El caso del difunto señor Rewse


(1896)

I

Nada supe personalmente de este caso, aparte de la primera visita del señor Horace Bowyer a la oficina de Hewitt para encomendarle la investigación, y ese día me limité a ver a Bowyer de espaldas, cuando bajaba de mis habitaciones. Tomé nota sin embargo de todos los detalles cuando Hewitt regresó de Irlanda, pues me pareció un asunto no del todo exento de interés, aunque solo fuera como ejemplo de la fatalidad que puede llevar a un hombre, sin querer, a cavar una fosa de la que no hay escapatoria posible.

Momentos después de que viera llegar al desconocido, Kerret fue a entregar a Hewitt, en su despacho, una nota que anunciaba la llegada del señor Horace Bowyer por un asunto urgente. Que el visitante venía apremiado se manifestó con un impaciente tamborileo en la ventanilla de la sala contigua, donde era evidente que Bowyer intentaba seguir en persona a la nota que anunciaba su visita. Hewitt no tardó en aparecer, e invitó a Bowyer a entrar en el despacho, cosa que éste hizo con mucho ímpetu en cuanto Kerret abrió la puerta. Era un hombre corpulento y rubicundo, de voz poderosa y mirada intensa.

—Señor Hewitt —dijo—, necesito su ayuda de inmediato en una cuestión de la máxima gravedad. ¿Tendrá usted la bondad de darse por contratado, sin reparar en gastos, y dejar de lado todo cuanto tenga entre manos para consagrarse al caso que deseo encomendarle?

—Ciertamente no —replicó Hewitt con una leve sonrisa—. Lo que tengo entre manos son asuntos que me he comprometido a atender, y ninguna compensación por las pérdidas podría persuadirme de dejar a mis clientes en la estacada. Además, ¿qué pasaría si otro caballero se presentara aquí mañana y me ofreciera unos honorarios mayores que los suyos para inducirme a dejarle a usted plantado?

—Pero esto… es un asunto muy grave, señor Hewitt. Un caso de vida o muerte… ¡se lo aseguro!

—Lo creo —asintió Hewitt—, pero en este momento hay pendientes miles de casos igual de graves que ni usted ni yo conocemos, y otros dos o tres de los que usted no sabe nada, en los que yo estoy trabajando. Por tanto, será cuestión de viabilidad. Si me expone usted la situación, estaré en condiciones de juzgar si puedo o no aceptar su encargo y compaginarlo con mis ocupaciones actuales. Hay operaciones que requieren meses de dedicación constante; otras se pueden conducir intermitentemente; y otras son cosa de unos pocos días… a veces tan solo de horas.

—Se lo expondré —dijo Bowyer—. En primer lugar, ¿tiene usted la bondad de leer esto? Es un recorte de una columna del Standard, de la sección provincial, de hace dos días.

Hewitt tomó el recorte y leyó:

La epidemia de viruela en el condado irlandés de Mayo presenta pocos signos de remisión. La enfermedad se ha propagado con asombrosa rapidez para tratarse de una zona de población tan dispersa, si bien no cabe duda de que los núcleos de la infección se encuentran en las ciudades de mercado y es de ellas desde donde personas llegadas de todas partes los días de feria han llevado los gérmenes contagiosos por todo el país. En muchos casos, la enfermedad ha cobrado una forma especialmente maligna y las muertes han sido rápidas y numerosas. Los escasos médicos disponibles están desbordados, principalmente por las grandes distancias que separan a los enfermos. Entre los fallecidos en los últimos días figura el señor Algernon Rewse, un joven caballero inglés que pasaba una temporada con un amigo, a pocos kilómetros de Cullanin, en una excursión de pesca.

Hewitt dejó el recorte encima de la mesa.

—¿Y? —preguntó—. ¿Quiere usted llamar mi atención sobre la muerte del señor Algernon Rewse?

—Así es —respondió Bowyer—. Y la razón por la que estoy aquí es que tengo la sospecha, más que la sospecha, a decir verdad, de que Algernon Rewse no ha muerto de viruela, sino que ha sido asesinado; asesinado a sangre fría, y por los más sórdidos motivos, por el amigo con quien pasaba sus vacaciones.

—¿Cómo cree que lo asesinaron?

—Eso no lo sé. Eso es precisamente lo que quiero que usted descubra, entre otras cosas… principalmente al propio asesino, que ha desaparecido.

—¿Y su posición en este asunto —quiso saber Hewitt— es la de…?

—Soy su albacea. En virtud de cierto testamento, el señor Rewse se habría visto considerablemente beneficiado si hubiera vivido uno o dos meses más. De hecho, esta circunstancia se acerca bastante a la raíz del problema. Le explicaré por qué. De acuerdo con el testamento al que me refiero, del tío del señor Rewse, un buen amigo mío, el dinero debía quedar en fideicomiso hasta que el joven cumpliera los veinticinco años. Su hermana menor, la señorita Mary Rewse, también figura como beneficiaria, aunque con una suma muy inferior. La muchacha podrá disponer de la herencia cuando cumpla los veinticinco años, o antes de ese momento, si contrae matrimonio. Una disposición adicional estipula que, si alguno de los dos falleciera antes del plazo previsto para recibir la herencia, su parte iría a parar al superviviente. Le ruego que recuerde especialmente este detalle. Verá usted que ahora, puesto que el joven Algernon Rewse ha muerto apenas dos meses antes de cumplir los veinticinco años, la totalidad del cuantioso legado, sin ningún tipo de trabas o restricciones, que de otro modo habría sido para él, pasará a su debido tiempo, bien cuando cumpla los veinticinco años o «en el momento en que se case», a la señorita Mary Rewse, cuya herencia era en comparación insignificante. Comprenderá la importancia de este dato cuando le diga que el hombre del que sospecho que ha causado la muerte de Algernon Rewse y lo ha acompañado en estas solitarias vacaciones es el prometido de la señorita Rewse.

Bowyer hizo una pausa, pero Hewitt se limitó a enarcar las cejas y a asentir.

—Nunca me ha gustado ese hombre —continuó Bowyer—. Siempre me ha parecido más bien mediocre. A mí me gustan los hombres que llevan la cabeza bien alta y dicen lo que piensan. No creo que esa humildad de la que él tanto ha hecho gala sea… sincera. Un hombre determinado a abrirse camino en la vida no puede permitirse ser tan modesto y retraído, y él tiene inteligencia suficiente para saberlo.

—¿Es pobre, entonces? —preguntó Hewitt.

—Bastante pobre. Su nombre, por cierto, es Main, Stanley Main, y es médico. Desde que terminó sus estudios solo ha ejercido como ayudante, por la razón, según tengo entendido, de que no pudo permitirse montar una clínica en condiciones. Él es la persona a quien más beneficiaría la muerte del joven Rewse; al menos intentaría aprovecharse de ella, pero eso ya lo veremos. En cuanto a Mary, la pobre muchacha, no habría querido perder a su hermano ni por cincuenta fortunas.

—Y ¿en qué circunstancias se produjo la muerte?

—Sí, sí, a eso voy. Algernon Rewse, es importante que usted lo sepa, no andaba bien de salud, y Main lo convenció de que necesitaba un cambio de aires. No sé bien qué le ocurría, pero por lo visto sufría mal de amores, ya sabe usted. Creo que se había prometido, o estaba a punto de hacerlo, y su prometida murió poco después. Pues bien, como digo, estaba muy abatido, bajo de ánimo y de salud, y sin duda le venía bien un cambio. El tal Stanley Main siempre ha tenido mucha influencia sobre el pobre muchacho, porque era cuatro o cinco años mayor que él, y se las arregló para convencerlo de irse los dos, a algún lugar recóndito del oeste de Irlanda, a pescar salmones. A mí me pareció una idea ridícula, pero Main se salió con la suya, y allá se fueron. Había una casa de campo en el distrito, bastante buena según tengo entendido, que un amigo de Main, antiguo terrateniente, había convertido en un alojamiento idóneo para la pesca del salmón, y alquilaron la vivienda. Poco después de su llegada se propagó esa epidemia de viruela en la zona, aunque eso, creo yo, ha tenido muy poco que ver con la muerte de Rewse. Todo iba bien hasta hace cosa de una semana, cuando la señora Rewse recibió esta carta de Main.

