El tren especial desaparecido


(1898)

La confesión de Herbert de Lernac, hoy condenado a pena de muerte en Marsella, ha arrojado luz sobre uno de los asesinatos más inexplicables del siglo, un suceso, creo, sin precedente en los anales del crimen de cualquier país. Pese a las reticencias a hablar del caso en los círculos oficiales y a la escasa información que la prensa ha difundido, hay sin embargo indicios de que la declaración de este criminal consumado se ha visto corroborada por los hechos, y de que al fin hemos dado con la solución a un enigma en verdad desconcertante. Como el caso ocurrió hace ya ocho años, y una crisis política que por aquel entonces tenía absorta a la opinión pública contribuyó a restarle importancia, no está de más exponer los hechos en la medida en que nos ha sido posible conocerlos. Se han contrastado con la información aportada por los periódicos de Liverpool de esa fecha, además de la investigación judicial sobre John Slater, el maquinista, y los archivos de la Compañía del Ferrocarril de Londres y la Costa Occidental, que amablemente han puesto a mi disposición. En resumen, son como siguen.

El 3 de junio de 1890, un caballero que dijo llamarse monsieur Louis Caratal solicitó una entrevista con el señor James Bland, jefe de la compañía ferroviaria en la estación de Liverpool. Era un hombre menudo, moreno y de mediana edad, encorvado de espaldas de una manera tan llamativa que insinuaba alguna deformidad de la columna vertebral. Iba acompañado de un amigo de imponente aspecto físico, cuyas maneras respetuosas y continuas atenciones denotaban una posición de dependencia con respecto al caballero. Este amigo o compañero, del que no ha trascendido su nombre, era sin duda extranjero y, a juzgar por su tez morena, probablemente español o sudamericano. Se observó en él la peculiaridad de que llevaba en la mano izquierda una carpeta de cuero negro, y un empleado de las oficinas de la estación central, hombre observador, se fijó en que la carpeta iba atada a la muñeca con una correa. Si bien en su momento no se dio ninguna importancia a este detalle, los sucesos posteriores lo dotaron de cierto significado. Monsieur Caratal entró en la oficina de Bland, mientras su compañero esperaba fuera.

El asunto de monsieur Caratal se despachó en cuestión de minutos. Había llegado esa misma tarde de América Central. Ciertos asuntos de la máxima importancia lo requerían sin falta en París. Había perdido el expreso de Londres. Necesitaba que le proporcionasen un tren especial. El dinero era lo de menos. El tiempo lo era todo. Si la compañía podía facilitarle el viaje, aceptaría todas sus condiciones.

Bland tocó el timbre, avisó a Potter Hood, el director de tráfico ferroviario, y en menos de cinco minutos el problema estaba resuelto. El tren partiría en tres cuartos de hora. Necesitaban ese tiempo para asegurarse de que la línea estaba libre. Se engancharon dos vagones y un furgón de cola para el jefe de tren a la potente locomotora Rochdale (número 247 en el registro de la compañía). El primer coche tenía como único fin paliar la incomodidad de los vaivenes. El segundo estaba dividido, como de costumbre, en cuatro compartimentos: primera y primera para fumadores; segunda y segunda para fumadores. Se asignó a los viajeros el primer compartimento, el que estaba más cerca de la locomotora, mientras que los demás iban vacios. El jefe del tren especial se llamaba James McPherson y llevaba varios años al servicio de la compañía. El fogonero, William Smith, era un empleado reciente.

Al salir de la oficina del jefe de estación, Caratal se reunió con su compañero y ambos manifestaron una extrema impaciencia por salir cuanto antes. Abonaron la cantidad solicitada, que ascendió a cincuenta libras con cinco chelines de acuerdo con la tarifa especial, a razón de cinco chelines por kilómetro y medio, y pidieron que los acompañaran a su compartimento para instalarse de inmediato, aunque les explicaron que tendrían que esperar casi una hora hasta que se despejara la vía. Entretanto, una extraña coincidencia ocurría en la oficina que monsieur Caratal acaba de abandonar.

Solicitar un tren especial no es del todo infrecuente en un próspero centro comercial, pero que se solicitaran dos en la misma tarde era un hecho de lo más insólito. Sucedió, sin embargo, que apenas Bland se había despedido del primer viajero cuando otro se presentó en su despacho con una petición similar. Se trataba de Horace Moore, un individuo de aspecto caballeroso y porte marcial, que alegó que una súbita y grave enfermedad de su mujer, en Londres, le obligaba imperiosamente a emprender el viaje sin perder un solo instante. Tan patentes eran su angustia y su preocupación que Bland hizo cuanto pudo por complacerlo. Habilitar un segundo tren especial era de todo punto imposible, pues el primero ya causaba algunos desajustes en el funcionamiento del servicio de cercanías. Cabía no obstante la posibilidad de que el señor Moore corriera con una parte de los gastos del tren demonsieur Caratal e hiciera el viaje en el otro compartimento de primera clase vacío si este caballero se oponía a compartir el reservado para él. Era difícil suponer que alguien pudiese poner alguna objeción a un acuerdo de tal naturaleza; sin embargo, cuando Potter Hood le hizo esta sugerencia amonsieur Caratal, éste se negó rotundamente siquiera a considerarla. El tren era suyo, contestó, e insistía en contar con su uso y disfrute exclusivo. Ningún argumento logró vencer su descortés negativa y finalmente hubo que renunciar al plan. Horace Moore abandonó la estación muy angustiado al saber que no le quedaba más remedio que coger el tren ordinario que sale de Liverpool a las seis. Eran exactamente las cuatro y treinta y un minutos, por el reloj de la estación, cuando el tren especial en el que viajaban el contrahecho monsieur Caratal y su gigantesco acompañante partió de la estación de Liverpool. La vía estaba libre en ese momento, y el tren no haría ninguna parada hasta Manchester.

