El dios de jade y el corredor de bolsa


(1894)

Por norma general, un detective medio suele recibir el doble del reconocimiento que merece. No me refiero al impostor que finge obrar milagros, sino al ser humano de carne y hueso que es propenso a equivocarse y así lo demuestra a menudo. Puede darse por sentado que cuando un detective exhibe una hoja de servicios impecable y la atribuye enteramente a su sagacidad, es joven en años y aún más joven en experiencia. Los hombres maduros, que se han visto cien veces atrapados en las hábiles redes de la delincuencia, reconocen la influencia del azar tanto en el éxito como en el fracaso. ¡Ahí lo tienen! En nueve de cada diez ocasiones, el azar hace más por resolver un caso que toda la destreza y el ingenio del individuo en quien recae la misión. La excepción es necesariamente ingeniería de un paladín infalible. No conozco a nadie así. Si alguna vez llegó a existir, está fuera de la circulación.

Esta opinión, basada en la experiencia colectiva antes que en un episodio concreto, puede sustanciarse mediante un puñado de hechos incontrovertibles. Para el presente ejemplo bastará con uno. Tomaré por tanto el caso Brixton con el fin de ilustrar la intervención del azar en los asuntos humanos. De no haber sido por aquel fetiche maorí… pero eso es el final más que el comienzo de la historia y sería conveniente dejarlo a un lado por el momento. Baste decir que esa figurilla de jade llevó a la horca a una persona de la que nos ocuparemos a continuación.

Cuando el señor Paul Vincent y su mujer se establecieron en Ulster Lodge, la sociedad de Brixton los acogió como un par de excelentes adquisiciones. Ella era hermosa y tenía talento para la música; él, apuesto, relativamente adinerado y magnífico jugador de tenis. Sus antecesores, el padre de él y la madre de ella, ambos fallecidos, habían llevado una respetable vida de clase media. El mismo halo seguía envolviendo a sus hijos que, en razón tanto de este don heredado como de su propia personalidad, eran personas muy solicitadas en la sociedad de Brixton. La popular pareja vivía además plenamente entregada el uno al otro, y tres años después de contraer matrimonio seguían pareciendo dos enamorados. Así tenía que ser, de ahí que amigos y conocidos tuvieran a los Vincent como emblema de la perfección conyugal. Paul Vincent era corredor de bolsa y pasaba por tanto la mayor parte del tiempo en la ciudad.

Juzguen, pues, la conmoción que se produjo cuando la guapa señora Vincent apareció muerta en el estudio de su casa, con una puñalada en el corazón. Difícilmente podía esperarse un asesinato tan inconcebible. La joven contaba con numerosos amigos, ningún enemigo conocido y, sin embargo, había llegado a este trágico final. Una investigación más detallada reveló que la cerradura del escritorio estaba forzada, y el señor Vincent declaró que le faltaban doscientas libras. Así las cosas, en un principio se creyó que el robo era la única causa del crimen y, al sorprender la víctima al ladrón, éste la había asesinado.

El propicio momento escogido por el asesino denotaba un conocimiento minucioso de las costumbres domésticas de Ulster Lodge. El marido estuvo ocupado en la ciudad hasta medianoche; la servidumbre, cocinera y doncella tenían permiso ese día para asistir a una boda y no regresaron hasta las once. La señora Vincent pasó por tanto seis horas completamente sola en casa, y en ese intervalo se cometió el asesinato. Las sirvientas hallaron el cadáver de su infortunada señora y dieron la alarma de inmediato. Poco después llegó Vincent y encontró a su mujer muerta, su casa tomada por la policía y a sus sirvientes histéricas. Nada se podía hacer esa noche, si bien a la mañana siguiente se dieron los primeros pasos para aclarar el misterio. Es en este punto donde comienza mi relato.

A las nueve recibí órdenes de hacerme cargo del caso, y a las diez estaba en casa de los Vincent, tomando nota de los detalles y reuniendo pruebas. Aparte de retirar el cadáver, no se había tocado nada, y el estudio se encontraba exactamente igual que en el momento de descubrirse el crimen. Registré atentamente la sala y hecho esto interrogué a la cocinera, a la doncella y, por último, al señor de Ulster Lodge. El resultado del interrogatorio me hizo albergar moderadas esperanzas de dar con el asesino.

El estudio, amplio, con vistas al jardín que separaba la vivienda del camino, estaba amueblado con sencillez, como la estancia de un hombre soltero. Contaba con un escritorio anticuado, dispuesto en ángulo recto con respecto a la ventana, una mesa redonda que llegaba casi hasta el alféizar, dos butacas, tres sillas de mimbre corrientes y, sobre la repisa de la chimenea, una exposición de pipas, pistolas, guantes de boxeo y floretes. Uno de los floretes había desaparecido.

