La historia de Los Españoles de Hammersmith
(1898)
El teniente de navío Roderick Houston, del buque de su majestad Sphinx, apenas contaba con nada más que su salario y empezaba a estar cansado de su puesto en África occidental cuando recibió la grata noticia de que un familiar le había dejado una herencia. El legado consistía en una atractiva suma de dinero en efectivo y una casa en Hammersmith, alquilada por doscientas libras anuales y confortablemente equipada, según se decía. Así pues, Houston contaba con esta renta para redondear sus ingresos hasta alcanzar una cifra bastante deseable. Nuevas notificaciones de casa le mostraron, sin embargo, que sus expectativas eran prematuras: de ahí que, siendo como era un hombre de acción, solicitara dos meses de permiso y regresara a su país para ocuparse personalmente de sus asuntos.
Cuando llevaba una semana en Londres, llegó a la conclusión de que no había ninguna esperanza de sortear sin ayuda los obstáculos que se le presentaban. En consecuencia, escribió la siguiente carta a su amigo Flaxman Low:
Los Españoles, Hammersmith
23-3-1892
Querido Low:
Desde que nos despedimos, hace tres años, he sabido muy poco de ti. Ayer me encontré con nuestro amigo común Sammy Smith (el «Gusano de Seda» de nuestros tiempos del colegio), y me contó que tus estudios han tomado un nuevo rumbo y que ahora estás muy interesado por los fenómenos paranormales. De ser así, confío en poder animarte a que vengas a pasar unos días conmigo, y prometo exponerte un problema que se enmarca en el ámbito de tus intereses. En este momento estoy viviendo en Los Españoles, una casa que he heredado recientemente, construida por un hombre llamado Van Nuysen, que se casó con una tía abuela mía. Es una buena casa, pero dicen que hay «algo raro» en ella. Es perfecta para alquilarse, aunque por desgracia no hay manera de convencer a los inquilinos para que se queden una semana más. Se quejan de que la casa está encantada «por un fantasma», de que ocurren cosas que por lo visto llevan la marca inequívoca de los caprichos absurdos que revelan la presencia de apariciones.
Se me ocurre que quizá te interese investigar el caso conmigo. Si así fuera, envíame un telegrama y dime cuándo te espero.
Tuyo,
RODERICK HOUSTON
Houston esperó la respuesta con impaciencia. Low era de esos hombres en los que se podía confiar para casi cualquier emergencia. Sammy Smith le había contado a Houston una anécdota muy característica del paso de Low por Oxford, donde, aun cuando sus proezas intelectuales pudieran haberse olvidado, siempre se le recordaría porque, cuando Sands, del Queen’s College, cayó enfermo un día antes del torneo universitario, Low recibió un telegrama que decía: «Sands enfermo. Tienes que lanzar el martillo para nosotros». A lo que Low contestó sucintamente: «Allí estaré». Hecho esto, terminó de redactar el trabajo en el que estaba ocupado y, al día siguiente, su esbelta figura lanzó el martillo, vitoreado por una vociferante multitud, pues no solo ganó la competición, sino que marcó el récord.
Cinco días más tarde llegó la respuesta de Low, desde Viena. Mientras la leía, Houston recordó con una sonrisa la frente alta, el cuello largo y el bigote fino de su erudito y atlético amigo. Había en Flaxman Low mucho más de los méritos por los que se le reconocía y respetaba.
Mi querido Houston:
Me alegra tener noticias tuyas. En respuesta a tu amable invitación, te agradezco la oportunidad de conocer al fantasma, y aún más el placer de tu compañía. He venido aquí para investigar un caso similar. Confío, no obstante, en poder emprender el viaje mañana y estar contigo el viernes por la noche.
Muy sinceramente,
FLAXMAN LOW
P.S. Sería conveniente que des vacaciones a la servidumbre durante mi estancia, pues, para que mis investigaciones sirvan de algo, nadie, aparte de nosotros, debe tocar una sola mota de polvo en la casa.