Los trenes de la Compañía de Londres y la Costa Occidental circulan por las vías de otra compañía hasta la ciudad de Manchester, adonde el tren especial debería haber llegado antes de las seis. Con notable sorpresa y cierta consternación, a las seis y cuarto se recibió en la estación de Liverpool un telegrama de Manchester, en el que se informaba de que el tren no había llegado a su destino. La pregunta dirigida a St. Helens, la estación que se encuentra a un tercio de distancia entre las citadas ciudades, recibió esta respuesta:

A James Bland, jefe de estación de Liverpool. El tren especial pasó por aquí a la hora prevista: las 4:52 h. Dowser, St. Helens.

Este cable se recibió a las 6:40 h. A las 6:50 h llegó un segundo telegrama de Manchester:

Sin noticias del tren especial anunciado.

Y diez minutos más tarde, un tercer mensaje aún más desconcertante:

Suponemos algún error en horario indicado del tren especial. Siguiente tren de cercanías procedente de St. Helens recién llegado, sin noticas del anterior. Se ruega notificación por cable. Manchester.

El asunto empezaba a cobrar un cariz inquietante, aun cuando en cierta medida este último telegrama tranquilizó a las autoridades en Liverpool. Si el tren especial había sufrido un accidente, era difícilmente concebible que el cercanías hubiese podido pasar por la misma vía sin encontrarse con él. Ahora bien, ¿qué alternativa quedaba? ¿Dónde podía estar el tren? ¿Era posible que se hubiera apartado de la vía por alguna razón para dar paso al otro tren? La explicación tenía sentido, en el caso de que se hubiera presentado una pequeña avería. Se envió un telegrama a todas las estaciones comprendidas entre St. Helens y Manchester, y tanto el jefe de estación como el jefe de tráfico aguardaron junto al transmisor, sumamente intrigados, la serie de respuestas que les informarían con exactitud del paradero del tren desaparecido. Las respuestas fueron llegando en el orden correspondiente a las preguntas, esto es, en el orden de las estaciones que venían a continuación de St. Helens:

El especial pasó por aquí a las 5 h. Collins Green.

El especial pasó por aquí a las 5:06 h. Earlestown.

El especial pasó por aquí a las 5:10 h. Neston.

El especial pasó por aquí a las 5:20 h. Kenyon-Empalme.

Ningún especial ha pasado por aquí. Barton Moss.

Los dos hombres se miraron con perplejidad.

—Es la primera vez que veo una cosa así en mis treinta años de servicio —dijo Bland.

—Es completamente inaudito e inexplicable, señor. Algo le ha ocurrido al tren especial entre el empalme de Kenyon y Barton Moss.

—Sin embargo, no hay ningún apartadero entre esas dos estaciones, si la memoria no me falla. El tren ha tenido que descarrilar.

—Pero ¿cómo es posible que el ordinario de las 4:50 h haya pasado por la misma vía sin verlo?

—No hay otra alternativa, señor Hood. Por fuerza ha tenido que ser así. Es posible que el tren de cercanías observara algo que aclare el misterio. Enviaremos un telegrama a Manchester para solicitar más información y daremos instrucciones a Kenyon para que inspeccionen la vía al instante hasta Barton Moss.

La respuesta de Manchester llegó a los pocos minutos:

Sin noticas del especial desaparecido. Maquinista y jefe de tren corto niegan accidente entre Kenyon-Empalme y Barton Moss. Vía completamente despejada y sin indicios de nada fuera de lo corriente. Manchester.

—Habrá que despedir a ese maquinista y a ese jefe de tren —dijo Bland en tono grave—. Ha habido un accidente y no se han enterado. Es evidente que el especial ha descarrilado sin bloquear las vías… Cómo ha podido ocurrir escapa a mi comprensión, pero por fuerza así ha sido, y pronto recibiremos un telegrama de Kenyon o de Barton Moss para confirmar que lo han encontrado en el fondo de un barranco.

Sin embargo, la profecía de Bland no iba a cumplirse. Transcurrida media hora, llegaron los siguientes avisos del jefe de estación de Kenyon-Empalme:

Sin rastro del especial desaparecido. Con toda seguridad pasó por aquí y no llegó a Barton Moss. Desenganchamos máquina de tren de mercancías y yo mismo he recorrido la línea. Todo libre y sin señales de ningún accidente.

Bland se tiró del pelo, en su perplejidad.