Un simple vistazo mostraba la encarnizada batalla que había librado el asesino antes de derrotar a su víctima. El mantel de la mesa estaba en el suelo, dos de las sillas caídas y el escritorio, con varios cajones abiertos, presentaba importantes hachazos. La llave no estaba en la cerradura del escritorio, y la ventana estaba cerrada por dentro.

Un registro posterior reveló los siguientes hallazgos:

Un hacha para cortar madera (encontrada cerca del escritorio).

Un florete con la punta partida (encontrado debajo de la mesa).

Un ídolo de jade (escondido detrás del guardafuegos).

La cocinera, que gracias al brandy se mostraba desafiante y valerosa, declaró que había salido de la casa a las cuatro de la tarde de la víspera y había regresado cerca de las once. La puerta de atrás (para su sorpresa) estaba abierta. Fue con la doncella a informar de este incidente a su señora, y encontraron el cadáver tendido en el suelo, a medio camino entre la puerta y la chimenea. Avisó a la policía sin perder un instante. El señor y la señora eran una pareja muy bien avenida y (que ella supiera) no tenían enemigos.

La doncella ofreció una declaración muy similar, a la que añadió que el hacha era de la leñera de la casa. Las demás habitaciones estaban intactas.

El pobre Vincent, destrozado por la tragedia, a duras penas acertaba a responder a mis preguntas con serenidad. Condoliéndome de su comprensible pena, le interrogué con la mayor delicadeza posible y tengo que reconocer que contestó con admirable prontitud y claridad.

—¿Qué sabe de este infortunado asunto? —le pregunté cuando nos quedamos a solas en la sala de estar. Se negó a quedarse en el estudio, como a buen seguro era natural dadas las circunstancias.

—Absolutamente nada —dijo—. Me fui a la ciudad ayer, a las diez de la mañana, y, como tenía mucho trabajo, le dije a mi mujer que no regresaría hasta medianoche. Estaba contenta y llena de salud cuando la vi por última vez, y ahora… —Incapaz de terminar la frase, hizo un gesto de desesperación. Tras una pausa, añadió—: ¿Tiene usted alguna teoría sobre el caso?

—A juzgar por el estado del escritorio yo diría que el robo…

—¿El robo? —interrumpió, mudando de color—. Sí, ése fue el móvil. Tenía doscientas libras guardadas en el escritorio.

—¿En monedas o en billetes?

—En billetes. Cuatro de cincuenta, del Banco de Inglaterra.

—¿Está seguro de que se las han llevado?

—¡Sí! El cajón donde las guardaba está hecho pedazos.

—¿Sabía alguien que guardaba usted doscientas libras ahí?

—¡No! Excepto mi mujer, aunque… ¡Ay! —Una vez más se interrumpió bruscamente—. Eso es imposible.

—¿Qué es imposible?

—Se lo diré cuando me haya expuesto su teoría.

—Esa idea la ha sacado usted de la novelas de un chelín —respondí secamente—. No todos los detectives nos ponemos a teorizar en el acto. No tengo ninguna teoría en particular. Quien cometió el crimen sabía que su mujer estaba sola en la casa y que había doscientas libras en ese escritorio. ¿Le contó a alguien estos detalles?

Vincent se atusó el bigote con cierto apuro, y supe por su gesto que había cometido una indiscreción.

—No querría buscar problemas a una persona inocente —dijo al fin—, pero se lo conté a un hombre llamado Roy.

—¿Por qué razón?

—Es una larga historia. Perdí doscientas libras jugando a las cartas con un amigo, y retiré ese dinero del banco para pagarle la deuda. Se marchó de la ciudad, así que guardé el dinero con llave en mi escritorio. Anoche, Roy vino a verme al club, muy alterado, y me pidió que le prestara cien libras. Dijo que estaba perdido si no se las prestaba. Le ofrecí un cheque, pero necesitaba el dinero en efectivo. Le dije que había dejado las doscientas libras en casa, y por tanto no podía prestárselas. Me preguntó si no podía venir a buscarlas a Brixton, pero le dije que no había nadie en casa y…

—Pero sí había alguien en casa —interrumpí.

—¡Yo creía que no! Sabía que las criadas iban de boda y pensé que mi mujer se iría a casa de alguna amiga, para no pasar la noche sola.

—Bien y ¿qué ocurrió después de que le dijera a Roy que no había nadie en casa?

—Se marchó, muy enfadado, jurando que necesitaba ese dinero a toda costa. Pero es imposible que tenga nada que ver con esto.

