El hombre de ojos dementes


(1897)

Cuando conocí a Dorcas Dene, su nombre era Dorcas Lester. Vino a verme con una carta de recomendación de un agente teatral, para solicitar un pequeño papel en la obra que en ese momento estábamos ensayando en un teatro del West End.

Era completamente desconocida en la profesión. Dijo que quería ser actriz y me pidió una oportunidad. Le ofrecí un papel de criada, que constaba apenas de un par de frases. Las dijo de maravilla y se quedó en el teatro alrededor de doce meses. Nunca pasó de interpretar «papeles menores», pero su actuación era siempre magnífica.

Su último papel fue el de una vieja arpía. Nos sorprendió a todos que eligiera este personaje, pues era joven y guapa, y las actrices jóvenes y guapas por lo general quieren sacar el máximo partido a su físico.

Dorcas Lester cosechó un éxito formidable en su papel de arpía. Aunque solo aparecía en escena diez minutos en el primer acto y cinco minutos en el segundo, todo el mundo elogió su interpretación realista y bien trabajada.

Nos dejó cuando la obra aún seguía en cartel, y pensé que se había casado y había abandonado la profesión.

Transcurrieron ocho años hasta que volví a verla. Tenía asuntos que tratar con un conocido abogado del West End. El pasante, creyendo que su jefe estaba a solas, me hizo pasar al despacho. Sorprendimos al señor… en rigurosa conversación con una dama. Pedí disculpas.

—No se preocupe —dijo el abogado—. La señora ya se marchaba. —Y la señora en cuestión, captando la indirecta, se levantó y salió del despacho.

Me fijé en ella cuando pasó a mi lado, pues no se había cubierto con el velo, y sus rasgos me resultaron familiares.

—¿Sabe quién era? —preguntó el abogado en tono misterioso, después de que la puerta se cerrara.

—No lo sé, pero creo que la he visto en alguna parte. ¿Quién es?

—Esa mujer, mi querido amigo, es Dorcas Dene, la famosa detective. Quizá no haya oído usted hablar de ella, pero goza de una excelente reputación entre los abogados y la policía.

—¡Vaya! ¿Es detective privado o pertenece al departamento de investigación criminal?

—No ocupa ningún puesto oficial —contestó mi amigo—. Trabaja enteramente por su cuenta. Ha participado en algunos de los casos más notables del momento, casos que a veces llegan a los tribunales, aunque con mayor frecuencia se resuelven en el despacho de un abogado.

—Si no es indiscreción, ¿qué está haciendo para usted? Usted no es penalista.

—No. No soy más que un anticuado y rutinario abogado de familia, pero justo en este momento estoy llevando un caso muy curioso. No le revelo ningún secreto profesional si le cuento que el joven lord Helsham, que ha alcanzado recientemente la mayoría de edad, ha desaparecido en extrañas circunstancias. Ya se ha hablado del suceso con pelos y señales en la columna de cotilleos de las páginas de sociedad. Su madre, lady Helsham, que es cliente mía, ha venido a verme en un completo estado de angustia. Está convencida de que su hijo está vivo y que se encuentra bien. La pobre mujer cree que es un caso de cherchez la femme, y teme desesperadamente que su hijo, acaso embaucado por alguna mujer sin principios, pueda verse inducido a contraer una mésalliance[35] desastrosa. Es la única explicación que encuentra para un comportamiento tan insólito.

—Y esta famosa detective que acaba de salir ¿es la encargada de resolver el misterio?

—Sí. Todas nuestras pesquisas han resultado infructuosas, y ayer decidí confiarle el caso, porque lady Helsham no desea ponerlo en conocimiento de la policía. Le preocupa que el escándalo se haga público. Dorcas Dene está al corriente de todos los detalles, y ahora mismo ha ido a ver a lady Helsham. Bueno, mi querido amigo, ¿qué puedo hacer por usted?

El asunto que a mí me llevaba hasta allí era una menudencia. No tardamos en discutirlo y acordarlo, y mi amigo me invitó a comer con él en un restaurante cercano. Después de la comida lo acompañé paseando hasta la puerta del despacho. Cuando nos acercábamos, un coche se detuvo en la entrada y de él bajó una dama.

—¡Por Júpiter! —exclamé—. Es su joven detective, otra vez.

La mujer nos había visto y salió a nuestro encuentro.

—Disculpe —le dijo a mi amigo—. Necesito hablar con usted un momento.

Hubo algo en su voz que llamó mi atención, y de pronto recordé de qué la conocía.

—Perdone, ¿no somos viejos amigos? —dije.

—Claro que sí —contestó con una sonrisa—. Lo reconocí nada más verlo, pero pensé que se habría olvidado de mí. He cambiado mucho desde que dejé el teatro.

—Ha cambiado de nombre y de profesión, pero apenas de aspecto… Tendría que haberla reconocido al momento. ¿Puedo esperarla mientras discute usted sus asuntos con el señor …? Me gustaría mucho que habláramos de los viejos tiempos.

Dorcas Lester, o mejor dicho Dorcas Dene, como ahora debo llamarla, asintió con la cabeza, y la esperé cerca de un cuarto de hora, fumando y paseando calle arriba, calle abajo.

—Siento haberle hecho esperar tanto —dijo con amabilidad—. Si quiere hablar conmigo, tendrá que acompañarme a casa. Le presentaré a mi marido. No tema usted ser un estorbo, porque lo cierto es que nada más verlo me dije que podría serme de gran utilidad.

Levantó su sombrilla para detener un taxi y, antes de que pudiera evaluar la situación, íbamos camino del bosque de St. John.

Dorcas Dene me hizo algunas confidencias en el trayecto. Me contó que había abandonado el teatro porque su padre, que era artista, murió de repente, dejándolas a su madre y a ella con poco más que unos cuadros imposibles de vender.

—¡Pobre papá! —se lamentó—. Era muy inteligente y nos quería muchísimo, pero siguió siendo un niño hasta el último día. Cuando las cosas le iban bien, se gastaba todo lo que ganaba y disfrutaba de la vida. Cuando le iban mal, hacía cuentas e iba a la casa de empeños. Le parecía muy divertido. Una vez quiso invitarnos a cenar en el Café Royal y después al teatro, y otras veces nos enseñaba a vivir con lo mínimo, como hacía él cuando vivía en París, en el Quartier Latin, y se preparaba la comida en un hornillo que tenía en su estudio.

»Pues bien, cuando murió mi padre, empecé a trabajar en el teatro, y al final, me atrevería a decir que usted lo recuerda, ganaba dos guineas a la semana. Con eso vivíamos mi madre y yo, en dos habitaciones de St. Paul’s Road, en Candem Town.

»Entonces un joven artista, Paul Dene, que era amigo de la familia y venía a ver a mi padre a todas horas cuando éste aún vivía, se enamoró de mí. Había prosperado muy deprisa en la profesión y ganaba bastante dinero. No tenía parientes, contaba con una renta de setecientas u ochocientas libras anuales y expectativas de ganar mucho más. Paul me pidió que me casara con él, y yo acepté. Insistió en que dejara el teatro. Dijo que buscaría una casa agradable, que mi madre vendría a vivir con nosotros y que todos seríamos felices.

»Alquilamos la casa a la que vamos ahora, una casita muy linda, con un jardín precioso, en Elm Tree Road, y fuimos muy felices los dos primeros años. Entonces nos ocurrió una desgracia. Paul tuvo una enfermedad y se quedó ciego. Nunca podría volver a pintar.

