El misterio de las escaleras de Essex
(1891)
Era una clara noche de luna. Las escaleras brillaban y apenas se movía el viento mientras el agente de policía X924 paseaba despacio por Essex Street, silbando suavemente para sí. Casi había terminado su turno de guardia y ya estaba alimentando sus pensamientos con la perspectiva de una cena caliente y una agradable pipa de tabaco a continuación cuando oyó un profundo gemido y un golpe sordo, seguidos de inmediato por el rumor de unas pisadas ligeras, como si alguien se alejara a toda velocidad. Le pareció que el ruido venía del pie de las escaleras de piedra, al final de Essex Street. «Algo está pasando», murmuró el agente, interrumpiendo bruscamente la melodía que silbaba y apretando el paso para bajar las escaleras erosionadas por el tiempo con la mayor celeridad posible, sin olvidar por ello la prudencia.
Sin embargo, cuando llegó al último peldaño, no vio nada que explicara su alarma hasta que, al dirigir la vista a un callejón oscuro a mano derecha, vislumbró un bulto informe sobre el pavimento y cerca del bulto un objeto más pequeño que forcejeaba con movimientos rápidos e inseguros. Justo cuando la mirada del agente captaba la figura tendida en el suelo y descubría que quien forcejeaba era un perro de aguas negro, el animal consiguió liberarse con repentino esfuerzo y, lanzando un ladrido triunfal, salió corriendo del callejón y se alejó por la orilla del río hacia Temple Station.
«Es inútil que lo siga —pensó el agente X924—. Es más importante atender a lo que ha ocurrido aquí.»
Estaba en lo cierto, ya que el bulto era un hombre caído de bruces, con la cara en un charco de sangre que manaba de una terrible herida en la garganta.
El agente X924 era un hombre cauto, a quien horrorizaba la responsabilidad, de ahí que avisara a un par de compañeros con un silbido estridente.
Entre todos incorporaron al herido, que aún respiraba, si bien era evidente que su vida pendía de un hilo. Tenía en los ojos una expresión de terror y, aunque se esforzaba por mover los labios, no acertaba a articular el menor sonido. Estaba claro que el robo era el móvil de la agresión, pues tenía rotos el abrigo y el chaleco y no llevaba encima su reloj de bolsillo.
—Se está yendo —dijo uno de los agentes—. ¿Dónde vive el médico más cercano?
—En Norfolk Street —respondió el agente X924—. Quedaos con él mientras voy a buscarlo.
—¡Espera! —dijo el tercer agente cuando su compañero ya se marchaba—. Mira: el pobre hombre ha intentado escribir algo en el suelo con su propia sangre.
La luz de un candil de mano reveló las iniciales «J. A.», torpemente trazadas con el fluido rojo, seguidas de un círculo incompleto y un guión, como si el herido se hubiera quedado sin fuerzas.
—¿Esas iniciales son el nombre de quien lo atacó? —preguntó uno de los agentes, inclinándose sobre el herido mientras éste hacía un movimiento con la mano que tanto podía ser de asentimiento como de negación, y acto seguido perdió el conocimiento.
El agente X924 se apresuró a ir en busca del médico, a quien lamentablemente no encontró en casa, y estaba junto al pretil del río, desconsolado, preguntándose qué hacer a continuación, cuando de repente vio al perro de aguas negro que había escapado de las manos del herido, brincando y gimiendo alrededor de un hombre sentado en uno de los bancos del paseo.
El agente se acercó sin perder un instante y vio que la persona con quien el perro parecía tener una relación tan íntima era un joven de bigote rubio y rasgos agradables. Vestía muy pobremente y llevaba un abrigo ligero y muy raído.
—Parece que ese perro le tiene mucho cariño —observó el agente X924.
—Eso espero, porque lleva cinco años conmigo y en ese tiempo ha compartido mi buena y mi mala suerte, sobre todo esta última.
—Entonces, ¿es suyo? —preguntó el agente con cierto recelo.
—Pues claro que es mío. Pero ¡soy tonto! ¿En qué estaré pensando? Soy tonto de remate. Me separé de él, y ahora maldigo a ese demonio desalmado que me tentó. Scrub, ¿dónde está tu nuevo amo?
—Tendrá que responder usted a esa pregunta, y también explicarme esas manchas de sangre que tiene en la manga del abrigo —replicó el agente.
—Lo haré cuando usted guste, pero ahora no puedo. Pasadas las nueve de la mañana iré a donde me indique; a esa hora tengo una cita, y estoy descansando aquí porque no tengo dinero para pagarme una cama.
—Patrañas —dijo el agente—. ¡Como que voy a encontrarlo después si ahora lo pierdo de vista! Venga conmigo. —Y lo cogió del cuello.