F. L.
Los Españoles se encontraba a unos quince minutos andando del puente de Hammersmith. Situada en un vecindario muy respetable, la residencia contrastaba de un modo extraño con el aspecto anodino y corriente de las estrechas callejuelas de los alrededores. Cuando Flaxman Low se acercaba hacia allí en un coche, a la luz del atardecer, pensó que la casa procedía del más allá, que parecía pertenecer a un mundo antiguo y exótico.
Un muro de tres metros de alto, por encima del cual asomaba la planta principal, rodeaba la vivienda, y Low llegó a la conclusión de que aquel edificio de aspecto indiscutiblemente inglés, tenía sin embargo un curioso aire tropical. El interior de la casa producía la misma sensación, con sus habitaciones espaciosas y bien aireadas, sus colores frescos y sus amplios pasillos alfombrados.
—¿Tú has visto algo desde tu llegada? —preguntó Low cuando se sentaron a cenar, ya que Houston había llegado a un acuerdo con un hotel para que les sirviera las comidas.
—He oído golpes en el pasillo del piso de arriba. Es un corredor sin alfombra que va de un lado a otro de la casa. Una noche reaccioné más deprisa de lo normal y vi algo parecido a una vejiga que desaparecía en uno de los dormitorios (el que va a ser el tuyo, por cierto) y cómo se cerraba la puerta a continuación —dijo Houston con disgusto—. Las payasadas propias de un fantasma.
—¿Qué te contaron los anteriores inquilinos? —dijo Low.
—Casi todos vieron y oyeron lo mismo que acabo de contarte, y se marcharon enseguida. El único que aguantó un poco más fue el anciano Filderg. ¿Lo conoces? Hace veinte años intentó cruzar los desiertos australianos. Filderg se quedó aquí ocho semanas. Cuando dejó la casa le dijo al agente inmobiliario que había hecho algunas prácticas de tiro en el pasillo del piso de arriba y esperaba no tener que pagar los desperfectos, porque había sido en defensa propia. Le contó que algo le había atacado, en la cama, y había intentado estrangularlo. Lo describió como una masa viscosa y fría. Lo persiguió por el pasillo y disparó. Aconsejó al dueño que demoliera la casa, pero, como es lógico, mi primo no quiso hacer nada por el estilo. Es una buena casa y le pareció absurdo derribarla.
—Eso es verdad —asintió Flaxman Low, mirando a su alrededor—. El señor Van Nuysen había vivido en las Antillas y conservaba el gusto por las habitaciones espaciosas.
—¿Dónde oíste hablar de él? —preguntó Houston, sorprendido.
—No sé nada más de lo que me contabas en tu carta, pero he visto un par de frascos con sargazos y una planta acuática ornamental de esas que se traían antiguamente de las Antillas.
—Tal vez debería contarte la historia de Van Nuysen —dijo Houston en tono dubitativo—, aunque lo cierto es que no estamos precisamente orgullosos de él.
Flaxman Low se quedó pensativo un momento y preguntó:
—¿Cuándo se vio al fantasma por primera vez?
—Cuando el primer inquilino llegó a la casa. Se alquiló después de la muerte de Van Nuysen.
—En ese caso, quizá me ayudaría saber algo de él.
—Tenía plantaciones de caña de azúcar en Trinidad, donde vivió la mayor parte de su vida. Mi tía, su mujer, estaba casi siempre en Inglaterra, por incompatibilidad de caracteres, al parecer. Cuando él regresó definitivamente y construyó esta casa, siguieron viviendo separados. Ella se negó a vivir con él por nada del mundo. Más adelante Van Nuysen quedó inválido e insistió en que mi tía lo acompañara. Vivió aquí alrededor de un año, hasta que una mañana la encontraron muerta, en la cama… en tu habitación.
—¿De qué murió?
—Tenía la costumbre de tomar narcóticos, y creyeron que se excedió con la dosis.
—Eso no suena muy convincente —señaló Flaxman Low.
—A su marido, por lo visto, sí le convenció, y, como no era asunto de nadie más, la familia prefirió silenciar el accidente.
—Y ¿qué fue de Van Nuysen?
—Eso no lo sé. Desapareció poco después. Lo buscaron, como es natural, pero hoy nadie sabe qué ha sido de él.
