Un selecto círculo de despistados


(1905)

Hace unos años, disfruté de la experiencia única de perseguir a un hombre por un delito y terminar obteniendo pruebas para acusarlo de otro. Era inocente del delito menor por el que yo lo buscaba, pero culpable de otro muy grave, si bien tanto él como sus cómplices quedaron impunes, en las circunstancias que me dispongo a relatar.

Quizá recuerden los lectores que, en el cuento de Rudyard Kipling titulado Bedalia Herodsfoot, el desdichado marido de la protagonista era detenido por embriaguez en un momento en que tenía las botas manchadas de sangre de la víctima de un crimen. En el caso de Ralp Summertrees ocurrió justamente lo contrario. Las autoridades inglesas intentaban acusarlo de un delito casi tan grave como el asesinato, mientras que yo buscaba pruebas que demostraran su culpabilidad en un acto mucho más trascendental que la mera embriaguez.

Las autoridades inglesas siempre han tenido la costumbre, eso cuando se dignan reconocer que existo, de tratarme con divertida condescendencia. Si hoy se le preguntara a Spenser Hale, de Scotland Yard, qué opina de Eugène Valmont, nuestro complaciente caballero adoptaría esa sonrisa de superioridad que tanto le favorece y, si fuera un íntimo amigo quien le hiciera la pregunta, tal vez se pellizcaría el párpado derecho para responder: «Ah, sí, un tipo muy decente, Valmont, pero ¡es francés!», como si, dicho esto, no hubiera necesidad de añadir más.

A mí, personalmente, me gusta mucho la policía inglesa, y si mañana me viera envuelto en una pelea, no habría otro hombre más que Spenser Hale a quien quisiera tener a mi lado. En cualquier situación en que se precise un puño para derribar a un buey, mi amigo Hale es una compañía sumamente valiosa. Ahora bien, en lo tocante a inteligencia, sagacidad mental, finura… ¡en fin! Soy un hombre modesto, y no diré más.

Quizá les divierta a ustedes ver a este gigante presentándose en mi despacho una tarde, con el falso pretexto de fumar una pipa conmigo. La diferencia que existe entre este afable hombretón y yo es tan grande como la que se observa entre su pipa negra y mi delicado cigarrillo, que aspiré ávidamente en su presencia para protegerme de los humos de su horrendo tabaco. Me agrada sobremanera este hombre descomunal que, con un aire de picardía y un brillo singular en la mirada cuando cree que me está llevando al huerto, se esfuerza en vano por conseguir alguna pista sobre el caso que en ese momento le tiene desconcertado. Yo lo despisto con la misma agilidad con que un galgo se libra del mastín que lo persigue, y al final le digo, riendo: «Vamos, Hale, mon ami, cuéntemelo todo y trataré de ayudarlo».

Un par de veces negó con su impresionante cabeza y replicó que el secreto no era suyo. La última vez que hizo esto, le aseguré que sus impresiones eran ciertas y acto seguido le expuse todos los detalles de la situación en la que se encontraba, sin dar nombres, puesto que él tampoco los había dado. Fui encajando las piezas de su perplejidad a partir de fragmentos de la conversación que tuvimos a lo largo de la media hora en la que intentó pescar mi consejo, consejo que, como es natural, yo le habría dado directamente si me lo hubiera pedido. Desde entonces solo ha acudido a mí para exponerme casos que puede revelar con libertad, y he tenido la satisfacción de resolver algún que otro problema para él.

Ahora bien, por más que Spenser Hale esté convencido de que no hay en el mundo mejor policía que la de Scotland Yard, existe en Francia un procedimiento policial en el que incluso él reconoce que somos superiores, aunque matiza de mala gana su reconocimiento añadiendo que en Francia se nos permite hacer cosas que en Inglaterra están prohibidas. Me refiero al registro minucioso de una vivienda cuando su propietario está ausente. Si leen ustedes el excelente relato de Edgar Allan Poe titulado La carta robada, encontrarán una crónica de este procedimiento mucho más elocuente que cualquier descripción que yo, que a menudo he participado en ese tipo de registros, pueda ofrecer.

Sin embargo, las gentes entre las que vivo se enorgullecen, según su propia expresión, de que «la casa de un inglés es su castillo», y en ese castillo ni siquiera un policía puede entrar sin una orden judicial. Esto puede ser una buena medida, en teoría, pero si uno se ve en la obligación de acercarse a una casa al son de las trompetas y los tambores, no es de extrañar que no encuentre lo que busca una vez se han cumplido todos los requisitos legales. Los ingleses son gente extraordinaria, por descontado, y eso es algo que siempre tengo a gala atestiguar, pero hay que reconocer que en sentido común los franceses los superan con creces. En París, si necesito un documento incriminatorio, no envío a su poseedor una carta para informarle de mis deseos, y los franceses, que son sensatos, aceptan plenamente esta manera de proceder. He conocido hombres que, cuando salían a pasear por los bulevares, le dejaban las llaves al portero y le decían: «Si ve usted que la policía viene a husmear por aquí mientras estoy fuera, por favor, colabore con ellos y presénteles mis más distinguidos respetos».

Recuerdo que en cierta ocasión, siendo jefe de la brigada de detectives, al servicio del gobierno francés, me requirieron para ir a cierta hora a la residencia privada del ministro de Asuntos Exteriores. Coincidió con el momento en que Bismarck consideraba la posibilidad de atacar por segunda vez mi país, y me complace afirmar que pude proporcionar al Servicio Secreto ciertos documentos que disuadieron a aquel hombre de hierro de cumplir sus propósitos, lo que, así lo creo, me valió la gratitud de mis compatriotas, aun cuando yo ni siquiera insinuara mis méritos cuando el subsiguiente responsable del Ministerio se olvidó de mis servicios. La memoria de una república, como ya han dicho hombres más importantes que yo, es corta. De todos modos, eso no tiene nada que ver con el incidente que me dispongo a referir. Si aludo a la crisis política, es únicamente con la intención de disculpar un olvido momentáneo por mi parte que, en cualquier otro país, habría tenido graves consecuencias para mí. Pero en Francia… Ah, nosotros sabemos comprender estas cosas, y no ocurrió nada.

No soy en absoluto dado a descubrirme. Soy, en general, el sereno y discreto Eugène Valmont, a quien nada consigue alterar, pero aquellos fueron tiempos de mucha tensión y llegué a verme muy afectado. Me encontraba a solas con el ministro en su residencia privada, y uno de los documentos que yo necesitaba estaba en su despacho del Ministerio de Asuntos Exteriores, según él.

—¡Ah! Está en mi despacho, en el escritorio —dijo—. ¡Qué contrariedad! Tendré que enviar a alguien a buscarlo.

—No, señor ministro —salté como un resorte, olvidándome por completo de los buenos modales—. Está aquí.

Accioné el mecanismo de un cajón secreto, lo abrí, saqué el documento que buscaba y se lo entregué.

Hasta que vi su mirada inquisitiva y una leve sonrisa en sus labios no fui consciente de lo que había hecho.

—Valmont —dijo sin alterarse—, ¿en interés de quién ha venido a registrar mi casa?

—Excelencia —repliqué, en un tono no menos amable que el suyo—, esta noche, por orden de usted, haré una visita a la mansión del barón Dumoulaine, a quien el presidente de la República Francesa tiene en la mayor estima. Si alguno de estos dos distinguidos caballeros llegara a tener conocimiento de mi visita informal y me preguntara en interés de quién me presento, ¿cuál desea usted que sea mi respuesta?

—Responda usted, Valmont, que actúa en interés del Servicio Secreto.

—Así lo hare, excelencia. Y en respuesta a la pregunta que acaba usted de hacerme, tengo el honor de registrar esta casa en interés del Servicio Secreto de Francia.

El ministro de Asuntos Exteriores se rió de buena gana, sin ningún rencor.

—Le felicito, Valmont, por la eficacia de su registro y su magnífica memoria. Éste es el documento que creía haber dejado en mi despacho.

No sé yo qué diría lord Landsdowne[38] si Spenser Hale tratara con la misma familiaridad sus documentos privados. Y ahora que hemos vuelto sobre nuestro buen amigo Hale, no debemos hacerle esperar por más tiempo.

EL SEÑOR SPENSER HALE, DE SCOTLAND YARD

Recuerdo bien ese día de noviembre en que oí hablar por primera vez del caso Summertrees, porque la niebla que envolvía Londres era tan densa que me perdí dos o tres veces, y no había forma de encontrar un coche. Los pocos cocheros que circulaban por las calles volvían despacio a los establos. Era uno de esos deprimentes días londinenses que me llenaban deennui[39] y de nostalgia por mi luminoso París, donde, si alguna vez nos visita la neblina, al menos es limpia, vapor blanco, y no esta horrorosa niebla de Londres saturada de asfixiante carbón.

Tan espesa era la niebla que los peatones no podían leer los sumarios de la prensa, pegados en las paredes, y, como ese día probablemente no había carreras de caballos, los vendedores de periódicos voceaban el siguiente acontecimiento en el orden de importancia: las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Compré un periódico y lo guardé en el bolsillo. Era tarde cuando llegué a mi apartamento, después de cenar, cosa rara en mí, me puse las pantuflas, acerqué una butaca al fuego y empecé a leer el periódico de la tarde. Me disgustó enterarme de que el elocuente señor Bryan[40] había sido derrotado. No entendía yo de asuntos de plata, pero el candidato me había conquistado con su capacidad oratoria y se había ganado mi simpatía por el hecho de que, aunque era dueño de numerosas minas de plata, el precio del metal estaba tan bajo que a duras penas podía ganarse la vida con sus explotaciones mineras. Pero, como es natural, las constantes acusaciones de que era un plutócrata y un millonario reconocido terminaron por derrotarlo en una democracia en la que el votante medio es extremadamente pobre y no confortablemente adinerado como sucede con los agricultores franceses. Siempre me han interesado los asuntos de la gran república occidental, y me he esforzado por estar bien informado de su política; y aunque, como saben mis lectores, rara vez cito un cumplido que se me haya hecho, un cliente norteamericano me confesó en cierta ocasión que jamás había comprendido los entresijos de la política de su país —creo que ésa fue la expresión que empleó— hasta que me oyó hablar a mí. Claro que, añadió, él siempre estaba muy ocupado.