—¡Esto es una absoluta locura, Hood! ¿Cómo puede esfumarse un tren en Inglaterra a plena luz del día? Es absurdo. ¡Locomotora, ténder, dos vagones, un furgón de cola y cinco personas desaparecidas en una vía recta! Si en el plazo de una hora seguimos sin noticias concluyentes, avisaré al inspector Collins y yo mismo iré a inspeccionar la línea.

Al fin tuvieron noticias definitivas, a través de otro telegrama enviado desde Kenyon-Empalme.

Lamentamos comunicar cadáver de John Slater, maquinista del especial, aparecido entre aulagas a tres kilómetros y medio de Empalme. Cayó de locomotora, rodó barranco abajo y acabó entre arbustos. Heridas en la cabeza causa aparente de la muerte. Examinado terreno minuciosamente sin rastro de tren desaparecido.

El país, como ya se ha dicho, se encontraba sumido en una grave crisis política, y las noticias de los sensacionales e importantes sucesos que ocurrían en París, donde un escándalo colosal amenazaba con derribar al gobierno y arruinar el buen nombre de muchos de los principales dirigentes franceses, contribuyó a desviar aún más la atención del público. Estos acontecimientos llenaban las páginas de los periódicos, y la extraña desaparición del tren especial despertó una atención mucho menor de la que habría suscitado en tiempos más pacíficos. La grotesca naturaleza del suceso contribuyó igualmente a restarle importancia, ya que los periódicos desconfiaban de la veracidad de los hechos tal como se habían relatado. Más de un diario londinense trató el incidente como una simple broma ingeniosa hasta que la investigación abierta por el juez de instrucción sobre la muerte del pobre maquinista (investigación que no reveló ningún detalle de relevancia) les convenció de la veracidad de la tragedia.

En compañía del inspector Collins, el decano de los detectives al servicio de la compañía ferroviaria, Bland se fue a Kenyon esa misma tarde, si bien su registro se prolongó por espacio de todo el día siguiente sin arrojar ningún resultado. No solo no se encontró ni rastro del tren desaparecido, sino que tampoco fue posible formular ninguna hipótesis que explicara el misterio. Al mismo tiempo, el informe oficial del inspector Collins (que tengo delante mientras redacto estas líneas) vino a demostrar que las posibilidades eran mucho más numerosas de lo que en un principio cabía esperar.

—En el tramo de vía comprendido entre estas dos estaciones —explicó—, la región está salpicada de fundiciones de hierro y minas de carbón. Algunas de estas explotaciones siguen en funcionamiento, pero otras están abandonadas. Por lo menos una docena de ellas cuentan con vías estrechas por las que circulan las vagonetas hasta la línea principal. Todas ellas podemos descartarlas, como es lógico. Hay además otras siete explotaciones que cuentan o han contado con líneas de ancho ordinario para el transporte de las mercancías desde la boca de la mina a los grandes centros de distribución situados en distintos puntos de la línea principal. Ninguna tiene más de unos cuantos kilómetros de longitud. Cuatro de las siete corresponden a minas abandonadas, o al menos a ramales que ya no se utilizan. Son las que vienen de las minas de Redgauntlet, Hero, Slough of Despond y Heartsease. Esta última era hace diez años una de las principales explotaciones carboníferas de Lancashire. Estos cuatro ramales también podemos eliminarlos de la investigación, porque para evitar accidentes han levantado las vías más próximas a la línea principal, y ya no tienen conexión con ella. Quedan otros tres ramales que llevan a:

»a) la fundición de Carnstock;

»b) la mina de Big Ben;

»c) la mina de Perseverance.

»La línea de Big Ben mide apenas medio kilómetro y muere en una montaña de carbón a la espera de ser retirada de la bocamina. Allí no se ha visto ni oído nada de ningún tren especial. La línea de la fundición de Carnstock estuvo bloqueada todo el día el 3 de junio por seis vagonetas cargadas de hematita. Es una vía de sentido único, y ningún tren pudo pasar por allí. La línea de Perseverance es una vía doble y tiene un tráfico considerable, porque la producción de la mina es muy elevada. El día 3 de junio la línea funcionó con normalidad; centenares de hombres, entre los que había una cuadrilla de peones del ferrocarril, estuvieron trabajando a lo largo de sus tres kilómetros y medio, por lo que es imposible que un tren inesperado pudiera pasar por allí sin llamar la atención de todo el mundo. Para concluir, conviene señalar que este ramal se encuentra más cerca de St. Helens que el lugar donde apareció el cadáver del maquinista, de manera que tenemos fundadas razones para pensar que el tren ya había pasado por ese punto cuando ocurrió el accidente.

»Por lo que se refiere a John Slater, no ha sido posible llegar a ninguna conclusión a la vista de las heridas o el aspecto del cadáver. Lo único que podemos afirmar, por lo que sabemos, es que halló la muerte al caer de la locomotora; ahora bien, por qué cayó o qué fue de la máquina tras su caída es una cuestión sobre la que no me siento capacitado para emitir una opinión.

En resumidas cuentas, el inspector presentó su dimisión, muy ofendido por las acusaciones de incompetencia que los periódicos de Londres vertieron sobre él.

