido una vaga idea, que trasgueaba por algún rincón de su mente. Con todo, aún no acababa de concretarla. Sin embargo, había dicho algo importante. ¿Cuándo se hacen reales los pensamientos? Le habría gustado poder reflexionar con tranquilidad acerca de la cuestión. Pero antes debía enterarse de qué había descubierto Falk en la carta de Di Tassi.

—Tal vez podría averiguarlo —dijo—. Pero, dado que usted ya lo sabe, ¿por qué no me lo cuenta?

Falk comprendió que aquel juego tenía poca gracia. De repente, le cambió la cara. Volvió a ponerse serio y apartó el plato a un lado.

—Licenciado Röschlaub —dijo—, lo que voy a contarle debe quedar entre nosotros. En ningún caso pretendo inmiscuirme en este asunto. Esos mercachifles cargados de misterios están todos locos, pero, como usted mismo ha comprobado, son peligrosos. Haga lo que haga en el futuro, déjeme a mí al margen, ¿entendido?

Al principio, Nicolai no dijo nada. Luego asintió pausadamente.

—¿Cuánto dinero tiene? —preguntó Falk a continuación.

—¿Por qué?

—Porque yo no tengo nada y necesito un poco. Quiero cien táleros por la información.

—¿Cien...? Eso es imposible.

—Y bien..., ¿cuánto vale para usted?

—Ni siquiera sé si lo que va a decirme me servirá de ayuda.

—No puedo prometérselo. Cincuenta, entonces.

—Tanto... No tengo tanto dinero —mintió, mientras pensaba, algo turbado, en los ochenta táleros que Di Tassi le había dado—. Estoy metido en un embrollo y tengo casi tan pocos recursos como usted. Ni siquiera sé por qué me persiguen. Y usted pretende sacar partido de la situación. Pero, de acuerdo. Veo que está pasando por graves apuros económicos. Le doy diez táleros en pago a sus esfuerzos. Me resulta imposible ofrecerle más.

Falk lo miró con rabia. Acto seguido, su rostro tenso se suavizó con una sonrisa. Aquel individuo le resultaba cada vez más inquietante.

—Bueno. Mientras haya mercado, habrá que vender, ¿no?

Nicolai no contestó nada. ¿Podía confiar realmente en aquel hombre? Echó una mirada por el local, pero nadie les prestaba atención. No. Aquel sujeto sencillamente estaba sin blanca y veía una oportunidad de ganar algún dinero de una forma rápida.

—¿Por qué cree usted que Di Tassi ha detenido la persecución después de lo ocurrido en Sanspareil? —preguntó Falk entonces.

—Lo ignoro.

—Es muy fácil —respondió Falk—. En Sanspareil se dio cuenta de que no se enfrentaba a los iluminados. Ha perseguido a los que no son.

Nicolai enmudeció de perplejidad.

—¿Cómo lo sabe?

—Los iluminados no recogen polvo celestial, sino que escriben cartas humanistas sobre la moral y la estética del Estado. Prácticamente sólo hay funcionarios y aristócratas entre ellos. Gentes como el barón de Knigge y otros estetas ilustrados. Y, como es natural, un buen número de estudiantes; todos ellos, unos soñadores indolentes. Gente así nunca trabajaría para el emperador, y menos aún tomaría parte en una conspiración contra el rey Federico. Al contrario. Incluso se dice que Federico es un iluminado.

—Entonces, el otro grupo..., ¿los rosacruces?

—Sí, más bien. Son el extremo opuesto a los iluminados. Captan a sus miembros entre los católicos y en círculos reaccionarios. La máquina que me ha descrito es muy propia de ellos. Consideran el polvo de estrellas fugaces como prima materia, como sustancia primigenia.

—¿Y qué hacen con ella? —preguntó Nicolai, resignado.

Ya casi se arrepentía de haber aceptado el trato. ¿Adonde conduciría aquello?

—De ahí se extrae la tintura original, un bálsamo que se utiliza para ungir a los reyes.

—¿En Sanspareil se recogía polvo de estrellas fugaces para ungir a un rey?

—Sí, eso parece. La pregunta que se plantea a continuación es: ¿a qué rey?

—Al rey Federico, evidentemente no —sugirió Nicolai.

—No, seguro que no. Pero, entonces, a quién...