—Eso es raro, teniendo en cuenta que estaba inválido —dijo Low. Y se abstrajo un buen rato, hasta que oyó a Houston maldecir la incurable estupidez de los fantasmas. Flaxman volvió en sí entonces. Era un hombre con una inmensa capacidad para entusiasmarse sin perder la serenidad. Cascó una nuez con aire pensativo y dijo con voz suave—: Mi querido amigo, es fácil apresurarse a censurar el comportamiento de los fantasmas. A nosotros puede parecernos completamente absurdo, y reconozco que en general no parece tener ningún sentido o propósito inteligente. Pero ten en cuenta que lo que a nosotros nos parece estupidez puede ser sabiduría en el mundo de los espíritus, del que nuestros sentidos solo están capacitados para vislumbrar pequeños fragmentos inconexos. No me cabe la menor duda de que ese mundo forma un todo coherente si logramos descubrir su conexión.
—Podría ser —dijo Houston con indiferencia—. La gente dice, como es natural, que este fantasma es el espíritu de Van Nuysen. Pero ¿qué relación puede existir entre lo que te he contado de él y las apariciones? ¿En esa costumbre de andar dando golpes en el pasillo con forma de vejiga, como un niño jugando? ¡Parece una idiotez!
—Lo parece, pero no tiene por qué serlo necesariamente. Eso son hechos aislados; tenemos que buscar la manera de relacionarlos. Supongamos que a un hombre que nunca ha visto un caballo le mostraran una silla de montar y una herradura. Dudo que, por muy inteligente que fuera, lograra encontrar la relación. Si los espíritus nos resultan tan extraños, es sencillamente porque nos faltan datos que nos ayuden a interpretarlos.
—Es un punto de vista original —respondió Houston—, pero yo creo, Low, que estás perdiendo el tiempo.
Flaxman Low sonrió despacio. Su rostro grave y melancólico se iluminó.
—Yo he ahondado un poco más en este asunto. En otras ciencias se razona por analogía. La psicología, por desgracia, es una ciencia con futuro, aunque sin pasado, o más probablemente es una ciencia antigua y perdida. Sea como sea, hoy nos encontramos en la frontera de un mundo desconocido, y el progreso es el fruto del esfuerzo individual; cada solución a los fenómenos extraños constituye un paso hacia la solución del problema siguiente. En este caso, por ejemplo, la aparición en forma de vejiga podría ser la clave del misterio.
Houston bostezó.
—No parece que tenga mucho sentido, pero puede que tú seas capaz de comprender la razón. Si fuera algo tangible, algo que se pudiera asir con las manos, sería más sencillo.
—Estoy completamente de acuerdo. Pero, supongamos que tratamos el asunto tal como es, siguiendo un procedimiento similar al que aplicaríamos a un misterio puramente humano, es decir, un procedimiento prosaico y racional.
—Mi querido amigo —contestó Houston, retirando la silla de la mesa con aire cansado—, haz lo que quieras, pero líbrame de ese fantasma.
Por algún tiempo, tras la llegada de Low, no ocurrió nada nuevo. Los golpes en el pasillo continuaron, y más de una vez Low tuvo tiempo de ver cómo la vejiga desaparecía en su dormitorio y cerraba la puerta. Lamentablemente, él no estaba dentro en esas ocasiones y, aunque la siguió a toda prisa, no llegó a ver nada más. Examinó la casa a conciencia, sin dejar un solo rincón por analizar en su minucioso registro. No había sótanos, y los cimientos eran una gruesa capa de hormigón.
La sexta noche, por fin sucedió un acontecimiento que, según Flaxman Low, los acercaba bastante al final de sus investigaciones. Las dos noches anteriores, los dos amigos habían montado guardia, con la esperanza de ver a la persona o la cosa que se empeñaba en dar golpes en el pasillo. No hubo apariciones, y se llevaron un chasco. La tercera noche, por tanto, Low se retiró a su dormitorio un poco antes de lo acostumbrado, y se quedó dormido casi al instante.
Más tarde contaría que se despertó con la sensación de tener un peso encima de los pies, un peso inerte y quieto. Recordó que había dejado la lámpara de gas encendida, pero el dormitorio estaba a oscuras.
