Tres anécdotas de detectives


(1850)

I. EL PAR DE GUANTES

—Es una historia muy singular, señor —dijo el inspector Wield, de la brigada de detectives de la policía, quien, en compañía de los sargentos Dornton y Mith, nos hizo otra visita al atardecer, un día de julio—, y he pensado que le gustaría conocerla.

»Se refiere al asesinato de la joven Eliza Grimwood, hace unos años, en Waterloo Road. La llamaban coloquialmente «la Condesa», por su belleza y su porte arrogante, y cuando vi a la pobre Condesa (llegué a conocerla bien, por así decir), muerta, degollada, en el suelo de su dormitorio, créame si le digo que me vinieron a la cabeza pensamientos muy lúgubres.

»Pero eso no viene al caso. Me presenté en su residencia la mañana siguiente al asesinato, examiné el cadáver y procedí a hacer un registro general del dormitorio. Al levantar la almohada de la cama encontré un par de guantes. Un par de guantes de caballero, muy sucios, con las iniciales Tr. bordadas en el forro, y al lado una cruz.

»Me llevé los guantes para enseñárselos al juez de Union Hall, a quien correspondía juzgar el caso. Me dice:

»—Wield, no cabe duda de que este hallazgo puede conducirnos a una revelación muy importante. Tiene usted que averiguar, Wield, a quién pertenecen estos guantes.

»Yo era de la misma opinión, claro está, y me puse a investigar sin pérdida de tiempo. Examiné los guantes atentamente, y tuve la certeza de que los habían limpiado. Olían a azufre y a brea, ¿sabe usted?, que es lo que suele usarse para limpiar los guantes. Se los llevé a un amigo de Kennington que tiene una tintorería, y le dije:

»—Dime, ¿qué te parece? ¿Se han limpiado estos guantes?

»—Estos guantes se han limpiado.

»—¿Tienes idea de quién los ha limpiado?

»—En absoluto. Pero tengo una idea muy clara de quién no los ha limpiado, y ése soy yo. Aunque puedo decirte una cosa, Wield: no hay más que ocho o nueve personas que limpien guantes en Londres —no las había por aquel entonces, al parecer— y puedo darte sus direcciones para que averigües quién los ha limpiado.

»Me dio las direcciones, fui aquí y allá, hablé con uno y con otro y, aunque todos coincidieron en que alguien había limpiado los guantes, no encontré al hombre, la mujer o el niño que se hubiera encargado de ellos.

»Entre que el uno no estaba en casa, y que el otro no volvería hasta la tarde y tal y cual, la investigación me llevó tres días. A última hora de la tarde del tercer día, volviendo de la orilla de Surrey por el puente de Waterloo, bastante cansado y muy desconcertado y abatido, pensé gastarme un chelín y distraerme en el Teatro del Liceo, para refrescarme un poco. Así que compré una entrada de platea, a mitad de precio, y me senté al lado de un joven muy callado y discreto. Al ver que yo no era un espectador habitual (supongo que se me notaba), me explicó quiénes eran los actores, y trabamos conversación. Cuando terminó la función, salimos juntos, y le dije:

»—Hemos pasado un rato muy agradable, ¿aceptaría usted una invitación?

»—Es usted muy amable —dice—. Con mucho gusto acepto la invitación.

»Fuimos a un local, cerca del teatro, nos sentamos en una sala tranquila del primer piso y pedimos una pinta y una pipa.

»Pues bien, nos fumamos nuestras pipas, nos bebimos nuestras pintas y tuvimos una conversación muy grata, hasta que el joven dice:

»—Le ruego que me disculpe por no quedarme mucho rato, pero tengo que volver a casa pronto. Trabajo toda la noche.

»—¿Trabaja toda la noche? ¿No será usted panadero?

»—No —dice, riéndose—. No soy panadero.

»—No me lo parecía. No tiene usted pinta de camarero.

»—No. Soy limpiador de guantes.