El señor Bowyer le entregó a Hewitt una carta de caligrafía entrecortada e irregular, como si la persona que la había escrito se encontrara en un estado de suma agitación. Decía lo siguiente:

Mi querida señora Rewse:

Es probable que sepa usted por los periódicos, de hecho creo que Algernon se lo ha contado en sus cartas, que se ha propagado una grave epidemia de viruela en el distrito. Lamento profundamente comunicarle que Algernon ha contraído la enfermedad en una de sus peores variantes. Por fortuna está conmigo, que soy médico, ya que el médico local se encuentra en Cullanin, a más de siete kilómetros, y tal como están las cosas no para de desplazarse para atender a los enfermos, tanto de día como de noche. Cuento con mi pequeño maletín médico, y puedo conseguir en Cullanin todo lo necesario, de manera que he hecho por Algernon todo cuanto me ha sido posible y confío en que pronto recupere la salud, aunque la enfermedad es peligrosa. Le ruego que no se alarme innecesariamente y no piense en venir ni nada por el estilo. No podría usted ayudar en nada y no haría más que ponerse en peligro. Le iré dando cuenta de cómo evolucionan las cosas, así que, por favor, no venga. El viaje es largo y sería muy duro para usted. Además, no encontraría alojamiento sino cerca de Cullanin, que en estos momentos es un foco de infección. Volveré a escribir mañana.

Sinceramente suyo,

STANLEY MAIN

Además de las muestras de agitación que se observaban en la caligrafía, había en la carta repeticiones y omisiones de letras. Hewitt la dejó sobre la mesa, al lado del recorte de periódico, y Bowyer prosiguió:

—Al día siguiente llegó otra carta —dijo, pasándosela a Hewitt—, breve, como ve, y escrita con menos indicios de agitación. Se limita a decir que Rewse está muy mal, y reitera las mismas súplicas a su madre para disuadirla de hacer el viaje. —Hewitt leyó la carta someramente y la dejó con la anterior mientras Bowyer seguía diciendo—: Pese a la insistencia de Main para que se quedara en casa, la señora Rewse, lógicamente angustiada por su hijo, casi estaba decidida a emprender el viaje a Irlanda, pese a su delicada salud, cuando recibió una tercera carta en la que Main anunciaba la muerte de Algernon. Aquí está. Es la carta que cabe esperar en parecidas circunstancias, sin embargo, yo detecto como mínimo un aire de falsedad en la manera en que está escrita. Contiene, como ve, las condolencias de rigor. Dice que Algernon contrajo la peor variante de la enfermedad, que avanza con una rapidez terrible y en muchos casos acaba con la vida del paciente incluso antes de que se presente la erupción. Acto seguido, y deseo que tome nota expresamente de este detalle, insiste de nuevo en que ni la madre ni la hija vayan a Irlanda. El entierro, dice, debe hacerse de inmediato, por orden de las autoridades locales, y por tanto no llegarían a tiempo. Ahora, dígame, ¿no le parece extraño tanto afán por impedir que la familia del joven Rewse pueda estar cerca de él durante su enfermedad, que ni siquiera pueda acompañarlo en su funeral?

—Bueno, tal vez lo sea. Aunque también podría tratarse de simple celo por la salud de la señora Rewse y de su hija. De hecho, lo que dice Main me parece muy sensato. No podrían hacer nada, dadas las circunstancias, y pondrían en peligro su propia vida, por no hablar del cansancio del viaje y los comprensibles nervios. La señora Rewse no está bien de salud, me ha parecido que ha dicho usted.

—Sí; en realidad está prácticamente inválida. Padece del corazón. Pero, dígame, como un observador completamente imparcial, ¿no aprecia usted un tono muy forzado, muy poco real, en estas cartas?

—Tal vez, pero podría obedecer a cincuenta razones distintas. Es posible que la situación fuera desde el principio más grave de lo que dijo. ¿Qué ocurrió después de que llegara esta carta?

—La señora Rewse está postrada en cama, como es lógico. Su hija quiso comunicarse conmigo, como amigo de la familia, y así es como lo he sabido todo. Vi las cartas, y pensé, considerando el caso en su conjunto, que alguien debía asegurarse de que en verdad se trata de una muerte natural. El pobre Algernon estaba en una casa de campo solitaria con el único hombre en todo el mundo que tenía motivos para desear su muerte, o que podía beneficiarse de ella, que de hecho tenía importantes incentivos. Además, era médico, y «tenía consigo su maletín», recuerde esto, tal como él mismo señala en su carta. Y en esta situación Algernon muere de repente, sin nadie a su lado, por lo que hasta ahora sabemos, más que el propio Main. Al ser el médico que lo atendió, le correspondía a Main certificar la muerte, de manera que, por viles que fueran sus intenciones, estaría a salvo mientras nadie se presentara por allí, incluso en ese caso tendría una escapatoria fácil. Cuando un hombre puede resultar muy beneficiado por la muerte de otro, el maletín de un médico es capaz de procurar medios muy sencillos para acabar con su vida.

—¿Ha confesado alguna de estas sospechas a las señoras?

—Bueno, es posible que haya hecho alguna insinuación, pero nada más. Claro que no quisieron ni oírme: se indignaron mucho y «se pusieron», como se suele decir, peor que nunca, así que tuve que tranquilizarlas. Yo seguía pensando que alguien tenía el deber de indagar en el asunto con mayor atención, y por lo visto soy el único que puede hacerlo, así que esa misma noche salí de viaje en el tren correo. Llegué a Dublín a primera hora de la mañana siguiente y tardé todo el día en cruzar Irlanda. La estación de tren más cercana a Cullanin se encuentra a unos quince kilómetros de la ciudad, y desde allí, como quizá recuerde usted, hay otros siete kilómetros hasta la casa de campo, conque no llegué hasta la mañana del día siguiente. Tengo que decir que Main se sorprendió mucho al verme. Estaba nervioso, aprensivo, y eso me hizo sospechar todavía más. Ya habían enterrado a Algernon, naturalmente, días antes. Le hice algunas preguntas sobre la enfermedad y esas cosas, y sus respuestas fueron muy confusas. Había quemado la ropa de Rewse cuando advirtió los primeros síntomas de la enfermedad, dijo, y también las sábanas, porque no tenía ningún otro medio de desinfección a mano. Lo esencial de su historia es que una mañana fue andando hasta Cullanin para ver si podían repararle una pieza de la caña de pescar. A su regreso encontró a Algernon enfermo de viruela, lo acostó en el acto y cuidó de él hasta que murió. Quise saber, como es lógico, por qué no había avisado a otro médico. Dijo que solo había un médico en los alrededores, y era poco probable que pudiera acudir, aunque lo avisara con un día de antelación, porque estaba desbordado de trabajo. Además, como estaba tan agotado y atareado, no habría podido atender al enfermo mejor que él, que no tenía otra cosa que hacer. Al cabo de un rato le señalé sin rodeos que habría sido mucho más prudente permitir que al menos otro médico examinara el cadáver, a la vista de que él podía beneficiarse sustancialmente de la muerte de Rewse, y señalé que aún no era demasiado tarde para solicitar una orden de exhumación. El efecto de estas palabras me convenció definitivamente. Se quedó boquiabierto y se puso blanco de pavor. Creo que tardó un minuto en sobreponerse antes de intentar persuadirme de que no llevara a cabo mis insinuaciones. Eso hizo en cuanto fue capaz de reflexionar… de hecho me lo rogó casi con desesperación. Y entonces tomé la decisión. Contesté que, después de haberlo escuchado, y a la vista de su actitud y su comportamiento, me veía obligado a insistir por todos los medios en que se hiciera un examen del cadáver, y al momento regresé a Cullanin para poner en marcha la operación y pedir ayuda a las autoridades. Cuando volví esa tarde a la casa de campo, Stanley Main había recogido sus cosas y había desaparecido: no he vuelto a verlo ni a tener noticias de él desde entonces. Me quedé ese día y el siguiente en los alrededores, y esa noche salí para Londres. A través de mis abogados, puse el caso en conocimiento del Ministerio del Interior, y, al comprobarse que Main había huido, se dictó de inmediato la orden de exhumar el cadáver, así como un examen forense como medida cautelar antes de abrir una investigación. Espero tener noticias de que hoy mismo se ha practicado la exhumación. Lo que quiero que haga usted, principalmente, es encontrar a Main. Los policías irlandeses de la zona son corpulentos, y sin duda excelentes para sofocar una pelea o cerrar una taberna ilegal, pero desconfío de su eficacia en un caso que requiere mucha más finura. Quizá pueda usted averiguar algo sobre la forma en que se cometió el asesinato, pues está claro que se trata de un asesinato. Es muy posible que Main se haya servido de algún ardid para dar al cadáver el aspecto de que la causa de la muerte ha sido la viruela, anticipándose a que otro médico llegara a examinarlo.