—No lo sé. Usted le dijo dónde estaba el dinero y que la casa estaba vacía. ¿No es probable que viniera con la intención de robar el dinero? Y, en ese caso, ¿qué habría ocurrido? Entra por la puerta de atrás y coge el hacha de la leñera para forzar el escritorio. Su mujer oye ruido y lo sorprende en el estudio. Él pierde los nervios, coge un florete de encima de la chimenea y la mata. Acto seguido se larga con el dinero. Ahí tiene su teoría… pésima para ese tal Roy.

—¿No irá usted a acusarlo? —se apresuró a preguntar Vincent.

—¡No si no tengo pruebas suficientes! Si fue él quien cometió el crimen y robó el dinero, es evidente que tarde o temprano cambiará los billetes. Ahora bien, si tuviera la numeración…

—Aquí está —dijo Vincent, sacando una libreta—. Siempre anoto la numeración de los billetes grandes. Pero seguro —añadió, mientras copiaba los números—, seguro que no piensa usted que Roy es culpable.

—No lo sé. Me gustaría saber qué hizo esa noche.

—Yo no puedo decírselo. Vino a verme al Chestnut Club alrededor de las siete y se fue enseguida. Yo tenía una cita de negocios, fui al Alhambra y después volví a casa.

—Dígame dónde vive Roy, y descríbame qué aspecto tiene.

—Es estudiante de medicina y vive en Grower Street. Alto, rubio, un joven muy apuesto.

—Y ¿cómo iba vestido anoche?

—De etiqueta, aunque llevaba un abrigo de color beige.

Tomé debida nota de estos detalles y estaba a punto de retirarme cuando me acordé del ídolo de jade. Era muy extraño encontrar un objeto así en un lugar tan prosaico como Brixton, y no pude dejar de pensar que había llegado allí por accidente.

—Por cierto, señor Vincent —dije, sacando el monstruoso ídolo del bolsillo—. ¿Es suyo este dios de jade?

—No lo había visto en la vida —respondió, y lo cogió para examinarlo—. Está… ¡ay! —soltó la figurilla—, manchado de sangre.

—Es sangre de su mujer, señor. Si no es suyo, entonces tiene que ser del asesino. Por el sitio dónde se encontró, supongo que debió de caérsele del bolsillo al atacar a su víctima. Como puede ver, está manchado de sangre. Seguramente se puso nervioso, pues de lo contrario no habría dejado una prueba tan condenatoria. Este ídolo, señor, llevará a la horca al asesino de la señora Vincent.

—Eso espero, pero a menos que tenga usted la certeza de que ha sido Roy, no le arruine la vida acusándolo de este crimen.

—No se preocupe: no lo acusaré si no tengo pruebas suficientes —respondí sin vacilar, y con esto me despedí de él.

Vincent tuvo una actitud muy ecuánime en esta conversación preliminar. Por más que deseara castigar al asesino, no quería que pudieran caer sobre Roy sospechas infundadas. Si no le hubiera forzado a contarme el incidente del club, dudo de que él lo hubiera sacado a relucir. Como es lógico, la información me proporcionó la pista que necesitaba. Solo Roy sabía que los billetes estaban en el escritorio y además se imaginaba (debido al error de Vincent) que no había nadie en la casa. Resuelto a conseguir ese dinero a toda costa (según sus propias palabras), intentó el robo, hasta que la inesperada aparición de la señora Vincent vino a transformar un delito menor en uno mayor.

Lo primero que hice fue dar aviso al banco del robo de cuatro billetes de cincuenta libras con tal y tal numeración, señalando que el ladrón o algún cómplice probablemente intentaría cambiarlos transcurrido un tiempo razonable. No dije ni una palabra del asesinato y me cuidé mucho de que ningún detalle llegara a oídos de la prensa; pensando que el asesino quizá leyera las crónicas periodísticas para trazar su curso de acuerdo con la acción de la policía, juzgué más sabio que supiera lo menos posible. Esas noticias periodísticas tan pormenorizadas causan más mal que bien. Satisfacen los instintos morbosos del público y ponen en guardia a los delincuentes. Y así, mientras la policía trabaja en la oscuridad, ellos —gracias a los corresponsales especiales— pueden estar al tanto de los procedimientos y burlar en consecuencia el castigo de la ley.