»Cuidé de él hasta que recuperó la salud y entonces vi que los intereses del dinero que habíamos ahorrado apenas alcanzaban para pagar el alquiler de la casa. Yo no quería romper nuestra familia. No sabía qué hacer. Pensé en volver al teatro y casi estaba decidida a intentarlo cuando la casualidad eligió mi futuro y me ofreció la oportunidad de ganarme la vida con una profesión completamente distinta.

»Nuestro vecino, el señor Johnson, era un jefe de policía retirado. Desde la fecha de su jubilación dirigía una agencia de detectives para los miembros de la alta sociedad, en colaboración con un prestigioso bufete de abogados que se ocupa de asuntos delicados y por lo visto guarda los secretos de la mitad de la aristocracia.

»Teníamos mucho trato con el señor Johnson, y no había nada que agradase más a Paul, en nuestras noches tranquilas, que charlar y fumar una pipa con nuestro jovial y bondadoso vecino y antiguo jefe de policía. En más de una ocasión nos quedábamos mi marido y yo junto al fuego hasta altas horas de la madrugada, escuchando las pintorescas historias de crímenes y misterios que nuestro buen amigo nos contaba. Nos fascinaba seguir el curso lento y cauteloso con que el señor Johnson, que parecía un alegre capitán de barco más que un detective, nos invitaba a adentrarnos por el laberinto de Hampton Court[36], en cuyo centro se escondía la verdad que era su cometido descubrir.

»Debía de apreciar mucho la opinión de Paul, porque, al cabo de algún tiempo, venía a hablar con él de los casos que tenía entre manos, sin mencionar ningún nombre, claro está, cuando se trataba de un asunto confidencial, y más de una vez resultó que la visión que Paul tenía del misterio era la acertada. A raíz de esta frecuente relación con un detective privado empezamos a interesarnos por su trabajo y, cuando los periódicos se hicieron eco de un caso muy importante, que al parecer traía de cabeza a Scotland Yard, Paul y yo lo discutimos y elaboramos nuestras propias teorías.

»Cuando mi querido Paul perdió la vista, el señor Johnson, que era viudo, venía de visita siempre que estaba en casa (sus casos a veces lo obligaban a pasar varias semanas seguidas fuera de Londres) y trataba de animarlo con el último amorío o el último escándalo en el que se había visto envuelto.

»En aquellas ocasiones, mi madre, que es una mujer encantadora, aunque sencilla y chapada a la antigua, siempre daba un pretexto para no estar presente. Decía que las historias del señor Johnson le ponían los pelos de punta. Pronto empezó a creer que todas las personas a las que conocía ocultaban una culpa secreta y que el mundo era una enorme cámara de los horrores repleta de seres vivos en lugar de figuras de cera como las del museo de Madame Tussaud.

»Le hablé al señor Johnson de nuestra situación cuando vi que necesitaba un empleo para complementar las cien libras anuales que nos reportaban los ahorros de Paul, y coincidió conmigo en que el teatro era la mejor salida.

»Una mañana decidí presentarme en una agencia. Me puse mi mejor vestido y me miré con miedo en el espejo. Temía que las preocupaciones y la tensión, tras la larga enfermedad de mi marido, hubiesen dejado huella en mis facciones y rebajado mi “valor de mercado” a los ojos de un empresario.

»Me esmeré tanto en arreglarme y me concentré tanto en mi objetivo que cuando quedé satisfecha fui corriendo a la sala de estar y, sin pensarlo, le dije a mi marido:

»—¡Voy a salir! ¿Qué tal estoy?

»Mi pobre Paul volvió hacia mí sus ojos ciegos, y le temblaron los labios. Al instante comprendí mi descuido. Lo abracé, lo besé y, con los ojos llenos de lágrimas, salí corriendo al jardín. Cuando abrí la puerta, el señor Johnson estaba a punto de llamar.

»—¿Adónde va? —preguntó.

»—A la agencia de artistas, a ver si encuentro trabajo.

»—Vuelva, quiero hablar con usted.

»Entramos en casa y pasamos al comedor, que estaba vacío.

»—¿Cómo cree que le iría en el teatro? —dijo.

»—Bueno, si tengo suerte, podré ganar lo mismo que antes: dos guineas a la semana.

»—En ese caso, olvídese del teatro por el momento y le ofreceré algo con lo que ganará mucho más. Tengo entre manos un caso para el que necesito la ayuda de una dama. La mujer que trabajaba conmigo los dos últimos años ha cometido la estupidez de casarse, con las consabidas consecuencias, y estoy en un aprieto.

»—¿Quiere… quiere usted que haga de detective? ¿Que vigile a la gente? —pregunté boquiabierta—. No sería capaz.

»—Mi querida señora Dene —dijo amablemente—, les respeto demasiado, a usted y a su marido, para ofrecerle un trabajo que pudiera causarle ningún motivo de temor. Quiero que me ayude a rescatar a un desgraciado a quien están chantajeando de una manera tan brutal que ha abandonado a su desconsolada mujer y a sus pobres hijos. Le aseguro que se trata de una transacción comercial en la que incluso un ángel podría participar sin mancharse las alas.

»—Pero ¡yo no soy lista para… esas cosas!

»—Es usted más lista de lo que se imagina. Tengo una excelente opinión de usted y creo que está cualificada para este trabajo. Tiene usted un gran sentido común, es muy observadora y ha sido actriz. Verá, la familia de la mujer es rica, y recibiré una suma importante si consigo salvar al pobre hombre y devolverlo a casa. Puedo ofrecerle una guinea al día, gastos aparte, y únicamente tendrá que hacer lo que yo le indique.

»Lo pensé bien y acepté el trato con una condición. Quería probar qué tal me desenvolvía antes de decirle nada a Paul. Si resultaba que el trabajo de detective me repugnaba, si me veía obligada a sacrificar mis instintos femeninos, renunciaría, sin que mi marido supiera jamás lo que había hecho.

»El señor Johnson se mostró de acuerdo y fuimos juntos a su oficina.

»Así fue como me convertí en detective. Comprobé que el trabajo me interesaba y que no era tan torpe como suponía. Tuve éxito en esta primera misión, y el señor Johnson insistió en que siguiera trabajando con él, hasta que con el tiempo nos hicimos socios. Hace un año, cuando se retiró, me recomendó a todos sus clientes, y ahora, ya ve usted, soy una detective profesional.

—Y una de las mejores de Inglaterra —asentí, con una reverencia—. Mi amigo, el señor …, me ha hablado de su excelente reputación.

Dorcas Dene sonrió.

—Mi reputación es lo de menos —dijo—. Ya hemos llegado a casa. Pase y le presentaré a mi marido, a mi madre y a Toddlekins.

—¿A Toddlekins? Supongo que será el bebé.

Una sombra veló el hermoso rostro de Dorcas Dene, y vi que sus ojos grises se humedecían.

—No, no tenemos hijos. Toddlekins es un perro.

Me convertí en visitante asiduo de Elm Tree Road. Sentía una gran admiración por la valiente mujer que, al quedar ciego su marido artista y ensombrecerse el futuro para ambos, tuvo el valor de emplear sus dotes y aprovechar sus oportunidades para abrirse camino noblemente en una profesión que, además de dura y agotadora para una mujer, no estaba exenta de graves peligros personales.

Dorcas Dene siempre se alegraba de verme, por el bien que le hacía a su marido.

—Paul le ha cogido un aprecio inmenso —me dijo una tarde— y confío en que pueda usted venir a pasar unas horas con él siempre que le sea posible. Mi trabajo me obliga a estar mucho tiempo fuera de casa. Paul no puede leer, y mi madre, con la mejor intención del mundo, no es capaz de hablar con él más de cinco minutos sin sacarlo de quicio. Tiene una visión de la vida tremendamente práctica y, según Paul, «abrasiva» para un temperamento artístico y soñador como el suyo.