—Eso —dijo Hewitt— me parece muy poco probable. Además, ¿por qué no se molestó en que otro médico pudiera ver el cuerpo antes del sepelio? De esa manera se habría cubierto las espaldas. No hay forma de engañar a un médico. Desde luego que la exhumación es deseable, dadas las circunstancias, pero si se trata de un caso de viruela, no envidio al profesional que tenga que examinarlo. De todos modos, me parece que el caso no requerirá demasiado tiempo, y puedo aceptarlo desde ahora mismo. Saldré de madrugada para Irlanda, en el tren de Euston, a las 6:30.

—Muy bien. Iré con usted, por supuesto. Si entretanto tengo alguna noticia, se lo haré saber.

Una o dos horas más tarde un coche se detenía en la puerta y una señorita vestida de negro solicitaba ver a Hewitt. Era Mary Rewse. Llevaba un velo muy tupido, y todo cuanto dijo denotaba una honda aflicción. Hewitt trató de tranquilizarla como buenamente pudo y se mostró paciente con ella.

Por fin, Mary Rewse dijo:

—Tenía la sensación de que debía venir a hablar con usted, señor Hewitt, y ahora que estoy aquí no sé qué decir. ¿Es cierto que el señor Bowyer le ha encargado investigar las circunstancias en que murió mi pobre hermano y descubrir el paradero del señor Main?

—Sí, señorita Rewse, es cierto. ¿Puede decirme algo que me ayude?

—No, señor Hewitt, me temo que no. Pero es terrible y, como creo que el señor Bowyer tiene muchos prejuicios en contra del señor Main, he pensado que tenía que hacer algo… al menos decir algo para que no aborde usted el caso con la idea preconcebida de que Main es culpable de semejante atrocidad. Le aseguro que es incapaz de hacer una cosa así.

—Por favor, señorita Rewse, no se inquiete usted por eso. Si Main, como usted afirma, es incapaz de cometer un acto como el que quizá se sospecha, tenga la seguridad de que no le ocurrirá nada malo. Por la parte que me toca, afronto el caso con plena amplitud de miras. Un hombre de mi profesión que se dejara llevar por los prejuicios desde el principio no estaría en condiciones de ofrecer resultados relevantes. De momento no tengo una opinión, ni teoría, ni prejuicios, ni nada, en realidad, más que un esbozo general de lo ocurrido. No me formaré ninguna opinión ni elaboraré ninguna teoría sin antes haber analizado las verdaderas circunstancias y las pruebas que encuentre en el lugar de los hechos. Comprendo perfectamente la relación del señor Main con usted y su familia. ¿Ha tenido noticias suyas recientemente?

—No, desde la carta en la que nos informaba de la muerte de mi hermano.

—¿Y antes de eso?

La señorita Rewse titubeó:

—Sí, nos escribíamos. Pero… pero en esas cartas no había nada importante… Eran íntimas y personales… Eran…

—Sí, claro —respondió Hewitt, mirando fijamente el velo, que la señorita Rewse no se había levantado—. Lo comprendo, como es natural. Entonces, ¿no puede decirme nada más?

—No, me temo que no. Solo puedo suplicarle que recuerde que, al margen de lo que vea o lo que oiga, al margen de las pruebas que descubra, estoy segura, segura, segura de que el pobre Stanley jamás haría una cosa así. —Y la señorita Rewse hundió el rostro entre las manos.

Hewitt no apartó los ojos de ella y, sonriendo levemente, preguntó:

—¿Desde cuándo conoce al señor Main?

—Desde hace cinco o seis años. Iba al mismo colegio que mi pobre hermano, aunque estaban en clases distintas, porque Stanley es mayor.

—Y ¿siempre se llevaron bien?

—Siempre como hermanos.

Poco más se dijo. Hewitt se compadeció de la señorita Rewse en la medida en que le fue posible, y ella se despidió a continuación. Justo cuando la joven bajaba las escaleras, llegó un mensajero con una nota para el señor Bowyer y un telegrama recién llegado de Cullanin. El telegrama decía:

Cuerpo exhumado. Muerte por herida de bala. Ni rastro de viruela. Sin ninguna noticia de Main. Información enviada al juez de instrucción. O’Reilly.

II

Hewitt y Bowyer emprendieron juntos el viaje al condado de Mayo: Bowyer, inquieto y locuaz por el asunto que se traían entre manos; Hewitt, bastante aburrido de los comentarios de su compañero. Hewitt se negó rotundamente a expresar su opinión sobre ningún detalle del caso hasta que hubiera examinado las pruebas disponibles, de ahí que sus observaciones ocasionales sobre cuestiones de interés general, el paisaje y cosas por el estilo, sorprendieran a Bowyer, que no estaba acostumbrado a situaciones como las que ocasionaban aquel viaje, por su indiferencia y su sangre fría. Habían enviado varios telegramas para ordenar que no se permitiera a nadie tocar nada en la casa de campo antes de su llegada, y Hewitt sabía perfectamente que no podía hacer nada más hasta que llegase a su destino. En Ballymaine, donde por fin bajaron del tren, se quedaron a pasar la noche, y a primera hora del día siguiente partieron hacia Cullanin, donde el doctor O’Reilly los esperaba en la morgue. El cadáver yacía sobre una mesa, despojado de su mortaja, sereno, ceniciento y empezando a descomponerse, con una herida apenas apreciable en el lado izquierdo del pecho.

—La herida se limpió a conciencia, se cerró y se contuvo la hemorragia con un tapón de ácido carbólico antes de dar sepultura al difunto —explicó el doctor O’Reilly. Era un hombre de mediana edad, entrecano, y en su rostro se apreciaban signos de que llevaba varias noches sin dormir—. No me ha parecido necesario diseccionar el cadáver. La bala no está dentro. Atravesó las costillas limpiamente y salió por la espalda, y en su trayectoria perforó el corazón. La muerte debió de ser instantánea.