El ídolo de jade me dio importantes quebraderos de cabeza. Quería saber cómo había ido a parar al estudio de Ulster Lodge. Cuando lo supiera podría cazar a mi hombre, pero había muchos obstáculos que superar antes de disponer de dicha información. Ahora bien, una estatuilla tan curiosa no es un objeto común en este país. Quien la tenga en sus manos es porque ha estado en Nueva Zelanda o la ha recibido de un amigo neozelandés. No podía haberla encontrado en Londres. En tal caso no la llevaría encima. Deduje así que el asesino había recibido la estatuilla el mismo día del crimen, y que el amigo en cuestión tenía contactos en Nueva Zelanda para que el ídolo obrara en su poder. La cadena de pensamientos, que no fue sencilla, comenzó con la curiosidad que me despertó el ídolo y concluyó con la consulta de la lista de vapores con rumbo a las antípodas. Me serví para ello de un pequeño ardid que no es necesario explicar en este momento. A su debido tiempo, todo encajará con el ahorcamiento del asesino de la señora Vincent. Entretanto, seguí el rastro de los billetes y dejé que el ídolo de jade labrara su propio destino. Tenía, así pues, dos hilos que seguir.

El asesinato se cometió el 20 de junio y el día 23 se ingresaron en el Banco de Inglaterra dos billetes de cincuenta libras cuya numeración coincidía con la del dinero robado. Me asombró el escaso cuidado que ponía el delincuente para ocultar su crimen y mi sorpresa fue mayor si cabe cuando supe que la persona que ingresó el dinero era un abogado muy respetable. Me facilitaron su dirección y fui a visitarlo. El señor Maudsley me recibió con mucha cortesía y no dudó en relatarme cómo habían llegado los billetes a su poder. No le confié el principal motivo de la investigación.

—Espero que no haya ningún problema con esos billetes —dijo cuando terminé de exponerle la razón de mi visita—. Ya he tenido bastantes problemas.

—Y eso, señor Maudsley, ¿en qué sentido?

En vez de responder, tocó la campana y ordenó al criado que acudió a la llamada:

—Diga al señor Ford que venga. —Volviéndose a mí, continuó—: No tengo más remedio que revelar lo que esperaba guardar en secreto, aunque confío en que esta revelación quede entre nosotros.

—Eso lo decidiré cuando lo haya oído. Soy un detective, señor Maudsley, y puede estar usted seguro de que no me dedico a investigar por mera curiosidad.

Antes de que pudiera contestarme, un joven esbelto y de aspecto frágil, muy nervioso, entró en la sala. Era Ford, y nos miró primero a mí y luego a Maudsley con cierto recelo.

—Este caballero —anunció Maudsley en tono amable— es de Scotland Yard, y está aquí por el dinero que me diste hace dos días.

—No habrá ocurrido nada malo, espero —balbució Ford, poniéndose rojo y blanco al mismo tiempo.

—¿Quién le dio el dinero? —pregunté, eludiendo su pregunta.

—Mi hermana.

Su respuesta me sobresaltó, y con razón. Mis pesquisas sobre Roy habían puesto al descubierto que el joven estaba enamorado de una enfermera llamada Clara Ford. Era evidente que Roy le entregó a ella los billetes después de robarlos en Ulster Lodge, pero ¿qué necesidad tenía de cometer el robo?

—¿Por qué le dio su hermana cien libras? —le pregunté a Ford.

En lugar de contestar, miró a Maudsley con gesto de súplica. El abogado tomó la palabra.

—Tenemos que confesarlo todo, Ford —suspiró—. Si has cometido un segundo delito para ocultar el primero, yo no puedo ayudarte. Esta vez no está en mi mano.

—No he cometido ningún delito —dijo Ford. Y, mirándome desesperadamente, añadió—: Señor, reconozco que desfalqué cien libras del señor Maudsley para pagar una deuda de juego. Tuvo la bondad y la generosidad de pasar por alto el delito si le devolvía lo que le había quitado. Yo no tenía ese dinero, así que se lo pedí a mi hermana. Es una pobre enfermera, y ella tampoco disponía de esa cantidad. Pero, como sabía que si no pagaba la deuda estaba perdido, mi hermana pidió ayuda a Julian Roy. Él prometió ayudarla, y le dio dos billetes de cincuenta libras. Mi hermana me los entregó y yo se los di al señor Maudsley para que los ingresara en el banco.

Esto explicaba el comentario de Roy. No se refería a su ruina, sino a la de Ford. Para salvar al pobre infeliz, y por amor a su hermana, había cometido el crimen. No me hacía falta hablar con Clara Ford, y en ese mismo instante decidí detener a Roy. El caso estaba clarísimo, y tenía motivos justificados para dar este paso. Mientras tanto, les hice prometer a Maudsley y a Ford que guardarían silencio, pues no quería que la señorita Ford pusiera en guardia a Roy a través de su hermano.

—Caballeros —dije, tras un momento de silencio—, no me es posible explicarles ahora las razones que me han traído hasta aquí, pues sería demasiado largo y no tengo tiempo que perder. No digan nada de esta entrevista hasta mañana; entonces lo sabrán todo.

—¿Ha vuelto Ford a meterse en líos? —preguntó Maudsley, preocupado.