A continuación tomó conciencia de que el objeto que estaba en la cama se desplazaba despacio y se acercaba poco a poco a su pecho. No tenía la menor idea de cómo había llegado esa cosa a la cama. ¿Había subido de un salto o había trepado? Tuvo la impresión de que era un cuerpo lento, pesado y viscoso, que no reptaba ni se arrastraba, ¡sino que se expandía! ¡Fue espantoso! Intentó mover las piernas, pero el peso se lo impidió. Una sensación de sopor empezó a apoderarse de él, y un frío mortal, comparable al que había experimentado en alta mar, rodeado de icebergs, invadió el ambiente.
Con un esfuerzo titánico consiguió liberar los brazos, pero la cosa se volvía cada vez más invencible conforme se iba extendiendo. Después vio un par de ojos vidriosos, con unos párpados lívidos y vueltos hacia fuera, que lo miraban sin pestañear. No sabía decir si eran los ojos de un hombre o de un animal, pero eran acuosos, como los de un pez muerto, y tenían un pálido brillo interior.
Reconoció que se asustó, aunque tuvo la frialdad suficiente para fijarse en una peculiaridad de su visitante espectral: a pesar de que tenía la cara del fantasma a escasos centímetros de la suya, no notaba su respiración. Entonces comprendió que el fantasma se proponía asfixiarlo, pues, por el mismo procedimiento de expandirse, empezaba a cubrir su rostro. Era una masa pegajosa y fría, como la melaza o como un caracol. Y a cada instante se volvía más pesada. Low es un hombre fuerte, y la emprendió a puñetazos con la cabeza de la cosa. Sintió que los golpes hacían fluir una sustancia, y tuvo una repugnante sensación de carne herida.
Con un movimiento feliz, consiguió incorporarse en la cama y pelear con todas sus fuerzas a pesar de que estaba aplastado. Sus esfuerzos apenas producían un ligero temblor o una sacudida en la masa que recibía los puñetazos. Finalmente, por casualidad, tocó con la mano la vela que tenía en la mesilla. Al momento se acordó de los fósforos, cogió la caja y encendió uno.
Al hacerlo, el bulto se deslizó hasta el suelo. Low saltó de la cama y encendió la vela. Sintió que algo frío le rozaba la pierna, pero miró y no vio nada. La puerta, que había cerrado con llave al entrar, estaba abierta. Salió corriendo al pasillo. Todo estaba tranquilo y silencioso, con esa especie de vacío latente propio de la noche.
Pasó un rato buscando y volvió a su dormitorio. En la cama aún se apreciaban signos de la reciente pelea, y el reloj marcaba entre las dos y las tres.
Viendo que no podía hacer nada, se puso la bata, encendió su pipa y se sentó a redactar una crónica de la experiencia que acababa de tener, para la Sociedad de Investigación Paranormal. De este documento se ha tomado el resumen de los párrafos precedentes.
Aunque es un hombre valiente, Low no pudo ocultarse que había combatido contra alguna grotesca modalidad de muerte. No estaba en condiciones de determinar la naturaleza de su agresor, pero su experiencia se veía corroborada por el ataque que antes que él había sufrido Filderg, y también —era imposible no llegar a esta conclusión— por la manera en que había muerto la mujer de Van Nuysen.
Analizó atentamente la experiencia en relación con los golpes en el pasillo y la vejiga, pero, por más vueltas que daba a estos sucesos, no sacaba nada en claro. Eran del todo incongruentes. Un poco más tarde llamó a la puerta del dormitorio de Houston.
—¿Qué era? —preguntó Houston cuando Low terminó de relatarle el encuentro.
Low se encogió de hombros.
—Al menos demuestra que Filderg no lo soñó —dijo.
—Pero ¡es monstruoso! Estamos aún más perdidos que al principio. No hay más remedio que derribar la casa. Nos marcharemos de aquí hoy mismo.
—No te apresures, amigo mío. Me privarías de un inmenso placer. Además, podríamos estar muy cerca de realizar un hallazgo muy valioso. Esta secuencia de apariciones es incluso más interesante que el misterio de Viena del que te hablé.
—Pues con hallazgo o sin él —replicó Houston—, a mí esto no me gusta.