Hewitt se apresuró a examinar las dos heridas, en el pecho y en la espalda, cuando el forense dio la vuelta al cadáver, y entonces preguntó:

—¿Tiene usted alguna experiencia previa con heridas de bala, doctor O’Reilly?

El médico sonrió con tristeza.

—Creo que sí —dijo, con un leve rastro de acento irlandés que delataba su nacionalidad—. Trabajé muchos años como médico militar antes de venir a Cullanin, y presté mis servicios en Ashanti y en la India.

—Entonces es usted todo un experto —asintió Hewitt—. ¿Es posible que el disparo se hiciera por la espalda?

—No. ¡Mire! El orificio de entrada es muy distinto del de salida.

—¿Tiene alguna idea del arma que se empleó?

—Yo diría que un revólver grande, puede que del tamaño reglamentario. Es decir, yo diría que la bala era un proyectil cónico del tamaño corriente de ese tipo de arma, más pequeña que la de un rifle.

—¿Tiene idea de la distancia a la que se efectuó el disparo?

El doctor O’Reilly negó con la cabeza.

—Quemaron toda la ropa y lavaron la herida. Sin eso no podemos encontrar restos de pólvora.

—¿Conocía usted personalmente al difunto o al doctor Main?

—Muy por encima. Puedo decir que vi a Main con una pistola similar a la que podría haber causado esa herida el día anterior a que anunciase que Rewse había contraído la viruela. Pasé en coche por delante de la casa de campo, y lo vi con la pistola en la mano. Había abierto el tambor, como si estuviera cargándola o descargándola… eso no sabría decirlo.

—Muy bien, doctor. Ese detalle puede ser importante. Ahora, dígame: ¿hay alguna circunstancia, conjetura o incidente relacionado con el caso que pueda añadir a lo ya dicho?

El doctor O’Reilly se quedó pensativo un momento antes de responder:

—Por supuesto, me enteré de que se había declarado un nuevo caso de viruela, y de que Main se ocupaba personalmente del enfermo. Fue un alivio para mí, porque ya tenía demasiados pacientes para atenderlos como es debido. Esa casa de campo está bastante apartada, y tampoco se habría ganado gran cosa enviando al paciente a un hospital; lo cierto es que apenas quedaban plazas para entonces. Que yo sepa, nadie vio al joven Rewse, ni vivo ni muerto, después de que Main anunciara que había contraído la viruela. Según parece, lo hizo todo él solo, incluso amortajó el cadáver, y, como puede usted figurarse, nadie tenía demasiado interés por ayudar. El funerario (no hay más que uno en la ciudad y ahora también ha caído enfermo) estaba tan desbordado como yo, y se alegró mucho cuando recibió órdenes de enviar un féretro en una carreta y dejar el amortajamiento y todo lo demás en manos de Main. El propio Main expidió el certificado de defunción y, como estaba sobradamente capacitado, todo nos pareció normal.

—Tengo entendido que el certificado de defunción atribuía la muerte a la viruela, sin más precisiones.

—Simplemente a la viruela.

Hewitt y Bowyer dieron los buenos días al doctor O’Reilly y subieron al coche para ir a la casa de campo en la que Algernon encontró la muerte. Al pasar por la plaza del mercado, Hewitt detuvo el vehículo y puso su reloj en hora con el reloj del Ayuntamiento.

—Es más de una hora y media antes que en Londres, y tenemos que sincronizar el reloj con la hora local.

Mientras pronunciaba estas palabras, el doctor O’Really se acercó jadeando.

—Acabo de enterarme de algo —dijo—. Tres hombres oyeron un disparo cuando pasaban por delante de la casa de campo, el martes pasado.

—¿Dónde están?

—Ahora mismo no lo sé, pero podemos localizarlos. ¿Quiere que me ocupe?

—Si pudiera —dijo Hewitt—, nos ayudaría muchísimo. ¿Puede enviarles recado de que vayan a la casa hoy mismo, en cuanto les sea posible? Dígales que recibirán medio soberano por cabeza.

—Muy bien, así lo haré. Adiós.

—El martes pasado —dijo Bowyer—. Ésa era la fecha de la primera carta de Main, y el día en que, según él, Rewse cayó enfermo. Si ése fue el disparo que acabó con la vida de Rewse, el pobre muchacho debía de estar muerto cuando Main escribió esas cartas a su madre para dar cuenta de su enfermedad. ¡Qué sangre fría la de ese canalla!

—Sí —asintió Hewitt—. Me parece probable que Rewse recibiera el disparo el martes. No habría sido prudente que Main escribiese a la madre contando esas mentiras sobre la viruela antes de que su amigo estuviese muerto. Rewse podría haber escrito a casa entretanto, o algo podría haber obligado a Main a posponer sus planes, y en ese caso se habría visto en la obligación de dar explicaciones imposibles.

Por un camino en muy mal estado, que terminaba convirtiéndose en una senda estrecha, llegaron en coche a una granja medio en ruinas.

—Aquí vive la mujer que cocinaba y limpiaba la casa para Rewse y Main —dijo Bowyer—. La casa de campo está a menos de cien metros, a la derecha del camino.

—¿Qué tal si paramos a hacerle unas preguntas? —propuso Hewitt—. Me gustaría recabar información de todos los testigos cuanto antes. Eso simplifica el trabajo una barbaridad.

Se apearon, y Bowyer llamó a voces desde la puerta abierta, a la vez que tocaba con el bastón. A su llamada acudió una mujer de aspecto decoroso, de unos cincuenta años, aunque arrugada como si tuviera muchos más, y mejor vestida que todas las mujeres a las que Hewitt había visto desde que salieron de Cullanin. Se asomó desde detrás de unas casetas y saludó con una amable reverencia.

—Buenos días, señora Hurley, buenos días —dijo Bowyer—. Éste es el señor Martin Hewitt, un caballero de Londres que ha venido a investigar el terrible asesinato de nuestro amigo, el señor Rewse, para llegar hasta el fondo del asunto.

La mujer hizo otra reverencia.

—Y bienvenido que es el caballero. Y muy bien que hace en venir. —Tenía un tono de voz amable y suave, muy poco acorde con su físico poco atractivo, y un acento irlandés muy marcado—. ¿No pasan ustedes? ¡Madre de Dios! ¡Pensar que los dos vivían y pescaban y leían y todo lo hacían juntos como hermanos! ¡Con lo fino que era ese joven! ¡Vaya si lo era!

—Supongo, señora Hurley —dijo Hewitt—, que habrá tenido usted más relación con esos caballeros que nadie de por aquí.

—Así es, señor. Más que nadie.

—¿Oyó decir que alguien tuviera enemistad con el señor Rewse… quien fuera… el señor Main o cualquier otra persona?

—Ni un alma en todo Mayo. ¿Cómo podía ser? ¡Un caballero tan agradable y bien hablado!

—Cuénteme todo lo que pasó el día en que se enteró usted de que el señor Rewse estaba enfermo… el martes pasado.

—Por la mañana, señor, todo estaba como siempre. Llegué allí a las siete y media, y media hora más tarde oí que los caballeros empezaban a vestirse. Desayunaron, aunque el señor Rewse estaba un poco pálido. A las nueve y media el señor Main se fue andando a Cullanin. El señor Rewse se quedó, para escribir unas cartas. Me marché media hora después. Luego, cerca de las once, fui al pozo a llenar un cubo de agua y, al pasar por delante de la ventana, vi al caballero sentado a la mesa, escribiendo, tan tranquilo y en paz… y ya no volví a verlo en este mundo.

—Y ¿qué ocurrió después?

—Después, señor, volví con el cubo y no volví a ver ni a oír nada hasta las dos, cuando el señor Main volvió de Cullanin.