Yo disponía de tiempo libre en abundancia, así que tomé por costumbre ir por allí dos o tres veces por semana a fumar una pipa y charlar con Paul. Su conversación era siempre interesante, y la entereza con que sobrellevaba su dolorosa situación conquistó mi corazón. No me avergüenza confesar que mis frecuentes visitas a Elm Tree Road tenían también mucho que ver con el deseo de pasar un rato con Dorcas Dene y saber más de sus extrañas aventuras y experiencias.

Desde el momento en que vio que su marido valoraba mi compañía, empezó a tratarme como a uno más de la familia y, cuando tenía la fortuna de encontrarla en casa, hablaba de sus asuntos profesionales en mi presencia sin ninguna clase de tapujos. Yo le agradecía esta confianza, y en alguna ocasión pude ayudarla en circunstancias en las que una presencia masculina representaba una ventaja para ella. En una de estas oportunidades me referí a mí mismo como su «ayudante», en broma, y desde ese día todos empezaron a llamarme así. El placer que me procuraba esta asociación profesional con Dorcas Dene tenía un único inconveniente. Comprendí que me sería imposible resistir la tentación de contar mis experiencias.

—¿No teme que el ayudante pueda revelar un día los secretos profesionales de su jefa? —le pregunté.

—En absoluto —dijo Dorcas. Todo el mundo la llamaba Dorcas, y también yo tomé esta costumbre al ver que tanto ella como su marido lo preferían al más formal «señora Dene»—. Estoy segura de que no será usted capaz de resistir la tentación.

—Y ¿eso no le preocupa?

—Claro que no, con la condición de que utilice la información de manera que no se pueda identificar a ninguna de las personas concernidas.

Esto me quitó un gran peso de encima y avivó más que nunca mis ganas de demostrar que era un ayudante digno de aquella mujer encantadora que me honraba con su confianza.

Una noche, cuando estábamos en la sala de estar, después de cenar, la señora Lester se puso a hojear con desprecio la última edición de la revista The Tatler y se preguntó en voz alta adónde se proponían llegar las jóvenes de hoy. Paul estaba fumando su pipa de brezo, su inseparable compañera en el estudio en los tiempos en los que aún podía pintar, el pobrecillo, y Dorcas se había tumbado en el sofá. Toddlekins, hecho un ovillo a su lado, roncaba suavemente a la manera propia de su especie.

Dorcas había tenido una semana dura y llena de emociones, y no tuvo reparos en reconocer que se sentía algo cansada. Acababa de rescatar a una dama de fortuna de las garras de un aventurero ruso sin escrúpulos, y había logrado impedir el matrimonio casi en el mismo altar, con la oportuna exhibición de los antecedentes del novio, a los que tuvo acceso con ayuda del jefe de la brigada de detectives de Francia. Este caballero le debía un favor. Poco antes, Dorcas había emprendido una delicada investigación para el chef de la Sûreté, en la que se vio envuelto el hijo de una de las familias más nobles de Francia, y su intervención logró cortar de raíz un escándalo que habría sido la comidilla de los bulevares por espacio de un mes entero.

Paul y yo hablábamos en voz baja, porque la respiración acompasada de Dorcas nos indicó que se había quedado dormida.

De repente, Toddlekins abrió los ojos y soltó un gruñido. Había oído la campana de la puerta principal.

Momentos después la criada entraba a entregar una tarjeta a su señora, que se incorporó en el sofá con los ojos aún medio cerrados.

—El caballero dice que tiene que verla sin falta, por un asunto de la mayor importancia.

Dorcas miró la tarjeta y le dijo a la criada:

—Acompaña al caballero al comedor y dile que enseguida estoy con él.

Se acercó a mirarse en el espejo y borró de sus párpados las huellas de la reciente siestecita.

—¿Lo conoce de algo? —preguntó, pasándome la tarjeta.

—Coronel Hargreaves, Orley Park, Godalming —leí. Negué con la cabeza, y Dorcas, dejando escapar un suspiro, fue a ver al visitante.

Al cabo de unos minutos sonó la campana del comedor, y momentos después la criada entró en la sala de estar.

—Señor —me dijo—, la señora le pide que tenga la bondad de pasar a la sala de estar.

Me sorprendió encontrar allí a un caballero entrado en años y de aspecto marcial, inconsciente en una butaca, y a Dorcas inclinada sobre él.

—Creo que solo es un desmayo pasajero —dijo—. Está muy nervioso y muy alterado. Quédese con él mientras voy a buscar un poco de brandy. Será mejor que le afloje el cuello de la camisa. ¿O cree que deberíamos avisar al médico?

—No, no parece nada grave —dije, tras echar una rápida ojeada al caballero.

Empecé a aflojarle el cuello de la camisa en cuanto salió Dorcas, y el coronel enseguida lanzó un hondo suspiro y abrió los ojos.

—Ya está mejor —dije—. No se preocupe, no pasa nada.

El coronel miró un momento por todo el comedor, desconcertado.

—Yo… yo… ¿Dónde está la señora?

—Enseguida viene. Ha ido a buscar un poco de brandy.

—Ya me encuentro bien, gracias. Supongo que habrá sido el ajetreo del día. Vengo de viaje, no he comido nada y estoy muy preocupado. Le aseguro que esto no me suele pasar.

Dorcas volvió con el brandy. El coronel se animó nada más verla. Cogió la copa que le ofrecía y la vació de un trago.

—Ya me encuentro bien —repitió—. Por favor, permítame que continúe con mi historia. Confío en que pueda usted aceptar el caso de inmediato. Veamos… ¿por dónde iba?

Me miró de soslayo, con gesto incómodo.

—Puede hablar sin reservas delante de este caballero —dijo Dorcas—. Tal vez pueda ayudarnos, si quiere usted que lo acompañe ahora mismo a Orley Park. Hasta ahora me ha contado que su hija, que tiene veinticinco años y vive con usted, apareció anoche en la orilla del lago de su finca, con la mitad del cuerpo fuera del agua y la otra mitad dentro. Había perdido el conocimiento y la llevaron a casa para acostarla. Usted estaba en Londres en ese momento y regresó a Orley Park esta mañana tras recibir un telegrama. Hasta ahí habíamos llegado antes de que se sintiera indispuesto.

—¡Sí… sí! —exclamó el coronel—, pero ya me encuentro perfectamente. Cuando llegué a casa esta mañana, poco antes de mediodía, me tranquilizó ver que Maud, que así se llama mi pobre hija, estaba consciente y que el médico había dejado una nota en la que me decía que no me preocupase y prometía pasar a verme a primera hora de la tarde.

»Subí directamente a la habitación de mi hija, y la encontré muy débil y abatida, como es natural. Le pregunté qué había ocurrido, porque no lo entendía, y me dijo que salió a pasear después de la cena y que debió de marearse y caer en la orilla del lago.

—¿Es un lago profundo? —preguntó Dorcas.

—En el centro sí, pero no en la orilla. Es relativamente grande y tiene una pequeña isla con aves acuáticas. Vamos en barca hasta allí.

—Probablemente fue un desmayo repentino, como usted mismo acaba de decir. Seguramente le ocurre con cierta frecuencia.

—No, es una muchacha fuerte y sana.

—Disculpe que le haya interrumpido —dijo Dorcas—. Continúe, por favor. En realidad creo que hay algo más que un desmayo repentino detrás de este incidente; de lo contrario no habría venido usted a contratar mis servicios.