El joven se resistió con todas sus fuerzas, pero estaba débil y no podía enfrentarse con el corpulento policía. Y aunque Scrub destrozó los pantalones del agente X924, atacándolo de repente por la retaguardia, tanto el perro como su anterior dueño fueron finalmente derrotados y conducidos a comisaría.
Cuando el detenido, que dijo llamarse John Maynard, declaró ante el juez, la cosa pintaba muy mal para él y se decretó su prisión preventiva por espacio de una semana.
Transcurrido este lapso de tiempo, el juez de instrucción lo declaró culpable de asesinato con premeditación, y se designó a un famoso abogado para llevar la acusación.
El preso, John Maynard, que se encontraba en un terrible estado de abatimiento, habría sido condenado sin asistencia legal de no haber sido porque un joven letrado se interesó por el caso y le prestó sus servicios gratuitamente. Arthur Medlecott ejercía la abogacía desde hacía tres años. Era un joven estudioso y tranquilo y, pese a su breve trayectoria profesional, gozaba de excelentes credenciales como abogado defensor.
Algo le decía que en este caso había un misterio, y cuanto más lo estudiaba, mayor era su interés. El pobre infeliz encontrado al pie de las escaleras de Exeter Street, que murió mientras lo trasladaban al hospital, resultó ser un tal Reuben Blatchley, corredor de apuestas, un individuo de reputación más que dudosa. No se encontraron en sus bolsillos más que unas pocas monedas, aunque quedó demostrado que el difunto tenía en su poder una suma de dinero relativamente cuantiosa poco antes de morir.
Antes de recibir la ayuda del joven abogado, el preso había declarado lo siguiente: se llamaba John Maynard, tenía veintiocho años y se ganaba la vida exhibiendo a su perro Scrub, un animal muy bien adiestrado, en teatros de variedades de poca monta. Desde hacía dos años, su madre sufría una enfermedad incurable y muy dolorosa, y los gastos de dicha enfermedad se llevaban hasta el último céntimo que el hijo ganaba. Conocía al fallecido, Reuben Blatchley, quien llevaba meses queriendo comprarle a su perro Scrub. Acuciado por tan adversas circunstancias, Maynard aceptó finalmente vender a su fiel animal por un precio de diez libras, que Blatchley le pagó en una taberna la noche del crimen. Confesó que estaba muy enfadado y que había acusado a la víctima por haberlo apremiado tanto, si bien aseguró que no tenía nada que ver en su muerte. Se había despedido de Blatchley en la puerta de la taberna, después de dejar en sus manos al perro con su correa, y lo había visto alejarse en dirección a Temple Station, con el perro gimiendo y tratando de escapar. El agente James Morgan, X924, declaró que había encontrado al hombre agonizando, y también había visto que el perro intentaba huir. Cuando más tarde detuvo al acusado, éste opuso una considerable resistencia.
El señor Medlecott preguntó al agente X924:
—¿No dijo que a partir de las nueve se lo explicaría todo?
—Sí —sonrió el testigo—, pero no le creí.
El inspector Frederick Hailes declaró que, cuando llevaron al detenido a la comisaría, se fijó en que tenía las mangas del abrigo manchadas de sangre. Llevaba en el bolsillo dos billetes de cinco libras, como perforados por la punta de un alfiler.
La defensa formuló la siguiente pregunta:
—¿No dijo el acusado que estaba esperando que se hiciera de día para llevar a su madre el dinero, que era el precio recibido a cambio de su perro?
Respuesta: «Dijo algo parecido».
Gregory Marlton, el dueño de la taberna, contó que el acusado y el difunto estuvieron en su establecimiento la noche del asesinato, y que el acusado parecía muy enfadado con la víctima, pero no les prestó demasiada atención, porque estaba acostumbrado a oír disputas entre sus clientes. Oyó que el fallecido llamaba al detenido «Jack». El fallecido le había pedido ese mismo día que le cambiara un billete de cincuenta libras. Podía jurar que los billetes encontrados en el bolsillo del acusado formaban parte del dinero que él mismo le había dado a la víctima, porque los había prendido con un alfiler, y aún se apreciaban los agujeros. El acusado tenía un perro de aguas negro, y salió de la taberna en compañía del fallecido.
Señor Medlecott: «¿Les oyó usted hablar de la venta del perro?».
Testigo: «No».
—¿Pagó el fallecido algún dinero al acusado?
—No que yo lo viera. Se guardó los billetes en el bolsillo del pecho y se marchó cotorreando. Me parece que estaba un poco curda.
—Y ¿puede usted jurar que la víctima y el acusado se marcharon juntos?
—Sí, puedo jurarlo.