—¿Lo vio usted volver?

—Sí, señor. Estaba ahí, reparando la cerca, porque los cerdos la habían roto. Estuve más de una hora, atenta al camino, por si traía algo para que les preparase la cena. Y además me dijo la hora que marcaba su reloj, la misma que el reloj del Ayuntamiento.

—Y ¿eran las dos?

—Las dos en punto, porque mi reloj dio la hora justo en ese momento, y fui a darle cuerda. Y…

—Un momento, ¿puedo ver su reloj?

La señora Hurley dio media vuelta para cerrar la puerta, que ocultaba un viejo reloj de pared. Hewitt sacó su reloj y comparó la hora.

—Su reloj va bien, señora Hurley —dijo—. Da la hora exacta.

—Sí, señor. Y eso que solo lo hemos llevado a limpiar dos veces a Rafferty desde que mi pobre padre, que en paz descanse, lo colgó ahí. No es un mal reloj, como decía a menudo el propio señor Rewse. Siempre lo pongo en hora según el reloj del Ayuntamiento. Pero, como le iba diciendo, el señor Main me dio la hora, se fue a su casa y no volví a verlo hasta eso de las tres y media.

—¿Y entonces?

—Entonces, señor, se presentó aquí, muy triste, con una carta. «Envíela a Cullanin con la primera persona que vaya allí para que la echen al correo —me pidió—. El señor Rewse tiene la viruela, y está muy mal —dijo—. No se acerque usted por la casa, porque podría contagiarse. Lo he acostado, y voy a quemar su ropa detrás de la casa —dijo—. Así que si ve usted humo, ya sabe por qué es. No hará falta avisar al médico. Yo soy médico y cuidaré de él.» Yo sabía que era médico, desde que vino aquí. «No se acerque a la casa —volvió a decir—, hasta que esto haya acabado de un modo o de otro. Deje usted la comida y la bebida a medio camino entre las dos casas y yo lo recogeré. Que echen esta carta al correo —dijo—, sin falta. La carta no es contagiosa. La he desinfectado. Pero no se acerque a la casa.» Y eso hice.

—Y, entonces, ¿volvió directamente a su casa?

—Sí, señor. Y ¡no se figura usted lo triste que parecía, blanco como el papel, y muy preocupado! ¡El canalla asesino! ¡Con lo educado que era siempre y todo! Bueno, pues ese día ya no volví a verlo. Al día siguiente, dejó otra carta con los platos sucios, a medio camino entre las dos casas, y me pidió que la echara al correo. Era para la madre del pobre caballero, seguro, lo mismo que la otra. Y al día siguiente dejó otras dos cartas, una para el funerario, porque me anunció que todo había terminado, que su amigo había muerto. Y al día siguiente lo enterraron.

—Entonces, desde el momento en que fue al pozo y vio al señor Rewse escribiendo, ¿no volvió usted a pasar por la casa hasta después del funeral?

—Nunca, señor. Y no le extrañe. Tengo hijos, y Terence está enfermo, con bronquitis.

—Claro, claro, hizo muy bien. Además, usted solo cumplía órdenes. Pero piense un momento. ¿Recuerda, en esos tres días, haber oído un disparo o algún otro ruido extraño en la casa?

—Nunca, señor. Llevo cuatro días intentando hacer memoria. Debió de pasar algo, pero yo no lo oí.

—Después de que fuera usted al pozo y antes de que el señor Main volviera a la casa, ¿salió el señor Rewse en algún momento, o cree que pudo salir?

—No salió para nada, que yo sepa. Aunque podría haber salido y entrado por detrás sin que yo lo viera. Yo no lo vi.

—Gracias, señora Hurley. Vamos a acercarnos a la casa. Si viniera alguien, dígale que estamos allí. Supongo que habrá un policía vigilando.

—Sí, señor. Y el sargento tampoco anda lejos. Están de guardia desde que se marchó el señor Bowyer… pero duermen aquí.

Hewitt y Bowyer echaron a andar hacia la casa.

—¿Se ha fijado en que esa mujer vio al señor Rewse escribiendo cartas? —preguntó Bowyer—. ¿Qué cartas eran y dónde están? Que yo sepa, no se escribía con nadie más que con su hermana y su madre, y ellas no tuvieron noticias suyas. ¿Será otra cosa? ¿Otra trama? Todo esto es muy extraño.

—Sí —dijo Hewitt, pensativo—. Creo que la investigación nos llevará más lejos de lo esperado. Y, en cuanto a esas cartas… sí, creo que podrían estar muy cerca del meollo del misterio.

Llegaron a la casa de campo, una construcción que destacaba notablemente en la zona. Era de planta cuadrada y de buen ladrillo, con el tejado de pizarra. En el terreno de atrás aún se apreciaban los restos de la hoguera en la que Main había quemado la ropa y otros objetos de Rewse, y apoyado en el alféizar de la ventana que daba al camino había un miembro de la Real Policía Irlandesa, grande y soldadesco, que se levantó al vernos llegar y saludó a Bowyer.

—Buenos días, agente —dijo Bowyer—. Espero que no hayan tocado nada.

—Ni una rama, señor. Nadie ha entrado siquiera en la casa.

—¿Se ha abierto o cerrado alguna ventana? —preguntó Hewitt.

—Ésta, señor —dijo el policía, señalando la que tenía a su espalda—, cuando retiraron el cadáver, y también la siguiente, la que está a la vuelta de la esquina. Ésta es la del dormitorio. La abrieron para ventilar un poco. La de atrás, la del cuarto de estar, no se ha abierto.

—Muy bien —contestó Hewitt—. Vamos a echar un vistazo desde dentro a esa ventana que no se ha abierto.

Abrieron la puerta y entraron en un pequeño vestíbulo. A la izquierda se encontraba el dormitorio, con dos camas. La otra habitación de la vivienda era la sala de estar. La casa no contaba con más habitaciones, aparte de una cocina pequeña y un armario estrecho que se empleaba como cuarto de baño, encajado entre el dormitorio y la sala. Se acercaron a la ventana de la sala, orientada a la parte de atrás de la casa. Era una ventana de guillotina, normal y corriente, y estaba cerrada, pero sin echar el cerrojo. Hewitt examinó el cerrojo y llamó la atención de Bowyer sobre un arañazo muy visible en el metal sucio.

—Mire —dijo—. Esa marca coincide exactamente con el hueco que hay entre las dos hojas de la ventana. Y, fíjese —levantó ligeramente la hoja inferior mientras hablaba—, hay una muesca de cuchillo en la zona superior del marco. Alguien ha entrado por esta ventana, forzando el cerrojo con un cuchillo.

—¡Sí, sí! —exclamó Bowyer, muy alterado—. Y ha salido por el mismo sitio. Si no, ¿por qué la ventana está cerrada y el cerrojo sin echar? ¿Por qué haría eso? ¿Qué demonios significa?

Antes de que Hewitt pudiera responder, el agente asomó la cabeza y anunció que un tal Larry Shanahan estaba en la puerta y decía que le habían prometido medio soberano.

—Es uno de los que oyó el disparo —dijo Hewitt—. Dígale que pase, agente.

El agente volvió enseguida con Larry Shanahan, que apestaba a whisky. Era un hombre andrajoso, con un solo ojo, y esto lo obligó a ladear la cabeza como un loro para mirar a Hewitt. El tono tostado del sol y el rojo más encendido se disputaban el color de su tez, y su voz no era precisamente clara. Sostenía el sombrero con una mano a la altura del estómago, mientras con la otra se tiraba del flequillo.

—Y ¿quién es el honorable caballero que va a darme ese dinerito? —preguntó.