Transcurrió un mes, a lo largo del cual tanto la policía como la compañía ferroviaria prosiguieron sus investigaciones sin el más mínimo éxito. Se ofreció una recompensa y se prometió el perdón en caso de que se hubiera cometido un delito, pero nadie respondió ni a lo uno ni a lo otro. A diario, el público abría los periódicos con el convencimiento de que un misterio tan grotesco se habría resuelto por fin, pero seguían pasando las semanas y la solución parecía tan lejos como al principio. A plena luz del día, una tarde de junio, en la región más poblada de Inglaterra, un tren había desaparecido con sus ocupantes como si un experto en la materia de alguna química sutil lo hubiese volatilizado y transformado en gas. Lo cierto es que entre las diversas conjeturas que aventuró la prensa hubo algunas que afirmaban seriamente la intervención de potencias sobrenaturales o al menos preternaturales e insinuaban que el contrahecho monsieur Caratal era probablemente un individuo más conocido por un nombre menos distinguido. Otros apuntaban a su compañero de tez morena como el autor de los hechos, aunque nadie fue capaz de formular con claridad qué había hecho exactamente.

Entre las diversas conjeturas publicadas por los periódicos u ofrecidas en privado, hubo un par con trazas de verosimilitud suficientes para llamar la atención del público. Una apareció en el Times, firmada por un aficionado a la lógica que gozaba de cierta fama por aquel entonces y trataba de exponer el caso de una manera crítica y semicientífica. Baste aquí con un resumen de su razonamiento, si bien quienes tengan curiosidad pueden leer la carta completa en la edición del 3 de junio.

Uno de los principios fundamentales del razonamiento práctico [señalaba] es que, una vez eliminado lo imposible, en sus residuos, por improbable que parezca, debe hallarse la verdad. Se sabe que el tren pasó por Kenyon-Empalme. Se sabe que no llegó a Barton Moss. Es sumamente improbable, aunque posible, que tomara alguno de los siete ramales comprendidos entre ambos puntos. Es evidentemente imposible para un tren circular sin raíles, y por tanto podemos reducir la improbabilidad a las tres líneas que hoy continúan en funcionamiento, es decir, la de la fundición de Carnstock, la de Big Ben y la de Perseverance. ¿Existe alguna sociedad secreta de extractores de carbón, alguna camorra inglesa capaz de destruir un tren y a sus pasajeros? Es improbable, pero no imposible. Me confieso incapaz de ofrecer ninguna otra explicación. Aconsejo sin dudarlo a la compañía del ferrocarril que concentre todas sus energías en la observación de estas tres líneas y de los hombres que trabajan allí donde éstas terminan. Una investigación exhaustiva de los prestamistas de la región quizá pudiera sacar a la luz algunos datos significativos.

La sugerencia suscitó un interés notable, por venir de una reconocida autoridad en esta clase de asuntos, así como la firme oposición de quienes consideraban que semejante afirmación era un absurdo infundio contra un grupo de hombres honrados y respetables. La única contestación a estas críticas consistió en desafiar a los detractores a que expusieran ante la opinión pública una explicación más verosímil. Esto dio pie a otras dos réplicas (publicadas en el Times los días 7 y 9 de junio). La primera proponía que el tren podía haber descarrilado y encontrarse sumergido en el canal de Lancashire y Staffordshire, que discurre en paralelo a la vía férrea a lo largo de varios cientos de metros. La idea se descartó al publicarse la profundidad del canal, de todo punto insuficiente para ocultar un artefacto tan grande. El segundo corresponsal llamaba la atención sobre la bolsa que, por lo visto, llevaban los viajeros por todo equipaje, y sugería que ésta quizá contuviera algún novedoso explosivo de una fuerza colosal, capaz de pulverizar el tren, pero el palmario absurdo de suponer que el tren entero hubiera podido explotar y quedar pulverizado sin que los raíles sufrieran daño alguno hizo añicos esta tesis. En semejante atolladero se encontraba la investigación cuando un incidente completamente imprevisto vino a infundir esperanzas que jamás llegarían a verse realizadas.

Sucedió ni más ni menos que la señora McPherson recibió una carta de su marido, James McPherson, el jefe del tren desaparecido. La misiva, fechada el 5 de julio de 1890, se envió desde Nueva York, y llegó a su destino el 14 de julio. Se expresaron algunas dudas acerca de la autenticidad de la carta, si bien la señora McPherson aseguró tajantemente que tanto la letra como el hecho de que el envío fuera acompañado de cien dólares en billetes de cinco eran motivos suficientes para descartar que pudiera tratarse de una broma. La carta no llevaba remite, y decía lo siguiente:

Mi querida esposa:

Lo he pensado mucho, y se me hace muy duro estar sin ti. Lo mismo me pasa con Lizzie. Por más que trato de evitarlo, no puedo quitarme esa idea de la cabeza. Te envío algún dinero que al cambio equivale a veinte libras inglesas. Esta cantidad será suficiente para que Lizzie y tú podáis cruzar el Atlántico. Verás que los barcos de Hamburgo que hacen escala en Southampton son muy buenos, y más baratos que los de Liverpool. Si lográis llegar aquí y alojaros en la Casa Johnston, trataría de enviaros recado de cómo localizarme, pero me encuentro en una situación muy complicada, y no soy feliz lejos de vosotras. Nada más por el momento de tu amante esposo,