William Hallock fue el siguiente testigo a quien tomaron juramento. Aseguró que estaba en la taberna llamada El Racimo de Uvas la noche en cuestión, y que oyó al acusado llamar a la víctima «demonio maligno», por aprovecharse de un hombre necesitado, y decirle que se arrepentiría antes de lo que se imaginaba. El acusado se mostraba amenazante, mientras que el difunto parecía conciliador, lo llamaba «querido Jack» y le invitaba a tomar un trago. Vio que el difunto recibía el dinero del dueño de la taberna. Salió del local antes que el acusado y la víctima. No los conocía a ninguno de los dos.
Señor Medlecott: «¿Cuál es su profesión?».
Testigo: «No tengo. Hago trabajillos».
—¿Ha tenido usted problemas con la justicia?
—Me metí en un lío hace un año, por el reloj de un caballero, pero fue un error.
—Error o no error, lo condenaron a seis meses de trabajos forzados.
—Sí. Todos los testigos estaban en mi contra. Fue una vergüenza y una crueldad.
—Estaba usted bebiendo en El Racimo de Uvas. ¿De dónde había sacado el dinero?
—No creo que esté obligado a responder a eso, señor —dijo el testigo con insolencia.
—Cuando el secretario le tomó juramento, levantó usted la mano contraria. ¿Es zurdo?
—Y ¿eso qué tiene de malo?
—Se lo vuelvo a preguntar. ¿Es zurdo?
—Sí, lo soy, ya que se pone usted así.
El agente Robert Dicker, Z834, uno de los que acudieron al lugar del crimen, declaró que fue él quien descubrió las iniciales escritas en el suelo, y aseguró que la reproducción mostrada ante el tribunal era exacta.
Señor Medlecott: «¿Ayudó usted a trasladar a la víctima en la ambulancia hasta el hospital?».
Testigo: «Así es».
Señor Medlecott: «¿Se fijó usted en sus manos?».
Testigo: «No comprendo la pregunta».
Señor Medlecott: «¿Las tenía manchadas de sangre?».
Testigo: «No, estaban limpias».
Señor Medlecott: «En ese caso, ¿cómo explica usted que escribiera las iniciales “J. A.” con su propia sangre?».
Testigo, con vacilación: «No puedo explicarlo».
Se llamó a continuación al doctor Andrew Macalister, quien declaró que era cirujano en el hospital de San Gangulfo, y que la víctima ya había fallecido cuando llegó al hospital. El testigo procedió entonces a certificar que la causa de la muerte era una herida incisa en la garganta y que no se trataba de una lesión autoinfligida.
Señor Medlecott: «¿Es posible que la víctima escribiera las iniciales mostradas en la sala después de recibir esa herida mortal?».
Doctor Macalister: «Posible, sí, pero no creo que tras ser objeto de una agresión tan violenta la víctima tuviera la presencia de ánimo suficiente para dar esa pista de su asesino».
La acusación no presentó más pruebas, y el juez se disponía a fijar la fecha del juicio oral cuando Medlecott se opuso, con el argumento de que la defensa deseaba llamar a un nuevo testigo.
El señor Peter Romney, de Beech Place, en Peckham, declaró que conocía bien a la víctima y que era su «anotador» en todas las carreras.
Juez: «¿Qué significa “anotador”?».
Testigo: «Su secretario, señoría. Yo anotaba las apuestas y llevaba su contabilidad. Tenía mucho dinero, pero le gustaba beber».
Juez: «Ciertamente, señor Medlecott, no veo que esta prueba tenga ninguna relevancia para el caso».
Medlecott: «Concédame un momento, señoría, y verá usted que no estoy haciendo perder el tiempo al tribunal».
Dirigiéndose al testigo: «¿Tenía usted alguna razón en particular para hacer de secretario de la víctima?».
Testigo, riéndose: «Él tenía una razón de peso para contratarme, y es que, aunque le fuera la vida en ello, era incapaz de escribir una sola letra del abecedario».
Esta revelación causó hondo asombro en la sala.
Medlecott: «Gracias. Es suficiente. Por favor, llamo a declarar al señor Erasmus Urswick».
Erasmus Urswick subió al estrado y ofreció el siguiente testimonio:
—Soy calígrafo profesional y he examinado la reproducción facsímil de las letras escritas con sangre en el pavimento que me facilitaron las autoridades policiales. Las iniciales «J. A.», así como el círculo incompleto, se trazaron con la mano izquierda. De eso no cabe la menor duda…
Juez: «No me agradaría, señor Urswick, refutar la opinión de un profesional tan reputado como usted, pero ¿no cree que está yendo demasiado lejos?».
Urswick: «¿En qué sentido, señoría?».
Juez: «En el sentido de afirmar con tanta rotundidad que esas letras se trazaron con la mano izquierda».
