La partida de Alessandro Pozzone


(1878)

Granthorne Avenue es una calle pequeña, perpendicular a Dulwich Road. Cuenta aproximadamente con una docena de casas en cada acera, viviendas independientes que se alquilan por cuarenta y cinco libras anuales. Cada una tiene un pequeño jardín en la entrada principal y un buen terreno detrás, con una cancela verde que da acceso a un callejón. Este callejón es para uso exclusivo de los vecinos, pues no hay más edificios al otro lado. En un extremo de Granthorne Avenue se encuentra Dulwich Road, y en el otro hay una tapia de madera negra, de dos metros de altura, que separa la calle de los prados donde en verano pacen las vacas. El jardín trasero de las viviendas es una amplia parcela de césped, con tamaño suficiente para jugar al croquet, rodeada por un sendero de gravilla que conduce a la pequeña cancela verde al pie del callejón.

El mes de junio había empezado con la virulencia propia de marzo y la inestabilidad de abril. El 4 de junio fue un día inclemente. Llegó un vendaval del sur, acompañado de chaparrones y claros intermitentes. El viento amainó al caer la tarde, pero los aguaceros seguían siendo frecuentes.

A las diez volvió a levantarse un fuerte viento del oeste que gemía y sacudía los árboles en la parte de atrás de Granthorne Avenue. A las once cayó un diluvio. Para entonces solo se veían luces en las plantas superiores de las viviendas, y los vecinos se disponían a acostarse. El ruido de la lluvia era en verdad alarmante, y muchos se asomaron a las ventanas, retirando persianas y cortinas, a contemplar el espectáculo. La tormenta azotaba las fachadas de las casas situadas a la izquierda de la avenida.

Los sótanos y la planta principal de las viviendas de la acera derecha estaban a oscuras. Había una luz encendida en el vestíbulo del número 17, en la acera de la izquierda, y por las cortinas venecianas del salón de la planta principal del número 7 escapaba un intenso y alegre resplandor, acompañado de la música de un piano y una voz de tenor ligero. La melodía y el aria eran Robin Adair.

El chaparrón no duró más de diez minutos. El viento y la música derrotaron a la lluvia, y a las once y cuarto no quedaba nadie en las ventanas de los dormitorios.

A las doce menos cuarto, el señor Frederick Morley y el señor Charles Bell bajaron del compartimento para fumadores de un vagón de primera en la estación de Herne Hill y, cogidos del brazo, fueron andando hasta el final de Granthorne Avenue y allí se detuvieron un momento.

—Siempre entro por detrás cuando vuelvo tarde —dijo Bell. Empezaba a chispear de nuevo—. Otro chaparrón. ¡Menudo tiempo para el mes de junio! Más vale que entremos pronto o nos empaparemos. Buenas noches.

—Yo entraré por la puerta principal —contestó Morley. Y añadió un «buenas noches» mientras se apresuraba bajo la lluvia, que volvía a caer como un torrente, golpeando con estrépito las ventanas de la acera izquierda.

Desde el final de la calle hasta la primera vivienda se extendía un muro de unos cincuenta metros de longitud que cerraba los jardines por la parte del callejón. Cuando Morley llegó a la puerta del número 8, calado hasta los huesos, su silueta brilló a la luz de la farola que había justo delante de su casa. En el número 7 aún se veía una luz encendida a través de las cortinas. Morley rebuscó en sus bolsillos, murmuró para sus adentros y dijo a media voz: «¡Maldita sea! Me he olvidado la llave. Tendré que llamar y despertarlos». Llamó al timbre, golpeó la puerta y se refugió debajo del porche mientras esperaba a que abriesen.

Entre el azote de la lluvia y el gemido del viento en los árboles llegaba la música del salón alegremente iluminado de la casa de enfrente. En parte por pasar el rato y en parte para que en su casa reconocieran su voz y no se alarmaran, Morley identificó la melodía y comenzó a tararear la letra deRobin Adair.

Esperó dos o tres minutos, pero no oyó ningún movimiento dentro de la casa. Dejó entonces de tararear y volvió a llamar al timbre y a golpear la puerta, a la vez que entonaba la canción en voz más alta, sin perder el compás que marcaba el piano.

Oyó sonar la campana en el dormitorio de la criada. «Ya me ha oído —musitó—, aunque Matilda se esmera tanto en vestirse y es tan lenta para todo que me tendrá aquí otros cinco minutos.»

Al cabo de otros dos o tres minutos empezó a impacientarse y, para no perder los estribos, se puso a silbar la melodía del piano y pensó: «¡Hay que ver la tenacidad que tiene ese extranjero con el pobre Robin!».

Llevaba unos cinco minutos en la puerta cuando algo le hizo levantar la cabeza y prestar atención, con un gesto de alarma en el rostro resplandeciente bajo la lluvia a la luz de la farola.

Aguzó el oído y se dijo: «No, no. Eso no ha sido el mugido de una vaca en sueños. Ha sido un gemido humano».

¡Otra vez! ¡Había vuelto a oírlo! Maldita lluvia y maldito piano. Algo estaba pasando en la parte de atrás de las casas. Tenía que haber sido un gruñido muy fuerte para oírlo desde tan lejos. ¡Maldito extranjero con su maldito piano y su eterno Robin Adair! ¿Le habría ocurrido algo a Bell?