Había dejado que el periódico se fuera cayendo hasta el suelo, pues lo cierto es que la niebla estaba entrando también en casa y empezaba a costarme leer a pesar de la luz eléctrica. Mi criado entró en la sala y anunció que el señor Spenser Hale deseaba verme, y la verdad es que cualquier noche, especialmente si llueve o hay niebla, me agrada más conversar con un amigo que leer el periódico.

Mon Dieu, mi querido monsieur Hale. Es usted un valiente para aventurarse a salir con una niebla como la de esta noche.

—Ah, monsieur Valmont —dijo Hale con orgullo—. ¡En París no son ustedes capaces de levantar una niebla como ésta!

—No. En eso son ustedes únicos —admití, poniéndome en pie para recibirlo ofreciéndole asiento.

—Veo que estaba usted leyendo las últimas noticias —dijo, señalando el periódico—. Me alegro mucho de que Bryan haya perdido. Ahora vendrán tiempos mejores.

Hice un gesto con la mano, mientras volvía a sentarme, despreciando su comentario. Estoy dispuesto a hablar de muchas cosas con Spenser Hale, pero no de política norteamericana. Hale no comprende a los norteamericanos. Es un defecto común de los ingleses tener una ignorancia supina de los asuntos internos de otros países.

—Seguro que es un caso importante lo que le trae por aquí en una noche como ésta. La niebla debe de ser muy densa en Scotland Yard.

Hale no captó mi ironía y respondió sin inmutarse:

—Es muy densa en todo Londres. En realidad, envuelve la mayor parte de Inglaterra.

—Así es —asentí, pero esto tampoco lo captó.

Sin embargo, momentos más tarde, hizo una observación que, de haber venido de cualquier otra persona, podría haber denotado un destello de comprensión.

—Es usted muy inteligente, monsieur Valmont, mucho, así que bastará con que le diga que la cuestión que me trae por aquí es la misma que se ha dirimido en la batalla por la presidencia de Estados Unidos. A un inglés me vería obligado a darle más explicaciones, pero tratándose de usted, monsieur, no será necesario.

Hay momentos en los que me desagrada la artera sonrisa de Spenser Hale y su manera de entornar los ojos cuando pone sobre la mesa un dilema con el que espera desconcertarme. Mentiría si digo que jamás lo ha conseguido, pues, en alguna ocasión, la profunda simplicidad de sus rompecabezas me obliga a adentrarme por derroteros de una complejidad innecesaria dadas las circunstancias.

Uní las puntas de los dedos y me quedé un rato mirando el techo. Hale había encendido su pipa negra, mientras mi sigiloso criado le servía un whisky con soda y se retiraba de puntillas. Al cerrarse la puerta, mis ojos se apartaron del techo para posarse en el amplio rostro de Hale.

—¿Se le han escapado? —pregunté en voz baja.

—¿Quiénes?

—Los falsificadores de moneda.

A Hale se le cayó la pipa de los labios, pero logró atraparla antes de que llegara al suelo. Bebió entonces un sorbo de whisky.

—Eso ha sido un simple golpe de suerte —dijo.

Parfaitement —respondí, con indiferencia.

—Vamos, Valmont, reconózcalo, ¿no lo ha sido?

Me encogí de hombros. Un hombre no puede contradecir a su invitado, aunque se encuentre en su propia casa.

—¡No me venga con ésas! —protestó Hale con muy poca educación. Es un poquito dado a emplear expresiones fuertes, incluso vulgares, cuando está desconcertado—. Dígame cómo lo ha adivinado.

—Es muy sencillo, mon ami. La batalla electoral en Estados Unidos se ha librado en torno al precio de la plata, que al estar tan bajo ha arruinado al señor Bryan y amenaza con arruinar a todos los granjeros del Oeste que cuentan con minas de plata en sus tierras. La plata era la preocupación en Estados Unidos, ergo la plata es la preocupación en Scotland Yard.

»Muy bien. La deducción natural es, por tanto, que alguien ha robado unos lingotes de plata. Pero ese robo ocurrió hace tres meses, mientras descargaban el metal de un vapor alemán que había llegado a Southampton, y mi buen amigo Spenser Hale sorprendió a los ladrones muy astutamente cuando intentaban borrar con ácido las marcas de los lingotes. Ahora bien, los delitos no siguen una secuencia aleatoria, como los números de la ruleta de Monte Carlo. Los ladrones son inteligentes. Se preguntan: “¿Qué posibilidades hay de robar con éxito unos lingotes de plata mientras el señor Hale esté en Scotland Yard?”. ¿No es así, amigo mío?

—De verdad, Valmont —dijo Hale, bebiendo otro sorbo de whisky—, que a veces casi llega usted a convencerme de que tiene poderes para el razonamiento.

—Gracias, camarada. Eso quiere decir que lo que aquí nos interesa no es un robo de plata, aunque la batalla electoral en Estados Unidos se centrase en el precio de la plata. Si la plata hubiera alcanzado un precio muy elevado, ahora no estaríamos hablando de esto. Luego, el delito que a usted le preocupa tiene que ver con el bajo precio de la plata, y eso apunta a que debe tratarse de un caso de acuñación ilícita aprovechando el bajo precio del metal. Es, quizá, el delito más sutil al que ha tenido usted que enfrentarse hasta la fecha. Alguien está fabricando chelines y medias coronas con plata auténtica, en vez de emplear un metal de calidad inferior, y aun así está obteniendo un beneficio que antes no era posible, cuando la plata tenía un precio muy alto. Usted estaba familiarizado con las circunstancias anteriores, pero este nuevo elemento desafía todas sus fórmulas previas. Éste ha sido mi razonamiento.

—Pues ha dado usted en el clavo, Valmont, tengo que reconocerlo. Ha dado usted en el clavo. Hay una banda de falsificadores expertos que están fabricando moneda con plata auténtica, y por cada media corona obtienen un chelín limpio. No somos capaces de dar con ellos, pero sí sabemos quién es el hombre que dirige el cotarro.

—Eso debería ser suficiente —insinué.

—Sí, debería serlo, pero hasta ahora no lo ha sido. Por eso he venido a verlo, para ver si quisiera usted hacer alguno de sus trucos franceses con disimulo.

—¿A qué truco francés se refiere, monsieur Hale? —pregunté con cierta aspereza, pues por un momento me olvidé de lo maleducado que se volvía siempre cuando estaba alterado.

—No pretendía ofenderle —dijo el torpe oficial, que en realidad es un buen hombre, aunque siempre primero mete la pata y después pide disculpas—. Quiero que alguien entre en casa de ese hombre sin una orden de registro, que encuentre la prueba y me avise, para que podamos intervenir sin darle tiempo a destruirla.

—¿Quién es ese hombre y dónde vive?

—Se llama Ralph Summertrees, y vive en una casa de mucho postín, una preciosidad, como dicen los anuncios, en una calle tan elegante como Park Lane.

—Comprendo. Y ¿qué le hace sospechar de él?

—Bueno, ése es un barrio muy caro, cuesta dinero vivir allí. Este Summertrees no tiene una ocupación conocida, pero todos los viernes va al United Capital Bank de Piccadilly y deposita una fortuna, generalmente en monedas de plata.

—¿Y ese dinero?

—Ese dinero, por lo que sabemos hasta el momento, está compuesto por muchas de esas piezas nuevas que nunca se han visto en la Casa de la Moneda.

—O sea, que no todas las monedas son de nuevo cuño.

—Claro que no, es demasiado listo. Un hombre, ¿sabe usted?, puede ir por Londres con los bolsillos llenos de monedas falsas de cinco chelines, comprar esto, lo otro y lo de más allá, y volver a casa con el cambio en moneda legal: medias coronas, florines, chelines, peniques, y todo lo demás.

—Comprendo. Y ¿por qué no le echan el guante cualquier día, cuando lleve los bolsillos llenos de monedas falsas de cinco chelines?

—Desde luego que podríamos, y ya lo he pensado, pero queremos cazar a toda la banda. Si lo detuviéramos sin saber de dónde procede el dinero, los demás alzarían el vuelo.

—Y ¿cómo sabe que no es él quien acuña las monedas?

El pobre Hale es como un libro abierto. Dudó unos segundos antes de responder a esta pregunta, y parecía tan confundido como si lo hubieran sorprendido cometiendo un acto deshonesto.

—No tema contármelo —dije con ánimo tranquilizador—. Ha puesto usted a uno de sus agentes en casa de Summertrees, y así ha sabido que no es él quien acuña las monedas falsas, pero su hombre no ha encontrado las pruebas necesarias para incriminar a los demás.

—Ha vuelto a dar en el clavo, monsieur Valmont. Uno de mis hombres es el mayordomo de Summertrees desde hace dos semanas, pero, como bien dice usted, no ha encontrado ninguna prueba.

—Y ¿sigue allí?

—Sí.

—Cuénteme lo que han averiguado. Saben que Summertrees deposita una bolsa de monedas todos los viernes en ese banco de Picadilly, y supongo que el banco les ha permitido registrar alguna de las bolsas.

—Sí, señor, pero ya sabe usted que no es fácil tratar con los bancos. No les gusta que los detectives vayan a husmear por ahí, y, aunque no se enfrentan abiertamente a la ley, contestan únicamente a lo que se les pregunta, y el señor Summertrees es un buen cliente del United Capital desde hace muchos años.

—¿Aún no saben de dónde procede el dinero?

—Sí, lo sabemos. Lo trae todas las noches un individuo con aspecto de respetable empleado de banca, y lo guarda en una caja de seguridad, de la que él tiene la llave. La caja de seguridad está en el comedor, en la primera planta.

—¿No han seguido a ese individuo?

—Sí. Duerme en la casa de Park Lane todas las noches; por las mañanas va a una tienda de objetos antiguos y curiosos de Tottenham Court Road, donde pasa todo el día, y vuelve a casa con una bolsa de dinero por las tardes.

—¿Por qué no lo detienen y le interrogan?