—Soy yo —respondió Hewitt, haciendo tintinear las monedas que llevaba en el bolsillo—. Y aquí está su medio soberano, esperando a que conteste usted unas preguntas. Me han dicho que oyó un disparo cerca de aquí.

—Pues sí, señor. Un disparo en esta misma casa.

—Y eso ¿cuándo fue?

—Fue por la tarde, seguro.

—Pero ¿de qué día?

—El martes pasado. Lo sé porque iba a la feria de Ballyshiel.

—Cuénteme todo lo que sepa.

—Sí, señor. Ese día llevé unos cerdos a la feria de Ballyshiel. En Cullanin me encontré con Danny Mulcahy, que tenía intención de ir a la feria, y mientras echábamos un trago apareció Dennis Grady, que también quería ir. Así que echamos otro trago, o puede que dos, y nos fuimos juntos. Teníamos que pasar por aquí, señor, aunque puede que usted no lo sepa, por ser forastero. Pues bien, estábamos pasando justo por delante de la casa cuando oímos un disparo del diablo que nos hizo pararnos en seco. «¿Qué ha sido eso?», dijo Dan. «Un disparo —dije yo—, y ha sonado dentro de la casa.» «Eso es —dijo Dennis—. Ha sido dentro, estoy seguro.» Y nos miramos muy asustados. «¿Y qué hacemos?», dije yo. «¿Qué quieres hacer? —dijo Dan—. No es asunto nuestro.» «Eso es», dijo Dennis. Y pasamos de largo. Era raro, pero bien podía ser que alguno de los caballeros estuviera haciendo puntería por la ventana o qué sé yo. Y… y… por eso… por eso —Shanahan se rascó una oreja—, por eso… pasamos de largo.

—Y ¿sabe usted qué hora era?

Larry Shanahan dejó de rascarse y se agarró la oreja entre el pulgar y el índice, mirando fijamente el suelo con su único ojo, como muy concentrado en sus cálculos.

—Seguro que eran… —dijo—. Serían… serían… vamos a ver… serían… —Levantó la vista—. Serían las dos y media, o puede que más cerca de las tres.

—Y Main había vuelto a casa a las dos —señaló Bowyer, cerrando un puño contra la palma de la otra mano—. Ya está todo aclarado. Ya lo hemos cazado.

—¿Llevaba usted reloj? —preguntó Hewitt.

—Íbamos todos sin un triste reloj. He tenido que calcularlo. Esto está a siete kilómetros y medio de Cullanin, y salimos de allí cerca de hora y media después de que el reloj del Ayuntamiento diera las doce. Sabíamos que tardaríamos dos horas y pico en llegar a Ballyshiel, teniendo en cuenta que íbamos con los cerdos y que el camino es malo y también la distancia y… y que habíamos bebido un poquitín —dijo, con picardía—. Así lo he calculado, señor.

El agente de policía llegó entonces con otros dos hombres. Los dos tenían dos ojos, como todo el mundo, pero en lo demás eran excelentes réplicas del señor Shanahan. Iban harapientos y ninguno tenía pinta de ser abstemio.

—Dan Mulcahy y Dennis Grady —anunció el agente.

El relato de Dan Mulcahy fue idéntico al de Larry Shanahan, y lo mismo ocurrió con el de Dennis Grady. Estaba claro que los tres oyeron el disparo. Lo que Dan le había dicho a Dennis y Dennis a Larry tenía poca importancia. También ellos coincidieron en que era martes, porque había feria. Pero no se ponían de acuerdo en la hora.

—Era poco después de la una —dijo Dan Mulcahy.

—¡Poco después de la una! —protestó Larry Shanahan con desdén—. ¡Poco después del cerdo de tu abuela! Eran como poco más de las dos y media. Salimos de Cullanin una hora y media después de las doce. Pero ¡si oíste el reloj!

—No lo oí. Oí que daban las once, y salimos cinco minutos después.

—¡Qué tonterías estás diciendo, Dan Mulcahy! Eran las doce. Conté las campanadas.

—Pues contaste mal. Yo las conté, y eran las once.

—Pues ninguno de los dos tenéis razón —terció Dennis Grady—. No eran ni las once cuando salimos. No lo eran, ¡ni aunque lo diga la madre de Moisés!

—Me dejas pasmado, Dennis Grady. Debías de estar más borracho que una vaca de Kerry. —Tanto Mulcahy como Shanahan la emprendieron con el obstinado Grady, y la discusión creció clamorosamente hasta que Hewitt le puso fin.

—Vamos, vamos —dijo—. Olvídense de la hora. Ya lo discutirán cuando se hayan marchado. ¿Alguno de ustedes recuerda, no supone, sino que «recuerda» a qué hora llegaron a Ballyshiel? A la hora exacta del reloj… sin suposiciones.

Ninguno de los tres se había fijado en ningún reloj en Ballyshiel.

—¿Recuerdan algo del viaje de vuelta?

No lo recordaban. Se miraron de reojo unos a otros y se echaron a reír.

—Ya entiendo lo que pasó —dijo Hewitt en tono jovial—. Creo que hemos terminado. Aquí tienen diez chelines cada uno.

Les dio el dinero. Los hombres volvieron a tirarse del flequillo, se guardaron las monedas y se prepararon para marcharse. Cuando ya se retiraban, Larry Shanahan dio media vuelta misteriosamente y susurró:

—¿Quieren ustedes que lo jure sobre la Biblia? Y eso de la hora…

—No, gracias —se rió Hewitt—. Creemos en su palabra, señor Shanahan. —Y Shanahan volvió a tirarse del flequillo antes de salir.

—De esos hombres solo cabe esperar confusión —dijo Bowyer, muy irritado—. Es una pérdida de tiempo.

—No, no es una pérdida de tiempo —dijo Hewitt—, y tampoco hemos tirado el dinero. Una cosa está muy clara, y es que el disparo se produjo el martes. La señora Hurley no oyó la detonación, pero esos hombres estaban cerca y no cabe duda de que la oyeron. Es en lo único en que se han puesto de acuerdo. En todo lo demás se han llevado la contraria, pero en eso han coincidido plenamente. Claro que me gustaría saber la hora exacta, pero eso parece imposible. No hay duda de que dos de ellos se equivocan, puede que los tres. De todos modos, no sería prudente confiar en los cálculos de tres individuos que acababan de empezar a emborracharse y no tenían ningún motivo para recordar el incidente. Si por casualidad se hubieran puesto de acuerdo en la hora, tal vez nos habrían inducido a seguir una pista completamente falsa, dándola por un hecho. Sin embargo, un disparo no deja tanto margen para la duda. Cuando tres testigos que están juntos oyen un disparo, es indudable que alguien ha disparado. Será mejor que se siente un rato, Bowyer. Quizá encuentre algo que leer. Voy a registrar la casa palmo a palmo, y es posible que se aburra usted si no tiene nada que hacer.

Pero Bowyer no podía pensar en nada más que en el asunto que tenían entre manos.

—No comprendo lo de esa ventana —dijo, señalando con un dedo—. No lo comprendo en absoluto. ¿Qué necesidad tenía Main de entrar y salir por la ventana? No era un intruso.

Hewitt comenzó a examinar minuciosamente el suelo, el techo, las paredes y el mobiliario de la sala de estar. Se agachó junto a la chimenea y recogió con sumo cuidado unas hojas de papel carbonizado que había encima de la parrilla. Las dejó en el alféizar.

—¿Quiere hacer el favor de cerrar esa persiana —pidió—, para que no entre corriente? Gracias. Parece papel de carta, y bastante grueso, porque las cenizas apenas se han deshecho. Ha hecho buen tiempo, y el fuego no ha vuelto a encenderse desde hace días. Estos papeles se quemaron a conciencia, con una cerilla o una vela.