»En la vida había sentido mayor perplejidad que cuando estas palabras salieron de sus labios.

»—¿Es usted limpiador de guantes?

»—Sí. Eso soy.

»—En ese caso —digo, sacando los guantes de mi bolsillo—, quizá pueda decirme quién limpió este par de guantes. Es una historia extraña. Verá. El otro día estuve cenando en un restaurante de Lambeth, un establecimiento desenfadado… bastante promiscuo… donde hay señoritas de compañía… y algún caballero se olvidó allí estos guantes. Otro caballero y yo apostamos un soberano a que yo no averiguaba de quién eran los guantes. He gastado ya siete chelines tratando de descubrirlo, pero, si pudiera usted ayudarme, de buena gana gastaría otros siete. Mire, llevan una cruz por dentro, y unas iniciales: Tr.

»—Ya lo veo. ¡Conozco muy bien estos guantes! He visto docenas de pares de la misma persona.

»—¡No! —digo.

»—Sí —dice.

»—Entonces ¿sabe quién los ha limpiado?

»—Lo sé muy bien. Los limpió mi padre.

»—¿Dónde vive su padre? —digo.

»—A la vuelta de la esquina —dice—, cerca de Exeter Street. Él podrá decirle de quién son.

»—¿Tendría la bondad de acompañarme?

»—Desde luego. Pero no le diga a mi padre que nos hemos conocido en el teatro, porque podría no gustarle.

»—¡De acuerdo!

»Vamos a la casa, y allí me encuentro con un anciano que lleva un mandil blanco, con dos o tres hijas, frotando y limpiando montones de guantes en una salita.

»—Oye, padre —dice el joven—. Aquí hay alguien que ha hecho una apuesta para descubrir de quién son unos guantes, y le he dicho que tú puedes decírselo.

»—Buenas noches, señor —le digo al anciano—. Éstos son los guantes que dice su hijo. Llevan las iniciales Tr., y una cruz.

»—Sí —dice—. Conozco muy bien esos guantes. Son del señor Trinkle, un famoso tapicero de Cheapside.

»—¿Se los entregó el señor Trinkle personalmente, si me permite preguntarlo?

»—No. Trinkle siempre se los da al señor Phibbs, que tiene una mercería en la acera de enfrente, y él me los da a mí.

»—¿Aceptaría usted una invitación? —digo.

»—Con mucho gusto —dice. Conque me llevo al anciano, paso un buen rato charlando con él y con su hijo y nos despedimos tan amigos.

»Esto ocurrió a última hora de la noche del sábado. Lo primero que hice el lunes por la mañana fue presentarme en la mercería de Cheapside.

»—¿Está el señor Phibbs?

»—Yo soy Phibbs.

»—¡Ah! Creo que llevó usted estos guantes a limpiar.

»—Sí, por encargo del joven Trinkle, de ahí enfrente. ¡Está en su tienda!

»—¡Ah! ¿Es el hombre que está en la tienda? ¿El del gabán verde?

»—El mismo.

»—Verá, señor Phibbs. Esto es un asunto muy desagradable. Soy el inspector Wield, de la brigada de detectives, y encontré estos guantes debajo de la almohada de la joven a la que asesinaron hace unos días en Waterloo Road.

»—¡Válgame Dios! —dice—. Es un joven muy respetable. Si se entera de esto su pobre padre, ¡no podrá resistirlo!

»—Lo lamento mucho, pero tengo que llevarlo detenido.

»—¡Válgame Dios! —repite Phibbs—. ¿No se puede hacer nada?

»—Nada.

»—¿Me permite que vaya a avisarlo? Para que su padre no lo vea.

»—No tengo ningún inconveniente, señor Phibbs, pero, por desgracia, no puedo permitir que se comuniquen ustedes. Si lo intentaran, me vería en la obligación de impedirlo. ¿Por qué no le hace una seña, para que venga?

»El señor Phibbs le hizo señas desde la puerta, y el tapicero cruzó la calle al momento. Era un joven elegante y enérgico.