—Él no, pero otro sí.

—Mi hermana —empezó a decir Ford, pero no le permití continuar.

—Su hermana está perfectamente, señor Ford. Le ruego que confíe en mí; ni a ella ni a usted les ocurrirá nada si puedo evitarlo… Ustedes, ante todo, guarden silencio.

Así lo prometieron, y regresé a Scotland Yard bastante convencido de que nadie pondría a Roy sobre aviso. Los indicios eran tan claros que no podía dudar de su culpabilidad. De lo contrario, ¿cómo había conseguido el dinero? A estas alturas contaba con pruebas suficientes para ahorcarlo, pero no quería dejar ningún cabo suelto y me proponía demostrar además que el ídolo de jade era suyo. No era de Vincent, y tampoco de su difunta esposa, así que alguien tenía que haberlo llevado al estudio. ¿Por qué no Roy, dado que a juzgar por todas las apariencias era el autor del crimen y además el ídolo estaba manchado de sangre de la víctima? No me fue difícil obtener una orden de detención, y con ella me presenté en Gower Street.

Roy proclamó airadamente su inocencia. Negó todo conocimiento del crimen y del ídolo. Yo esperaba esta reacción, pero me sorprendió la vehemencia con que se defendió. Aunque parecía sincero, todo era tan absurdo que no logró quebrar mi convicción en su culpabilidad. Le dejé que hablara cuanto quiso —tal vez fuese un error—, porque era incapaz de estarse callado, y después me lo llevé en un coche.

—Le juro que yo no he sido —me aseguró con ardor—. Nadie se quedó más atónito que yo al leer la noticia de la muerte de la señora Vincent.

—Pero ¿estuvo usted en Ulster Lodge esa noche?

—Eso lo reconozco —dijo con franqueza—. Si fuera culpable, no lo diría. Pero fui porque Vincent me lo pidió.

—Tengo que recordarle que todo lo que diga puede utilizarse como prueba contra usted.

—¡Me da igual! Me defenderé. Le pedí a Vincent cien libras y…

—Claro que se las pidió, para dárselas a la señorita Ford.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó con brusquedad.

—Por su hermano, a través de Maudsley. Él ingresó en el banco los billetes que usted le entregó. Debería haberse andado usted con más cuidado para ocultar su delito.

—Yo no he cometido ningún delito —protestó—. Vincent me dio el dinero. La señorita Ford me lo había pedido, para evitar que condenaran a su hermano por desfalco.

—¡Vincent niega haberle dado el dinero!

—En ese caso, miente. Le pedí cien libras en el Chesnut Club. No llevaba esa cantidad encima, pero me dijo que en casa tenía doscientas libras, en el escritorio. Yo necesitaba el dinero imperiosamente, esa misma noche, así que le pedí permiso para ir a buscarlo.

—Y ¿se lo negó?

—No me lo negó. Aceptó, y me dio una nota para la señora Vincent, en la que le indicaba que me entregase cien libras. Fui a Brixton, conseguí el dinero en dos billetes de cincuenta y se lo entregué a la señorita Ford. Cuando me marché de Ulster Lodge, entre las ocho y las nueve, la señora Vincent se encontraba perfectamente y estaba muy contenta.

—Es una defensa muy ingeniosa —señalé en tono dubitativo—, pero el señor Vincent niega rotundamente haberle dado ese dinero.

Roy me miró muy serio, para ver si le estaba tomando el pelo. Era evidente que la actitud de Vincent le causaba un profundo desconcierto.

—Eso es ridículo —dijo en voz baja—. Escribió una nota para su mujer y le dio órdenes de entregarme el dinero.

—¿Dónde está esa nota?

—Se la di a la señora Vincent.

—No la hemos encontrado —dije—. Si esa nota hubiese llegado a sus manos, ahora yo la tendría en las mías.

—¿No me cree?

—¿Cómo voy a creerle si cuento con la prueba de los billetes y Vincent lo niega todo?

—Seguro que no ha negado que me prestó el dinero.

—Sí lo ha negado.

—Tiene que haberse vuelto loco —dijo Roy con desesperación—. Es uno de mis mejores amigos. ¿Cómo puede decir una falsedad tan grande? Claro que…

—Más le vale guardar silencio —le recordé, harto de sus tonterías—. Si lo que usted dice es verdad, Vincent lo exonerará a usted de toda complicidad en el crimen. Si las cosas ocurrieron como usted asegura, no tiene ningún sentido que él lo niegue.