Sin dudarlo un instante, Morley echó a correr por Granthorne Avenue, llegó a Dulwich Road y entró en el callejón.

Una vez allí aflojó el paso, blandió el bastón para comprobar que podía fiarse tanto de él como de su brazo y avanzó más despacio.

Todo estaba muy silencioso y muy oscuro. Dejó atrás tres puertas y llegó a la del número 7, donde la interminable melodía de Robin Adair seguía sonando a través de la ventana y a pesar de la lluvia. No vio nada sospechoso o reseñable.

Cinco, seis, siete, ocho, nueve puertas. Ésa tenía que ser la del número 17, la casa de Bell. Sí, estaba seguro.

¡La puerta estaba entornada! ¡Ay, Dios! ¿Qué estaba pasando? Vio un hombre muerto o aturdido en el umbral, como si hubiera caído nada más entrar.

—¡Socorro! ¡Enciendan la luz! ¡Socorro! ¡Un asesinato!

Por un momento no se oyó nada más que la lluvia y el viento, y el piano, ahora más débil. Poco después de que Morley diera la voz de alarma, la melodía cesó, la puerta del número 7 se abrió y un hombre preguntó con acento extranjero:

—¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha llamado? ¡Espero que no haya nadie herido!

Morley dijo:

—Sí, venga, señor, y ayúdeme. Me temo que está muerto.

—¿Dónde está usted?

—Estoy en la puerta de atrás del señor Bell. Venga y avise a su familia. Venga, por Dios. No quiero dejarlo solo, no vaya a ser que los maleantes vuelvan. Está sangrando. Mire, la sangre está caliente y salada.

El extranjero ya estaba al lado de Morley.

—¡Sangre caliente y salada! Déjeme a mí con él. No conozco a su familia. Deles usted la triste noticia. No tema que los bandidos regresen. Parece que tiene una herida en la cabeza. Pobre hombre. Es verdad que la sangre está caliente y salada. Vaya corriendo, yo me quedaré aquí. Dese prisa.

En poco tiempo, todos en casa de Bell —un hijo, una hija y la criada— se habían despertado. Morley, el signore Cordella y John Bell, el hijo de la víctima, metieron al herido en la casa. Poco después llegaron dos médicos y la policía. Los médicos dieron pocas esperanzas. El más joven de los dos pasó toda la noche atendiendo al herido, y a las seis de la madrugada, Charles Bell falleció sin haber recobrado el conocimiento siquiera por un instante.

Al día siguiente, es decir, el 5 de junio, se inició la investigación y se revelaron los siguientes hechos:

Morley, la última persona que había visto con vida al fallecido antes de que éste recibiera el golpe mortal, conocía a Bell desde hacía cinco años. Trabaron amistad en el tren, poco después de que el difunto se mudara a Granthorne Avenue. Ambos cogían el mismo tren por la mañana para ir a la ciudad, y así habían llegado a ser buenos amigos. Casi nunca coincidían en el tren por la noche. El testigo normalmente volvía a casa a las siete, mientras que la víctima no regresaba en general antes de las nueve o las diez, incluso a veces ya a medianoche. El propio difunto se lo había contado a su vecino. Únicamente en dos o tres ocasiones antes de aquella noche habían vuelto a casa juntos. Morley recordaba perfectamente todo lo ocurrido. Describió cómo se despidió de la víctima al final de la calle, el viento y la lluvia, el rato que pasó esperando en su puerta, y aseguró que en ningún momento sospechó que su amigo corriese peligro alguno, pues, mientras esperaba que le abriesen la puerta, se puso a silbar la melodía que interpretaba su vecino, el signore Cordella, hasta que oyó el gemido. Entonces fue corriendo al callejón, encontró al herido y, como sabía que elsignore Cordella estaba levantado, pidió ayuda. El signore Cordella llegó enseguida y se quedó con el hombre agonizante hasta que pudieron meterlo en la casa.

A continuación declaró el signore Roberto Cordella, italiano, y juró que alrededor de la medianoche del 4 de junio, mientras disfrutaba de la música, oyó un grito en la parte de atrás de las casas y, al salir, se enteró de lo ocurrido, tal como había descrito el testigo anterior. El signore Cordella llevaba alrededor de cinco meses en Granthorne Avenue y en ese lapso de tiempo no había tenido ninguna relación con el difunto. Era un profesor de música retirado. No recordaba haber visto nunca a la víctima. Esto se explicaba, en parte, por el hecho de que Bell volvía a casa tarde y, según había declarado Morley, tenía la costumbre de entrar por detrás, como la noche del crimen. El pianista afirmó que estaba impresionado y consternado por el triste suceso. Al ser extranjero, no conocía los procedimientos judiciales, de ahí que preguntase al juez de instrucción si podía retirarse libremente. El juez asintió, pero también le advirtió de que, aunque era poco probable que volviesen a requerirlo en un futuro, tenía que estar localizable, pues podía darse el caso de que necesitaran citarlo de nuevo. El signoreCordella hizo una reverencia y bajó del estrado.