»—Buenos días, señor —digo.

»—Buenos días, señor —dice.

»—¿Puedo preguntarle si conoce usted a alguien que se apellide Grimwood?

»—¡Grimwood! —dice—. ¡Grinwood! No.

»—¿Conoce usted Waterloo Road?

»—Pues claro que conozco Waterloo Road.

»—¿Y por casualidad sabe usted que allí asesinaron a una muchacha?

»—Sí, lo leí en el periódico, y lo sentí mucho.

»—Estos guantes son de usted, y estaban debajo de su almohada, la mañana siguiente.

»Se quedó horrorizado, señor, ¡horrorizado!

»—Señor Wield —dice—, le juro solemnemente que jamás he estado allí. ¡No he visto a esa muchacha en mi vida!

»—A decir verdad, no creo que sea usted el asesino, pero tengo que llevarlo a Union Hall. Sin embargo, considero, que tratándose de un caso como éste, el magistrado tiene que interrogarlo.

»Se realizó un interrogatorio en privado, y se descubrió que el joven conocía a una prima de la desdichada Eliza Grimwood, que había estado con ella uno o dos días antes del crimen y se había dejado los guantes encima de la mesa. ¿Y quién llegó poco después? ¡Eliza Grimwood!

»—¿De quién son estos guantes? —dice.

»—Son del señor Trinkle —dice su prima.

»—Pues están muy sucios, y no creo que sirvan para nada. Me los llevaré para que mi criada limpie la chimenea. —Y se los guardó en el bolsillo. La criada los usó para limpiar la chimenea y, estoy seguro, los dejó en el dormitorio, encima de la repisa, o en la cómoda, o donde fuera, y su señora, cuando fue a repasar la habitación, los cogió y los guardó debajo de la almohada, donde yo los encontré.

»Ésa es la historia, señor.

II. UN TOQUE DE ASTUCIA

—Una de las cosas más formidables que se han hecho jamás —dijo el inspector Wield, recalcando el adjetivo, como si quisiera predisponernos para un ejemplo de destreza o ingenio— fue obra del sargento Witchem. ¡Tuvo una idea espléndida!

»Witchem y yo estábamos en Epsom, un día de derbi, vigilando a los carteristas en la estación. Como ya he señalado en otras ocasiones, siempre vamos a la estación cuando hay carreras o una feria agrícola, o cuando se celebra el juramento de un rector en la universidad o se espera la llegada de la soprano Jenny Lind o cosas por el estilo, y, cuando aparecen los carteristas, los detenemos y nos los llevamos en el siguiente tren. En la ocasión del derbi al que me refiero, unos carteristas nos engañaron, y para ello alquilaron un caballo y una silla de posta. Fueron de Londres a Whitechapel y dieron un rodeo de varios kilómetros para entrar en Epsom en dirección contraria, y empezaron a trabajar, aquí y allá, mientras nosotros los esperábamos en la estación. De todos modos, no es eso lo que quiero contarle.

»Mientras Witchem y yo esperábamos en la estación, aparece el señor Tatt, un antiguo funcionario, buen detective amateur y hombre muy respetado.

»—Hola, Charley Wield. ¿Qué hace usted aquí? ¿Busca a alguno de sus viejos amigos?

»—Sí, Tatt, lo de siempre.

»—Vengan conmigo a tomar una copa de jerez —dice.

»—No podemos movernos de aquí hasta que llegue el próximo tren. Pero después iremos con mucho gusto.