—Bueno, monsieur Valmont, por la misma razón por la que no detenemos a Summertrees. Podríamos detenerlos a los dos fácilmente, pero no tenemos ninguna prueba contra ellos, y, en ese caso, meteríamos entre rejas a los intermediarios, pero los principales delincuentes se nos escaparían.

—¿Hay algo sospechoso en esa tienda de curiosidades?

—No. Parece completamente normal.

—¿Y desde cuándo juegan a este juego?

—Desde hace alrededor de seis semanas.

—¿Summertrees está casado?

—No.

—¿Hay alguna mujer en el servicio doméstico de su casa?

—No, aparte de las tres limpiadoras que van todas las mañanas.

—Y ¿quién compone la servidumbre?

—El mayordomo, el lacayo y un cocinero francés.

—¡Conque un cocinero francés! —exclamé—. Este caso me interesa. Y Summertrees ha conseguido desconcertar a ese agente suyo por completo. ¿Le ha impedido deambular libremente por la casa?

—¡Qué va! Más bien se lo ha facilitado. Una vez sacó el dinero de la caja fuerte y le pidió a Podgers, así se llama mi hombre, que le ayudara a contarlo, y después lo envió al banco con la bolsa de monedas.

—Y ¿Podgers ha registrado toda la casa?

—Sí.

—¿No ha encontrado indicios de que en alguna parte se esté acuñando moneda?

—No. Es imposible que lo estén haciendo ahí. Además, como ya le he dicho, es el hombre con aspecto de empleado respetable el que lleva el dinero.

—¿Qué tal si yo ocupara el puesto de Podgers?

—Sinceramente, monsieur Valmont, preferiría que no. Podgers ya ha hecho todo lo posible, pero he pensado que, con ayuda de Podgers, podría usted entrar en la casa noche tras noche y moverse a sus anchas.

—Comprendo. Eso es un poco peligroso en Inglaterra. Yo preferiría ocupar la posición legal de sucesor de Podgers. ¿Dice usted que Summertrees no tiene una profesión conocida?

—Bueno, nada que pueda llamarse profesión. Se hace pasar por escritor, pero a mí eso no me parece una profesión.

—¿Conque escritor? Y ¿cuándo escribe?

—Pasa la mayor parte del día encerrado en su estudio.

—¿Sale a comer?

—No. Por lo visto tiene un infiernillo, según me ha dicho Podgers. Se prepara un café y toma un par de bocadillos.

—Eso es una comida muy frugal para vivir en Park Lane.

—Sí, monsieur Valmont, lo es, pero lo compensa por las noches, con una buena cena en la que disfruta de todas esas delicias que tanto les gustan a ustedes, preparadas por su cocinero francés.

—¡Un hombre sensato! Bien, Hale. Creo que será un placer conocer al señor Summertrees. Ese hombre suyo, Podgers, ¿tiene alguna restricción para entrar y salir de la casa?

—Ninguna en absoluto. Puede salir tanto de día como de noche.

—Muy bien, amigo mío. Dígale que venga mañana, en cuanto nuestro escritor se encierre en su estudio, o mejor dicho, en cuanto ese individuo de aspecto respetable se marche a Tottenhan Court Road, lo cual, por lo que me ha contado, supongo que será una media hora después de que su jefe se encierre con llave en esa habitación en la que escribe.

—Pues supone usted bien, Valmont. ¿Cómo lo ha adivinado?

—Mera suposición, Hale. Hay muchas cosas extrañas en esa casa de Park Lane, así que no me extraña en absoluto que el jefe empiece a trabajar antes que su empleado. Y también sospecho que Ralph Summertrees sabe perfectamente por qué está allí su estimable Podgers.

—¿Qué le hace pensar eso?

—No tengo ninguna razón en particular, pero mi opinión sobre la inteligencia de Summertrees ha ido creciendo gradualmente según usted me hablaba en la misma proporción en que menguaba mi estima por las capacidades de Podgers. De todos modos, que venga mañana, para que pueda hacerle unas preguntas.

LA EXTRAÑA CASA DE PARK LANE

Al día siguiente, a eso de las once, el lento y corpulento Podgers, sombrero en mano, siguió a su jefe hasta mi casa. Su rostro amplio, impasible e inmóvil, le daba un aire de mayordomo más genuino de lo que me esperaba, y la librea, como es natural, realzaba aún más esta apariencia. Sus respuestas a mis preguntas fueron las de un buen sirviente que no dice demasiado a menos que le interese. En conjunto, Podgers superó mis expectativas y comprendí que mi amigo Hale tenía algunas razones para considerarlo, como saltaba a la vista que hacía, un as en la manga.

—Siéntese, señor Hale, y usted también, Podgers.

Podgers despreció mi invitación y se quedó quieto como una estatua hasta que su jefe tomó la iniciativa. Entonces se sentó en una silla. Los ingleses son únicos en lo que a disciplina se refiere.

—En primer lugar, señor Hale, tengo que felicitarle por la elección de Podgers. Es excelente. Ustedes no dependen tanto de la ayuda artificial como nosotros en Francia, y creo que en eso hacen bien.

—Bueno ¡no somos tontos del todo, monsieur Valmont! —dijo Hale con perdonable orgullo.

—Muy bien, Podgers, hábleme de ese empleado. ¿A qué hora vuelve por las tardes?

—A las seis en punto, señor.

—¿Llama a la puerta o entra con su propia llave?

—Con su propia llave, señor.

—¿Cómo lleva el dinero?

—En una cartera de cuero, cerrada con llave y colgada del hombro.

—¿Pasa directamente al comedor?

—Sí, señor.

—¿Lo ha visto usted abrir la caja fuerte y guardar el dinero?

—Sí, señor.

—Y esa caja ¿se abre con combinación o con llave?

—Con llave, señor. Una llave antigua.

—Y después el empleado abre la cartera.

—Sí, señor.

—Eso significa que en tres minutos utiliza tres llaves. ¿Las lleva separadas o en un llavero?

—En un llavero, señor.

—¿Ha visto usted alguna vez al señor Summertrees con ese manojo de llaves?

—No, señor.

—Tengo entendido que una vez lo vio usted abrir la caja, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Y ¿tenía una sola llave o un manojo?

Podgers se rascó la cabeza despacio.

—No lo recuerdo, señor.

—¡Está olvidando usted detalles importantes, Podgers! ¿Seguro que no lo recuerda?

—No, señor.

—Y, una vez que ha guardado el dinero y cerrado la caja fuerte, ¿qué hace el empleado?

—Se retira a su habitación, señor.

—¿Dónde está esa habitación?

—En la tercera planta, señor.

—¿Y dónde duerme usted?

—En la cuarta, con los demás sirvientes.

—¿Dónde duerme el señor Summertrees?

—En la segunda planta, junto a su estudio.

—¿La casa tiene cuatro plantas y un sótano?

—Sí, señor.

—No sé por qué tengo la impresión de que es una casa muy estrecha, ¿estoy en lo cierto?

—Sí, señor.

—Ese empleado ¿cena alguna vez con su jefe?

—No, señor. El empleado nunca come en la casa.

—¿Se marcha antes del desayuno?

—No, señor.

—¿Nadie le lleva el desayuno a su habitación?

—No, señor.

—¿A qué hora se va de casa?

—A las diez, señor.

—¿A qué hora se sirve el desayuno?

—A las nueve, señor.

—¿A qué hora se retira el señor Summertrees a su estudio?

—A las nueve y media, señor.

—¿Cierra con llave por dentro?

—Sí, señor.

—¿Nunca pide nada a lo largo del día?

—No que yo sepa, señor.

—¿Qué clase de hombre es?

Aquí Podgers se sintió en terreno firme y ofreció una descripción minuciosa en todos sus detalles.

—Lo que le preguntaba, Podgers, es si es callado o hablador, o si tiene mal genio. Si parece furtivo, sospechoso, preocupado, asustado, tranquilo, excitable o qué.

—Bueno, es muy callado, nunca dice nada. Nunca lo he visto enfadado o nervioso.

—Muy bien, Podgers. Lleva usted algo más de dos semanas en Park Lane. Es usted un hombre agudo, vigilante y observador. ¿Ha visto algo que le haya llamado la atención?

—Bueno, no sabría decirlo con exactitud, señor —contestó Podgers, mirando con impotencia a su jefe, luego a mí, y otro vez a Hale.

—Tengo la impresión de que sus responsabilidades profesionales le han obligado a interpretar en otras ocasiones el papel de mayordomo, de lo contrario no lo haría usted tan bien. ¿Es así?

En lugar de responder, Podgers miró a su jefe. Era sin duda una pregunta relacionada con la organización del servicio, y a un subordinado no le estaba permitido responder a ella. Fue Hale quien contestó en el acto:

—Así es. Podgers ha estado en docenas de casas.

—Bien, Podgers, intente recordar cómo eran esas otras casas en las que ha trabajado y dígame si la del señor Summertrees se diferencia de las demás en algún detalle.

Podgers se quedó un buen rato pensativo.

—Bueno, señor, siempre está escribiendo.

—Claro, Podgers, es su profesión. Escribe desde las nueve y media hasta cerca de las siete, supongo.

—Sí, señor.

—¿Algo más, Podgers? Por trivial que pueda parecer.

—También le gusta leer, señor. Al menos le gusta leer periódicos.

—¿Cuándo lee?

—Nunca lo he visto leyendo el periódico. En realidad, no parece que llegue a abrirlos siquiera, pero los compra todos, señor.

—¿Todos los diarios de la mañana?

—Sí, señor. Y los de la tarde también.

—¿Dónde dejan los periódicos de la mañana?

—En la mesa de su estudio, señor.

—¿Y los de la tarde?

—Bueno, señor, cuando llegan los de la tarde, el estudio está cerrado con llave. Los dejamos en el comedor, en una mesa auxiliar, y él se los lleva a su estudio.

—Y ¿eso ha sido así a diario, desde que usted está allí?

—Sí, señor.

—Y ha informado usted a su jefe de ese hecho tan llamativo, ¿verdad?

—No, señor. Creo que no —dijo Podgers, confundido.

—Pues debería haberlo hecho. El señor Hale habría sabido sacar partido de un asunto tan vital.

—¡Vamos, Valmont! Nos está tomando el pelo —interrumpió Hale—. ¡Mucha gente compra todos los periódicos!