Las pruebas médicas eran clarísimas. La víctima había muerto a consecuencia de las heridas en el cráneo. Había recibido dos golpes. Uno, al parecer, cuando entraba por la cancela; el otro en el lugar donde lo encontraron. El primero le alcanzó en la coronilla, y habría bastado por sí solo para causarle la muerte. El segundo lo recibió en la sien y el pómulo derecho, y, al caer, había dejado impresa en la tierra mojada la huella del lado izquierdo del rostro. No cabía duda de que el arma homicida era una piedra hallada por la policía. (Una losa de casi medio metro de longitud, quince centímetros de ancho y nueve de grosor.) La piedra presentaba restos de pelo, sangre y carne que se correspondía con los fragmentos desprendidos de la cabeza de la víctima. Todos los órganos corporales estaban sanos, y el difunto gozaba de excelente salud a pesar de que ya había cumplido los sesenta años.

Se presentaron a continuación las pruebas de la policía:

La piedra era muy similar a las que había en el callejón. No se encontró ningún otro objeto de relevancia para el caso. Tanto Morley como Cordella tenían la ropa manchada de sangre, lo que podía explicarse porque acudieron en auxilio de la víctima. No se vio a ninguna persona sospechosa merodeando por los alrededores. Suponiendo que el asesino hubiese huido por la puerta trasera del número 17 hasta Dulwich Road y hubiese salido del callejón a la vez que el señor Morley se acercaba desde su casa, éste por fuerza habría tenido que verlo, ya que Dulwich Road es una calle recta, bien iluminada, y no ofrece en esa zona ningún lugar en el que esconderse.

Señor Morley: «No vi a nadie».

Era cierto que desde la cancela del número 17 hasta la tapia de madera que había al final del callejón mediaba una distancia menor que desde el mismo punto de partida hasta Dulwich Road, por lo que el asesino quizá hubiese tenido tiempo de llegar a la tapia, saltar y huir campo a través antes de que el señor Morley entrase en el callejón por el otro lado.

Hasta aquí el interrogatorio transcurrió sin demasiado interés, y la mayoría de los presentes en la sala parecía pensar que el criminal, tras asestar el golpe fatídico, huyó por el callejón, saltó la tapia y escapó por el prado. La siguiente prueba policial causó sin embargo sorpresa y consternación, y todos los allegados de la víctima comenzaron a mirarse con recelo y temor. El oficial prosiguió ofreciendo su testimonio:

Había razones concluyentes para afirmar que nadie saltó la tapia la noche del crimen y tampoco el día anterior. El 3 de junio se descargaron diez carros de arena para construcción junto a la tapia de madera, al otro lado del campo, y la mañana del día 5 no había en la arena rastro alguno de pisadas. Las paredes del callejón eran de ladrillo, alcanzaban una altura de más de tres metros y estaban cubiertas de musgo, de manera que nadie habría podido trepar sin ayuda de una escalera, y no solo no se había encontrado ninguna escalera, sino que tampoco se observaba el más mínimo desperfecto en la cubierta vegetal, donde habría sido fácil detectar hasta el rasguño de una uña. La arena amontonada al otro lado de la tapia de madera, para sustituir ésta por un muro de mampostería, ocupaba varios metros a lo largo de la tapia. Entre los huecos de los tablones se había colado algo de arena y había formado en el callejón una capa lisa y suave de más de un metro de ancho. Era posible que la lluvia caída la noche del crimen hubiese borrado o al menos difuminado las huellas de pisadas, pero el terreno se examinó con lámparas menos de una hora después del ataque, tras haberlo examinado previamente apenas diez minutos después del ataque, cuando de nuevo empezó a llover, y allí no había ninguna huella. La arena amontonada al otro lado de la tapia estaba resguardada de la lluvia por dos castaños de gran tamaño, y tampoco allí se encontraron huellas. Por el momento no se había efectuado ninguna detención.

Declaró entonces el hijo del difunto. No tenía mucho que decir. Esto fue lo esencial de su testimonio:

Su padre tenía sesenta y tres años. Había sido en tiempos agente de aduanas. Su último destino fue Avonford. Unos quince años antes, se vio obligado a dejar su profesión por culpa de una severa afección reumática que contrajo en sus años de servicio. El testigo, que tenía treinta y siete años, desconocía los detalles de esa época y muchos años posteriores, ya que entonces vivía en Australia. Tras dejar su empleo como agente de aduanas, el fallecido se trasladó de Avonford a Londres, donde abrió un negocio de alimentación en Baroda Street y otro en Oxford Street. El negoció prosperó y, unos años antes, el fallecido compró la casa donde, al ser viudo, vivió con su hija y una criada hasta que el testigo regresó de Australia y se instaló desde entonces en el domicilio paterno. De esto hacía un año.