—Hay mucho más —asintió el coronel Hargreaves, atusándose el bigote gris con gesto nervioso—. Dejé a mi hija en la cama, profundamente agradecido a la Providencia por haberla salvado de una muerte tan atroz, pero el médico me dio más tarde una información que me alarmó mucho y me llenó de inquietud.

—¿No creía que se tratase de un desmayo repentino? —preguntó Dorcas, que observaba atentamente al coronel.

El coronel reaccionó con asombro.

—No sé cómo lo ha adivinado, pero su suposición es cierta —dijo—. El médico me explicó que Maud le había contado lo mismo que a mí: que de pronto se había mareado y se había caído al agua. Sin embargo, observó que tenía heridas en el cuello y en las muñecas.

»Al principio no capté lo que quería decir, y respondí que se habría hecho las heridas al caer.

»El médico negó con la cabeza y me aseguró que, según su experiencia, ningún accidente explicaba aquellas marcas. Las del cuello indicaban que la habían atacado y habían tratado de estrangularla; y las de las muñecas, que la habían inmovilizado con violencia.

Dorcas Dene, que hasta entonces había escuchado sin dar muestras de demasiado interés, se inclinó hacia delante al oír esta extraordinaria revelación.

—Comprendo —dijo—. Su hija le ha contado que se cayó al lago, mientras que el médico asegura que no ha dicho la verdad. Alguien la arrastró o la empujó después de atacarla.

—¡Sí!

—Y ¿qué dijo ella cuando usted volvió a preguntarle tras conocer esta información?

—Se alteró mucho y rompió a llorar. Cuando aludí a las marcas en el cuello, que empezaban a ser más visibles, reconoció que se había inventado el cuento del desmayo para no preocuparme. Entonces dijo que la atacó un vagabundo que se había colado en la finca: intentó robarle y, en el forcejeo, que ocurrió cerca de la orilla del lago, la tiró al suelo y escapó corriendo.

—Y ¿usted acepta esa explicación? —preguntó Dorcas, mirando fijamente al coronel.

—¿Cómo voy a aceptarla? ¿Por qué querría mi hija proteger a un vagabundo? ¿Por qué le mintió al médico? El impulso natural de una mujer aterrorizada, cuando la rescatan de una muerte terrible, sería describir al agresor para que lo buscasen y lo llevasen ante la justicia.

—Y la policía ¿ha averiguado algo? ¿Saben si anoche se vio a alguna persona sospechosa por los alrededores?

—No he hablado con la policía. Discutí el asunto con el médico. Cree que si la policía empieza a investigar, el caso pasará a ser de dominio público y en todas partes se sabrá que la historia de mi hija, que ya circula por todo el vecindario, era falsa. Pero todo es tan misterioso y tan inquietante que no podía dejar las cosas tal como están. Ha sido el médico quien me aconsejó que viniera a verla para emprender una investigación privada.

—No necesitaría usted contratar a nadie si pudiera persuadir a su hija de que cuente la verdad. ¿Lo ha intentado?

—Sí, pero insiste en que fue un vagabundo y dice que se inventó la historia del desmayo, hasta que las heridas la traicionaron, para que yo me preocupara lo menos posible.

Dorcas Dene se levantó.

—¿A qué hora sale el último tren para Godalming? —preguntó.

—Dentro de una hora —contestó el coronel, mirando su reloj—. Un carruaje nos estará esperando en la estación para llevarnos a Orley Court. Quiero que se quede usted allí hasta que haya descubierto la clave del misterio.

—No —dijo Dorcas, tras reflexionar un momento—. Esta noche no podré hacer nada, y si me presento con usted, daríamos que hablar a la servidumbre. Vuelva usted. Llame al médico. Dígale que su paciente precisa cuidados constantes durante los próximos días y que para ello llegará una enfermera de Londres. La enfermera estará allí mañana, alrededor del mediodía.

—Y usted —preguntó el coronel—, ¿no piensa venir?

—Claro que sí —dijo Dorcas, con una sonrisa—. Yo seré la enfermera.

El coronel se puso en pie.

—Si logra usted descubrir la verdad y decirme lo que mi hija me está ocultando, le estaré eternamente agradecido —dijo—. La espero mañana a mediodía.

—Mañana a mediodía recibirá usted a la enfermera que el médico ha enviado. Buenas noches.

Acompañé al coronel Hargreaves hasta la cancela del jardín.

Cuando volví a la casa, Dorcas me esperaba en el vestíbulo.

—¿Tiene usted algo que hacer los próximos días? —preguntó.

—No, prácticamente nada.

—Entonces, venga conmigo mañana a Godalming. Será usted un artista, y le conseguiré un permiso para dibujar ese lago mientras yo cuido de mi paciente.

Eran más de las doce de la mañana cuando el calesín que nos llevó desde la estación se detuvo ante las verjas de Orley Park y la mujer del guarda nos dejó pasar.

—Supongo que es usted la enfermera de la señorita Maud —dijo, fijándose en el pulcro uniforme de Dorcas.

—Sí.

—El coronel y el médico la esperan en la casa, señorita. Espero que no sea nada grave lo de la pobre señorita.

—Yo también lo espero —dijo Dorcas, con una amable sonrisa.

En pocos momentos llegamos a la puerta de una pintoresca mansión isabelina. El coronel, que nos había visto llegar desde la ventana, ya estaba esperándonos en las escaleras para hacernos pasar a la biblioteca.

Dorcas explicó mi presencia con pocas palabras. Yo era su ayudante, y con mi ayuda podría hacer todas las indagaciones necesarias en el vecindario.

—Para todo el mundo, el señor Saxon será un artista a quien usted ha dado permiso para dibujar la casa y la finca. Creo que eso será lo mejor.

El coronel me prometió plena libertad de movimientos por sus terrenos, a cualquier hora, y decidimos que me alojaría en una agradable posada, a medio kilómetro de la residencia. Dorcas me había dado instrucciones detalladas en el camino, así que sabía exactamente lo que tenía que hacer, y me despedí de ella hasta esa noche, cuando quedamos en que pasaría a verla.

El médico entró en la biblioteca para acompañar a la enfermera hasta la cama de su paciente y yo me marché a cumplir mi misión.

En El Damero, como se llamaba la posada, en cuanto se supo que yo era un artista y tenía permiso para dibujar los terrenos de Orley Park, la casera empezó a hablarme del accidente que había estado a punto de costar la vida a la señorita Hargreaves.

La historia del desmayo repentino, la única que había circulado, se daba por buena en todas partes.

—Ese lago es muy solitario, y de noche no pasa nadie por allí, ¿sabe usted? Fue un milagro que encontraran tan pronto a la pobre señorita.

—¿Quién la encontró? —pregunté.

—Uno de los jardineros, que vive en la finca. Había venido a Godalming esa tarde, y volvía a casa por la orilla del lago.

—¿A qué hora?

—Cerca de las diez. Menos mal que la vio, porque faltaba menos de una hora para que anocheciera, y no había luna.

—Y ¿qué pensó al verla?

—Bueno, la verdad es que al principio pensó que se trataba de un suicidio, que la señorita no había sido capaz de llegar hasta el final y en algún momento perdió el conocimiento.

—Claro —asentí—. No se lo ocurrió que pudiera tratarse de un asesinato, porque nadie podía entrar en la finca a esa hora de la noche sin pasar por las verjas.

—Bueno, hay un sitio por el que sí se puede entrar, pero para eso hay que conocer a los perros o ir con alguien que los conozca. Tienen una pareja de mastines para proteger la finca, y ningún desconocido se atrevería a entrar por ahí si oyese ladrar a los perros. Es una cancela lateral, por la que entra y sale la familia, señor.

—Y ¿sabe usted si esa noche los perros ladraron?