—No lo creo. Incluso los clubes y los hoteles están suscritos solo a los principales diarios. ¿Ha dicho usted todos, Podgers?

—Bueno, casi todos, señor.

—¿Cuáles? La diferencia es muy grande.

—Muchos, señor.

—¿Cuántos?

—No lo sé exactamente, señor.

—Eso es fácil de averiguar, Valmont —protestó Hale con un punto de impaciencia—, si le parece tan importante.

—Me parece tan importante que voy a ir con Podgers a esa casa. Entiendo que puedo ir con usted cuando regrese.

—Sí, señor.

—Volviendo un momento a esos periódicos, Podgers. ¿Qué se hace con ellos?

—Se los venden al trapero una vez a la semana, señor.

—¿Quién los saca del estudio?

—Yo, señor.

—Y ¿parece que los han leído con atención?

—Pues no, señor. Al menos algunos ni siquiera parece que los hayan abierto, o los han vuelto a doblar con mucho cuidado.

—¿Se ha fijado en que hayan recortado alguna noticia?

—No, señor.

—¿Tiene el señor Summertrees un álbum de recortes de periódico?

—No que yo sepa, señor.

—¡El caso está clarísimo! —dije, recostándome en el asiento y contemplando el desconcierto de Hale con esa seráfica expresión de satisfacción que sé que tanto le importuna.

—¿Qué es lo que está clarísimo? —preguntó, con una brusquedad quizá mayor de lo que permitían los buenos modales.

—Summertrees no falsifica monedas, ni tiene ninguna relación con una banda de falsificadores.

—Entonces, ¿qué hace?

—¡Ah! Eso abre una línea de investigación muy distinta. Por lo que sé hasta el momento, podría ser un hombre honradísimo. A juzgar por las apariencias, tiene un negocio razonablemente lucrativo en Tottenham Court Road, y no quiere que se aprecie ninguna relación visible entre una ocupación tan plebeya y una residencia tan aristocrática en Park Lane.

Al oír estas palabras, Spenser Hale dejó traslucir uno de esos extraños destellos de razonamiento que tanto asombro causan en quienes lo conocen.

—Eso no tiene sentido, monsieur Valmont —dijo—. El hombre que se avergüenza de la relación que pueda existir entre sus negocios y su casa es el que intenta entrar en sociedad, o el que cuenta con mujeres en su familia que tratan de conseguirlo. Pero Summertrees no tiene familia. No va a ninguna parte, no recibe a nadie y no acepta invitaciones. No es miembro de ningún club; por tanto, decir que se avergüenza de su relación con ese comercio de Tottenham Court Road es absurdo. Si lo oculta, es por otra razón que tendremos que indagar.

—Mi querido Hale, ni la misma diosa de la Sabiduría habría ofrecido una argumentación más juiciosa. Ahora, mon ami, ¿necesita usted mi ayuda o tiene ya suficiente para valerse por sí mismo?

—¿Suficiente para valerme por mí mismo? Sabemos lo mismo que sabíamos cuando vine aquí ayer por la noche.

—Ayer por la noche, querido Hale, usted suponía que este hombre estaba asociado con una banda de falsificadores. Hoy sabe que no lo está.

—Sé que usted dice que no lo está.

Me encogí de hombros, enarqué las cejas y sonreí.

—Es lo mismo, monsieur Hale.

—El engreimiento… —El bueno de Hale no fue capaz de continuar.

—Si quiere mi ayuda, cuente con ella.

—Muy bien. Hablando en plata, la quiero.

—En ese caso, querido Podgers, volverá usted a la residencia de nuestro amigo Summertrees y me hará un paquete con todos los periódicos de la mañana y de la tarde que se recibieron ayer en la casa. ¿Puede facilitármelos o están amontonados en la carbonera?

—Puedo, señor. Tengo órdenes de guardar todos los periódicos del día, por si se necesitaran más adelante. Almacenamos en el sótano los de la semana corriente y vendemos al trapero los de la semana anterior.

—Estupendo. Afronte el riesgo de apartar los periódicos de un día y téngalos listos para mí. Pasaré a recogerlos a las tres y media en punto, y quiero que entonces me enseñe el dormitorio del empleado, en la tercera planta. Supongo que no estará cerrado con llave durante el día.

—No lo está, señor.

Con esto, el paciente Podgers se retiró, y Spenser Hale se puso en pie cuando su subalterno ya había salido.

—¿Hay algo más que pueda hacer? —preguntó.

—Sí. Deme la dirección de ese establecimiento de Tottenham Court Road. ¿Por casualidad lleva usted encima alguna de esas monedas de cinco chelines supuestamente ilegales?

Me pasó una moneda de metal blanco que sacó del monedero.

—Voy a ponerla en circulación antes de esta tarde —dije, guardándome la pieza en el bolsillo—. Espero que sus hombres no me detengan.

—Me parece muy bien —contestó Hale, riéndose, cuando ya se marchaba.

A las tres y media Podgers me estaba esperando. Abrió la puerta antes de que yo terminara de subir las escaleras, ahorrándome así la necesidad de llamar. Reinaba en la casa una extraña quietud. El cocinero francés estaba en el sótano y quizá podíamos disponer de la tercera planta a nuestro antojo, a menos que Summertrees estuviera en su estudio, cosa que yo dudaba. Podgers me llevó directamente al dormitorio del empleado, de puntillas, con un aire de elefante sigiloso que me pareció innecesario.

—Voy a registrar la habitación —dije—. Tenga la bondad de esperarme en la puerta del estudio.

La habitación resultó tener un tamaño muy respetable para lo pequeña que era la casa. La cama estaba bien hecha, y había dos sillas, pero faltaban el acostumbrado aguamanil y el espejo. Vi una cortina al fondo y, al retirarla, encontré, tal como esperaba, un lavabo, en una alcoba de poco más de un metro de ancho y un metro y medio de largo. Como el resto de la habitación tenía unos cuatro metros y medio de ancho, este hueco ocupaba una tercera parte del espacio. A continuación abrí la puerta de un armario, lleno de ropa colgada en perchas. Al abrir la puerta quedó un espacio de metro y medio entre el ropero y el lavabo. En un primer momento pensé que la entrada a la escalera secreta seguramente salía del hueco donde estaba el lavabo, pero examiné atentamente las tablas de la pared y comprobé que, aunque sonaban huecas al golpear con los nudillos, no ocultaban ninguna puerta. La entrada a la escalera debía estar por tanto dentro del ropero. La pared de la derecha tenía el mismo revestimiento de tablas que el lavabo si se miraba o se palpaba sin demasiada atención, pero enseguida vi una puerta. El cerrojo se accionaba con un ingenioso mecanismo instalado en una de las perchas, en la que había un par de pantalones viejos. Descubrí que, al empujar la percha hacia arriba, la puerta se abría hacia fuera, justo al borde de la escalera. Bajé al segundo piso y un cerrojo similar me llevó a un ropero similar en la habitación inmediatamente inferior. Las dos habitaciones eran de idéntico tamaño y estaban la una justo encima de la otra, con la única diferencia de que la habitación de la segunda planta daba al estudio, y no al pasillo, como ocurría con la del piso de arriba.

El estudio estaba pulcro y ordenado. O bien no se utilizaba mucho o bien el dueño de la casa era un hombre muy metódico. No había nada sobre la mesa, aparte de un montón de periódicos de la mañana. Crucé la sala, abrí la puerta, y allí me encontré con el atónito Podgers.

—¡Me ha dejado de piedra! —dijo.

—No es para menos —respondí—. Lleva usted dos semanas pasando de puntillas por delante de una habitación vacía. Venga conmigo y le enseñaré el truco.

Entramos en el estudio, volví a cerrar la puerta con llave y conduje al falso mayordomo, que a fuerza de costumbre seguía andando de puntillas, hasta la escalera y la habitación del piso de arriba, de donde salimos dejándolo todo exactamente tal como estaba. Bajamos al vestíbulo por la escalera principal y Podgers me dio allí mi montón de periódicos envuelto con cuidado. Volví entonces a mi apartamento, di algunas indicaciones a uno de mis ayudantes y lo dejé trabajando con los diarios.

LA TIENDA DE CURIOSIDADES DE TOTTENHAM COURT ROAD

Fui en un coche hasta la esquina de Tottenham Court Road y desde allí seguí andando hasta la tienda de objetos curiosos de J. Simpson. Antes de entrar estuve un rato mirando el escaparate bien surtido, del que seleccioné un pequeño crucifijo de hierro, obra de algún antiguo artesano.

Por la descripción de Podgers, reconocí en el acto al respetable empleado que todas las noches llevaba el dinero en una cartera a Park Lane y que no era otro, no me cupo duda, que el propio Ralph Summertrees.

No había en su aspecto nada por lo que se distinguiera de cualquier otro comerciante tranquilo. El crucifijo costaba siete chelines con seis peniques, y pagué con un soberano.

—¿Tiene algún inconveniente en que le devuelva el cambio en monedas, señor? —preguntó el caballero, y respondí con indiferencia, a pesar de que su pregunta reavivó mis sospechas, que casi empezaban a aplacarse.

—En absoluto.

Me devolvió media corona, tres monedas de dos chelines y cuatro de un chelín, todas ellas de plata muy gastada y corriente factura, inequívoco producto de la reputada Casa de la Moneda. Su aspecto parecía descartar la teoría de que estaba distribuyendo moneda ilegal. Me preguntó si me interesaba alguna rama de las antigüedades en concreto y respondí que solo tenía una curiosidad general, de simple aficionado, a lo cual me invitó a echar un vistazo. Eso hice, mientras él volvía a ocuparse de ensobrar, poner dirección y franquear unos folletos que supuse serían ejemplares de su catálogo.

En ningún momento me vigiló ni trató de venderme sus productos. Elegí al azar un pequeño tintero y pregunté su precio. Dos chelines, dijo, y saqué mi moneda falsa de cinco chelines. La cogió y me devolvió el cambio sin decir nada, y mi última duda sobre su relación con los falsificadores se disipó definitivamente.