El inquietante descubrimiento de la policía obligó al juez de instrucción, como es lógico, a proceder con mayor cautela y deliberación que en la fase previa, de ahí que interrogase al hijo con el máximo detalle y rigor. En respuesta a las preguntas del juez, el hijo declaró lo siguiente:

La mañana del día 4, el señor Bell se fue a la ciudad a la hora de siempre, las ocho y media. Tomó un desayuno abundante y parecía de excelente humor. Las últimas palabras que el testigo oyó de su padre, cuando éste se marchaba, fueron: «No me esperes levantado. Esta noche llegaré tarde. Deja abierta la puerta del comedor». Esta última frase se refería a la puerta que, a través de un pequeño rellano exterior y un tramo de escaleras, comunicaba con el jardín trasero. Al decir que dejase abierta la puerta del comedor, el difunto se refería al cerrojo. Su costumbre, cuando volvía tarde, era entrar por esa puerta, cerrar con llave a continuación, cenar algo y tomarse un vaso de grog mientras fumaba un cigarrillo antes de acostarse. La noche de autos, el testigo se acostó a la hora de siempre, poco después de las once, y se quedó dormido. Lo despertó el señor Morley, llamando a la puerta de la cocina y pidiendo auxilio. El testigo se levantó, se vistió apresuradamente y bajó de su dormitorio. Esto era todo cuanto podía decir. La policía había encontrado el reloj y la cartera de la víctima en sus bolsillos. No creía que su padre tuviese ningún enemigo en el mundo. Hasta donde el testigo sabía, solo él podía beneficiarse de la muerte de su padre, mientras que su hermana se vería muy perjudicada.

Acto seguido se interrogó someramente a la criada y a la hija sobre lo que ocurrió la noche del crimen y, como ya había oscurecido, se aplazó la sesión una semana para que la policía pudiera ahondar en la investigación. Antes de levantar la sesión, el juez de instrucción dictó la orden de sepelio.

John Bell pasó el día siguiente muy ocupado con el funeral. La familia recibió numerosas visitas de condolencia de amigos y conocidos del difunto, y el vecindario estaba horrorizado por la atrocidad del crimen, apenado por la víctima, que era un hombre amable e inofensivo, y compadecido por sus hijos.

Ya era medianoche cuando John Bell se quedó a solas por primera vez. Era un hombre alto y fornido, de barba pelirroja, ojos castaños, piel broncínea y manos fuertes. Cuando se permitía un descanso, en circunstancias ordinarias, su rostro cobraba una expresión de severidad. Se veía a las claras que no era un hombre con el que se pudiera bromear. Sus ademanes eran lentos y comedidos. Hiciera lo que hiciera, siempre daba la impresión de haber reflexionado a conciencia antes de emprender cualquier movimiento y, una vez que pasaba a la acción, era tan evidente que se proponía llegar hasta el final que a nadie se le ocurriría interponerse en su camino. Estaba sentado, incómodo con el traje de luto nuevo, y una sonrisa cruel alternaba en sus facciones con una mirada de honda y fría concentración. Se encontraba junto a la puerta del comedor por la que con ayuda de Morley y el signore Cordella había trasladado a su padre moribundo la noche del día 4. Esa noche no hacía viento y tampoco llovía. El vecindario estaba en calma y la naturaleza dormía como un niño cansado, sin gritos ni suspiros.

La policía había registrado minuciosamente la vivienda de la víctima, con la esperanza de encontrar alguna pista del asesinato. Solicitaron los documentos personales del difunto y tuvieron ocasión de examinarlos. Leyeron algunos papeles, tomaron notas, no vieron necesidad de seguir investigando y devolvieron los documentos a John Bell. Cartas, diarios y escrituras de propiedad seguían desordenadas sobre la mesa del comedor. John Bell llevaba una hora allí, absorto en sus pensamientos. De pronto se espabiló, abrió la espita de la lámpara, que hasta entonces ardía a medio gas, acercó una silla a la mesa y comenzó a repasar los papeles, leyendo algunos con atención y limitándose a hojear otros. Finalmente dio con uno que pareció despertar su interés en grado sumo.

Era un documento extenso, escrito de puño y letra de su padre, manoseado, antiguo y rasgado. Sin terminar de leerlo, se levantó precipitadamente, salió del comedor, fue al vestíbulo, abrió el cajón de la consola y sacó un trozo de papel que contenía unas palabras. Hecho esto, volvió al comedor y comparó a la luz de la lámpara una de las líneas del documento con las palabras anotadas en el trozo de papel. Acto seguido dejó los papeles sobre la mesa, se estremeció, se cubrió el rostro con las manos y se hundió en una butaca.

Pasó media hora completamente inmóvil, sin otro movimiento que el ascenso y el descenso rítmico de su amplio pecho al respirar. Transcurrido este lapso de tiempo, se puso en pie, concluyó la lectura del documento y se guardó éste en el bolsillo del pecho y el trozo de papel en el bolsillo del reloj. A continuación pasó las manos por debajo de la levita, como si fuera a ajustarse la hebilla del chaleco en la espalda, pero no llegó a hacerlo. Cogió su sombrero, bajó al jardín por la escalera del comedor y salió al callejón por la cancela.

Era la una y media de la madrugada.

Todo estaba tranquilo como una tumba. Los árboles se erguían en la noche, silenciosos, y una infinidad de estrellas tenues iluminaban la bóveda del cielo violeta oscuro. John Bell miró con cautela a uno y otro lado del callejón. «Es muy tarde y está muy oscuro —pensó mientras cerraba la cancela—, pero aún será más tarde y estará más oscuro antes del amanecer.»