A primera hora de la mañana siguiente Low salió de la casa y estuvo fuera un cuarto de hora. Antes de desayunar, un hombre entró en el jardín con una carretilla de arena. Low levantó la vista del periódico, se asomó a la ventana y dio una orden.
Cuando Houston bajó, minutos más tarde, vio con sorpresa el montón de arena sobre el césped.
—¡Eh! ¿Qué pasa? —preguntó.
—Lo he pedido yo —dijo Low.
—Muy bien. ¿Para qué es?
—Para que nos ayude en nuestras investigaciones. Nuestro visitante es capaz de hacerse notar, y ha dejado una huella muy clara en la cama. Supongo que también puede dejarla en la arena. Sería una ventaja enorme si pudiéramos descubrir qué tipo de pies le permiten desplazarse. Me propongo cubrir el pasillo de arriba con una capa de arena y ver qué pisadas deja si regresa esta noche.
Esa noche, encendieron el fuego en el dormitorio de Houston y se sentaron a fumar y a charlar, dejando que el fantasma «deambulase a sus anchas por una vez», según lo expresó Houston. A la hora de costumbre empezaron los golpes, que cesaron poco después en el otro extremo del pasillo a la vez que la puerta se cerraba con sigilo.
Low soltó un largo suspiro de satisfacción.
—Es la puerta de mi dormitorio —dijo—. Reconozco el ruido perfectamente. Por la mañana, a la luz del día, veremos qué ha pasado.
En cuanto hubo luz suficiente para examinar las huellas, Low despertó a Houston.
Houston estaba emocionado como un niño, pero se desanimó mucho cuando terminaron de recorrer el pasillo.
—Hay huellas —dijo—, pero son tan desconcertantes como todo lo relacionado con esta bestia que acecha la casa, sea lo que sea. Supongo que crees que es la huella que ha dejado la cosa que te atacó la noche anterior.
—Yo diría que sí —contestó Low, que seguía inclinado y observando el suelo atentamente—. ¿Tú qué crees, Houston?
—Para empezar, que esa cosa tiene una sola pierna, y que deja la marca de una almohadilla grande y sin garras. Es un animal… un monstruo macabro.
—Al contrario —dijo Low—. Creo que ahora tenemos razones suficientes para llegar a la conclusión de que es un hombre.
—¿Un hombre? ¿Qué hombre dejaría unas huellas como éstas?
—Mira los hoyos y las líneas que hay a los lados. Son las marcas de los bastones con que hace esos ruidos.
—No me convences —dijo Houston con obstinación.
—Esperaremos otras veinticuatro horas y, mañana por la noche, si no ocurre nada más, te contaré mis conclusiones. Piénsalo. Los golpes, la vejiga y el hecho de que Van Nuysen viviese en Trinidad. Suma las tres cosas a esa única huella que parece una almohadilla. ¿No se te ocurre una posible explicación?
Houston negó con la cabeza.
—Ninguna. Y no soy capaz de relacionar nada con lo que os ocurrió a Filderg y a ti.
—¡Ay! —dijo Flaxman Low, con gesto desanimado—. Confieso que me llevas a un terreno muy distinto, pero a mí me parece que la relación es perfecta.
Houston enarcó las cejas y se rió.
—Si consigues desentrañar este enredo de indicios y sucesos y eres capaz de diagnosticar la aparición, me dejarás muy sorprendido. ¿Qué puedes deducir a partir de esa huella sin pie?
—Algo, al menos eso espero. De hecho, esa marca puede ser una pista, una pista extravagante, pero una pista al fin y al cabo.
Esa tarde el tiempo se estropeó, y ya de noche la tormenta se convirtió en vendaval, acompañado de fuertes chaparrones.
—Hay mucho ruido —dijo Houston—. No creo que oigamos al fantasma, suponiendo que aparezca.
Esto sucedía después de cenar, cuando se retiraron a la sala para fumar. Al ver que el quinqué del vestíbulo daba poca luz, Houston se detuvo a abrir la llave del gas y le pidió a Low que fuese a comprobar si la lámpara del pasillo de arriba también estaba encendida.
Flaxman Low miró hacia las escaleras y se le escapó una pequeña exclamación que alertó a Houston.