»El señor Tatt espera, el tren llega, y Witchem y yo nos vamos con él al hotel. Nuestro amigo no repara en gastos para la ocasión, y vemos que lleva en la camisa un precioso alfiler de diamante que le ha costado quince o veinte libras, un alfiler bonito de verdad. Nos tomamos tres o cuatro copas de jerez y, de pronto, Witchem grita:

»—¡Cuidado, señor Wield! ¡Levántese! —Vemos entrar en el hotel a cuatro carteristas, que habían llegado como acabo de explicarle, y en un abrir y cerrar de ojos el alfiler de Tatt ha desaparecido. Witchem les cierra el paso en la puerta, yo la emprendo a puñetazos con ellos como buenamente puedo, Tatt pelea como un valiente, y acabamos todos enredados en el suelo del bar. ¡No creo que haya visto usted una escena de tanta confusión! El caso es que logramos reducirlos, porque Tatt es tan hábil como el mejor oficial; los cogimos a todos y los llevamos a la estación. La estación estaba abarrotada de gente que volvía de ver la carrera, y nos costó Dios y ayuda que no se escaparan. Al final lo conseguimos y los registramos, pero no llevaban nada encima. Los encerramos de todos modos, y no se figura usted lo acalorados que estábamos a estas alturas.

»Yo estaba convencido de que le habían dado el alfiler a un cómplice, y así se lo dije a Witchem cuando los dejamos a buen recaudo y fuimos a refrescarnos un poco con Tatt.

»—No nos ha salido bien la jugada esta vez, porque no llevaban nada encima, y al final ha sido todo pura jactancia.

»—¿Usted qué dice, Wield? —pregunta Witchem.

»—Aquí está el alfiler. —Y lo enseña en la palma de la mano, sano y salvo.

»—Pero ¿qué es esto? —preguntamos Tatt y yo, atónitos—. ¿Cómo lo ha conseguido?

»—Les diré cómo —dice—. Vi quién se lo quitaba y, cuando estábamos todos enredados en el suelo, peleando, le di un golpecito en el dorso de la mano, como sabía que haría su compinche, ¡y me lo entregó! ¡Fue maravilloso, ma-ra-vi-llo-so!

»Pero tampoco eso fue lo mejor del caso, porque al ladrón lo juzgaron en Guildord, en la vista trimestral. Ya sabe usted, señor, lo que es la vista trimestral. Bueno, pues no se lo va a creer, pero, mientras esa justicia tan lenta consultaba las leyes para ver qué podían hacer con él, ¡se les escapó del banquillo delante de sus narices! Como se lo cuento. Se les escapó allí mismo, cruzó el río a nado y se subió a un árbol para secarse. Lo encontraron en el árbol, una anciana lo había visto subir, y el ingenio de Witchem acabó llevándolo a la cárcel.

III. EL SOFÁ

—¡Es increíble lo que a veces llegan a hacer los jóvenes para buscarse la ruina y destrozar a su familia! —dijo el sargento Dornton. Tuve un caso de esta clase en el hospital de Saint Blank. ¡Un caso grave, que acabó muy mal!

»El secretario, el cirujano jefe y el tesorero del hospital vinieron a Scotland Yard para denunciar los numerosos robos de que eran víctimas los estudiantes. Los estudiantes no podían dejar nada en los bolsillos de los abrigos cuando los guardaban en el ropero, porque casi seguro se lo robaban. A todas horas desaparecían cosas de todo tipo, y los caballeros estaban lógicamente molestos e impacientes, por el prestigio de la institución, por que se descubriera al ladrón o a los ladrones. Se me encomendó el caso, y fui al hospital.

»—Bien, caballeros —dije, cuando terminamos de repasar los detalles—. Entiendo que los robos se cometen siempre en el mismo sitio.

»—Así es —respondieron.

»—Me gustaría ver el sitio, si me hacen el favor.

»Era una sala de buen tamaño, en la planta principal, con algunas mesas y bancos, y una hilera de perchas alrededor de las paredes, para abrigos y sombreros.

»—Díganme, caballeros. ¿Sospechan de alguien?

»—Sí.

»Sospechaban de alguien. Lamentaban decirlo, pero sospechaban de uno de los porteros.

»—Quisiera que me señalen quién es y me den algún tiempo para vigilarlo.

»Me lo señalaron, lo vigilé y volví al hospital.