Echó a andar muy despacio hacia Dulwich Road y una vez allí giró a la izquierda y otra vez a la izquierda. Entró en Granthorne Avenue y subió por la acera de la izquierda. Pasó por delante de las casas 1, 3 y 5. Todas estaban a oscuras. En la sala de estar del número 7 brillaba una luz. No vio resquicio alguno de resplandor en ninguna otra vivienda de la calle. John Bell retiró el cerrojo de la puerta del jardín, entró, subió las escaleras y llamó suavemente a la puerta. En pocos segundos el signore Cordella retiró la cadena de la puerta, giró la llave y corrió el cerrojo. Al reconocer a su vecino, exclamó:

—¡Ah, señor Bell! Es usted. Espero que no haya ocurrido nada más.

—No ha ocurrido nada más —dijo Bell—. Sé que es una hora intempestiva para hacer una visita a una persona casi desconocida, pero he visto la luz encendida y, como estoy tan inquieto y trastornado, me he atrevido a llamar.

—Pase —dijo el extranjero—. Pase. Siempre me acuesto tarde. Pase y siéntese un rato conmigo. —Se dirigió a la sala de estar.

Era una estancia amueblada con buen gusto. Predominaban en ella los tonos grises y fríos, más franceses que italianos. No había cuadros en las paredes, pintadas de gris perla. Las cortinas y la tapicería eran de color beige oscuro, y la alfombra, de un tono ámbar apagado. Junto a una pared había un piano vertical y encima del piano, una guitarra. En un rincón se veía una funda de violín y, sobre una mesa, enfrente de la puerta, una caja de música grande y una flauta de plata. Delante de la ventana había un sofá y cerca de éste una mesa de taracea. Varias sillas ocupaban distintas zonas de la sala y junto a la mesa de taracea había una butaca. En esta mesa se encontraban los cigarros, un bote de tabaco, un librillo de papel de fumar, un cenicero y una caja de fósforos. A pesar de que la sala era pequeña, tres lámparas de gas ardían a plena potencia, y John Bell tuvo que protegerse los ojos un momento.

—¿Quiere sentarse? —ofreció el italiano, señalando la butaca al tiempo que él se acomodaba en el sofá.

Bell dudó un instante y miró despacio alrededor antes de aceptar la invitación.

—Sí.

El italiano lió un cigarrillo, lo encendió y se apoyó en el brazo del sofá. Era un hombre de baja estatura, de unos cuarenta y cinco años, calvo, de tez morena, barba, ojos negros y unas cejas muy densas: no tenía un rostro en absoluto agradable. Aunque siempre había en sus labios una sonrisa, daba la impresión de que el motivo que la inspiraba había quedado atrás hacía mucho tiempo y que también este gesto debería haberse borrado: eran los restos de una sonrisa añeja, y las facciones de Cordella se habrían visto muy favorecidas si esta expresión hubiera desaparecido por completo de su rostro. Pese a lo incómodo de su sonrisa, el italiano era un hombre atractivo, notablemente atractivo.

Era obvio que John Bell se sentía desconcertado, pues tardó un buen rato en pedir disculpas por presentarse a una hora tan intempestiva. Por fin acertó a decir:

—Como puede suponer, señor Cordella, solo un asunto de la mayor importancia podía inducirme a importunarle a estas horas de la noche.

—No se disculpe, por favor. Comprendo que esté usted muy afectado. Mis condolencias, lo lamento de corazón, señor Bell. Es comprensible que no pueda conciliar el sueño en estas circunstancias: ha salido a pasear en busca de aire fresco y, al ver luz en casa de un vecino, ha decidido llamar. No tiene la menor importancia. Siempre me acuesto tarde, a veces cuando ya ha amanecido. ¿Le apetece fumar?

—Sí, gracias. Pero, señor Cordella, no ha sido la casualidad lo que me ha traído hasta aquí; he venido a propósito, por un asunto muy importante. Le estoy muy agradecido por su amabilidad esa noche terrible… ¡y mire de qué manera le correspondo! Lamento decir que considero totalmente necesario hacerle algunas preguntas que, si bien al principio quizá puedan parecerle impertinentes, son vitales para mí. Le ruego que me responda sin ofenderse por lo que a buen seguro le parecerá una intromisión imperdonable, vergonzosa e inoportuna, y una curiosidad injustificable.

—Pregunte lo que desee y yo le responderé —dijo el italiano, haciendo una leve ondulación con la mano entre el humo del cigarrillo.

—Antes de empezar, sepa usted que no le preguntaré nada que no sea relevante para el caso, y que tengo excelentes razones para correr el riesgo de parecer impertinente con el fin de obtener la información que necesito.

—Ya le he dicho, señor Bell, que responderé a sus preguntas —contestó el italiano detrás de una nube de humo—. No tengo nada que ocultar.

—Nada que tenga que ver consigo mismo, sin duda. Pero no he venido para hablar de usted. Quiero hacerle unas preguntas sobre otra persona. En primer lugar y ante todo: usted y yo estamos en esta sala. ¿Hay alguien más en la casa?

El italiano se retiró el cigarrillo de los labios con la mano izquierda y surgió de la nube de humo inclinándose hacia John Bell hasta apoyar el codo en el sofá. Acto seguido, pasó con suavidad la mano entre el chaleco y la camisa, a la altura del pecho, y miró a su interlocutor con divertida expresión de sorpresa.