Nicolai se encogió de hombros, desconcertado.

—¿Qué dice Di Tassi en la carta? —prosiguió Falk—. Cualquier medio es lícito para debilitar al coloso prusiano. Y si el rey Federico no cuenta, sólo puede haber un candidato, ¿no es así?

Nicolai se quedó petrificado.

—¿Está pensando... en el sucesor al trono?

Falk asintió.

—Sí. En Federico Guillermo II.

Nicolai se había quedado sin habla. Falk se deleitó manteniéndolo en vilo antes de brindarle una explicación para aquella afirmación insólita.

—Ese sucesor al trono es lo mejor que podía ocurrirles a los austríacos —dijo Falk—. Y el rey Federico de Prusia lo sabe. El príncipe Federico Guillermo nunca estará en condiciones de desempeñar el papel de rey. Por no hablar de lo difícil que pueda ser encontrar a alguien capacitado para suceder a Federico. ¿Quién podrá reinar como Federico el Grande? Hay que ser un hombre en superlativo para mantener unidos a los prusianos y defender el país contra Austria, Francia y Rusia. El sucesor al trono no es apto para semejante tarea. Ya tiene bastante con administrar la economía de sus queridas.

Falk se sirvió más vino y bebió un buen trago. Nicolai no dijo nada. Aún no era capaz de ver la relación con el conde de Alldorf. Llevaba escrito en la cara que no entendía nada, por lo que Falk continuó con su explicación.

—Prusia es la eterna espina de Austria —empezó a decir—. Es impensable una oposición más profunda que la existente entre Prusia y Austria. Todo cuanto sucede en el Reino de Alemania, sucede a fin de cuentas entre Berlín y Viena, bien sea un avance o un retroceso.

Nicolai lo contradijo.

—No obstante, desde que José II está en el poder, algo se mueve en Austria.

—¿Ah, sí? —replicó Falk.

—Dicen que pretende cerrar setecientos monasterios, abolir la tortura y la servidumbre, e incluso permitir la entrada a los no católicos...

Falk resopló con desdén.

—Ya ve usted de qué se ocupan en Viena. Una rígida fe católica obsoleta, que sofoca todo amago de independencia y vigor espirituales. Esclavitud de la población. Una mentalidad retrógrada e injusticia dondequiera que se mire. Aun cuando Austria emprenda ahora unas cuantas reformas insignificantes, nunca será equiparable a lo que ha hecho Federico. ¡Prusia! Eso sí es un embate de liberación. Hace siglos que se lucha contra la esclavitud arraigada entre el Elba y el Pregel, y algún día se extinguirá. Se entablan batallas encarnizadas contra la maldita nobleza terrateniente y los privilegios. Si el Reino de Alemania llega a ser una nación, libre, será porque Prusia ha empezado a combatir la fragmentación en su interior.

Bebió de nuevo. Nicolai confiaba en que Falk no se pusiera agresivo. Pero sucedió todo lo contrario. El joven se inclinó hacia delante, bajó aún más la voz y dijo:

—Si alguien escribe algún día la historia de esta década, dirá exactamente lo siguiente: Austria o Prusia, una Alemania dispersa, insustancial e indefensa a remolque de obscurantistas y partidarios de la política de los Habsburgo, o bien una Alemania vivaz, floreciente y con ingenio, auspiciada por un Estado moderno de ciudadanos ilustrados e instruidos. Tal vez no sea visible aún, pero se está cociendo una lucha cultural. Si Prusia cae, el Reino de Alemania retrocederá a la Edad Media, a una estructura retrógrada, sin fuerza y paralizada, formada por mil cuatrocientos estados minúsculos y con un hábito de monje como mortaja. Y ya ve usted quién va a dirigir Prusia en el futuro. Federico Guillermo II. Un hombre sin talento ni sustancia, con una consabida inclinación a las diversiones de índole no muy adecuada para una Corte. Tiene un carácter blando y sentimental. Todos cuantos lo conocen dicen lo mismo, que es un afable idiota. El soberano es muy consciente de ello. Es más, él mismo ha aportado su pequeño grano de arena. El príncipe se rodea exclusivamente de canallas porque no está a la altura de las exigencias del rey. Pero eso no es lo peor. ¿Sabe usted qué es lo peor?

Nicolai meneó la cabeza.