JAMES MCPHERSON

Por algún tiempo se albergó la esperanza de que esta carta conduciría al esclarecimiento total del caso, más aún cuando se averiguó que un pasajero que guardaba un estrecho parecido físico con el jefe de tren desaparecido y figuraba en el registro de a bordo con el nombre de Summers había embarcado en Southampton a bordo del Vistula, que zarpó de Hamburgo con rumbo a Nueva York el día 7 de junio. La señora McPherson y su hermana, Lizzie Dolton, hicieron el viaje a Nueva York, tal como se les pedía, y pasaron tres semanas en la Casa Johnston sin tener noticia alguna del desaparecido. Es probable que ciertos comentarios indiscretos aparecidos en la prensa alertasen a McPherson de que la policía estaba empleando a las mujeres como cebo para encontrarlo. Fuera como fuere, lo cierto es que McPherson ni apareció ni dio señales de vida, y las mujeres se vieron finalmente obligadas a regresar a Liverpool.

Así estaban las cosas, y así continuaron hasta el presente año de 1898. Por increíble que parezca, nada ha trascendido en los últimos ocho años que arrojase ninguna luz sobre la extraordinaria desaparición del tren especial en el que viajaban monsieur Caratal y su compañero. Las minuciosas indagaciones realizadas sobre los antecedentes de ambos viajeros únicamente han revelado que monsieur Caratal era un financiero y agente político muy conocido en América Central, y que en el curso de su viaje a Europa había delatado una honda impaciencia por llegar a París. Su compañero, que en el registro de pasajeros figuraba con el nombre de Eduardo Gómez, era un hombre de antecedentes violentos y fama de bravucón y pendenciero. Sin embargo, había pruebas fehacientes de que servía con honradez y abnegación los intereses de monsieur Caratal, y de que éste, por ser un hombre enclenque, lo había contratado como guardián y protector. Cabe añadir que no fue posible recabar ninguna información de París acerca de cuáles podían ser los asuntos que requerían con tanta urgencia a monsieur Caratal en la capital francesa. Esto era todo cuanto se conocía del caso hasta que los periódicos de Marsella publicaron la reciente confesión de Herbert de Lernac, condenado a muerte por el asesinato de un hombre de negocios llamado Bonvalot. He aquí una traducción literal de su declaración:

No es el orgullo ni la jactancia lo que me mueve a divulgar esta información, pues si ése fuera mi propósito, podría referir una docena de hazañas personales igualmente espléndidas. Si lo hago es con el fin de que ciertos caballeros de París se den por enterados de que yo, que puedo dar noticias del destino de monsieur Caratal, también puedo revelar en interés y a petición de quiénes se cometió su asesinato, a menos que el indulto que espero llegue inmediatamente. ¡Tomen nota, señores, antes de que sea demasiado tarde! Conocen ustedes a Herbert de Lernac, y les consta que sus actos son tan expeditivos como sus palabras. ¡Apresúrense, pues de lo contrario están perdidos!

No citaré nombres por el momento. ¡Qué no pensarían ustedes si oyeran esos nombres! Me limitaré a exponer la habilidad con que ejecuté mi misión. Fui entonces leal con quienes me contrataron, y no me cabe duda de que ahora ellos lo serán conmigo. Así lo espero, y en tanto no tenga el convencimiento de que me han traicionado, no divulgaré esos nombres que causarían conmoción en Europa. Pero ese día… ¡no digo más!

Brevemente, pues, en 1890 hubo en París un famoso juicio relacionado con un monstruoso escándalo político y financiero. Hasta qué punto llegaba la monstruosidad del escándalo únicamente lo saben agentes confidenciales. Estaban en juego el honor y la carrera de muchos de los hombres más relevantes de Francia. Seguro que habrán visto ustedes alguna vez un grupo de nueve bolos en pie, tiesos, remilgados y rectos, hasta que la bola se acerca a lo lejos y, zas, zas, zas… los nueve bolos ruedan por el suelo. Pues bien, imaginen que los hombres más destacados de Francia son esos nueve bolos, y que monsieur Caratal era la bola que se acercaba a lo lejos. Si llegaba a su destino, todos ellos caerían: zas, zas, zas. Se decidió que no llegase.

No los acuso a todos de ser conscientes de lo que iba a ocurrir. Como ya he señalado, había importantes intereses en juego, tanto financieros como políticos, y se constituyó un sindicato para dirigir la operación. Entre quienes se adhirieron al sindicato hubo algunos que no llegaron a comprender cuál era su finalidad. Otros la comprendían perfectamente, y pueden estar seguros de que no he olvidado sus nombres. Estaban advertidos de la llegada de monsieur Caratal mucho antes de que éste partiera de América Central, y sabían que las pruebas que obraban en su poder significaban la ruina para todos ellos. El sindicato disponía de una suma de dinero ilimitada, y cuando digo ilimitada quiero decir literalmente ilimitada. Buscaron a un hombre capaz de doblegar esa fuerza gigantesca. El elegido debía tener inventiva, resolución y capacidad de adaptación, lo que se dice un hombre entre un millón. Eligieron a Herbert de Lernac, y reconozco que no se equivocaron.