Hice esta última observación para que se callara de una vez por todas. No era mi cometido escuchar declaraciones incriminatorias ni defensas ingeniosas. Esas cosas son competencia del juez y del jurado, de ahí que pusiera fin a la conversación como ya se ha dicho y me llevara preso a Roy. Desconozco si las aves transportan las noticias por el aire, aunque es posible que esa noche estuvieran muy atareadas porque, al día siguiente, todos los periódicos de Londres me felicitaban por la inteligente captura del presunto asesino. Algunos detectives se habrían mostrado muy complacidos con estos elogios; yo no lo estaba. Me inquietaba el enardecimiento con que Roy insistía en su inocencia y empezaba a dudar de si a fin de cuentas había encerrado al verdadero autor del crimen. Las pruebas, sin embargo, eran concluyentes. Roy reconoció que había estado con la señora Vincent la noche fatídica y admitió que se había llevado dos billetes de cincuenta libras. Su única defensa posible era la nota del corredor de bolsa, pero la nota no aparecía, eso si de verdad había llegado a existir.

Vincent estaba muy apenado por la detención de Roy. Lo apreciaba mucho, y había creído en su inocencia mientras le fue posible. No obstante, a la vista de la solidez de las pruebas, se vio obligado a considerarlo culpable, si bien se reprochaba severamente por no haberle prestado el dinero y haber evitado así la tragedia.

—No tenía la menor idea de que el asunto fuera tan urgente —me dijo—. De haberlo sabido, le habría acompañado a Brixton para prestarle el dinero. De ese modo, mi mujer se habría librado de su locura y él de una muerte en el patíbulo.

—¿Qué opinión le merece su defensa?

—Es completamente falsa. Yo no escribí ninguna nota y tampoco le dije que fuera a Brixton. ¿Cómo iba a decírselo si estaba convencido de que no había nadie en casa?

—Es una lástima que fuera usted al Alhambra en vez de volver a casa, señor Vincent.

—Fue un error —asintió—, pero en ningún momento se me pasó por la cabeza que Roy se propusiera robarme. Además, había quedado en ir al teatro con mi amigo, el doctor Monson.

—¿Cree usted que ese ídolo es de Roy?

—No puedo decirlo. Nunca lo he visto con él. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque creo firmemente que si Roy no llevaba ese ídolo en el bolsillo aquella noche, entonces es inocente. Parece usted sorprendido, pero créame si le digo que ese ídolo es del hombre que asesinó a su mujer.

La mañana siguiente a esta conversación, una dama se presentó en Scotland Yard y pidió verme. Por fortuna, me encontraba en mi despacho y, adivinando de quién se trataba, accedí a recibirla. Cuando nos quedamos a solas, se levantó el velo, y me encontré en presencia de una mujer de aspecto noble, que guardaba cierto parecido con el empleado del señor Maudsley, aunque, por alguna extraña contradicción de la naturaleza, ella tenía un rostro más varonil.

—¿Es usted la señorita Ford? —pregunté, adivinando su identidad.

—Soy Clara Ford —respondió tranquilamente—. He venido para hablarle del señor Roy.

—Me temo que no se puede hacer nada para salvarlo.

—Pues algo hay que hacer —dijo con pasión—. Estamos prometidos, vamos a casarnos, y haré todo cuanto pueda hacer una mujer para salvar a su enamorado. ¿Usted cree que es culpable?

—A la vista de las pruebas, señorita Ford…

—Me traen sin cuidado las pruebas —replicó—. Es tan inocente como yo. ¿Cree usted que un hombre que acaba de cometer un delito pondría el dinero que ha obtenido de ese delito en manos de la mujer a la que afirma amar? Yo le aseguro que es inocente.

—El señor Vincent no opina lo mismo.

—¡El señor Vincent! —dijo la señorita Ford con marcado desprecio—. ¡Ah, sí! Ya supongo que él cree que Julian es culpable.

—¡No lo creería si pudiera pensar de otra manera! Es, o mejor dicho, era un amigo incondicional del señor Roy.

—Tan incondicional que intentó impedir nuestra boda. Escúcheme, señor. No se lo he contado a nadie, pero a usted se lo voy a contar. El señor Vincent es un sinvergüenza. Se hacía pasar por amigo de Julian, pero se atrevió a hacerme proposiciones… proposiciones deshonrosas, por las que podría haberlo denunciado. Él, un hombre casado y supuesto amigo de Julian, quería que abandonase a mi prometido y me fugara con él.

—Seguramente se confunde usted, señorita Ford. El señor Vincent era muy atento con su mujer.

—Su mujer le traía completamente sin cuidado —afirmó tajantemente—. Estaba enamorado de mí. No le conté a Julian cómo me había insultado Vincent para que no se enfadara. Ahora que Julian está en un aprieto por un lamentable error, Vincent está encantado.