—¿Por qué? —preguntó.

John Bell también se apartó el cigarrillo de los labios y miró a su anfitrión sin mover nada más que los ojos. Se observaron un momento, como si ninguno de los dos tuviera la más mínima idea de lo que pasaba por la cabeza del otro y ambos estuvieran impacientes por adivinarlo antes de seguir adelante.

—Ésa no es una respuesta clara a mi pregunta, ¿no le parece? —dijo Bell.

—No, viene usted aquí diciendo que tiene curiosidad por saber ciertas cosas. Se presenta a las dos de la madrugada, y eso es extraño. Después me hace una pregunta extraña, y eso también es extraño. Eso ha despertado también mi curiosidad. No se enfade conmigo por mostrarme curioso y preguntarle por qué quiere saber si hay alguien más en casa.

—Tiene usted mucha razón. Ha sido muy poco razonable por mi parte, puesto que soy un completo desconocido, creerme con derecho a interesarme por su vida privada sin ofrecer ninguna explicación. Se lo explicaré ahora, y le repetiré la pregunta después.

—Muy amable —dijo el italiano, sacando la mano de debajo del chaleco y acomodándose de nuevo en el sofá. Al recostarse, se tocó el pecho y se disculpó con una sonrisa—: Estoy enfermo del corazón, y cualquier impresión me causa mucho dolor. Al hacerme usted esa extraña pregunta, he creído que iba a morir. Le ruego que me disculpe. El triste destino de su padre me ha alterado mucho. ¡Sí! Tendrá que perdonarme… Temía que quisiera usted saber si… ¿no lo comprende? —Cerró los ojos, entreabrió los labios e inhaló dolorosamente el humo con las mandíbulas apretadas.

—Siento mucho que sufra usted del corazón. Y siento mucho haberle causado dolor. Ahora veo mi pregunta de otra manera, y entiendo que equivale a interrogarle sobre sus medios de defensa. Siento haber sido tan brusco. Confío en que pueda perdonarme y escucharme, señor Cordella.

El italiano abrió los ojos con un gesto de esfuerzo y de dolor y respondió en voz muy baja:

—No vuelva a disculparse, señor Bell. Continúe, por favor. Estoy en condiciones de escucharlo y lo haré con mucho gusto. —Volvió a cerrar los ojos y palideció por momentos.

John Bell se reclinó en la butaca.

—Nos llevará algún tiempo —dijo—, y tendré que volver necesariamente al 4 de junio. Mi padre salió ese día como de costumbre, a las ocho y media. Quizá recuerde usted que esa mañana, poco antes del mediodía, dejaron una carta en el buzón del número 17, la casa de mi padre. La carta no era para nadie que conociéramos, pues iba dirigida —John Bell se sacó del bolsillo del reloj el trozo de papel y leyó en voz alta— al «Signore Alessandro Pozzone, Granthorne Avenue, 17, Dulwich, Londra». Sabiendo que era usted italiano, aunque desconocíamos su nombre, comprendí que era fácil confundir el 7 con el 17 y comprobé que el matasellos era de «Torino». Así, escribí unas líneas para «El propietario del número 7» y las adjunté en un sobre con la otra carta, con el fin de averiguar si era usted el destinatario.

—Fue usted muy considerado.

—Firmé la nota con mi nombre. Me envió usted recado verbal para decir que no era usted el destinatario de la carta, que no conocía en absoluto a Alessandro Pozzone, la persona a quien iba dirigida, y que usted mismo se la devolvería al cartero cuando volviera a pasar por aquí. Acompañó su recado con una tarjeta. Esto ocurrió alrededor de mediodía. Por su tarjeta, y por su testimonio judicial, supe que se llama usted Roberto Cordella. Confío en que disculpe tanta minuciosidad, pero es que todo esto tiene una importancia primordial.

El italiano estaba liando otro cigarrillo. Se detuvo, abrió los ojos que tenía entornados y con un gesto muy elegante dio a entender que estaba prestando atención y a plena disposición de su vecino.

—A mi padre lo asesinaron a las doce de la noche.

—Así es.

—Hace cosa de una hora, encontré un documento que a continuación me tomaré la libertad de leerle. Lo escribió mi padre, de su puño y letra, y guarda relación con un incidente de su pasado. Me temo que no debería continuar. Parece que su corazón vuelve a alterarse.

—No es nada. Me alivia presionarlo con la mano. Continúe, por favor.

John Bell sacó el papel del bolsillo del pecho y empezó a leer. Al ver el documento, el extranjero se reclinó cómodamente en el brazo del sofá, terminó de liar su cigarrillo y una vez más se llevó la mano al corazón.

—Este escrito —explicó Bell— parece el esbozo de un informe, aunque no especifica a quién va dirigido. Está fechado en Avonford, el 18 de septiembre de 1865. Y dice así:

Señor:

En cuanto mi salud me lo ha permitido, me apresuro a presentar informe sobre los acontecimientos relacionados con la pérdida del buque aduanero Swift y dos de sus tripulantes el pasado día 14.