—Pues sí —dijo la casera—. Ahora que lo pienso, el señor Peters, que es el guarda, los oyó ladrar, pero enseguida se callaron, así que no le dio importancia.

Esa misma tarde decidí dibujar el pabellón del guarda. El señor Peters estaba en casa, y el permiso del coronel me garantizó su simpatía de inmediato. Su mujer le había hablado del caballero que había llegado con la enfermera, y le expliqué que, al no haber más que un calesín en la estación, cuando supimos que íbamos al mismo destino, la enfermera tuvo la amabilidad de ofrecerme un asiento en el vehículo.

Hice en mi cuaderno unos cuantos bocetos y algún dibujo a lápiz algo más elaborado, y le dije al señor Peters que eran simples apuntes, para disimular el resultado amateur de mis esfuerzos y conseguir que se quedara chismorreando conmigo sobre el «accidente» de la señorita.

Me referí a los ladridos que oyó esa noche, según me había contado la dueña de la posada.

—Sí, pero enseguida se callaron —dijo.

—¿Quizá un desconocido pasó por delante de la verja?

—Es muy probable, señor. Al principio me asusté un poco, pero al ver que se tranquilizaban pensé que no había de qué preocuparse.

—¿Por qué se asustó?

—Bueno, esa tarde un hombre muy extraño estuvo merodeando por aquí. Mi mujer lo vio espiando entre las verjas, alrededor de las siete.

—¿Un vagabundo?

—No, parecía un caballero, pero mi mujer se asustó. Dice que tenía ojos de demente, aunque se expresaba a la perfección. Ella le preguntó qué quería y el desconocido quiso saber cómo se llamaba la mansión y quién vivía aquí. Mi mujer le dijo que el nombre de la finca era Orley Park y que en ella vivía el coronel Hargreaves. El hombre le dio las gracias y se marchó. Quizá fuera un turista, señor, o un artista, como usted.

—Habrá venido a estudiar la belleza de los alrededores.

—No. Cuando lo conté en el pueblo, al día siguiente, me dijeron que había llegado en el tren esa misma tarde. Los mozos de estación se fijaron en él. También a ellos les pareció muy raro.

Terminé mi boceto y le pedí al señor Peters que me acompañara al lugar del accidente. El lago era grande y se correspondía con la descripción que había dado el coronel.

—Ahí encontraron a la señorita —dijo Peters—. Como verá, hay poca profundidad, y tenía la cabeza fuera del agua.

—Gracias. Qué bonita es esa isla que hay en el centro. Voy a dibujarla mientras fumo una pipa. No quiero robarle más tiempo.

El guarda se retiró, y entonces, siguiendo las instrucciones de Dorcas Dene, examiné atentamente el terreno.

En el barro de la orilla, cerca del punto donde la señorita Hargreaves había reconocido que se produjo el forcejeo, se apreciaban claramente las huellas de unas botas con tachuelas. Podían ser del vagabundo o podían ser del jardinero; no tenía yo la destreza suficiente en el arte de las huellas para determinarlo. Había recabado, sin embargo, no poca información y, a las siete, fui a la casa y pregunté por el coronel.

No tenía nada que hablar con él, aparte de pedirle que avisara a Dorcas Dene de mi llegada. En pocos minutos apareció Dorcas, con su sombrero y su capa.

—Voy a dar un paseo mientras haya luz —dijo—. Venga conmigo.

En cuanto salimos de la casa le conté a Dorcas lo que había averiguado, y al instante quiso ir a la orilla del lago.

Examinó a fondo el lugar del accidente y señaló las huellas de las botas con tachuelas.

—Sí, es probable que sean del jardinero… Yo estoy buscando otras.

—¿De quién?

—Éstas —dijo, agachándose de pronto y señalando una serie de impresiones en el fango—. Fíjese: éstas son pisadas de mujer, y al lado hay unas más grandes… Aquí se acercan… Aquí se alejan… Y aquí se cruzan. ¿Ve algo especial en estas huellas?

—No… aparte de que no tienen tachuelas.

—Exacto: las huellas son pequeñas, pero más grandes que las de la señorita Hargreaves. La pisada es elegante. ¿Ve que las puntas están rectas y el talón es estrecho? Un vagabundo no llevaría ese calzado. ¿Dónde dice usted que la señora Peters vio a ese caballero tan extraño?

—Espiando entre las verjas de la finca.

—Vayamos allí.

La señora Peters salió y nos abrió las verjas.

—Hace una tarde preciosa —dijo Dorcas—. ¿Está muy lejos el pueblo?

—A tres kilómetros y medio, señorita.

—Eso es demasiado para ir ahora.

Sacó el monedero y escogió unas monedas.

—¿Me haría el favor de enviar a alguien mañana a primera hora y pedirle que compre un frasco de esencia de violeta en la farmacia? Es la fragancia que llevo siempre, y he venido sin ella.

Estaba a punto de darle el dinero a la señora Peters cuando se le cayó el monedero y las monedas salieron rodando por el camino.

Las recogimos casi todas, pero Dorcas dijo que le faltaba medio soberano. Estuvo un cuarto de hora buscando por todas partes el medio soberano delante de las verjas, y la ayudé en la búsqueda. Pasó diez minutos escudriñando una zona concreta, junto a la verja derecha, donde la tierra del camino estaba muy pisoteada.

De repente dijo que lo había encontrado, se llevó una mano al bolsillo y le dio a la señora Peters una moneda de cinco chelines para el perfume. Con un gesto me indicó que la siguiera, y echamos a andar por la carretera.

—¿Cómo es que se le ha caído el monedero? ¿Está nerviosa? —pregunté.

—En absoluto. Lo he tirado a propósito, para que las monedas salieran rodando y me dieran la oportunidad de examinar el terreno alrededor de las verjas.

—¿De verdad ha encontrado el medio soberano?

—No lo había perdido. Pero he encontrado lo que buscaba.

—Y ¿qué era?

—Las huellas del hombre que se acercó a la verja esa noche. Son idénticas a las que hemos visto en la orilla del lago. La persona con la que Maud Hargreaves forcejeó esa noche, la persona que la tiró al lago y a quien ella se empeñó en ocultar, diciendo que había tenido un accidente, era el hombre que preguntó cómo se llamaba la casa y quién vivía en ella: el hombre de ojos dementes.

—¿Está usted completamente segura de que las huellas del hombre que asustó a la señora Peters en la verja y las huellas mezcladas con las de la señorita Hargreaves en la orilla del lago son las mismas? —pregunté.

—Completamente.

—En ese caso, si la señorita Hargreaves pudiera describirlo, quizá el coronel sea capaz de reconocerlo.

—No. Ya le he preguntado si sabía de alguien que pudiera guardar rencor a su hija por alguna razón, y me ha asegurado que no. Su hija apenas tiene amistades.

—Y ¿no ha tenido ningún amorío?

—Ninguno, según su padre, aunque él solo puede responder por los tres últimos años. Antes de eso estaba en la India, y Maud, que regresó a Inglaterra a los catorce años, cuando murió su madre, vivía con una tía suya, en Norwood —explicó Dorcas.

—¿Cree que el hombre que consiguió entrar en la finca para reunirse con la señorita Hargreaves o sorprenderla en el lago era un desconocido para ella?

—No. Si lo hubiera sido, no se habría inventado la historia del mareo para protegerlo.

Nos habíamos alejado bastante de la casa cuando pasó a nuestro lado un calesín vacío. Le hicimos parar, y Dorcas pidió al cochero que nos llevase a la estación.

Allí me indicó que interrogara al mozo de equipajes y tratara de averiguar si un hombre que encajaba con la descripción del sospechoso había cogido el tren la noche del «accidente».