Mi misión consistía en seleccionar a mis subordinados, emplear con plena libertad el poder que confiere el dinero y asegurarme de quemonsieur Caratal jamás llegase a París. Una hora después de recibir las instrucciones pertinentes, me apresté a cumplir mi cometido con la energía que me es característica, y concebí el mejor plan posible para alcanzar el objetivo.

Sin pérdida de tiempo, envié a América Central a un hombre de mi completa confianza para que acompañase a monsieur Caratal en su regreso a casa. Si este hombre hubiera llegado a tiempo, el barco en el que navegaba monsieur Caratal jamás habría alcanzado el puerto de Liverpool, pero, por desgracia, éste ya había zarpado cuando mi agente llegó a su destino. Dispuse entonces un pequeño bergantín armado, con la intención de interceptar el buque, pero tampoco esta vez me acompañó la suerte. Como todos los grandes organizadores, me encontraba no obstante preparado para el fracaso y había previsto una serie de alternativas con la certeza de que una u otra garantizarían el éxito de mi misión. No subestime nadie la dificultad de mi empresa, ni imagine tampoco que el plan se reducía a un mero asesinato. Teníamos que destruir no solo a monsieur Caratal, sino también sus documentos y a sus compañeros si veíamos razones para creer que les había confiado sus secretos. Téngase en cuenta que estaban alerta y sospechaban vivamente que podían ser objeto de cualquier maniobra por el estilo. Era una empresa digna de mí en todos los sentidos, pues allí donde otros se acobardan me desenvuelvo yo con maestría.

Todo estaba a punto para recibir a monsieur Caratal en Liverpool, pero yo me sentía muy inquieto, pues tenía motivos para creer que este señor había tomado medidas para que una considerable guardia personal lo estuviera esperando en Londres. Así, la misión debía ejecutarse entre el momento en que él pusiera el pie en el muelle de Liverpool y el de su llegada a la estación terminal de Londres. Contábamos con seis planes, a cual más elaborado. Cuál de ellos ejecutaríamos dependería de los movimientos del caballero. Hiciera lo que hiciese, no tendría escapatoria. Tanto si se quedaba en Liverpool como si cogía un tren ordinario, un expreso o un especial, estábamos preparados. Todo estaba previsto.

Es fácil imaginar que no me era posible hacerlo todo solo. ¿Qué sabía yo de los ferrocarriles ingleses? Sucede, sin embargo, que el dinero es capaz de procurar agentes serviciales en el mundo entero, y no tardé en contar con la ayuda de uno de los cerebros más agudos de Inglaterra. No citaré nombres, pero sería injusto atribuirme todo el mérito. Mi aliado inglés era plenamente digno de nuestra alianza. Conocía al dedillo la línea del ferrocarril en cuestión, y se hallaba al mando de una cuadrilla de trabajadores inteligentes y en los que podía confiar. La idea fue suya, y únicamente solicitó mi opinión sobre algunos detalles. Sobornamos a algunos funcionarios. El más importante de todos ellos era James McPherson, por lo que estábamos seguros de que, en el caso de requerirse un tren especial, él sería el jefe de tren más probable. Smith, el fogonero, también estaba a nuestro servicio. Intentamos acercarnos al maquinista, John Slater, pero resultó ser obstinado y peligroso, así que desistimos. No teníamos la certeza de que monsieur Caratal fuese a solicitar un tren especial, pero sí nos parecía muy probable, ya que era de vital importancia para él llegar a París sin demora. Hicimos pues los preparativos oportunos para hacer frente a esta contingencia, preparativos que se completaron hasta el último detalle mucho antes de que el vapor en el que este caballero viajaba avistase las costas de Inglaterra. Quizá les divierta saber que uno de mis agentes iba a bordo de la lancha del práctico que guió al vapor hasta el puerto y supervisó la maniobra de atraque.

Desde el instante en que Caratal llegó a Liverpool, supimos que barruntaba el peligro y estaba en guardia. Venía escoltado por un individuo peligroso llamado Gómez, un hombre armado y de gatillo fácil. Este individuo llevaba los documentos confidenciales de Caratal, y estaba dispuesto a protegerlos lo mismo que a su jefe. Cabía la posibilidad de que Caratal le hubiese hecho algunas confidencias, de manera que eliminar al uno sin eliminar al otro sería un gasto de energía inútil. Los dos debían correr la misma suerte, y nuestros planes a ese respecto se vieron muy facilitados al solicitar estos caballeros un tren especial. Téngase en cuenta que dos de los tres empleados de la compañía ferroviaria que iban en ese tren especial estaban a nuestro servicio, a cambio de una suma de dinero que les garantizaba la independencia de por vida. No llegaré al extremo de afirmar que los ingleses son más honrados que los naturales de cualquier otro país, pero sí digo que me ha costado más caro comprarlos.