En la tarde del día 13, cuando el navío italiano San Giovanni Batista ya había recibido la autorización para hacerse a la mar, se me informó de un plan para sobornar de un modo u otro al agente de aduanas que ese día se encontraba de guardia, romper los cierres herméticos de las bodegas y llevar a tierra los veintiséis mil cigarros que transportaba el buque tan pronto como cayera la noche. Ordené de inmediato a cuatro hombres —James Archer, John Brown, William Flynn y John Plucknett— que embarcaran conmigo en el Swift, y yo mismo me puse al timón para acercarnos al San Giovanni, que para entonces aguardaba fondeado a una milla al oeste de la punta de Dockyard, dispuesto para zarpar en cuanto subiera la marea.

Anocheció antes de que llegáramos. El cielo estaba despejado, pero no había mucha luz, porque era una noche de luna nueva. El viento soplaba de tierra y las velas del San Giovanni estaban arriadas. Cuando nos encontrábamos aproximadamente a una milla del buque, oímos que giraban el cabestrante. Me estiré para mirar y vi que el barco se desplazaba con una sacudida y viraba al soltarse el ancla. Empezaron a desplegar las velas y, al arreciar un poco el viento, los lienzos se tensaron y el navío comenzó a deslizarse. Sin embargo, pensé que aún podíamos darle alcance, puesto que doblábamos su velocidad.

Nos acercábamos por estribor, y vi un bote (que no era del San Giovanni, porque los suyos eran blancos mientras que éste era negro y de construcción británica) junto a las cadenas del palo mayor. «Los cigarros están en ese bote», pensé. Y dije a mis compañeros:

—Soltad el trapo. Soltad el trapo con determinación.

Mis hombres empezaron a izar las velas, mientras yo apuntaba la proa del Swift hacia el palo de mesana del San Giovanni por estribor. A esas alturas había mucha actividad en el navío.

Cuando nos encontrábamos a una distancia de tres cabos a popa, saludé a la nave, pero no hubo respuesta. Un hombre se asomó a mirar por el barandal y oí que en la cubierta se daba una orden. Una vez dada esta orden, el barco viró a babor y la proa se escoró dos grados en esta dirección; a continuación se dio otra orden, se corrigió el rumbo y el barco siguió adelante. Concluida la maniobra, quedamos justo a popa del San Giovanni. Cobramos velocidad conforme tensábamos las velas, y, como no quería perder un solo instante, mantuve el rumbo hacia la popa del buque, a pesar de que su maniobra no me había hecho ninguna gracia.

Nos aproximamos a una distancia de un cabo, y volví a saludar. Tampoco esta vez hubo respuesta. A medio cabo de distancia llamé de nuevo. Dije que éramos agentes de aduanas y les ordené que diesen media vuelta y nos permitieran subir a bordo.

—¿Por qué quieren detener el barco? —preguntó el hombre que se había asomado por la popa. Yo lo conocía perfectamente, y no era miembro de la tripulación del San Giovanni Batista.

—¿Qué bote es ese que está en un costado? —dije.

—El del vicecónsul.

—Que se presente en popa el agente de aduanas que está de guardia.

—Se ha marchado a tierra con el práctico.

—Aún no es el momento de que el práctico o el agente de aduanas vuelvan a tierra. ¿Quién está dirigiendo la maniobra?

—El práctico de la ría.

—Les digo que den la vuelta, tengo que subir a bordo. Tengo que hablar con el capitán y asegurarme de que el bote del vicecónsul ha regresado a tierra antes de que yo abandone el barco.

Estábamos muy cerca de la popa. No quería guiñar hacia las cadenas del palo de mesana, pues era más fácil navegar en el extremo de su estela y, además, el San Giovanni había cogido velocidad, así que no podía hacer mucho más que seguirle el paso.

Nos aproximamos palmo a palmo hasta situarnos justo debajo de la popa. Entonces volví a decir:

—Si no dan la vuelta, lancen un cabo.

—¡Ya va! —contestó el hombre que seguía en la popa.

Se incorporó, inclinó el cuerpo hacia delante, cargado con una pesada polea de tres cabos en la mano, y la lanzó contra el Swift. La polea impactó contra el banco de proa, lo partió por la mitad y abrió un agujero en la panza.

Antes de que pudiéramos reaccionar, el casco se había llenado de agua y el barco había volcado. Gritamos mientras pudimos. El San Giovanni siguió su curso hasta perderse en la oscuridad, y no había ninguna otra nave a la vista. James Archer, John Plucknett y yo aguantamos agarrados al lecho del Swift hasta la mañana siguiente, cuando el pesquero Toby, de Avonford, nos avistó y acudió a rescatarnos.

Desde el momento en que el barco se inundó y volcamos no volví a ver con vida ni a John Brown ni a William Flynn. El cadáver de William Flynn lo vi a la mañana siguiente, cuando el mar lo devolvió a la orilla.

John Bell dejó de leer, dobló el papel y volvió a guardarlo en el bolsillo, sin apartar la vista del italiano, que no había cambiado de postura. Seguía con la mano derecha debajo del chaleco, a la altura del corazón, cómodamente recostado en el brazo del sofá, fumando su eterno cigarrillo y envuelto en una nube de humo azul. Habló entonces con voz doliente, respirando con dificultad:

—No tengo ningún reparo en responderle ahora a la pregunta a la que no respondí hace un rato. No hay nadie en esta casa, aparte de usted y yo y de la mujer que es mi criada y ama de llaves. Soy soltero, y no tengo bajo mi techo a ningún pariente o amigo en este momento. Una vez he satisfecho su curiosidad y he respondido además sin saber qué relación puede tener con su pregunta la dolorosa historia que acaba de leerme, permítame recordarle que es muy tarde y no me encuentro bien ni mucho menos. Estoy enfermo.