—Su inclinación a la mística. Hace tiempo que está a merced de lo que le susurran al oído. Y cuando dispongan del dinero que se menciona en esa carta, lo tendrán completamente en sus manos.

—¿Quién?

—Wöllner y Bischoffwerder. Esos son los dos nombres que se ocultan tras las iniciales que aparecen en la carta de Di Tassi. Ambos habrían acordado con Alldorf que les hiciera llegar los recursos que necesitan para tener al príncipe en sus manos. Y probablemente habrá más benefactores que aportarán su contribución. El modo de vida del sucesor al trono engulle cantidades ingentes de dinero, y el rey apenas le da una asignación. Eso es un punto débil del que se puede sacar partido fácilmente. Sin embargo, la verdadera debilidad del sucesor al trono no es el dinero, sino su alma propensa a la mística. Quien entretanto domine ambas cosas, dentro de unos años gobernará Prusia y conducirá el país hacia el rumbo que desee.

Nicolai intentaba seguir el hilo de las explicaciones de Falk e incorporar las informaciones recientes a la imagen que se había formado de Alldorf hasta entonces.

—¿Cómo es que conoce tan bien la vida espiritual de Federico Guillermo? —preguntó.

—Vaya a Berlín —respondió Falk—. Pregunte a la gente. El despertar a la fe de Federico Guillermo en el campamento de Schatzlar fue la comidilla de todos los salones hace dos años. Se bromeaba sobre el hecho de que el disoluto se hubiera vuelto súbitamente piadoso. Federico Guillermo se había sentado delante de su tienda y, de repente, notó una mano encima del hombro. La señal de gracia del Altísimo. Luego oyó pronunciar en voz baja la palabra «Jesús» y comprendió que acababa de ser acogido en el círculo de los elegidos. No podía darse la vuelta, puesto que no estaba permitido. De haberlo hecho, no habría visto a Jesús, sino al duque Federico Augusto de Braunschweig, que también se ha consagrado a los rosacruces. Más tarde, corrió de boca en boca el ocurrente apelativo de Jesús de Braunschweig. Desde entonces, su espíritu se ha ido ensombreciendo de manera incesante. Federico Guillermo se ha vuelto serio, ensimismado, melancólico. Y el tal Wöllner pulula siempre y en todas partes a su alrededor, y le organiza apariciones.

—¿Y el rey no hace nada?

—Sí, por supuesto. Refuerza el aparato monárquico. Todavía hay gente como Zedlitz y otros funcionarios que combatirán con cuerpo y alma ese oscurantismo, aun cuando Federico ya no siga con vida. Pero, a diferencia de los reyes, los funcionarios pueden ser cesados. Quien tenga la cabeza, tendrá el Estado.

Nicolai se sirvió otro vaso y bebió un buen trago.

—¿Y usted cree que Austria está metida en el asunto?

—Desde luego. Allí observan los acontecimientos con gran minuciosidad. ¿Por qué cree usted que Di Tassi se ha presentado en Alldorf? ¿Quién posee el monopolio del correo en el reino? ¡Los Habsburgo! En ninguna otra parte se sabe con mayor exactitud lo que acontece en el reino que en Viena. Usted ya ha visto con sus propios ojos cómo está organizada la red de espías de Di Tassi. Y, si desaparece tanto dinero como en el caso Alldorf, en Viena quieren saber a qué bolsillos ha ido a parar. Si de amigos o de enemigos. Por eso enviaron a Di Tassi. Su error fue creer que los iluminados se escondían detrás de los atentados. De ahí que persiguiera a los incendiarios de sillas de posta. Sin embargo, en Sanspareil debió de darse cuenta de que se había equivocado. Descubrió la máquina de esos rosacruces. Además, es evidente que, entretanto, habían identificado al banco que había efectuado la transacción y habían comprobado que el dinero estaba destinado al sucesor al trono. Lea la carta. Está todo ahí. La situación en que ahora se encuentra se debe a un error de cálculo temporal en la red de espías austríaca.