En ésas entró un joven que, según vi en el acto, no era un cliente. Se dirigió con resolución al otro extremo de la tienda y desapareció detrás de una mampara con una ventana de cristal situada frente a la puerta principal.

—Discúlpeme un momento —dijo el caballero que me había atendido, y siguió al joven a aquel recinto privado.

Mientras examinaba la pintoresca colección de artículos diversos, oí el tintineo de un montón de monedas al caer sobre la superficie de un escritorio o una mesa sin tapete, y un murmullo de voces llegó a mis oídos. Me encontraba cerca de la entrada y, sin dejar de observar por el rabillo del ojo la ventana de cristal de la mampara, cogí la llave de la puerta principal sin hacer ruido, hice un molde con cera y devolví la llave a su sitio sin que me vieran. Poco después entró otro joven y también fue derecho a la oficina privada. Le oí decir:

—¡Ah, disculpe, señor Simpson! ¿Cómo estás, Rogers?

—Hola, Macpherson —saludó Rogers, que salió, dio las buenas noches al señor Simpson y se marchó silbando calle abajo, no sin antes saludar a otro joven a quien llamó Tyrrel.

Tomé nota de los tres nombres en mi memoria. Otros dos hombres entraron juntos, pero tuve que conformarme con memorizar sus facciones. Todos eran sin duda recaudadores, pues cada vez que entraba uno se oía el mismo tintineo de monedas. La tienda, sin embargo, era pequeña, y al parecer no se hacía allí mucho negocio, pues había pasado más de media hora y yo seguía siendo el único cliente. Si vendían a crédito, habría bastado con un recaudador, pero habían entrado cinco, y todos habían añadido su contribución al montón que Summertrees se llevaría a casa esa noche.

Decidí coger uno de los folletos que Summertrees había estado metiendo en sobres. Estaban apilados en un estante, detrás del mostrador, pero no me fue difícil estirarme, alcanzar el primero del montón y guardármelo en el bolsillo. Cuando el quinto joven salió de la tienda apareció Summertrees, y esta vez llevaba en la mano una cartera de cuero, abultada y cerrada con llave, con las correas colgando. Eran casi las cinco y media, y vi que parecía impaciente por cerrar y marcharse.

—¿Ve algo más que le guste, señor? —me preguntó.

—No, o mejor dicho, sí y no. Tiene usted una colección muy interesante, pero empieza a oscurecer y apenas veo.

—Cierro a las cinco y media, señor.

—En ese caso —dije, mirando mi reloj—, volveré otro día con mucho gusto.

—Gracias —contestó Summertrees tranquilamente, y con esto salí de la tienda.

Desde la esquina de un callejón, en la acera de enfrente, lo vi echar el cierre y salir con el abrigo puesto y la cartera en bandolera. Cerró la puerta con llave, comprobó con los nudillos que estaba bien cerrada y se alejó con los folletos debajo del brazo. Lo seguí de lejos, hasta que echó los folletos en el buzón de la primera oficina de correos que encontró y siguió rápidamente camino de su casa, en Park Lane.

Volví a mi apartamento y llamé a mi ayudante.

—Después de descartar los anuncios de rigor, de píldoras, jabones y qué se yo —dijo—, he encontrado el único común a todos los diarios: los de la mañana y los de la tarde. Los dos anuncios no son idénticos, pero sí similares en dos detalles, o quizá en tres. Todos ofrecen un remedio para el despiste; todos piden al solicitante que refiera cuál es su principal afición, y todos llevan la misma dirección: Dr. Willoughby, en Tottenham Court Road.

—Gracias —dije, cuando dejó sobre la mesa los anuncios recortados.

Leí algunos. Eran pequeños y quizá por eso nunca me había fijado en ellos, pues lo cierto es que eran muy extraños. Algunos solicitaban listas de hombres despistados, con sus correspondientes aficiones, y ofrecían por ellas premios de entre uno y seis chelines. En otros recortes el doctor Willoughby garantizaba una cura para el despiste. No se indicaban los honorarios ni el tratamiento, sino que se prometía el envío de un folleto que, si no beneficiaba al receptor, al menos era inocuo. El doctor no podía atender a los pacientes en persona ni tampoco establecer correspondencia con ellos. La dirección era la de la tienda de curiosidades de Tottenham Court Road. Saqué entonces el folleto que me había guardado en el bolsillo y vi que llevaba por título Ciencia cristiana[41] y despiste, del doctor Stamford Willoughby, y que concluía con la misma advertencia que figuraba en los anuncios: que el doctor no podía atender a los pacientes ni establecer correspondencia con ellos.

Cogí un papel y escribí al doctor Willoughby. Le decía que era un hombre muy despistado, le solicitaba su folleto y añadía que mi afición favorita era la colección de primeras ediciones. Y a continuación firmé como Alport Webster, Imperial Flats, Londres, Oeste. Debo explicar que con frecuencia necesito presentarme bajo un nombre distinto del conocido Eugène Valmont. Mi apartamento tiene dos puertas, y en una de ellas pone «Eugène Valmont». En la otra hay un buzón con una visera corrediza en la que escribo el nombre de guerra que decida elegir. El mismo dispositivo se ha instalado en los buzones de la planta baja, donde figuran los nombres de todos los ocupantes del edificio. Escribí la dirección en el sobre, pegué el sello, indiqué a mi criado que pusiera en la puerta el nombre de Alport Webster y le dije que si por casualidad no me encontraba en casa cuando alguien viniera a preguntar por este caballero ficticio, me concertara una cita.

Eran cerca de las seis de la tarde del día siguiente cuando me entregaron una tarjeta de Angus Macpherson para el señor Alport Webster. Reconocí al joven que la traía, el segundo que entró en la tienda el día anterior con su recaudación para Simpson. Llevaba tres libros debajo del brazo y se expresaba de una manera agradable y seductora que reconocí al punto como propia de un hombre que desempeña con pericia su profesión de representante comercial.

—¿Quiere sentarse, señor Macpherson? ¿En qué puedo servirle?

Dejó los libros, boca abajo, encima de la mesa.

—¿Le interesan a usted las primeras ediciones, señor Webster?

—Es lo único que me interesa —respondí, pero por desgracia suelen costar mucho dinero.

—Eso es verdad —asintió Macpherson con simpatía—. He traído tres libros, y uno de ellos es un ejemplo de lo que usted dice. Cuesta cien libras. El único ejemplar subastado en Londres se adquirió por ciento veintitrés libras. El siguiente cuesta cuarenta libras y el tercero, diez libras. Estoy seguro de que no encontrará tres tesoros como éstos por ese precio en ninguna librería de Gran Bretaña.

Los examiné con ojo crítico y me bastó un instante para comprobar que lo que decía era cierto. Macpherson seguía de pie, al otro lado de la mesa.

—Tome asiento, señor Macpherson, por favor. ¿Va usted por Londres tan tranquilo con unos libros debajo del brazo que valen ciento cincuenta libras?

El joven se rió.

—No corro ningún peligro, señor Webster. No creo que nadie que se tope conmigo imagine siquiera por un momento que lo que llevo debajo del brazo sea algo más que tres volúmenes que he comprado por cuatro peniques.

Me incliné sobre el volumen por el que pedía cien libras.

—¿Cómo ha llegado a hacerse usted con este libro, por ejemplo? —pregunté.

Me miró con un gesto amable y franco y respondió sin vacilación, con la mayor sinceridad posible.

—En realidad no es mío, señor Webster. Por casualidad entiendo de libros raros y valiosos, aunque, como es natural, no dispongo de dinero para permitirme coleccionarlos. Conozco, sin embargo, a los amantes de los libros más deseados en distintas zonas de Londres. Estos tres volúmenes, por ejemplo, son de la biblioteca privada de un caballero del West End. Le he vendido muchos libros y sabe que soy de fiar. Quiere desprenderse de ellos por un precio inferior a su valor real y ha tenido la gentileza de encomendarme la transacción. Mi trabajo consiste en encontrar a las personas interesadas en libros raros. Recibo una comisión y con eso redondeo sustancialmente mis ingresos.

—Y ¿cómo ha sabido usted que soy bibliófilo?

Macpherson se rió amistosamente.

—Verá, señor Webster, confieso que ha sido por casualidad. Me ocurre muy a menudo. Escojo un apartamento como éste, entrego mi tarjeta y solicito ver a la persona cuyo nombre figura en la puerta. Si me invitan a entrar, pregunto a la persona en cuestión lo mismo que acabo de preguntarle a usted: «¿Le interesan las ediciones raras?». Si dice que no, simplemente pido disculpas y me retiro. Si dice que sí, le enseño mi mercancía.

—Comprendo —asentí. Era un charlatán consumado, con esa pinta tan inocente, pero mi siguiente pregunta sacó a la luz la verdad.

—Ya que es la primera vez que viene usted a verme —dije—, supongo que no tendrá objeción en que haga algunas averiguaciones. ¿Podría decirme el nombre del propietario de estos libros, ese caballero del West End?

—Es el señor Ralph Summertrees, de Park Lane.

—¿De Park Lane? ¡Vaya!

—Con mucho gusto le dejaré los libros, señor Webster, y si desea usted concertar una cita con el señor Summertrees, estoy seguro de que no tendrá inconveniente en darle buenas referencias de mí.

—No lo pongo en duda en absoluto y no quisiera importunar a ese caballero.

—Quería decirle —continuó el joven— que tengo un amigo, un capitalista que me financia en cierto modo, pues, como ya le he dicho, yo no dispongo de mucho dinero. Sé que la gente a veces no puede desembolsar una suma considerable. Por eso, cuando cierro un trato, mi capitalista compra los libros y acuerda con el cliente el pago de una cantidad semanal, de manera que, aunque el coste de la operación sea elevado, mi cliente pueda pagar en cómodos plazos.

—Me ha parecido entender que tiene usted otro empleo fijo, ¿no es así?

—Sí. Trabajo en el distrito financiero.

¡Volvíamos a zambullirnos en el feliz reino de la ficción!

—Supongamos que me interesa este libro de diez libras, ¿qué plazos semanales tendría que pagar por él?

—Los que usted quiera, señor. ¿Serían mucho cinco chelines?

—Creo que no.