—Eso es imposible. Le aseguro que Vincent lamenta mucho que…

—No me cree —me interrumpió—. Muy bien, le daré una prueba de que digo la verdad. Venga conmigo a las habitaciones de mi hermano en Bloomsbury. Avisaré al señor Vincent, le diré que deseo verlo, y, si se esconde usted en alguna parte, oirá de sus propios labios lo contento que está ahora que mi amado Julian y su mujer ya no pueden interponerse en el camino de su deshonrosa pasión.

—Iré, señorita Ford, aunque creo que se equivoca usted con Vincent.

—Ya lo veremos —contestó con frialdad. Y, cambiando súbitamente de tono, dijo—: ¿No hay ningún modo de ayudar a Julian? Estoy segura de que es inocente. Todas las apariencias están en su contra, pero él no es el asesino. ¿No hay ningún modo… ninguno?

Conmovido por su sincera súplica, le mostré el ídolo de jade y le conté todo cuanto había hecho en relación con la estatuilla. Me escuchó ávidamente y se aferró sin dudarlo a esta única esperanza de salvar a Roy. Cuando le hube facilitado esta información, reflexionó en silencio alrededor de dos minutos. Luego se cubrió con el velo y se dispuso a retirarse.

—Venga a las habitaciones de mi hermano. Están en Alfred Place, cerca de Tottenham Court Road —dijo—. Le prometo que verá al verdadero Vincent. Lo espero el lunes a las tres.

Por el color que cobró su rostro y el brillo que iluminó sus ojos supe que tenía un plan para salvar a Roy. Me tengo por un hombre listo pero, después de aquella reunión en Alfred Place, me declaro completamente idiota en comparación con la señorita Ford. Ató cabos, descubrió pruebas insospechadas y terminó por ofrecer una explicación sencillamente increíble. En el momento en que se despidió de mí, llevaba en el bolsillo el ídolo de jade. Confiaba en demostrar con él la inocencia de su amado y la culpabilidad de otra persona. Fue la maniobra más inteligente que había visto en mi vida.

El examen del cadáver de la señora Vincent concluyó con un dictamen de homicidio intencionado. Poco después se le dio sepultura, y todo Londres esperaba el juicio de Roy. En la vista preliminar se le acusó del crimen, pero Roy se acogió a su derecho a no declarar, y a su debido tiempo se señaló la fecha del juicio. Entretanto, fui a ver a la señorita Ford el día acordado y la encontré a solas.

—Vincent no tardará en llegar —dijo tranquilamente—. Ya sé que se ha fijado la fecha del juicio.

—Y Roy no se ha defendido.

—Yo lo defenderé —dijo, con una extraña mirada—. Ya no temo por él. Salvó a mi pobre hermano y yo voy a salvarlo a él.

—¿Ha descubierto algo?

—He descubierto muchas cosas. ¡Calle! Ya está aquí Vincent —dijo, al oír que un coche se detenía en la puerta—. Escóndase detrás de esa cortina y no salga hasta que le dé la señal.

Preguntándome qué se proponía, me escondí tal como me ordenaba. Al momento entraba Vincent y poco después presencié una escena extrañísima. La señorita Ford lo recibió con frialdad y le pidió que se sentara. Vincent estaba nervioso, mientras que ella parecía de piedra y no manifestaba ninguna emoción.

—Le he hecho venir, señor Vincent, para pedirle que me ayude a salvar a Julian.

—¿Cómo voy a ayudarla? —contestó con perplejidad—. Lo haría de buen grado, pero no está en mi mano.

—Yo no lo veo así.

—Le aseguro, Clara —empezó a decir con ardor. Pero ella le cortó en seco.

—¡Sí, llámeme Clara! Diga que me ama. Mienta, como todos los hombres, y luego niégueme la ayuda que le pido.

—No pienso ayudar a Julian a casarse con usted —afirmó en tono resentido—. Usted sabe que la amo… la amo con todo mi corazón. Quiero casarme con usted…

—¿No es una declaración demasiado prematura, estando tan reciente la muerte de su mujer?

—Mi pobre mujer nos ha dejado. Que descanse en paz.

—Pero ¿usted la quería?

—Nunca la quise —dijo, poniéndose en pie—. ¡Es a usted a quien quiero! La quise desde el primer momento en que la vi. ¡Mi mujer está muerta! Julian Roy está en prisión, acusado de haberle quitado la vida. Nada nos impide casarnos ahora que se han eliminado esos obstáculos.

—Si me casara con usted —dijo ella, despacio—, ¿ayudaría a Julian en su defensa?

—¡No puedo! Las pruebas son concluyentes.

—Usted sabe que es inocente, señor Vincent.

—¡No! Creo que él mató a mi mujer.