Ya he hablado de mi agente inglés, un hombre con un extraordinario futuro por delante, a menos que algún mal de garganta se lo lleve de este mundo antes de tiempo. Corrieron a su cargo todos los preparativos en Liverpool, mientras yo me hospedaba en la posada de Kenyon y esperaba el momento de recibir una señal cifrada para entrar en acción. Cuando se habilitó el tren especial, mi agente me telegrafió en el acto para advertirme de que me preparase sin tardanza. Él mismo solicitó de inmediato un tren especial, bajo el nombre supuesto de Horace Moore, con la esperanza de viajar con monsieur Caratal, lo que en determinadas circunstancias habría sido de gran ayuda para nosotros. Si, por ejemplo, nuestro gran coup fallaba por alguna razón, mi agente se ocuparía de matarlos y destruir los documentos. Sin embargo, Caratal estaba sobre aviso y se negó a compartir el tren con otro viajero. Mi agente abandonó entonces la estación, entró de nuevo por otra puerta y subió al furgón del jefe de tren por el lado contrario del andén para hacer el viaje en compañía de McPherson.

Les interesará saber cuáles fueron entretanto mis movimientos. Todo estaba listo con varios días de antelación y ya solo faltaban los toques finales. El ramal que elegimos había estado conectado en otro tiempo con la línea principal, pero ya no lo estaba. Nos bastó con sustituir unos cuantos raíles para volver a conectarlo. Tomamos todas las precauciones posibles para no llamar la atención y así evitar el peligro, y únicamente faltaba completar la conexión con la línea principal y disponer las agujas tal como estaban en su día. Las traviesas seguían en su sitio, y los raíles, eclisas y remaches estaban preparados; los habíamos cogido de un apartadero situado en el tramo abandonado de la línea. Mi pequeña, aunque competente, cuadrilla de peones lo tenía todo a punto mucho antes de la llegada del tren especial. Cuando vimos que se aproximaba, resultó tan fácil desviarlo hacia el ramal, que los dos pasajeros ni siquiera notaron el cambio de agujas.

Nuestro plan era que Smith, el fogonero, anestesiaría con cloroformo al maquinista, John Slater, para liquidarlo igual que a los otros dos. En este detalle y solo en él falló nuestro plan, descontando la estupidez que cometió McPherson al escribir a su mujer. Nuestro fogonero fue muy torpe al hacer su trabajo, y Slater, en el forcejeo, cayó de la locomotora. Aunque la fortuna nos acompañó en la medida en que el maquinista se desnucó con la caída, este incidente ha dejado un borrón en lo que por lo demás habría sido una de esas rotundas obras maestras que no cabe sino contemplar con silenciosa admiración. El experto en crímenes verá que John Slater es el único defecto de nuestra admirable empresa. Un hombre que como yo ha conocido tantas victorias puede permitirse ser sincero, y por tanto señalo con el dedo a John Slater y afirmo que en eso fallamos.

Ahora bien, ya teníamos nuestro tren especial en el ramal de dos kilómetros que lleva o, mejor dicho, llevaba a la mina abandonada de Heartsease, que en su día fuera uno de los yacimientos de carbón más importantes de Inglaterra. Querrán saber ustedes cómo es que nadie vio pasar el tren por esta vía en desuso. La respuesta es que hay una zanja muy profunda a lo largo de todo el ramal, y solo quien se encontrara en el borde de la zanja habría podido verlo. Había alguien en el borde de esa zanja. Yo estaba allí. Y me dispongo a contarles lo que vi.

Mi ayudante se había quedado al cuidado de las agujas, con el fin de desviar el tren. Lo acompañaban cuatro hombres armados, en previsión de que si el tren descarrilaba —nos pareció probable, porque las agujas estaban muy oxidadas—, aún dispondríamos de otros recursos. Una vez asegurado de que el tren había entrado en el ramal, mi ayudante dejó la responsabilidad en mis manos. Yo esperaba en un punto desde el que veía la boca de la mina, y también iba armado, como mis compañeros. Pasara lo que pasara, estaba preparado.

En cuanto el tren se adentró en el ramal, Smith, el fogonero, disminuyó el ritmo de la locomotora, volvió a ponerla luego a plena velocidad y saltó del tren con McPherson y mi lugarteniente inglés, antes de que fuese demasiado tarde. Tal vez fue la pérdida de velocidad lo primero que llamó la atención de los viajeros, pero el tren ya circulaba a toda máquina antes de que asomaran la cabeza por la ventanilla. Sonrío al pensar en su desconcierto. Imaginen ustedes qué sentirían si, al asomarse desde un lujoso vagón de tren, vieran de pronto que las vías por las que circulan están corroídas y oxidadas, rojas y amarillas por el abandono y la falta de uso. ¡Qué vuelco debió de darles el corazón al darse cuenta en cuestión de segundos de que no era Manchester sino la muerte lo que los aguardaba al final de aquella línea siniestra! Pero el tren rodaba para entonces a una velocidad de vértigo por las vías corroídas, y las ruedas chirriaban de un modo espeluznante en contacto con la herrumbre. Estaba cerca de ellos y acerté a verles la cara. Creo que Caratal se puso a rezar: tenía algo en la mano que parecía un rosario. El otro bramó como un toro que huele la sangre del matadero. Nos vio al borde de la zanja y nos hizo señas como un loco. Acto seguido soltó la correa que llevaba atada a la muñeca y lanzó la cartera por la ventanilla en nuestra dirección. Era evidente lo que quería indicar. Allí estaban las pruebas, y prometían guardar silencio si les perdonábamos la vida. Habría sido muy grato poder complacerlos, pero los negocios son los negocios. Además, a esas alturas el tren estaba fuera de control tanto para nosotros como para ellos.