—¡Ah! Podrían ser las cartas que el pobre Rewse estaba escribiendo esa mañana. Pero ¿qué van a contarnos?

—Puede que nada o puede que mucho. —Hewitt estudió atentamente las cenizas, sosteniendo el papel a contraluz—. Vamos a ver si consigo distinguir la dirección de Rewse en Londres: Mountjoy Gardens, 17, Hampsted. ¿Es ésa?

—Sí. ¿Lo dice ahí? ¿Lo ha leído? Déjeme ver —dijo Bowyer, acercándose con impaciencia y nerviosismo.

—A veces es posible descifrar las palabras en el papel quemado —dijo Hewitt—, como quizá haya podido comprobar. Está muy doblado y arrugado por el fuego, pero se nota que es papel de carta, con membrete, eso se ve bastante bien. Es evidente que trajo algunas cuartillas de casa. Mire, aquí se ven unas líneas de tinta que tachan la dirección, pero no hay mucho más. La carta empieza diciendo: «Mi q_____», y luego hay un espacio en blanco. Después viene el último trazo de una m y el resto de la palabra «madre». «Mi querida madre» o «Mi queridísima madre», no cabe duda. Hay algo más en la misma línea, pero es ilegible. «Mi querida madre y hermana», tal vez. A partir de ahí no se reconoce nada. La primera letra parece una w, pero no está claro. Da la impresión de que era una carta larga, de varias cuartillas, pero se han pegado al quemarse. Quizá fuera más de una carta.

—La cuestión está clara —dijo Bowyer—. El pobre muchacho estaba escribiendo a casa, y puede que a alguien más, y Main, después de asesinarlo, quemó las cartas, porque hacían pedazos sus mentiras sobre la viruela.

Hewitt no dijo nada y prosiguió la búsqueda. Pasó rápidamente la mano por la superficie de todos los objetos que había en la sala, centímetro a centímetro. Hecho esto, entró en el dormitorio y prosiguió con su registro. Había dos camas, una a cada lado. Hizo una somera inspección ocular de la ropa de cama. Del dormitorio pasó al pequeño cuarto de baño, y de ahí a la cocina. A continuación salió de la casa y examinó tabla por tabla la cerca de madera que se encontraba a escasos metros de la ventana de la sala de estar, y el sendero de baldosas que había entre medias.

Tras examinarlo todo, volvió con Bowyer.

—Aquí hay algo extraño —dijo—. La bala atravesó limpiamente el cuerpo de Rewse, sin impactar en los huesos y sin encontrar ninguna resistencia. Era una bala de buen tamaño, según el testimonio del doctor O’Reilly, y por tanto debió de dejar una cantidad de pólvora considerable en el casquillo. Al salir por la espalda de Rewse, necesariamente tuvo que dar con algo, en un espacio tan pequeño como éste. Y sin embargo, en ninguna parte, ni en el techo, ni en el suelo, ni en las paredes, ni en los muebles, veo una marca de bala y tampoco encuentro la bala.

—Main se habrá deshecho de ella sin dificultad.

—Sí, pero no ha podido borrar la marca. Además, tampoco habría sido fácil sacar la bala si hubiera dado en alguna parte, porque se habría incrustado. Fíjese bien. ¿Dónde habría podido impactar una bala sin dejar huella?

El señor Bowyer miró a su alrededor.

—Bueno, eso es verdad —dijo—. En ninguna parte. A menos que la ventana estuviese abierta y la bala saliera por ella.

—En ese caso tendría que haber dado en la cerca o en el sendero de baldosas, y tampoco ahí hay rastro de ella —respondió Hewitt—. Aunque la hoja de la ventana hubiese estado completamente levantada, la bala no habría podido pasar por encima de la cerca sin dar antes en la ventana. Y por las ventanas del dormitorio es imposible que saliera. Shanahan y sus amigos no solo habrían oído el disparo, sino que lo habrían visto, y no lo vieron.

—Y eso ¿qué significa?

—Significa simplemente lo siguiente: que a Rewse lo mataron en otra parte y luego trajeron el cadáver aquí, o que el objeto en el que impactó la bala, fuera lo que fuera, se lo han llevado.

—Eso es, claro que sí. Otra prueba que Main ha destruido. A cada paso que damos resulta más evidente la diabólica perfección de su plan. Y cada prueba que falta no hace más que incriminarlo. El cadáver basta por sí solo para condenarlo sin perdón de ninguna clase.

Hewitt estudiaba la sala de estar con aire pensativo.

—Creo que deberíamos llamar a la señora Hurley —propuso—. Ella podrá decirnos si falta algo. Agente, ¿quiere hacer el favor de pedirle a la señora Hurley que venga?

La mujer llegó enseguida, y Hewitt dijo:

—Quiero que se fije bien en lo que ve en esta sala y en el resto de la casa, y me diga si falta algo que recuerde que estuviera aquí la mañana del día en que vio al señor Rewse por última vez.

La mujer miró a conciencia por todas partes.

—Estoy segura de que todo está como siempre, señor. —Entonces miró hacia la repisa de la chimenea y rectificó al momento—: Menos el reloj.

—¿Menos el reloj?

—El reloj, eso es. Estaba encima de la chimenea esa mañana, como de costumbre.

—¿Qué tipo de reloj era?

—Un reloj normal y corriente, con la esfera redonda y la caja de metal. Un reloj americano, decían que era. Pero daba la hora casi tan bien como el mío.

—¿Dice usted que daba bien la hora?

—Ya lo creo, señor. Podían pasar semanas sin que hubiera una diferencia de un minuto entre los dos.

—Gracias, señora Hurley, gracias. Nada más —dijo Hewitt, con un punto de exaltación. Y volviéndose a Bowyer añadió—: Tenemos que encontrar ese reloj. Y la pistola, que tampoco hemos visto. Venga, ayúdeme a buscar. Mire a ver si hay algún tablón suelto.

—Lo más probable es que se los haya llevado.

—La pistola puede que sí… aunque no es probable. El reloj, no. ¡Es una prueba, amigo mío, una prueba! —Y dicho esto, Hewitt salió precipitadamente de la casa y buscó por todas partes en los alrededores.

Al cabo de un rato volvió diciendo:

—No. Es más probable que esté aquí dentro. —Reflexionó un momento y acto seguido se acercó a la chimenea y retiró la parrilla. En el lecho del hogar había una grieta—. ¡Miren! —exclamó, señalando con el dedo. Cogió las tenazas y levantó la piedra hasta que logró sujetarla con los dedos. Entonces tiró de ella y la dejó en el suelo de linóleo. En el hueco que había debajo aparecieron un revólver grande y un reloj americano redondo y chapado en níquel—. ¡Miren esto! ¡Miren! —Y se incorporó para dejar los dos objetos en la repisa de la chimenea. La tapa del reloj, de cristal, estaba hecha añicos, y en la esfera había un agujero. Hewitt se quedó unos segundos mirando el reloj antes de volverse a Bowyer—. Señor Bowyer, hemos cometido una triste injusticia con Stanley Main. El pobre Rewse se suicidó. Ésa es la prueba irrefutable —dijo, señalando el reloj.

—¿La prueba? ¿Cómo? ¿Dónde? Eso es absurdo, amigo mío. ¡Bah! ¡Es ridículo! Si Rewse se suicidó, ¿por qué se habría tomado Main tantas molestias y habría mentido para demostrar que murió de viruela? Más aún, ¿por qué ha escapado?