—Cree que mató a su mujer —repitió la señorita Ford, dando un paso hacia él con el ídolo de jade en la mano—. ¿Cree usted que esto se le cayó en el estudio cuando le asestó el golpe mortal?

—¡No lo sé! —dijo sin inmutarse, echando un vistazo al ídolo—. No lo había visto nunca.

—Piénselo bien, señor Vincent… piénselo bien. ¿Quién estuvo en el Alhambra a las ocho de la tarde con el doctor Monson y allí se encontró con el capitán de un vapor de Nueva Zelanda con quien tenía cierta amistad?

—Yo —contestó Vincent en tono desafiante—. ¿Y eso qué significa?

—Significa —dijo ella, subiendo la voz— que ese capitán le dio a usted el ídolo de jade en el Alhambra, y usted se lo guardó en el bolsillo. Poco después volvió a Brixton, cuando el hombre cuya muerte usted había planeado ya no estaba allí. Llegó a su casa y mató a su pobre mujer, que lo recibió con toda la inocencia del mundo. Se guardó usted el dinero que quedaba, destrozó el escritorio y, en algún momento, sin querer, se le cayó esta estatuilla que lo acusa del crimen.

Mientras pronunciaba este discurso, se acercó paso a paso al malvado Vincent, que, pálido y angustiado, retrocedió para escapar de la furia de la señorita Ford. Vino directo a mi escondite y casi cayó en mis brazos. Yo ya había oído lo suficiente para convencerme de que era culpable, y al momento estábamos forcejeando.

—¡Es mentira! ¡Mentira! —gritó, intentando escapar.

—¡Es verdad! —dije mientras lo inmovilizaba—. No tengo la menor duda de que es culpable.

En el forcejeo se le cayó la libreta del bolsillo y unos papeles que llevaba dentro se desperdigaron por el suelo. La señorita Ford recogió un papel manchado de sangre.

—¡La prueba! —exclamó—. La prueba de que Julian ha dicho la verdad. Ésta es la nota con la que usted autorizó a su pobre mujer para que le entregase las cien libras a Julian.

Vincent comprendió que estaba perdido y, sin ofrecer más resistencia, se comportó como el cobarde que era.

—No puedo luchar contra el destino —dijo mientras le ponía las esposas—. Confieso el crimen. Lo hice por amor. Odiaba a mi mujer, porque era una carga para mí, y odiaba a Roy, porque la amaba a usted. Pensé en librarme de los dos de un solo golpe. Él puso la oportunidad en mis manos cuando me pidió el dinero. Fui a Brixton, vi que ella le había entregado el dinero, tal como yo le había ordenado, arranqué el florete de la pared y la maté. Destrocé el escritorio y tiré la silla, para simular el robo, y me marché. Fui en coche hasta la estación siguiente a Brixton, cogí un tren y volví corriendo al Alhambra. Monson no sospechó mi ausencia, pues me hacía en otra parte del teatro. Ésa era mi coartada. De no haber sido por esta nota, que he cometido la estupidez de no destruir, y por ese ídolo infernal que se me cayó del bolsillo, habría llevado a Roy a la horca y me habría casado con usted. Parece ser que el ídolo me ha delatado. Y ahora, señor —añadió, volviéndose a mí—, será mejor que me lleve a prisión.

Eso hice, sin perder un instante. Una vez cumplidos los trámites legales, Julian quedó en libertad y finalmente se casó con la señorita Ford. Vincent murió ahorcado, tal como merecía por haber cometido un crimen tan vil. Mi recompensa fue el ídolo de jade, que conservo como recuerdo de este caso tan singular. Semanas más tarde, la señorita Ford me contó cómo había tendido su trampa.

—Cuando me reveló usted sus sospechas sobre el ídolo —explicó—, tuve la certeza de que Vincent tenía algo que ver con el crimen. Dijo usted que el doctor Monson había estado con él en el Alhambra. Los dos trabajamos en el mismo hospital. Le pregunté por el ídolo y se lo enseñé. Recordaba que el capitán del K. se lo había regalado a Vincent. La estatuilla se le quedó grabada, por lo extraña que era. Con esta información fui al puerto y busqué al capitán. Reconoció el ídolo y confirmó que se lo había dado a Vincent. A partir de lo que usted me había contado, deduje cómo se urdió el plan, y así se lo expuse a Vincent tal como usted mismo oyó. Casi todo eran conjeturas, y hasta que vi la nota no tuve plena seguridad de que era culpable. Todo ha sido obra del ídolo de jade.

Lo mismo creo yo, pero también obra del azar. Si no se le hubiera caído del bolsillo fortuitamente, Roy habría acabado en la horca por un crimen que no había cometido. Por eso afirmo que en nueve de cada diez casos el azar pesa más que toda la destreza del hombre encargado de resolver el misterio.