Un rostro los observaba entre la barandilla del piso de arriba: un rostro borroso, amarillento, flanqueado por dos orejas enormes, con un aspecto extrañamente leonino. Apenas alcanzaron a verlo un segundo: fue como una colisión de miradas, por así decir; una mirada desafiante antes de que el rostro desapareciera y los dos amigos subieran las escaleras literalmente corriendo.
—Aquí no hay nada —dijo Houston, después de registrar todas las habitaciones.
—Yo no esperaba encontrar nada —contestó Low.
—Esto se embrolla cada vez más —dijo Houston—. Ahora no podrás desentrañar el misterio.
—Ven —dijo Low—. Ya estoy preparado para darte mi opinión.
Bajaron a la sala, donde Houston se afanó en encender todas las luces posibles y se aseguró de cerrar las ventanas antes de preparar un buen fuego, mientras Flaxman Low, que como de costumbre tenía un cigarrillo entre los labios, lo observaba con aire divertido, desde un extremo de la mesa.
—¿Has visto esa cara abominable? —preguntó Houston, cuando por fin se desplomó en una butaca—. Era tan material como la tuya o la mía. ¿Adónde habrá ido? Tiene que estar en alguna parte.
—Lo hemos visto claramente. Con eso nos basta.
—A ti se te da muy bien enumerar puntos, Low. Ahora escucha mi propia lista. Los misterios crecen con cada nuevo descubrimiento. Estamos en un callejón sin salida, creo yo. Los ruidos y los bastones apuntan a que es un hombre mayor, y ese juego de la vejiga, a que es un niño; la huella podría ser de un tigre sin garras, pero la cosa que te atacó la otra noche era viscosa y fría. Y al final, para rematar la broma, vemos un rostro humano con aspecto de león. Si eres capaz de encajar todas estas piezas, con mucho gusto escucharé lo que tengas que decir.
—Primero permíteme que te haga una pregunta. Me pareció entender que no había ningún parentesco sanguíneo entre el señor Van Nuysen y tú, ¿es así?
—Así es. Él era extranjero —contestó Houston con brusquedad.
—En ese caso, bienvenido a mis conclusiones. Todo lo que has enumerado apunta a una explicación. Esta casa está hechizada por el espíritu de Van Nuysen, que estaba enfermo de lepra.
Houston se levantó y miró a su amigo boquiabierto.
—¡Qué horror! Reconozco que no entiendo cómo has llegado a esa conclusión.
—Analiza la cadena de pruebas en un orden distinto —dijo Low—. ¿Por qué necesita un hombre un bastón para caminar?
—Generalmente porque es ciego.
—En caso de ceguera, el bastón se usa para orientarse. Aquí hay dos bastones, para apoyarse.
—Es un hombre que ha perdido el uso de los pies.
—Exacto. Un hombre que por alguna razón ha perdido parcialmente el uso de los pies.
—Pero ¿y la vejiga y esa cara con aspecto de león? —preguntó Houston.
—La vejiga, o lo que a nosotros nos parece una vejiga, era uno de los pies, deformado por la enfermedad y probablemente vendado. Con ese pie se arrastraba más que otra cosa. Por eso, cuando cruza una puerta, por ejemplo, tiene la costumbre de dejarlo atrás. Pasemos ahora a la única huella que encontramos. Existe una variedad de lepra que descompone los huesos más pequeños de las extremidades. La huella parecida a una almohadilla era, creo, la marca del otro pie, un pie sin dedos, porque en una fase más avanzada de la enfermedad la mano o el pie mutilados cicatrizan y se vuelven callosos.
—Continúa —dijo Houston—, suena como si pudiera ser cierto. Aunque eso de la cara de león sigo sin entenderlo. He estado en China, y he visto enfermos de lepra.
—Sabemos que Van Nuysen vivió muchos años en Trinidad, y es probable que contrajera la enfermedad allí.
—Supongo que sí. Y a su regreso —añadió Houston—, se encerró casi por completo y difundió el rumor de que padecía gota, aunque la explicación era esa otra enfermedad terrible.
—Eso también explica que su mujer se negara a volver con él.