»—Caballeros, no es el portero. Para su desgracia, es un hombre demasiado aficionado a la bebida, pero nada peor. Tengo la sospecha de que esos robos son obra de algún estudiante y, si me facilitan ustedes un sofá en esa sala donde están los percheros, ya que no hay armario, creo que podré descubrirlo. Deseo que el sofá, si no tienen inconveniente, sea de cretona o un material por el estilo, para que pueda meterme dentro sin que me vean.

»Me proporcionaron el sofá y, al día siguiente, a eso de las once, antes de que llegaran los estudiantes, fui con los caballeros para esconderme. Resultó ser un sofá antiguo, con una estructura en forma de cruz, y pensé que me machacaría la espalda en cuanto llevase un rato ahí dentro. Costó mucho rasgarlo, pero me puse manos a la obra y, con ayuda de los caballeros, conseguí abrir un hueco para mi escondite. Me metí en el sofá, me tumbé boca arriba y saqué mi navaja para hacer un pequeño agujero en la tela por el que mirar. Acordé entonces con los caballeros que, cuando los estudiantes hubieran subido a los pabellones, uno de ellos entraría y colgaría un abrigo en una de las perchas. Dicho abrigo llevaría, en un bolsillo, una billetera con billetes marcados.

»Al cabo de un rato empezaron a llegar los estudiantes, de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres, hablando de todo, sin la menor idea de que había alguien dentro del sofá, y a continuación subieron a los pabellones. Por fin llegó uno y esperó hasta quedarse solo en la habitación. Era un joven más bien alto y apuesto, de veintiuno o veintidós años, con un pequeño bigote. Se acercó a una percha, cogió un sombrero de buena calidad, se lo probó, dejó en la percha su propio sombrero y colgó el primero en otra percha, casi enfrente de mí. Estaba casi seguro de que era el ladrón, y de que volvería al cabo de un tiempo.

»Cuando todos los estudiantes estaban arriba, entró el caballero con el abrigo. Yo le había indicado dónde debía colgarlo, para poder verlo bien. Lo dejó en su sitio, y seguí esperando un par de horas debajo del sofá.

»Por fin regresó el mismo joven. Cruzó la habitación silbando, se detuvo y escuchó, dio otra vuelta silbando, volvió a pararse y a escuchar, y entonces empezó a recorrer los percheros, palpando los bolsillos de los abrigos. Cuando llegó al abrigo del caballero y descubrió la billetera, se puso tan nervioso que rompió la lengüeta al intentar abrirla. Mientras se guardaba el dinero en el bolsillo, salí de mi escondite, e intercambiamos una mirada.

»Como puede usted ver, tengo la piel morena, pero en ese momento estaba blanco, porque andaba pachucho, y tenía la cara larga como un caballo. Además, entraba mucha corriente por la puerta y se colaba por debajo del sofá, y por eso me había atado un pañuelo en la cabeza, conque a saber qué pinta tenía. El chico se puso azul, literalmente azul, cuando me vio salir del sofá, y no me extrañó.

»—Soy oficial de la brigada de detectives —dije— y estoy aquí desde que entraste por primera vez esta mañana. Siento mucho, por ti y por tu familia, que hayas hecho lo que has hecho, pero esto ha terminado. Tienes la billetera en la mano y el dinero en el bolsillo, y voy a detenerte.

»Era imposible hacer nada, y en el juicio se declaró culpable. No sé cómo ni cuándo conseguiría los medios necesarios, pero mientras esperaba la sentencia, se envenenó en la prisión de Newgate.

Pregunté a este oficial, cuando terminó de relatar la anécdota, si el tiempo que pasó en aquella posición tan incómoda, dentro del sofá, se le hizo largo o corto.

—Verá, señor —dijo—, si el chico no hubiera entrado la primera vez, y no me hubiera convencido de que era el ladrón, el tiempo se me habría hecho muy largo. Pero, como estaba completamente seguro de que era mi hombre, tal como se demostró más tarde, se me hizo bastante corto.