—Muy bien, señor. Si me da usted cinco chelines ahora, le dejaré el libro y tendré el placer de volver el mismo día de la semana que viene a cobrar el siguiente plazo.

Me llevé la mano al bolsillo y le di dos medias coronas.

—¿Tengo que firmar algún recibo o compromiso de pago de la cantidad restante?

—No, señor —dijo, riendo con amabilidad—. Esa formalidad no es necesaria. Verá, yo me dedico a esto principalmente por amor, aunque no niego que tenga las miras puestas en el futuro. Estoy construyendo una relación que confío en que pueda serme muy valiosa, con caballeros como usted, amantes de los libros, y tengo la esperanza de que algún día podré abandonar mi empleo en la compañía de seguros y montar mi propio negocio, sirviéndome de mis conocimientos literarios.

Dicho esto anotó algo en una libreta que sacó del bolsillo, se despidió de mí con suma cortesía y me dejó cavilando sobre el posible significado de todo aquello.

A la mañana siguiente recibí dos artículos. El primero llegó por correo y era un folleto deCiencia cristiana y despiste, idéntico al que me había llevado de la tienda de curiosidades; el segundo era la llave que encargué a partir del molde de cera y que me abriría la puerta de la misma tienda: una llave elaborada por un excelente amigo, anarquista, en un oscuro callejón cerca de Holborn.

Esa noche, a las diez, entré en la tienda con un pequeño acumulador eléctrico en el bolsillo y una lamparilla incandescente en el ojal, instrumentos sumamente valiosos tanto para un ladrón como para un detective.

Esperaba encontrar los libros en una caja fuerte similar a la de Park Lane y estaba preparado para abrirla con las copias de las llaves que obraban en mi poder o hacer un molde de cera y confiar en mi amigo anarquista para todo lo demás. Me sorprendió, por tanto, encontrar todos los documentos del negocio en un escritorio que ni siquiera estaba cerrado con llave. Los libros, tres en total, eran los de clientes, proveedores y contabilidad, propios de una administración a la vieja usanza, pero en otra carpeta había media docena de pliegos con los siguientes encabezamientos: «Lista del señor Rogers»; «Lista del señor Macpherson»; «Lista del señor Tyrrel». Es decir, los tres nombres que ya conocía, y otros tres más. En la primera columna de las listas aparecían una serie de nombres; en la segunda, las direcciones; en la tercera, distintas cantidades de dinero; y por último, en unas casillas, sumas que oscilaban entre los dos chelines con seis peniques y la libra. Al final de la lista de Macpherson se había anotado el nombre de Alport Webster, Imperial Flats, 10 libras; y en la casilla siguiente, cinco chelines. Cada uno de los seis pliegos que llevaba el nombre de un representante comercial era sin duda el registro de la recaudación en curso, y el sistema parecía tan inocente que, de no haber sido porque tengo por norma no creer jamás que he llegado al fondo de un caso hasta encontrar algo sospechoso, habría salido de allí tal como entré, con las manos vacías.

Los seis pliegos independientes se guardaban en una carpeta, pero en un anaquel que había encima del escritorio había varios volúmenes de tamaño considerable. Examiné uno de ellos y comprobé que en él figuraban listas semejantes de años anteriores. Vi que en la lista actual de Macpherson aparecía el nombre de lord Semptam, un excéntrico aristócrata al que yo conocía superficialmente. Consulté entonces la lista del año anterior y descubrí que su nombre también figuraba en ella. Seguí consultando lista tras lista, en orden cronológico inverso, hasta que di con la primera entrada, de tres años antes, en la que lord Semptam constaba como comprador de un mueble por valor de cincuenta libras, por cuya adquisición había abonado una libra semanal desde hacía más de tres años, hasta sumar un total de ciento setenta libras, y entonces caí en la cuenta de la gloriosa sencillez del plan. Tanto me interesó la estafa que encendí la luz de gas, por miedo a que mi lamparilla incandescente se agotara antes de haber concluido mis pesquisas, que prometían no ser breves.

En varios casos, la víctima elegida demostraba ser menos incauta de lo que Simpson calculaba, de ahí que las palabras «Deuda saldada» apareciesen en la línea correspondiente al nombre una vez abonados los preceptivos plazos. Pero, cuando éstos abandonaban la competición, otros incautos pasaban a ocupar su lugar, y en nueve de cada diez casos parecía justificado que Simpson dependiera del despiste de estas personas. Sus recaudadores seguían cobrando la deuda mucho tiempo después de que ésta se hubiera liquidado. En el caso de lord Semptam, los pagos parecían crónicos, y el anciano seguía abonando su libra semanal al encantador Macpherson dos años después de haber saldado la deuda. Saqué del volumen la hoja suelta, fechada en 1893, en la que se registraba, a nombre de lord Semptam, la compra de una mesa tallada por valor de cincuenta libras, por la que había pagado una libra semanal desde entonces hasta la fecha en que ahora escribo, que es el mes de noviembre de 1896. No era probable que echaran de menos este único documento sustraído del archivo de los tres años previos, como habría sido el caso de haber seleccionado una de las listas actuales. De todos modos, copié los nombres y las direcciones de los actuales clientes de Macpherson y, hecho esto, lo dejé todo tal como lo había encontrado, apagué la lámpara de gas, salí de la tienda y cerré con mi llave. Con la lista de 1893 en el bolsillo, decidí preparar una pequeña sorpresa para mi embaucador amigo Macpherson cuando viniera a cobrar el siguiente plazo de cinco chelines.

Aunque era tarde cuando llegué a Trafalgar Square, no pude privarme del placer de hacer una visita a Spenser Hale, pues sabía que estaba de guardia. En las horas de oficina no tenía su mejor aspecto, porque era fornido y la burocracia le agarrotaba el cuerpo. Le afectaba anímicamente la importancia de su posición, a lo que había que añadir que no se le permitía fumar ese tabaco atroz en su pipa negra. Me recibió con la sequedad a la que me tenía acostumbrado cuando le imponía mi presencia en la comisaría y me saludó bruscamente.

—¡Vaya, Valmont! ¿Cuánto tiempo cree que va a ocuparle este trabajo?

—¿Qué trabajo? —pregunté con ironía.

—Ya sabe a qué me refiero: ¿el caso Summertrees?

—¡Ah, eso! —exclamé, sorprendido—. El caso Summertrees ya está resuelto, como es natural. De haber sabido que tenía usted prisa, podría haber terminado ayer, pero, como usted y Podgers, y no sé cuántos más, llevaban dieciséis o diecisiete días como poco, pensé que podía tomarme la libertad de emplear el mismo número de horas, puesto que trabajo completamente solo. Usted no dijo que le corriera prisa.

—Vamos, Valmont, eso es demasiado. ¿Me está diciendo que tiene pruebas en contra de ese hombre?

—Pruebas definitivas y concluyentes.

—Entonces, ¿quiénes son los que acuñan esas monedas?

—Estimadísimo amigo, ¿cuántas veces le he dicho que no se apresure a sacar conclusiones? Ya le expliqué cuando vino a hablarme del caso por primera vez que Summertrees no acuñaba moneda y tampoco era cómplice de los falsificadores. He reunido pruebas suficientes para condenarlo por un delito muy distinto, probablemente único en los anales de la estafa. He indagado en el misterio de la tienda de curiosidades y he descubierto la razón de esas sospechosas maniobras que le hicieron a usted seguirle los pasos muy oportunamente. Ahora quiero que venga usted a mi casa el próximo miércoles por la tarde, a las seis menos cuarto, preparado para hacer una detención.

—Necesito saber a quién voy a detener y por qué motivo.

—Claro, mon ami. No he dicho que fuera usted a hacer una detención, solo le he advertido para que se prepare. Si tiene tiempo ahora para escuchar mis revelaciones, estoy a su entera disposición. Le prometo que este caso presenta algunos rasgos muy originales. Claro que, si no es el momento oportuno, pase usted a verme cuando mejor le convenga; eso sí, llame primero por teléfono para saber si estoy en casa. De esa manera no perderá su valioso tiempo en balde.

Dicho esto, hice la más cortés de mis reverencias y, aunque su expresión de desconcierto delataba el recelo de que pudiera estarle yo chinchándole, como él decía, su aire de dignidad oficial se diluyó ligeramente y dio a entender que deseaba saberlo todo en el acto. Había logrado despertar la curiosidad de mi amigo Hale. Me escuchó con perplejidad y terminó exclamando un «¡Válgame Dios!».

—Este joven —dije, para terminar— vendrá a verme el miércoles a las seis de la tarde, para cobrar sus cinco chelines. Propongo que usted me acompañe, vestido de uniforme, para recibirlo, y estoy impaciente por ver la cara del señor Macpherson cuando comprenda que le han tendido una trampa para hacerle caer en las redes de un policía. Si me permite usted que lo interrogue un momento, no a la manera de Scotland Yard, es decir, leyéndole sus derechos a menos que se declare culpable, sino al estilo libre y espontáneo de París, acto seguido dejaré el caso en sus manos para que proceda usted como mejor le parezca.

—Tiene usted una labia prodigiosa, señor Valmont —fue el elogio con que me honró el policía—. Allí estaré el miércoles a las seis menos cuarto.

—Mientras tanto —dije—, tenga la bondad de no hablar de esto con nadie. Debemos preparar una sorpresa en toda regla para el señor Macpherson. Es esencial. Por favor, no haga nada hasta la tarde del miércoles.

Spenser Hale, muy impresionado, asintió con la cabeza, y me despedí de él con mucha educación.

EL CÍRCULO DE LOS DESPISTADOS

La iluminación es importante en espacios como por ejemplo una mina, y la electricidad ofrece al ingenio un amplio terreno de experimentación. De ello me he aprovechado al máximo en más de una ocasión. Sé cómo manipular la iluminación de mi sala de estar para que un punto en particular brille mientras el resto de la estancia queda en relativa penumbra, y así dispuse las lámparas de forma que sus rayos incidieran de lleno sobre la puerta ese miércoles por la tarde, antes de sentarme a la mesa, enfrente de Hale, a quien otra lámpara iluminaba desde arriba dándole la extraña apariencia de una viva efigie de la Justicia, severa y victoriosa. Quienquiera que entrase quedaría deslumbrado por la luz, y acto seguido vería la gigantesca silueta de Hale con su uniforme del cuerpo policial.