—Lamento muchísimo que se sienta indispuesto. No le importunaré mucho más tiempo si me permite una explicación.

El italiano sonrió lánguidamente, indicando a Bell que prosiguiera, y cerró los ojos con un gesto de extremo dolor y agotamiento.

—Seré breve. El hombre que asesinó a los dos tripulantes del Swift aquella noche era el intérprete del vicecónsul de Avonford. Escapó y nunca tuvo que responder por su delito. Mi padre sabía que aquel hombre era el encargado de distribuir la mercancía. Al día siguiente, el bote del vicecónsul, con los cigarros intactos, apareció en una ensenada de la bahía de Avon. Pero del intérprete, del asesino, nunca más se supo. El San Giovanni, que iba rumbo a Callao, no llegó a ningún puerto, y se creyó que había naufragado en mitad del Atlántico.

»Ahora bien, ese secretario o intérprete del vicecónsul conocía a mi padre, tanto de nombre como personalmente, pues había tenido tratos profesionales con él en más de una ocasión. La noche del 4 del mes corriente mi padre fue asesinado por el mismo individuo. Estoy completamente seguro de que fue él quien asesinó a mi pobre padre, señor Cordella.

—¿Cómo puede estar tan seguro y qué puedo hacer por usted en tan tristes circunstancias? —preguntó el italiano, en un tono tan abatido y débil que John Bell se sintió en la obligación de acercarse e inclinarse para oírlo.

—La mañana del día 4, esa carta dirigida a Alessandro Pozzone llegó por error al número 17, en lugar de entregarse en el número 7. Usted, señor Cordella, reenvió mi nota a Pozzone, acompañada de un aviso suyo. Él reconoció el apellido Bell, descubrió dónde vivía mi padre y lo esperó para matarlo antes de que el pobre anciano pudiese entrar en casa y reconocer la identidad del individuo que quince años antes estuvo a punto de acabar con su vida… porque ese secretario del vicecónsul, el que lanzó la polea, era Alessandro Pozzone.

—Estoy completamente consternado por estas noticias —susurró el italiano—. Deme un poco de vino. Puesto que se trata de un asunto tan grave, admito que conozco bien a Pozzone. Me explicó que corría peligro por motivos políticos, y me hizo jurar que no divulgaría ninguna información sobre él.

John Bell pasó un brazo por detrás del hombre reclinado en el sofá para acercarle el vino a los labios. El extranjero dejó caer el cigarrillo a medio consumir de los dedos, bebió un poco de vino y dijo en voz baja:

—Aparte el vino. No puedo beber más. Ya me encuentro mejor… estoy mejor, gracias. Enseguida me habré repuesto. —Retiró la mano derecha del pecho y la posó en el suelo—. Continúe —susurró—. Estoy impaciente por saber qué quiere de mí.

—Dígame dónde está Pozzone.

—Puedo decírselo, y se lo diré. Es justo que lo sepa cuanto antes. Lo tendrá en sus manos en menos de una hora. ¡Ah! ¡Ah, otra vez mi respiración… me ahogo! Sujéteme y ayúdeme a levantarme.

John Bell obedeció.

—Espere un momento —dijo el italiano, apoyando los brazos en los hombros del otro—. Todavía puedo hablar —susurró—. Le hablaré al oído. Así. Ahora le diré dónde está Pozzone: ¡en sus brazos! Y ahora le diré dónde está su cuchillo: ¡en su corazón!

Bell se incorporó con gran esfuerzo, se zafó del agresor y deslizó una mano por debajo del chaleco, como si fuera a aflojar la hebilla, sacó la mano y…

—¡Bum!

Pero Pozzone había visto su movimiento y, sospechando lo que se proponía, le desvió la mano de un golpe. La bala impactó en la caja de música y destrozó el freno del mecanismo. El organillo empezó a girar, los dientes vibraron y de la caja salió la melodía de ¡Robin Adair!

Un temor supersticioso pareció apoderarse de Pozzone, que susurró con labios pálidos:

—Interpreté esta aria al piano y después la seleccioné en la caja de música y salí…

—¡Bum!

Esta vez Pozzone se tambaleó, aunque recuperó el equilibrio por un instante. Se llevó una mano a la frente y la mano se tiñó de rojo.

—¡Caliente y salada! —exclamó—. Seleccioné Robin Adair en la caja de música y salí. ¡Maldita sea! ¿Qué es esto? ¡Ah, no volverás a disparar con ese revólver, John Bell! ¡Bell! ¡Bell! Robin Adair. Seleccioné… ¡Ya suena otra vez Robin Adair! Y nunca volveré a oír nada más aquí o en… Seleccioné Robin Adair en la caja de música y salí… ¡Y ahora vuelvo a marcharme! ¿Tendré que partir siempre cuando suene la melodía de Robin Adair, aquí y… en el infierno?