Localicé al empleado que había contado al señor Peters que había visto llegar al caballero y se había fijado en la extraña expresión de sus ojos. Me aseguró que ese individuo no cogió un tren de vuelta. Había hablado de él con sus compañeros, y alguno tendría que haberlo visto. El desconocido no llevaba equipaje y venía de Waterloo, sin billete de vuelta.

Transmití esta información a Dorcas, que me esperaba en la puerta.

—Sin equipaje —dijo—. Eso significa que no iba a un hotel y tampoco se alojaba en una residencia particular.

—Pero podría vivir cerca.

—No. El mozo de estación lo habría reconocido si tuviera la costumbre de pasar por aquí.

—Tuvo que huir después de atacar a la señorita Hargreaves y arrojarla al agua. Seguramente salió de la finca y fue andando hasta otra estación para regresar a Londres.

—Es posible —dijo Dorcas—, pero no lo creo. Venga, volveremos a Orley Park en el calesín.

Poco antes de llegar a la mansión, Dorcas despidió al cochero.

—¿Dónde están esos perros? Cerca de esa puerta privada que hay en el muro para uso de la familia, ¿verdad?

—Sí. Peters me lo ha enseñado esta tarde.

—Muy bien. Voy a entrar. Espéreme en el lago mañana por la mañana, a eso de las nueve. Ahora, vigile hasta que me vea llegar a la verja. Esperaré cinco minutos fuera antes de llamar. Cuando vea que he entrado, vaya a esa zona del muro donde está la puerta privada. Suba al muro y asómese. Cuando los perros empiecen a ladrar y se acerquen, compruebe si le daría tiempo a saltar y huir antes de que alguien los llame. Después, vuelva a la posada.

Seguí las órdenes de Dorcas. Cuando logré encaramarme al muro, los perros salieron corriendo de su caseta y empezaron a ladrar con furia. Si hubiera saltado, habría caído justo en sus garras. Al momento oí un grito y reconocí la voz del guarda. Salté al camino y me alejé pegado al muro. Oí que Peters hablaba con alguien y comprendí lo que había ocurrido. Mientras abría la puerta para que entrase Dorcas, oyó ladrar a los perros y se acercó corriendo a ver qué pasaba. Ella lo había seguido.

A las nueve del día siguiente Dorcas me esperaba en el lago.

—Lo hizo usted de maravilla anoche —dijo—. Peters se llevó un buen susto. Se alegró mucho de que lo acompañara. Tranquilizó a los perros y buscamos por todas partes entre los matorrales, para ver si había alguien escondido. La señorita Hargreaves no abrió la puerta a ese hombre para que entrase esa noche. Él saltó el muro. He encontrado dos huellas, muy juntas, tal como quedarían impresas al saltar desde cierta altura.

—Y ¿volvió por el mismo camino? ¿Había huellas de retorno?

Pensé que había hecho una pregunta inteligente, pero Dorcas sonrió y negó con la cabeza.

—No las he buscado. ¿Cómo iba a pasar por delante de los perros mientras la señorita Hargreaves estaba tendida en la orilla del lago? Lo habrían despedazado.

—Y ¿sigue pensado que el hombre de ojos dementes es el culpable? ¿Quién puede ser?

—Se llamaba Victor.

—¡Lo ha descubierto! —exclamé—. ¿Se lo ha dicho la señorita Hargreaves?

—Anoche hice un pequeño experimento. Cuando se quedó dormida y empezó a soñar, me acerqué sin hacer ruido y me coloqué justo detrás de la cama. Con la voz más ronca que fui capaz de poner, me incliné y le dije al oído: «¡Maud!». Se despertó sobresaltada y gritó: «¡Victor!».

»Al momento aparecí a su lado y vi que temblaba violentamente. “¿Qué ocurre, querida? ¿Estaba soñando?”, le pregunté.

»—Sí, sí —dijo—. Estaba… estaba soñando.

»La tranquilicé y estuve un rato hablando con ella, hasta que volvió a quedarse dormida.

—Bueno, al menos sabemos el nombre de pila de ese hombre.

—Sí. No es gran cosa, pero creo que hoy descubriremos también el apellido. Quiero que vaya usted al pueblo a hacer un recado, pero antes eche esa barca al agua y lléveme a la isla. Quiero registrarla.

—¿No creerá que ese hombre se esconde allí? Es demasiado pequeña.

—Lléveme —insistió Dorcas. Y subió a la barca.

Obedecí, y no tardamos en llegar a la isla.

Dorcas miró a uno y otro lado del lago. Luego echó a andar y examinó la vegetación y el cañizo que crecía en la zona más próxima a la orilla.

De buenas a primeras, apartó una masa de maleza muy tupida, metió la mano, la hundió en el agua y sacó un sombrero de fieltro chorreante.

—Pensé que si algo había caído al agua esa noche, se habría quedado aquí enganchado —dijo Dorcas.

—Si el sombrero es de ese hombre, tuvo que marcharse a cabeza descubierta.

—Exacto, pero primero tenemos que asegurarnos de que es suyo. Volvamos a la orilla.

Escurrió el sombrero, lo dobló, lo envolvió con su pañuelo y se lo guardó debajo de la capa.

Cuando llegamos a la orilla, fui al pabellón del guarda y me puse a hablar con la señora Peters hasta que logré que sacara el tema del hombre de ojos dementes. Le pregunté qué clase de sombrero llevaba, y dijo que un sombrero de fieltro, abombado en el centro. Comprendí que habíamos hecho un buen hallazgo.

Se lo conté a Dorcas, y sonrió con satisfacción.

—Tenemos su nombre de pila y su sombrero —dijo—. Ahora necesitamos todo lo demás. Aún está usted a tiempo de coger el tren de las 11:20.

—Sí.

Sacó un sobre del bolsillo y me enseñó una fotografía pequeña.

—Es el retrato de un joven muy apuesto. Por el tamaño y el estilo, yo diría que se hizo hace cuatro o cinco años. El estudio de fotografía es Stereoscopic Company, en Londres; y el número del negativo, el 111.492. Vaya a verlos y pídales que consulten sus libros y le faciliten el nombre y la dirección del caballero. Cuando lo tenga, vuelva aquí.

—¿Es el hombre que buscamos? —pregunté.

—Creo que sí.

—¿Cómo diantres ha encontrado ese retrato?

—Cuando la señorita Hargreaves se quedó dormida, me entretuve hojeando el álbum de fotos que guarda en su tocador. Es un álbum antiguo, lleno de retratos de familiares y amigos. Creo que había más de cincuenta; algunos probablemente de compañeros de estudios. Se me ocurrió que tal vez descubriera algo, ya sabe usted. La gente va recibiendo retratos, los conserva en un álbum y casi se olvida de ellos. Pensé que la señorita Hargreaves podía haberse olvidado.

—Pero ¿por qué ha elegido éste entre cincuenta? Supongo que habría retratos de otros caballeros.

—Pues sí, pero los fui mirando uno por uno y examiné el dorso y el margen.

Cogí la fotografía para observarla y vi que en el dorso se había borrado una inscripción y que la superficie estaba rugosa.

—Han empleado borrador de tinta —dijo Dorcas—. Eso me hizo concentrarme en esta fotografía en particular. Ahí había escrito un nombre o alguna palabra que la señorita Hargreaves no quería que nadie viese.

—Eso son solo conjeturas.

—Pues sí, pero la propia foto ofrece una certeza. Fíjese bien en el diamante del alfiler de la corbata. ¿Qué forma tiene?

—Parece una V pequeña.