—Se lo explicaré enseguida. Pero primero vamos con este reloj. Recuerde que Main puso en hora su reloj según la que marcaba el reloj del Ayuntamiento de Cullanin, y que el reloj de la señora Hurley marcaba exactamente la misma hora. Eso ya lo hemos comprobado hoy mismo con mi propio reloj. El reloj de la señora Hurley sigue marcando la misma hora. Este reloj siempre marcaba la misma hora que el de la señora Hurley. Main regresó a las dos en punto. Mire qué hora marca este reloj… la hora en que se detuvo al recibir el impacto de la bala.

El reloj marcaba la una menos tres minutos.

Hewitt cogió el reloj, desatornilló la tapa y la retiró rápidamente, dejando a la vista el mecanismo.

—Mire —dijo—. La bala se ha incrustado entre los dientes de las ruedas y se ha rasgado. Las ruedas están destrozadas. El eje que soporta las manecillas está doblado. ¡Mire! Es imposible mover las manecillas. Esa bala dio en el eje e inmovilizó las manecillas en el preciso instante en que Algernon Rewse murió. Fíjese en el muelle principal. No ha llegado a la mitad de su recorrido. Eso demuestra que el reloj estaba funcionando cuando recibió el balazo. Main dejó a Rewse vivo y sano a las nueve y media. No regresó hasta las dos… y para entonces Rewse llevaba más de una hora muerto.

—¡Caray! Pero, entonces, ¿a qué vienen las mentiras, el falso certificado de defunción y la huida?

—Le contaré la historia completa, señor Bowyer, tal como creo que ocurrió. El pobre Rewse estaba, como usted mismo dijo, alicaído, completamente abatido, creo que fueron sus palabras. Dijo usted que estaba prometido con una dama, y que la joven murió. Esto indica claramente un estado de alteración anímica y nerviosa. Muy bien. Está muy afligido. Necesita marcharse, cambiar de aires y de ocupación. Su íntimo amigo, Main, lo trae aquí. Las vacaciones le sientan bien al principio, pero al cabo de un tiempo se vuelven monótonas, y el abatimiento regresa. No sé si por casualidad está usted al corriente, aunque es un hecho demostrado, que cuatro de cada cinco personas que sufren melancolía tienen tendencias suicidas. Es posible que Main jamás lo sospechara, pues de lo contrario no lo habría dejado solo tanto tiempo. El caso es que se quedó solo, y aprovechó la oportunidad. Le escribe una nota a Main, y una larga carta a su madre: una carta tremenda, desgarradora, en la que ofrece una descripción escalofriante de su sufrimiento, quizá con un barniz de fanatismo religioso, profetizando que merece el infierno en el más allá. Hecho esto, simplemente se aleja de la mesa, donde ha estado escribiendo, y se pega un tiro, de espaldas a la chimenea. Main regresa una hora más tarde. La puerta está cerrada y Rewse no abre. Da la vuelta a la casa, se asoma a mirar por la ventana de la sala de estar y quizá ve el cadáver. Empuja el cerrojo con su navaja, abre la ventana y entra. Entonces lo ve. Se queda atónito. Es una tragedia. ¿Qué va a hacer… qué puede hacer? La pobre madre de Rewse y su hermana lo adoran, y la madre además está inválida… enferma del corazón. Recibir esa carta la mataría. Main quema la carta, y también la nota dirigida a él. Entonces se le ocurre una idea. Incluso sin esa carta, la noticia de que su hijo se ha suicidado mataría a la pobre madre. ¿Hay alguna manera de impedir que conozca la verdad? De que Rewse ha muerto tiene que enterarse… eso es inevitable. Pero ¿la causa de la muerte? ¿No sería posible inventar una mentira piadosa? Y entonces cae en la cuenta de la oportunidad que se le brinda. Nadie más que él sabe lo que ha ocurrido. Es médico y por tanto está plenamente facultado para expedir un certificado de defunción. Además, hay una epidemia de viruela en los alrededores. ¿Qué cosa más sencilla, con algunas disposiciones adicionales, que atribuir la muerte a la viruela? Nadie se empeñaría en acercarse al cadáver de un enfermo de viruela. Decide pasar a la acción. Escribe una carta a la señora Rewse para anunciarle que su hijo ha contraído la enfermedad, y prohíbe a la señora Hurley acercarse a la casa, por miedo al contagio. Limpia el suelo —ya ve que es de linóleo y las manchas eran recientes—, quema la ropa, y limpia y cierra la herida. Sus conocimientos médicos le asisten en cada uno de estos pasos. Esconde el reloj y la pistola debajo de la losa de la chimenea. En una palabra, actúa con gran inteligencia. ¡Qué días tan terribles ha debido de pasar! En ningún momento se le ocurre que ha cavado su propia tumba. Usted sospecha y se presenta aquí. Es posible que le señalara usted en tono perentorio que su comportamiento era muy sospechoso. Y, entonces, un relámpago viene a revelarle que se encuentra en una situación desesperada. Lo comprende todo. Ha destruido deliberadamente todas las pruebas del suicidio. No queda una sola prueba de que Rewse haya muerto de muerte natural, aparte del cadáver, y usted quería exhumarlo. En ese momento comprende (de hecho es usted quien se lo dice) que él es el único hombre en el mundo que puede beneficiarse de la muerte de Rewse. Y resulta que el cadáver tiene un disparo, y que el certificado de defunción es falso, y que ha mentido en las cartas, y que ha contado historias a los vecinos. Ha destruido todo lo que demuestra el suicidio. Y todo cuanto queda apunta a que se ha cometido un crimen abyecto y que el asesino es él. ¿Le extraña que se derrumbara y decidiera huir? ¿Qué otra cosa podía hacer el pobre hombre?

—Bueno, bueno… sí, sí —asintió Bowyer, con aire pensativo—. Parece muy verosímil, desde luego. Pero, de todos modos, piense en las probabilidades, amigo mío, piense en las probabilidades.

—No se trata de probabilidades, sino de «posibilidades». Está el reloj. Refute eso si puede. ¿Alguna vez se ha visto mejor coartada? ¿Cómo habría podido matar a Rewse si se encontraba a mitad de camino de Cullanin? Recuerde que la señora Hurley lo vio volver a las dos, y que llevaba una hora atenta, y que desde donde estaba veía casi un kilómetro de camino.

—Bueno, sí. Supongo que tiene usted razón. Y ahora ¿qué hacemos?

—Conseguir que Main vuelva. Creo que para empezar deberíamos poner un anuncio en los periódicos. Decir: «Se ha demostrado que el señor Rewse murió una hora antes de que usted regresara. Todo está aclarado. Se precisa su testimonio», o algo por el estilo. Hay que poner en marcha la maquinaria. La policía ya lo está buscando, sin duda. Mientras tanto, yo me quedaré aquí.

El anuncio dio sus frutos en el plazo de dos días. De hecho, Main diría más tarde que a esas alturas, una vez superado el pánico, estaba sopesando si no sería mejor regresar y afrontar la situación, puesto que estaba seguro de su inocencia. No se atrevía a ir a casa a por dinero, y tampoco al banco, por miedo a que lo detuvieran. Vio el anuncio por casualidad, cuando buscaba en el periódico alguna noticia del caso, y entonces tomó la decisión. Sus explicaciones fueron exactamente las que Hewitt esperaba. En lo único que pensó, hasta que recibió la visita de Bowyer, fue en destruir las pruebas y ahorrar un disgusto tan grande a la señora Rewse y a su hija, sin reparar en lo peligroso de su situación hasta que Bowyer se lo expuso a las claras. Los acontecimientos posteriores demostraron que sus temores por la señora Rewse estaban bien fundados, pues la pobre mujer no sobrevivió a su hijo más que un mes.

Estos hechos ocurrieron hace ya algún tiempo, tal como demuestra la circunstancia de que la señorita Rewse es, desde hace casi tres años, la señora de Stanley Main.