Houston parecía muy alterado.
—No podemos detenernos ahora, Low —dijo con voz ahogada—. Aún quedan muchas cosas por aclarar. ¿Puedes decirme algo más?
—A partir de aquí me encuentro en un terreno menos seguro —reconoció Low—. Me limito a apuntar una posibilidad. Por tanto, no te pido que la aceptes. ¡Creo que la señora Van Nuysen murió asesinada!
—¡Cómo dices! ¿Por su marido?
—Los indicios señalan que fue así.
—Pero, querido amigo…
—La asfixió y después acabó con su vida. Es una lástima que no se encontrara el cadáver. El estado de los restos es lo único que podría corroborar mi teoría. Si aún fuera posible dar con el esqueleto, podríamos determinar si tenía la lepra.
Hubo una larga pausa antes de que Houston pusiera otra cuestión sobre la mesa.
—Espera un momento, Low —dijo—. Es un hecho aceptado que los fantasmas son inmateriales. Pero resulta que nuestra aparición tiene un cuerpo tangible. ¿Eso no es muy extraño? Todo lo demás lo has dejado más o menos claro. Ahora, dime una cosa: ¿por qué este leproso muerto intentó asesinaros a ti y a Filderg? Y también: ¿cómo tenía la fuerza física necesaria para hacerlo?
Low se apartó el cigarrillo de los labios.
—Ahora entro en el campo de la pura especulación teórica —dijo—. Ha habido casos aparentemente justificados por una intervención diabólica.
—¿Una intermediación diabólica? No entiendo.
—Trataré de explicarme, aunque los datos son de momento inmaduros y vagos. Van Nuysen cometió un asesinato de una atrocidad inusitada, y a continuación se quitó la vida. Ahora bien, se sabe que los cadáveres de los suicidas son especialmente susceptibles a las influencias espirituales, hasta el punto de que su descomposición se interrumpe. Suma esto al hecho conocido de que el principal objetivo de un espíritu maligno es encarnarse en algún cuerpo. Llevando mi teoría a su conclusión lógica, yo diría que el cuerpo de Van Nuysen está escondido en alguna parte de esta casa, y que intermitentemente lo anima un espíritu que, en ciertos momentos, se ve obligado a escenificar la truculenta tragedia de los Van Nuysen. ¡Ay de la persona viva que por azar ocupe el lugar de la primera víctima!
Houston tardó un rato en hacer algún comentario a esta opinión tan singular.
—Pero ¿tú has visto alguna vez algo parecido? —preguntó al fin.
—Recuerdo bastantes casos —dijo Low, pensativo—, que podrían refrendar esta hipótesis. Entre ellos un curioso hechizo que Busner estudió exhaustivamente a principios de 1888 y en el que tuve la suerte de participar. Incluso me atrevería a decir que el caso que he estudiado recientemente en Viena presenta algunos rasgos similares. Allí, sin embargo, tuvimos que renunciar antes de que se iniciaran las excavaciones, que es lo único que habría podido ofrecer resultados concretos.
—Entonces, ¿crees que demoler la casa podría aclarar algo más este misterio? —preguntó Houston.
—No se me ocurre una alternativa mejor.
Y Houston zanjó la discusión con una declaración definitiva:
—¡Demoleremos la casa!
Y así se hizo.
He aquí la historia de Los Españoles de Hammersmith, que ha merecido el primer lugar en esta serie, pues, sin tener una naturaleza tan extraña como algunos de los relatos que le siguen, nos parece un excelente ejemplo de los métodos empleados por Flaxman Low para resolver sus casos.
Los trabajos de demolición comenzaron enseguida y no requirieron demasiado tiempo. En sus primeras etapas, se encontró un esqueleto debajo del suelo, en una esquina del pasillo. Le faltaban varias falanges, lo que sumado a otros indicios permitió determinar sin lugar a dudas que aquéllos eran los restos mortales de un leproso.
El esqueleto se encuentra ahora en el museo de uno de los hospitales de nuestra ciudad. Lo acompaña una etiqueta científica, y es la única prueba existente de la idoneidad de los métodos de Flaxman Low y de la posible veracidad de sus asombrosas teorías.