Al principio, Nicolai no dijo nada. Las confidencias de Falk lo colmaban de sorpresa. Todo aquello resultaba totalmente lógico. Pero había algo que no comprendía. Si Alldorf formaba parte de aquella conspiración, ¿por qué la habría mantenido en secreto ante alguien como Di Tassi? El conde de Alldorf había pasado media vida en la corte de Viena. Allí lo conocían muy bien. Tal vez incluso fue allí donde entabló contacto con representantes de los rosacruces. Sin embargo, tal suposición explicaba sólo una parte de los acontecimientos. ¿Política de poder? Seguro. Pero, ¿qué provecho sacaban los conspiradores de Berlín de que unos incendiarios de carruajes trazaran una cruz de fuego sobre el Reino de Alemania? ¿Por qué aquel iluminado, rosacruz o lo que fuera, se había disparado ante sus ojos cuando se vio rodeado? ¿Por qué habían asesinado y mutilado a Selling? ¿Y dónde estaba Zinnlechner?

—Usted ha mencionado dos nombres. ¿Quiénes son?

—Wöllner es consejero de cámara en el dominio del príncipe Enrique, el hermano del rey. Está metido en todas partes, frecuenta tanto a los masones como a los ilustrados. Creo que es el más peligroso de todos. Conoce a todos los grupos, pero no pertenece a ninguno. Sólo los utiliza. No obstante, su mejor instrumento es Bischoffwerder. Al contrario que Wöllner, que es un zorro hipócrita, Bischoffwerder cree en los disparates místicos que le susurra al oído al príncipe. Tiene una presencia impactante, es un auténtico mago. El príncipe depende completamente de ese hombre. Además, Bischoffwerder ha heredado de Schrepfer el artilugio con el que simula apariciones de espíritus ante el príncipe.

—¿Quién es Schrepfer? ¿De qué artilugio se trata?

—Hace seis años, hubo un escándalo cerca de aquí. Schrepfer, dueño de un café en Leipzig, se pegó un tiro en Rosenthal ante la mirada de varios amigos de logia. El hombre estaba lleno de deudas. Sin embargo, después corrió la voz de que, en realidad, había pretendido aparecer él mismo como espíritu. Entre los pocos testigos de aquel desdichado suceso, se encontraba también Bischoffwerder. El y el consejero confidencial de guerra de Hopfgarten habían estado la noche antes con Schrepfer, y después dijeron que les había prometido un milagro para el día siguiente. No hubo seguimiento alguno del caso, pero Bischoffwerder heredó de Schrepfer el espejo cóncavo con el que éste había simulado sus anteriores invocaciones a los espíritus.

¿Se había disparado delante de sus amigos? Nicolai se estremeció. Entonces, ¿lo ocurrido en el bosque de Schwabach no había sido en absoluto un suceso extraordinario?

—Hasta poco antes de su detención, Philipp recibía de sus hermanos de logia informes muy detallados de lo que sucedía en Berlín. En otoño de 1779, la Orden Rosacruz de Oro fue admitida en el círculo de la Estricta Observancia, es decir, en la corriente más poderosa de las logias francmasónicas. En Berlín se creó un círculo de rosacruces muy especial, dirigido por Wöllner. Bischoffwerder también ingresó en él.

—Por lo tanto, ¿era la época en que Maximilian se hallaba en Berlín? —preguntó Nicolai.

—Sí. Más o menos. Maximilian Alldorf estuvo allí poco antes. Pero, cuando culminó la fusión de la Estricta Observancia con los Rosacruces, ya había partido hacia Königsberg.

—¿Y qué hizo allí?

—No lo sé.

—¿Y de qué más se informó desde Berlín?

—La información más interesante resultó ser el objetivo de la orden: aniquilar la Ilustración y, para tal propósito, captar a Ormesus Magnus como hermano de la orden.

—¿Ormesus Magnus?

Falk tomó su vaso, pero no bebió, sino que jugueteó con él, ensimismado.

—Sí. El futuro rey de Prusia. De ese modo, cuando el rey Federico muera, se harán con su Estado. Si Federico Guillermo ingresa en su orden, nada podrá detenerlos.

Volvió a quedarse callado. Nicolai ponía cara de perplejidad.

—Bueno —dijo Falk finalmente, alzando la copa con sorna para brindar—, ¿merecían la pena sus diez táleros?

Nicolai no respondió. Había palidecido de golpe. Dos hombres habían aparecido en la entrada. Uno de ellos hablaba con el mesonero, pero el otro ya había empezado a recorrer la sala con la mirada.

¡Era Kametsky!