Urswick: «La caligrafía de la mano derecha es asombrosamente distinta y peculiar, y hay muy pocas personas con una letra parecida. Sin embargo, a lo largo de mi experiencia profesional, he tenido ocasión de comprobar que la escritura ejecutada con la mano izquierda presenta unas características casi invariables. He traído, para que el tribunal pueda examinarlo, un papel con una docena de copias de las iniciales “J. A.” En realidad no son copias, puesto que se hicieron sin ver el facsímil que obra en manos de la policía. Se realizaron todas de la misma manera, mojando el dedo en tinta, y su señoría podrá observar la notable semejanza que presentan las muestras. Ahora ofreceré una declaración que tal vez le parezca aún más increíble que la primera, y es que, si las letras se escribieron con la mano izquierda, es imposible que fueran obra de la víctima.
—Ésa es una afirmación muy atrevida, señor Urswick, y me gustaría ver cómo lo demuestra».
—Me educaron para ejercer la medicina, señoría, y me licencié a su debido tiempo, aunque poco después abandoné la profesión (seguro que el doctor Macalister sabrá disculparme) por otra menos precaria. Examiné la mano izquierda de la víctima y observé que le faltaba el dedo corazón, sin duda a causa de un accidente, y me fijé también en que el índice y el anular estaban rígidos y no se doblaban, por lo que era imposible emplearlos para escribir las iniciales «J. A.». Ruego al doctor Macalister que diga si tengo o no tengo razón.
Una vez más cundió el asombro entre los presentes en la sala.
Juez: «¿Cuál es su argumentación, señor Medlecott?».
Medlecott: «Que sería absurdo suponer que mi cliente escribiera sus iniciales en el caso de ser el asesino, y que fue el verdadero autor del crimen quien las escribió para culpar a un inocente».
—Se olvida usted de las manchas de sangre en el abrigo y de los dos billetes de cinco libras que el fallecido tenía la noche del crimen, tal como se ha demostrado, y más tarde se encontraron en poder del acusado.
—Los billetes, como ha declarado mi cliente, fueron el pago por el perro de aguas al que el agente de policía que encontró a la víctima vio escapar de las manos del moribundo. Y la sangre en el abrigo se explica fácilmente porque el asesino hirió al animal en su primer ataque, y éste, al encontrarse de nuevo con su amo, le manchó el abrigo.
—Que traigan al perro a la sala —ordenó el juez—. Me gustaría ver esa herida con mis propios ojos.
Cinco minutos después de darse esta orden se organizó un tumulto en la puerta del tribunal. Los ladridos y gruñidos de un perro se mezclaron con los gritos y las maldiciones de un hombre y un murmullo confuso de los policías.
En mitad de la confusión resonaron con claridad estas palabras:
—Bestia infernal. ¿No te bastó con atravesarme la pierna de un mordisco porque te corté sin querer en las escaleras de Essex Street, y ahora vuelves a por mí?
—Ésta es la prueba definitiva de mi defensa, señoría —señaló Medlecott—. Scrub acaba de ofrecerla, y, si quiere usted saber quién es el verdadero asesino, lo tiene delante. Es William Hallock, y él mismo acaba de confesar. Él es el villano zurdo que se mojó los dedos con la sangre de la víctima para escribir las iniciales que han estado a punto de llevar a la horca a un inocente.
Pillado por sorpresa y sin posibilidad de retractarse del reconocimiento que acababa de hacer, Hallock confesó su crimen de mala gana. Llevaba el resto de los billetes robados en el forro del abrigo y tenía en una pantorrilla las marcas del mordisco de Scrub. Reconoció haber visto que a Blatchley le entregaban los billetes, y más tarde oyó discutir a los dos hombres. Se le ocurrió entonces la idea de matar al corredor de apuestas, lo esperó en la calle y, cuando vio que se separaba de Maynard, lo siguió hasta un lugar propicio y allí se abalanzó sobre él y le cortó el cuello con una navaja que llevaba en el bolsillo. En la refriega, el perro recibió un navajazo por azar, y se vengó del agresor a la manera de su especie, clavándole los colmillos. Hallock robó el dinero al hombre agonizante y escribió las iniciales «J. A.» a su lado, como si la víctima hubiera hecho un último esfuerzo por dar la pista de su asesino. Se largó corriendo de allí y lanzó al Támesis el arma manchada de sangre.
A su debido tiempo, William Hallock expió su delito en el patíbulo, mientras que John Maynard, a quien Scrub había seguido sigilosamente al salir del juzgado, tuvo la suerte de conseguir un buen contrato para su mascota en uno de los principales teatros de variedades de la ciudad, donde su sensacional historia se difundió a través de la prensa, y así pudo proporcionar a su madre todas las comodidades necesarias en el final de sus días.