Los aullidos de Gómez cesaron al tomar el tren la curva, y ante los dos viajeros surgió la boca negra de la mina como unas fauces abiertas. Habíamos retirado los tablones que la cerraban y despejado la entrada. Las vías llegaban antiguamente hasta muy cerca del pozo, para cargar el carbón con mayor comodidad, y nos bastó con añadir dos o tres tramos de raíles para alcanzar su mismo borde. Vimos las dos cabezas en la ventana: debajo la de Caratal, encima la de Gómez, pero ambos habían enmudecido ante lo que vieron. Sin embargo, no podían apartar la cabeza, como si la visión los hubiese paralizado.

Me había preguntado en más de una ocasión cómo caería el tren a esa velocidad hasta el pozo al que yo lo había guiado, y tenía mucha curiosidad por presenciarlo. Uno de mis colaboradores creía que el tren saltaría el hueco, y lo cierto es que estuvo a punto de hacerlo. Por fortuna, se quedó corto, y los parachoques de la locomotora chocaron contra el borde contrario del agujero con un estrépito brutal. La chimenea de la locomotora voló por los aires. El ténder, los vagones y el furgón de cola quedaron reducidos a un amasijo de hierros que, con los restos de la máquina, ahogaron por un momento la boca del pozo. Algo cedió entonces en el centro, y toda la masa de hierro verde, carbón humeante, apliques de bronce, ruedas, madera y tapicería se hundió con estruendo en la boca de la mina. Oímos golpes y más golpes mientras los restos del tren rebotaban contra las paredes, y mucho tiempo después un rugido ensordecedor, como si el tren hubiese tocado fondo. La caldera debió de reventar, porque al rugido le siguió una explosión seca, y una densa nube de humo y vapor emergió de las negras profundidades de la tierra para derramarse como un aguacero a nuestro alrededor. El vapor se deshizo más tarde en finos jirones que se alejaron flotando con el sol del verano, y una vez más la calma regresó a la mina de Heartsease.

Por fin, tras haber culminado nuestros planes con tanto éxito, solo teníamos que alejarnos de allí sin dejar rastro. La pequeña cuadrilla de peones que se encontraba al otro lado del ramal ya había desmontado los raíles y desconectado las agujas para dejarlo todo como estaba. También nosotros, en la mina, seguíamos muy atareados. Arrojamos al pozo la chimenea y otros restos del tren, cerramos la bocamina con los tablones, como la habíamos encontrado, y arrancamos y nos llevamos los raíles que habíamos colocado. Hecho esto, sin prisa pero sin pausa, cada cual siguió su camino: la mayoría de nosotros a París; mi colaborador inglés a Manchester y McPherson a Southampton, desde donde emigró a América. Los periódicos ingleses de la época dan cuenta del celo con que realizamos nuestro trabajo y de la inteligencia con que despistamos por completo a los detectives más inteligentes de Inglaterra.

Recordarán ustedes que Gómez lanzó por la ventanilla la carpeta en la que llevaba los documentos, y huelga decir que recuperé dicha carpeta y se la entregué a quienes me habían contratado. Quizá interese hoy a esos señores saber que saqué de la carpeta un par de papeles y que los conservo como recuerdo de la misión. No tengo intención de hacerlos públicos, pero en este mundo cada cual mira por sus intereses, y ¿qué otra cosa puedo hacer si mis amigos no acuden en mi ayuda cuando los necesito? Créanme, señores, si les digo que Herbert de Lernac es igual de formidable como enemigo que como amigo, y no tiene intención de acabar en la guillotina hasta que los haya visto a todos ustedes camino de Nueva Caledonia. Por su bien, antes que por el mío, apresúrense todos,monsieur de ____, general ____ y barón ___ (pueden ustedes rellenar los espacios en blanco mientras leen este escrito). Les prometo que la próxima vez no habrá espacios en blanco.

P. S. Repaso esta confesión y observo únicamente una laguna. Se refiere a ese infeliz de McPherson, que cometió la estupidez de escribir a su mujer y concertar una cita con ella en Nueva York. No cabe imaginar que cuando estaban en juego intereses como los nuestros íbamos a fiarlos al azar de que un hombre como él desvelara sus secretos a una mujer. Y puesto que ya había roto su juramento, al escribir esa carta, no podíamos confiar en él. Así pues, tomamos las medidas pertinentes para asegurarnos de que McPherson no volviera a ver nunca a su esposa. A veces he pensado que habría sido un detalle escribir a esta señora y asegurarle que no existe ningún impedimento para que vuelva a casarse.