—Exacto. Hace unos años estaba de moda que los caballeros llevaran su inicial en el alfiler. Es la V de Victor. Si a eso le sumamos que han borrado lo escrito, creo que vale la pena ir a Londres y averiguar el nombre y la dirección que corresponden a este negativo en los libros de la Stereoscopic Company.

Antes de las dos estaba interrogando al director del estudio fotográfico, que no tuvo reparos en consultar sus libros. La foto se había tomado hacía seis años, y las señas del caballero eran: Victor Dubois, Anerley Road, Norwood.

Siguiendo las instrucciones de Dorcas, fui a la dirección que me habían indicado y pregunté por el señor Victor Dubois. Allí no vivía nadie con ese nombre. Los actuales inquilinos llevaban tres años en la casa.

Cuando volvía por la calle, me encontré con un cartero y decidí preguntarle si conocía a algún vecino con ese apellido. Lo pensó un momento.

—Sí, ahora que caigo, aquí vivía un Dubois, en el número …, pero de eso hace lo menos cinco años. Era un caballero mayor, de pelo blanco.

—Un caballero mayor… ¡Victor Dubois!

—Ah, no… el caballero se llamaba mounseer Dubois, pero también había un Victor. Supongo que sería su hijo, porque vivía con él. Me acuerdo del nombre. Recibía cartas casi a diario, a veces hasta dos al día, siempre con la misma caligrafía, de una dama… por eso me fijé.

—Y ¿no sabe usted adónde han ido el señor Dubois y su hijo?

—No. Oí decir que el anciano perdió la cabeza y lo ingresaron en un manicomio. Pero ya no viven en mi zona.

—¿No sabrá por casualidad cuál era su profesión?

—Pues sí, lo decía en una placa de bronce: profesor de idiomas.

Volví a la ciudad y cogí el primer tren a Godalming para informar a Dorcas del resultado de mis pesquisas sin pérdida de tiempo.

Quedó muy satisfecha y elogió mi trabajo. A continuación tocó la campana —estábamos en el comedor—, y poco después entró un lacayo.

—¿Puede decirle al coronel que me gustaría verlo? —le pidió Dorcas, y el lacayo fue a dar el recado.

—¿Va a contárselo todo? —pregunté.

—No voy a contarle nada de momento. Quiero que él me diga algo.

Entró el coronel. Parecía cansado y saltaba a la vista su preocupación.

—¿Tiene algo que contarme? —preguntó ávidamente—. ¿Ha descubierto lo que mi pobre hija me está ocultando?

—Me temo que todavía no puedo decírselo, pero quería hacerle unas preguntas.

—Ya le he contado todo lo que sé —contestó, con un deje de fastidio.

—Me ha contado todo lo que recuerda. Ahora intente pensar. Su hija, antes de que regresara usted de la India, vivía con su tía en Norwood. ¿Dónde estudió desde que volvió a Inglaterra?

—Primero fue a una escuela en Brighton, pero desde que cumplió los dieciséis años recibió enseñanza privada en casa.

—Supongo que tendría profesores… de música, de francés…

—Sí, eso creo. Yo pagaba las facturas. Mi hermana me las enviaba a la India.

—¿Recuerda usted el apellido Dubois?

El coronel se quedó pensativo.

—¿Dubois? ¿Dubois? ¿Dubois? —dijo—. Me suena vagamente que ese apellido figuraba en las cuentas que me enviaba mi hermana, pero no sabría decirle si era de una modista o de un profesor de francés.

—Entonces, vamos a suponer que su hija recibía clases de francés en Norwood de un profesor llamado Dubois. Ahora, dígame: ¿en alguna de las cartas que le escribió su difunta hermana, mencionó algo de Maud que le preocupara?

—Solo una vez —contestó el coronel—, pero todo se aclaró poco después. Un día mi hija salió de casa a las nueve de la mañana y no volvió hasta las cuatro de la tarde. Su tía estaba muy enfadada. Maud dijo que se había encontrado con unos amigos en el Palacio de Cristal, donde iba a clases de dibujo, y había acompañado a una de sus compañeras a la estación. Subió con ella al coche, y el tren arrancó antes de que pudiera bajarse, así que tuvo que ir hasta Londres. Creo que mi hermana me lo contó para darme a entender que merecía una buena compensación por cuidar de mi hija.

—¿Se fue a Londres? —musitó Dorcas—. Y ¡podía haberse bajado en la siguiente estación, a tres minutos de Norwood! —Y, volviéndose al coronel, dijo—: Dígame, coronel, cuando falleció su mujer, ¿qué hizo usted con su alianza nupcial?

—¡Santo cielo, señora! —exclamó el coronel, levantándose y dando vueltas por el comedor—. ¿Qué tiene que ver la alianza nupcial de mi pobre mujer con que alguien arrojase a mi hija a ese lago?

—Lamento que mi pregunta le parezca absurda —dijo Dorcas sin perder la calma—, pero ¿tendría la amabilidad de responder?

—La alianza nupcial de mi difunta esposa está en el dedo de mi difunta esposa, en su ataúd, en el cementerio de Simla. Y ¡ahora quizá quiera usted explicarme a qué viene todo esto!

—Mañana —dijo Dorcas—. Ahora, si me disculpa, voy a dar un paseo con el señor Saxon. La doncella está con la señorita Hargreaves y se quedará con ella hasta que yo vuelva.

—Muy bien, muy bien —asintió el coronel—, pero le ruego, le suplico que me cuente todo lo que sepa lo antes posible. Estoy espiando a mi propia hija y eso es una monstruosidad, pero… pero… ¿qué voy a hacer? Ella se niega a contarme la verdad, y yo tengo que saberla… tengo que saberla por su bien.

El coronel tomó la mano que Dorcas le ofrecía.

—Gracias —dijo, con labios temblorosos.

Dorcas me habló con impaciencia en cuanto salimos de la casa.

—Le estoy tratando a usted muy mal —se disculpó—, pero su tarea ya casi ha terminado. Tiene que volver a la ciudad esta noche. Mañana, a primera hora, vaya a Somerset House. Pregunte por Daddy Green; es un investigador. Dígale que va de mi parte y entréguele esta nota. Cuando haya encontrado lo que busco, envíeme un telegrama y vuelva en el siguiente tren.

Miré la nota, y vi que Dorcas había escrito:

Información solicitada:

Matrimonio de Victor Dubois y Maud Eleanor Hargreaves. Celebrado en Londres, posiblemente entre 1905 y 1908.

—¿Qué le hace pensar que se han casado? —pregunté, levantando la vista de la nota.

—Esto —dijo. Y sacó del monedero una alianza nupcial muy poco usada—. La encontré entre un montón de baratijas, en el fondo de una caja que según la doncella era el joyero de la señorita. Me tomé la libertad de probar todas las llaves hasta que logré abrirlo. Un joyero revela muchos secretos a quienes saben interpretarlos.

—Y ¿a partir de eso concluyó que…?

—Que no habría guardado una alianza nupcial si no hubiera pertenecido a un familiar o la hubiera llevado en su propia mano. Está casi nueva, ¿lo ve? Eso significa que se la quitó inmediatamente después de la ceremonia. Le pregunté al coronel por la alianza de su mujer solo para asegurarme.

Me presenté en Somerset House, según lo acordado, y poco después del mediodía el investigador me entregó un papel. Era una copia del certificado de matrimonio de Victor Dubois, soltero, de veintiséis años, y Maud Eleanor Hargreaves, de veintiuno años, en Londres, el año 1906. Envié el telegrama para dar la noticia limitándome a decir «Sí», y la fecha, y regresé en el primer tren.