Cuando hicieron pasar a Angus Macpherson, su perplejidad fue notoria, y se paró en seco en el umbral, absorto en la figura del enorme policía. Creo que su primer impulso fue dar media vuelta y echar a correr, pero la puerta se cerró a sus espaldas y seguramente oyó, lo mismo que nosotros, el ruido del cerrojo, que le impedía salir.

—Disculpe —tartamudeó—. Esperaba encontrar al señor Webster.

Mientras decía estas palabras, apreté un botón instalado debajo de la mesa y al instante la luz me envolvió. Al verme, Macpherson esbozó una sonrisa forzada, y hay que decir que hizo un intento muy encomiable por encarar la situación con afectado descuido.

—Ah, está usted ahí, señor Webster. No lo había visto.

Fue un momento tenso. Hablé despacio y con voz solemne.

—Es posible, señor, que no me conozca usted por el nombre de Eugène Valmont.

—Lo siento, señor, pero nunca he oído nombrar a ese caballero —respondió con descaro.

A esto siguió un extemporáneo «Ja, ja» del botarate de Spenser Hale, que arruinó por completo el ambiente dramático que yo había preparado con tanto esmero y dedicación. No es de extrañar que los ingleses no tengan sentido del dramatismo, pues manifiestan un aprecio muy escaso de los grandes momentos de la vida; no son capaces de responder con prontitud a las luces y las sombras de los acontecimientos.

—Ja, ja —rebuznó Spenser Hale, cubriendo con un velo de banalidad la intensa atmósfera emocional. Pero ¿qué puede hacer un hombre? No tiene más remedio que conformarse con las herramientas que la Providencia se complazca en proporcionarle. Así, pasé por alto la intempestiva carcajada de Hale.

—Siéntese, señor —le dije a Macpherson, y me obedeció—. Ha ido usted a ver a lord Semptam esta semana —proseguí con severidad.

—Sí, señor.

—Y ¿le ha cobrado una libra?

—Sí, señor.

—En octubre de 1893, ¿le vendió usted a lord Semptam una mesa antigua, tallada, por valor de cincuenta libras?

—Así es, señor.

—Cuando estuvo usted aquí, la semana pasada, me habló de Ralph Summertrees como un caballero que vive en Park Lane. ¿Sabía usted entonces que ese hombre era su jefe? —Macpherson me miró fijamente, y esta vez no respondió. Continué sin alterarme—: Y ¿sabía también que Summertrees, de Park Lane, era idéntico a Simpson, de Tottenham Court Road?

—Bueno, señor, no sé adónde se propone llegar exactamente, pero es muy común que un hombre desempeñe sus negocios bajo un nombre supuesto. No hay nada ilegal en eso.

—Enseguida llegaremos a la ilegalidad, señor MacPherson. ¿Son usted, Rogers, Tyrrell y los otros tres cómplices de ese tal Simpson?

—Trabajamos para él, sí, pero no somos más cómplices que cualquier otro empleado.

—Creo, señor Macpherson, que ya he dicho lo suficiente para demostrarle que el juego ha terminado, como dicen ustedes. Está usted en presencia de Spenser Hale, de Scotland Yard, que espera oír su confesión.

Y en ésas, el estúpido de Hale terció:

—Y recuerde, señor, que todo lo que pueda…

—Disculpe, señor Hale —me apresuré a decir—. Enseguida dejaré el caso a su cuidado, pero le ruego que recuerde nuestro trato y por el momento lo deje enteramente en mis manos. Ahora, Macpherson, quiero su confesión y la quiero ya.

—¿Confesión? ¿Cómplices? —protestó Macpherson con asombro admirablemente simulado—. Recurre usted a términos extraordinarios, señor… señor… ¿Cuál ha dicho que era su nombre?

—Ja, ja —rugió Hale—. Su nombre es monsieur Valmont.

—Le suplico, señor Hale, que me deje hablar con este caballero un momento. Y bien, Macpherson, ¿tiene algo que decir en su defensa?

—No se me ha acusado de ningún delito, monsieur Valmont, así que no veo la necesidad de defenderme. Si lo que me pide es que reconozca que por algún motivo ha conseguido usted desvelar ciertos detalles relacionados con nuestro negocio, estoy completamente dispuesto a suscribir que son exactos. Si tiene la bondad de explicarme cuál es su queja, haré cuanto pueda por aclararle la cuestión si me es posible. Es evidente que ha habido un malentendido, pero le aseguro que si no me da más explicaciones, estoy tan perdido en la niebla como cuando venía hacia aquí, y le aseguro que es bien densa.

Macpherson se conducía con suma discreción, y de un modo completamente inconsciente hacía gala de una actitud mucho más diplomática que mi amigo Spenser Hale, que seguía sentado frente a mí muy envarado. Exponía sus objeciones con una amabilidad atenuada por el convencimiento de que el error no tardaría en aclararse. Su actitud, exteriormente, era de total inocencia y no se excedía ni se quedaba corto en sus protestas. Yo le reservaba, sin embargo, otra sorpresa; guardaba un as en la manga, por así decir, y puse esa carta sobre la mesa.

—¡Ahí tiene! —dije con brío—. ¿Ha visto usted esta hoja antes?

La miró sin hacer ademán de cogerla.

—Claro que sí. La han sacado de nuestros archivos. Es lo que yo llamo mi lista de visitas.

—Vamos, vamos —le reconvine con dureza—, se niega usted a confesar, pero le advierto que lo sabemos todo. Supongo que nunca ha oído hablar del doctor Willoughby…

—Sí, es el autor de un absurdo folleto de ciencia cristiana.

—Así es, señor Macpherson; de ciencia cristiana y despiste.

—Es posible. Hace mucho tiempo que no lo leo.

—Y ¿conoce a tan docto caballero, señor Macpherson?

—Por supuesto que sí. El doctor Willoughby es el seudónimo del señor Summertrees. Cree en la ciencia cristiana y en cosas por el estilo, y escribe sobre eso.

—Bueno, bueno. Poco a poco vamos acercándonos a su confesión, señor Macpherson. Creo que le conviene ser sincero con nosotros.

—Precisamente yo iba a sugerirle lo mismo, monsieur Valmont. Si me dice usted en pocas palabras de qué se nos acusa exactamente al señor Summertrees o a mí, podré explicarme.

—Los acusamos, señor, de estafa, y eso es un delito que ha llevado a prisión a más de un distinguido financiero.

Spenser Hale me señaló con su grueso dedo índice.

—Vamos, Valmont —dijo—. No debemos amenazar, no debemos amenazar, ya lo sabe usted.

Continué sin prestarle atención:

—Tomemos como ejemplo a lord Semptam. Le vendió usted una mesa de cincuenta libras, a plazos. Tenía que pagar una libra a la semana, y en menos de un año habría liquidado la deuda. Pero es un hombre despistado, como todos sus clientes. Por eso vino usted a verme, porque contesté al falaz anuncio de Willoughby. Pues bien, lleva usted cobrando los plazos a lord Semptam más de tres años. ¿Comprende ahora la acusación?

Mientras lo acusaba, Macpherson ladeó levemente la cabeza. En un primer momento, adoptó una expresión de honda concentración, falsa y astuta como yo no había visto jamás, y luego, gradualmente, dio muestras de tomar conciencia de algo. Cuando terminé de hablar, una obsequiosa sonrisa asomó a sus labios.

—Lo cierto es que es un plan insuperable —dijo—. La liga de los despistados, podríamos llamarlo. Ingeniosísimo. Si Summertrees tuviera algún sentido del humor, que no lo tiene, le encantaría saber que su inocente afición a la ciencia cristiana lo ha llevado a ser sospechoso de estafa. Pero lo cierto es que no hay estafa alguna en todo este asunto. Tal como yo lo veo, me limito sencillamente a cobrar los plazos a esas personas despistadas de mi lista, pero creo que, para que pudiera usted cazarnos tanto a Summertrees como a mí, si hubiera algo de verdad en su audaz teoría, necesitaría acusarnos de conspiración. De todos modos, ahora veo de dónde viene el error. Ha llegado usted a la precipitada conclusión de que solo le vendimos esa mesa a lord Semptam hace tres años. Tengo el placer de señalar que este caballero es un cliente habitual, y ha comprado muchos otros artículos desde entonces. A veces él nos debe dinero y otras veces se lo debemos nosotros a él. Tenemos un contrato vigente, por el que nos abona una libra semanal. Trabajamos con otros clientes de acuerdo con el mismo plan, y a cambio del pago de una libra semanal pueden adquirir cualquier objeto que les interese. Como ya le he dicho, en los libros de la oficina llamamos a estos clientes listas de visitas, pero para completar las listas de visitas necesita usted lo que llamamos nuestra enciclopedia. Lo llamamos así porque consta de muchos volúmenes, uno para cada año, desde hace no sé cuánto tiempo. En ellos verá que de vez en cuando aparecen unos números anotados encima de la cantidad que figura en la lista de visitas. Estos números se refieren a la página de la enciclopedia correspondiente al año en curso, y en dicha página se anota la venta siguiente y los plazos en los que debe abonarse, como se anotaría en un libro de contabilidad.

—Es una explicación muy entretenida, señor Macpherson. Supongo que esa enciclopedia, como usted la llama, estará en la tienda de Tottenham Court Road.

—No, señor. Cada volumen de la enciclopedia se guarda en una caja de seguridad. Esos libros contienen el verdadero secreto de nuestro negocio, están a buen recaudo en casa del señor Summertrees, en Park Lane. Si consulta usted la cuenta de lord Semptam, por ejemplo, verá escrito a lápiz, debajo de una fecha determinada, el número 102. Si va a la página 102 de la enciclopedia correspondiente a ese año, verá una lista de todo lo que ha comprado lord Semptam, y el precio que ha pagado por ello. En realidad es un procedimiento muy sencillo. Si me permite utilizar su teléfono, le pediré al señor Summertrees, que todavía no habrá empezado a cenar, que traiga el volumen del año 1893, y en cuestión de un cuarto de hora se habrá convencido usted por completo de que todo es completamente legal.