Cuando llegué a Orley Park tuve que llamar varias veces antes de que alguien abriera las verjas. Por fin, la señora Peters, muy pálida y alterada, vino corriendo y se disculpó por haberme hecho esperar.

—¡Ay, señor! ¡Qué tragedia! ¡Un cadáver en el lago!

—¡Un cadáver!

—Sí, señor… Un hombre. Esa enfermera que vino con usted estaba remando en el lago y ha debido de empujarlo con el remo, porque salió a flote cubierto de algas. Es un hombre, señor, y yo creo que es el mismo al que yo vi en las verjas esa noche.

—¡El hombre de ojos dementes! —exclamé.

—¡Sí, señor! ¡Es terrible! Primero la señorita Maud y ahora esto. ¿Qué puede significar?

Encontré a Dorcas en la orilla del lago, donde Peters y dos de los jardineros cargaban el cuerpo del ahogado en la barca de remos.

Dorcas les daba instrucciones.

—Acuéstenlo en la barca y cúbranlo con una lona. ¡Que nadie toque nada hasta que venga la policía! Iré a buscar al coronel.

Me vio al dar media vuelta.

—¡Qué cosa tan terrible! ¿Es Dubois? —pregunté.

—Sí —dijo Dorcas—. Ayer sospeché que estaba aquí, pero quería encontrarlo personalmente, antes de pedir que dragasen el lago.

—¿Por qué?

—Bueno, no quería que le registraran los bolsillos. Podría ser que llevara encima documentos o cartas comprometedoras para la señorita Hargreaves, y habrían salido a la luz con la investigación. Pero no había nada…

—¡Cómo! ¿Lo ha registrado usted?

—Sí, después de sacar al pobre hombre del agua con los remos.

—Y ¿cómo cree que se ahogó?

—Suicidio… locura. Al padre tuvieron que ingresarlo en un manicomio… Eso lo supo usted ayer en Norwood. Seguramente el hijo heredó esa tendencia. Parece un caso de manía homicida: atacó a la señorita Hargreaves, tras encontrarla al cabo de varios años de separación, y, creyendo que la había matado, se quitó la vida. La cuestión es que ella ahora es una mujer libre. No cabe duda de que su marido le causaba pavor, así que…

Adiviné lo que pensaba Dorcas cuando volvíamos juntos a la casa. En la puerta me tendió la mano.

—Será mejor que vaya a la posada y regrese usted esta noche a la ciudad —dijo—. Aquí ya no puede hacer nada más, y es preferible que se quede al margen. Yo volveré a casa mañana. Venga a Elm Tree Road a última hora de la tarde.

Al día siguiente, Dorcas me explicó lo que había ocurrido después de mi partida. Paul ya estaba al corriente de todo y, nada más verme, me agradeció efusivamente la ayuda que había prestado a su mujer. La señora Lester, por su parte, no pudo resistirse a señalar que jamás se había imaginado que una hija suya iría por el mundo pescando cadáveres para ganarse la vida.

Dorcas se lo contó todo al coronel. El pobre hombre estaba desquiciado, pero ella insistió en que la única forma de descubrir la verdad era que fueran juntos a hablar con la muchacha e intentaran convencerla, con los hechos en la mano, de que confesara todo lo demás.

Cuando el coronel le dijo a su hija que el hombre con el que se había casado era el mismo que la atacó esa noche, Maud se quedó perpleja y se puso histérica, pero, al saber que lo habían encontrado muerto en el lago, se asustó y lo confesó todo.

Veía a Victor Dubois con asiduidad cuando vivía en Norwood, al principio con su padre —su profesor de francés— y después a solas. Era apuesto, joven y romántico, y se enamoraron locamente. Ciertos asuntos obligaban a Victor a pasar una temporada en el extranjero, y le propuso que se casaran en secreto. Ella cometió la estupidez de aceptar, y se despidieron al salir de la iglesia. Maud volvió a casa y él emprendió su viaje esa misma noche.

De vez en cuando recibía cartas clandestinas de su marido. En una de ellas, Victor le contaba que su padre se había vuelto loco y tenían que ingresarlo en un manicomio, y le anunciaba su regreso. Volvió apenas el tiempo necesario para ocuparse del ingreso de su padre y una vez más abandonó el país. No supo de él en mucho tiempo, hasta que, por medio de una amiga de Norwood que conocía a los Dubois y a sus amistades, hizo algunas indagaciones. Victor había regresado a Inglaterra y había sufrido un accidente que le había causado graves lesiones cerebrales. Había perdido el juicio y lo habían internado en un manicomio.

La pobre muchacha decidió entonces guardar su matrimonio en secreto para siempre, sobre todo cuando su padre volvió de la India, pues sabía que se llevaría un disgusto tremendo si se enteraba de que su hija se había casado con un loco.

La noche del accidente, Maud salió a dar un paseo por la orilla del lago después de cenar. De pronto oyó un ruido, y los perros empezaron a ladrar. Entonces vio a Victor Dubois escalando el muro de la finca. Temiendo que los perros alertasen a Peters o a cualquier otra persona, corrió a tranquilizar a los animales mientras su marido saltaba la tapia.

—¡Ven! —le dijo, por miedo a que los mastines lo atacaran o volvieran a ladrar. Y lo llevó hasta el lago, que no se veía desde la casa ni desde el pabellón del guarda.

Con la emoción del momento, Maud se olvidó de que estaba trastornado. Al principio se mostró amable y cariñoso. Le explicó que había estado enfermo, en un manicomio, pero que estaba curado y le habían dado el alta recientemente. En cuanto recuperó la libertad, empezó a buscar a su mujer y supo, por un antiguo conocido de Norwood, que la señorita Hargreaves vivía con su padre en Orley Park, cerca de Godalming.

Ella le rogó que se marchara tranquilamente y le prometió que escribiría. Él intentó abrazarla y besarla, pero ella se apartó instintivamente. Entonces se puso furioso. Presa de una locura repentina, la agarró del cuello. Ella forcejeó y consiguió soltarse.

Estaban en la orilla. De buenas a primeras, él volvió a agarrarla del cuello y la empujó al lago. Se hundió hasta la cintura, pero logró arrastrarse hacia la orilla. Antes de alcanzarla, sin embargo, perdió el conocimiento, por suerte con la cabeza fuera del agua.

El asesino, quizá creyéndola muerta, debió de adentrarse en el lago y se ahogó.

Antes de abandonar Orley Park, Dorcas recomendó al coronel que dejase que la investigación siguiera su curso sin revelar lo sucedido. Bastaría con que dijera a la policía que un hombre cuya descripción coincidía con la del suicida había recibido recientemente el alta de un manicomio.

Más tarde tuvimos noticias de que un funcionario del manicomio fue citado a declarar, y el tribunal concluyó que Victor Dubois, un demente, entró en la finca por una u otra razón y se ahogó en el lago, presa de un arrebato de locura transitoria. El juez de instrucción señaló que tal vez la señorita Hargreaves, que no se encontraba en condiciones de comparecer ante el tribunal, no llegó a ver a su agresor, pero se asustó al oír sus pasos, lo que explicaría que se hubiera desmayado en la orilla del lago. De todos modos, la investigación se cerró con un veredicto convincente y, poco después, el coronel se llevó a su hija a Europa, pensando que el viaje le sentaría bien.

De todo esto, como es natural, no supimos nada la tarde siguiente al hallazgo del cadáver, cuando Dorcas volvió a acogerme bajo su techo una vez más.

Paul estaba encantado de tener a su mujer de nuevo en casa, y ella se entregó por completo a su marido, de ahí que aquella noche no tuviera ojos ni oídos para nadie más… ni siquiera para su fiel «ayudante».