Reconozco que la naturalidad y la confianza con que se expresaba el joven me dejaron pasmado, y la sonrisa sarcástica de Hale me hizo ver que no creía ni una sola palabra de cuanto había dicho el empleado.

Había un teléfono encima de la mesa y Macpherson se acercó a cogerlo cuando terminó de ofrecer sus explicaciones. Pero Spenser Hale intervino entonces.

—Disculpe —dijo—. Yo haré esa llamada. ¿Cuál es el número de Summertrees?

—140, Hyde Park.

Hale marcó el número de la central y al momento le comunicaron con Park Lane.

—¿Hablo con la residencia del señor Summertrees? Ah, ¿es usted, Podgers? ¿Está en casa Summertrees? Muy bien. Soy Hale. Estoy en casa de Valmont, en Imperial Flats, ya sabe usted dónde. Sí, vino usted conmigo el otro día. Muy bien, dígale a Summertrees que el señor Macpherson necesita la enciclopedia del año 1893. ¿Lo ha entendido? Sí, enciclopedia. Ah, que no lo entiende. El señor Macpherson. No, no diga mi nombre. Diga solo que Macpherson necesita la enciclopedia de 1893, y que usted debe traerla. Sí, puede decirle que Macpherson está en Imperial Flats, pero de mí no diga nada. Exacto. En cuanto tenga el libro, coja un coche y venga lo antes posible. Si Summertrees no quiere darle el libro, pídale que venga con usted. Si tampoco quiere acompañarlo, deténgalo, y venga con él y con el libro. Muy bien. Dese prisa; lo esperamos.

Macpherson no puso ninguna objeción a que Hale hiciera la llamada. Se reclinó en la silla, con un gesto de resignación que si se pintara en un lienzo, podría titularse El falso culpable. Cuando Hale colgó el teléfono, Macpherson dijo:

—Naturalmente que usted conoce su trabajo mejor que nadie, pero si su hombre detiene a Summertrees, se convertirá usted en el hazmerreír de todo Londres. La detención arbitraria es un delito, igual que la estafa, y el señor Summertrees no perdona un insulto. Además, si me permite que se lo diga, cuanto más pienso en su teoría del despiste, más grotesca me parece, y, si el caso llegara a oídos de la prensa, estoy seguro, señor Hale, de que pasará usted una media hora muy incómoda con sus superiores en Scotland Yard.

—Correré el riesgo, gracias —dijo Hale con obstinación.

—¿Debo considerarme detenido también yo? —preguntó el joven.

—No, señor.

—En ese caso, si me disculpan, me retiraré. El señor Summertrees les mostrará todo lo que deseen ver en ese libro, y podrá explicarles el funcionamiento del negocio mucho mejor que yo, porque él sabe más cosas. Por tanto, caballeros, les deseo buenas noches.

—No se irá usted todavía —exclamó Hale, poniéndose en pie a la vez que el joven.

—Entonces estoy detenido —protestó Macpherson.

—No saldrá de esta habitación hasta que Podgers traiga ese libro.

—Muy bien —dijo, y volvió a sentarse.

Y entonces, como hablar es un trabajo que seca mucho la boca, saqué algo de beber, una caja de puros y otra de cigarrillos. Hale se preparó su brebaje favorito, pero Macpherson, rechazando el vino de su país, se contentó con un vaso de agua mineral y encendió un cigarrillo. Acto seguido, despertó mi máxima admiración al decir amablemente, como si nada hubiera pasado:

—Mientras esperamos, monsieur Valmont, ¿puedo recordarle que me debe usted cinco chelines?

Me reí y le di una moneda que saqué del bolsillo, a lo que él me dio las gracias.

—¿Trabaja usted para Scotland Yard, monsieur Valmont? —preguntó, con el aire de quien trata de entablar conversación para pasar un rato de tedio. Pero antes de que pudiera responder, Hale soltó con brusquedad:

—¡Nada de eso!

—Entonces, ¿no ocupa usted un puesto oficial de detective?

—Ninguno —me apresuré a decir, para adelantarme a Hale.

—Pues es una pérdida para nuestro país —continuó el admirable joven, con notoria sinceridad.

Empezaba yo a ver que podía sacar mucho partido de un individuo tan inteligente si estuviera bajo mi tutela.

—Las meteduras de pata de nuestra policía son deplorables —añadió—. Si recibieran lecciones de estrategia, digamos de Francia, desempeñarían su desagradable cometido de una manera mucho más razonable y causarían mucha menos incomodidad a sus víctimas.

—Francia —gruñó Hale con desprecio—, donde un hombre es culpable hasta que se demuestre su inocencia.

—Sí, señor Hale, y parece que aquí en Imperial Flats sucede lo mismo. Ustedes ya han decidido que el señor Summertrees es culpable, y no se darán por satisfechos hasta que demuestre su inocencia. Me atrevo a vaticinar que no tardarán ustedes en tener noticias del señor Summertrees de una manera que quizá les asombre.

Hale refunfuñó y miró su reloj. El tiempo pasaba muy despacio mientras esperábamos, y al final incluso yo empecé a impacientarme. Macpherson, al percibir nuestra inquietud, señaló que cuando había llegado la niebla era casi tan densa como la semana anterior, y que no sería fácil encontrar un coche. Justo en ese momento, se abrió la puerta, y Podgers entró con un grueso volumen en la mano. Se lo entregó a su superior, que empezó a pasar las páginas muy asombrado y acto seguido miró la cubierta y exclamó:

—Enciclopedia de deportes, 1893. ¿Qué broma es ésta, señor Macpherson?

Macpherson puso un gesto de contrariedad, se inclinó para coger el libro y suspiró:

—Si me hubiera permitido telefonear a mí, señor Hale, le habría explicado con claridad a Summertrees lo que usted quería. Tendría que haber caído en la cuenta de que podía producirse este error. Cada vez hay más demanda de libros de deporte descatalogados, y sin duda el señor Summertrees ha creído que me refería a eso. No hay más remedio que enviar a su hombre a Park Lane y decirle al señor Summertrees que lo que queremos es el libro de contabilidad del año 1893 que llamamos enciclopedia. Permítame escribir una nota. No se preocupe, le enseñaré lo que he escrito antes de que su hombre se la lleve —añadió, mientras Hale se disponía a leer por encima de su hombro.

Cogió una hoja de mi papel de notas y escribió rápidamente la petición tal como la había esbozado. Se la entregó al señor Hale, que la leyó antes de dársela a Podgers.

—Lleve esta nota a Summertrees y vuelva lo antes posible. ¿El coche lo espera en la puerta?

—Sí, señor.

—¿Hay niebla en la calle?

—No tanta como hace una hora. No hay problemas de tráfico.

—Muy bien, vuelva cuanto antes.

Podgers saludó y se marchó con el libro debajo del brazo. La puerta volvió a cerrarse por fuera, y seguimos fumando en silencio hasta que el timbre del teléfono interrumpió la quietud.

Hale contestó la llamada.

—Sí, esto es Imperial Flats. Valmont. Ah, sí. Macpherson está aquí. ¿Qué? ¿Cómo dice? No le oigo bien. Descatalogado. ¿Qué es lo que está descatalogado, la enciclopedia? ¿Con quién hablo? Con el doctor Willoughby. Gracias.

Macpherson se levantó como si fuera a coger el teléfono, pero en lugar de esto (y actuó tan deprisa que no me di cuenta de lo que hacía hasta que ya lo había hecho) cogió la hoja que él llamaba su lista de visitas y se acercó sin prisa a la chimenea, donde la arrimó a las brasas hasta que prendió una llama y el papel se consumió. Me levanté, indignado, aunque demasiado tarde para impedírselo. Nos miró a Hale y a mí con una sonrisa de desprecio que ya había mostrado en otras ocasiones.

—¿Cómo se atreve a quemar esa hoja?

—Porque no era suya, monsieur Valmont; porque usted no pertenece a Scotland Yard; porque no tenía derecho a llevársela; y porque no ocupa ningún cargo oficial en este país. Si el señor Hale se la hubiera llevado de la tienda, no me habría atrevido a destruirla, como usted dice, pero resulta que fue usted quien la sustrajo del local de mi jefe y, como en absoluto está usted autorizado para obrar de ese modo, el señor Summertrees habría tenido motivos para matarlo de un disparo si lo hubiese sorprendido allanando su propiedad, porque usted se habría resistido si él lo hubiera descubierto; por eso me he tomado la libertad de destruir ese documento. Siempre he dicho que esas hojas no estaban bien guardadas, que si llegaran a manos de una persona tan inteligente como Eugène Valmont, tal como se ha demostrado, podían inducir a conclusiones erróneas. El señor Summertrees insistió en seguir guardándolas así, pero acordamos que si alguna vez le enviaba un telegrama o le llamaba por teléfono y decía la palabra «Enciclopedia», él quemaría de inmediato todos los registros, a la vez que respondería a mi telegrama o mi llamada diciendo: «La enciclopedia está descatalogada», para avisarme de que había conseguido deshacerse de ellos.

»Ahora, caballeros, abran esa puerta y me ahorrarán la molestia de forzar la cerradura. Una de dos, o me detienen formalmente, o dejan de restringir mi libertad. Le agradezco mucho al señor Hale que hiciera esa llamada, y no le guardo ningún rencor a un anfitrión tan gentil comomonsieur Valmont por haberme encerrado en esta sala. Sin embargo, la farsa ha terminado. El procedimiento por el que me han retenido aquí es completamente ilegal y, si me perdona usted, señor Hale, demasiado francés para aplicarlo en nuestra vieja Inglaterra o para que la prensa pueda ofrecer una crónica que satisfaga a sus superiores. Exijo por tanto que me detenga formalmente o que abra esa puerta.

Apreté un botón en silencio y mi criado abrió la puerta. Antes de salir, Macpherson se detuvo en el umbral y miró a Hale, que estaba callado como una esfinge.

—Buenas noches, señor Hale.

Como no hubo respuesta, me miró a mí con la misma sonrisa obsequiosa y añadió:

—Buenas noches, monsieur Valmont. El miércoles que viene, a las seis, tendré el placer de venir a cobrar mis cinco chelines.