La brigada de detectives del cuerpo de policía


(1850)

Ni mucho menos somos devotos de la antigua Policía de Bow Street. A decir verdad, creemos que abundaban allí los farsantes entre los hombres honrados. Eso por no hablar de que muchos de ellos eran individuos mediocres y demasiado dados a asociarse con ladrones y gentes de la peor calaña, que nunca perdían la ocasión de chalanear y comerciar con su trabajo para enriquecerse todo lo posible. Atosigados, además, por magistrados incompetentes y ávidos por ocultar sus propias deficiencias, y en conchabamiento con los plumillas de la época, llegaron a convertirse en una suerte de superstición. Y, aunque como policía preventiva eran completamente inútiles, y como investigadores poco fiables y faltos de rigor, hay quienes todavía conservan esa superstición hasta el día de hoy.

Por el contrario, la brigada de detectives que se constituyó desde que existe la actual Policía cuenta con individuos tan bien seleccionados y entrenados, procede con tanto método y tanta prudencia, desempeña su tarea con tanta profesionalidad y cumple con tanta discreción su compromiso de servicio público que los ciudadanos en realidad no la conocen lo suficiente para apreciar siquiera una décima parte de su valía. Animados por esta convicción e interesados por los propios individuos, comunicamos a las autoridades de Scotland Yard nuestro deseo, si no había objeciones de carácter oficial, de conversar con algunos detectives. Tras recibir una amable y pronta autorización, acordamos una cita en Londres, cierta tarde, con cierto inspector, para reunirnos en la sede de la redacción de Household Words, en Wellington Street, cerca del Strand. A esta reunión asistió el grupo que nos disponemos a describir. Permítasenos observar que, dejando a un lado aquellos asuntos que por razones obvias no deben divulgarse en forma impresa, por ser injuriosos para la opinión pública o desagradables para las gentes de bien, nuestra descripción es todo lo exacta que nos ha sido posible.

Tenga el lector la bondad de imaginar el sanctasanctórum de Household Words. Cada cual puede representarse esa magnífica cámara de la manera que más agrade a su imaginación. Únicamente estipulamos una mesa redonda en el centro, con vasos y cigarros alrededor, y el elegante sofá de la editorial colocado entre esta majestuosa pieza de mobiliario y la pared.

Es un atardecer sofocante. Los polvorientos adoquines de Wellington Street están calientes, y los aguadores y cocheros del teatro, al otro lado de la calle, acalorados y exasperados. No cesan de llegar carruajes con personas que acuden al País de las Hadas, y, por las ventanas abiertas, entran de vez en cuando gritos y alaridos ensordecedores.

Justo cuando empieza a oscurecer, se anuncia la llegada de los inspectores Wield y Stalker, si bien no nos comprometemos a garantizar la correcta ortografía de ninguno de los nombres que aquí se mencionan. El inspector Wield presenta al inspector Stalker. El inspector Wield es un hombre de mediana edad y porte señorial, con los ojos grandes, vivos y sagaces, la voz ronca y la costumbre de hacer hincapié en sus palabras con ayuda de un grueso dedo índice en constante yuxtaposición con su mirada o su nariz. El inspector Stalker es un escocés práctico y perspicaz, no muy distinto en apariencia de un agudo director de escuela que hubiera superado con éxito su formación en la Escuela Normal de Glasgow. Al inspector Wield quizá podría tomársele por lo que es; al inspector Stalker jamás.

Concluidas las ceremonias de recepción, los inspectores Wield y Stalker señalan que han venido acompañados de algunos sargentos. Nos presentan a los sargentos, cinco en total: el sargento Dornton, el sargento Witchem, el sargento Mith, el sargento Fendall y el sargento Straw. Contamos con la presencia de toda la brigada de detectives de Scotland Yard, con una excepción. Se sientan en semicírculo (los inspectores en los extremos) a escasa distancia de la mesa redonda, frente al sofá. Todos ellos, con una rápida ojeada, hacen inventario de los muebles y trazan un boceto preciso del representante editorial. El editor tiene la sensación de que cualquiera de aquellos caballeros podría, llegado el caso, detenerlo sin la menor vacilación en un plazo de veinte años.

Todos visten de paisano. El sargento Dornton tiene alrededor de cincuenta años y es un hombre rubicundo, con la frente alta y tostada por el sol y aspecto de haber servido en el ejército. Podría haber posado para Wilkie Collins en su retrato del soldado protagonista de La lectura del testamento. Tiene fama de seguir escrupulosamente el método inductivo y, a partir de un modesto comienzo, avanzar de pista en pista hasta que logra cazar a su hombre. El sargento Witchem, de estatura inferior y complexión más corpulenta, con el rostro picado de viruela, tiene un aire reservado y pensativo, como si estuviera absorto en complicados cálculos aritméticos. Destaca por su conocimiento de los carteristas. El sargento Mith, un hombre de presencia tranquila, tez lozana y suave y un extraño aire de sencillez, es un as para los desvalijadores de viviendas. El sargento Fendall, rubio, cortés y de habla educada, es un prodigio para las investigaciones privadas de carácter delicado. El sargento Straw, pequeño y nervudo, de ademanes afables e instinto infalible, sería capaz de llamar a cualquier puerta para interrogar a cualquier persona que se le ordene, de un colegial para arriba, con una apariencia tan inocente como un recién nacido. Son, todos ellos, hombres de apostura respetable, excelente conducta e inteligencia fuera de lo común, sin un ápice de indolencia o de encorsetamiento en sus maneras y con trazas de observar con agudeza y comprender con prontitud; y en su fisonomía, con mayor o menor intensidad, se observa que están acostumbrados a llevar una vida sometida a una fuerte tensión mental. Todos tienen buen ojo, y todos miran atentamente a su interlocutor.

Encendemos los cigarros, servimos las copas (muy moderadamente, todo hay que decirlo) y la conversación comienza con una modesta referenciaamateur a la delincuencia de guante blanco por la parte editorial. El inspector Wield se retira al punto el cigarro de los labios y levanta la mano derecha:

—En lo que respecta a la delincuencia de guante blanco, señor, no puedo recomendarle a nadie mejor que el sargento Witchem. Y ¿eso por qué? Le diré por qué. No hay en todo Londres un oficial que conozca mejor que él a los delincuentes de guante blanco.

Nos da un vuelco el corazón al contemplar este arco iris en el cielo, y miramos al sargento Witchem, que, con mucha concisión y eligiendo muy bien sus palabras, va directamente al grano. Sus compañeros lo escuchan con hondo interés y observan el efecto de sus explicaciones. Intervienen luego, uno o dos al tiempo, cuando se presenta la oportunidad, y la conversación pasa a ser general, aunque se observa que se expresan únicamente en ayuda mutua —nunca en ayuda de la contradicción—, y no hay fraternidad más amigable que la que une a todos ellos. De la delincuencia de guante blanco pasamos a casos análogos de ladrones, peristas, bailarinas de establecimientos públicos y rateros de barrio, como se designa a los jóvenes «sin oficio ni beneficio», entre otras «escuelas». Se aprecia en sus revelaciones que el inspector Stalker, el escocés, es siempre exacto y fiel a la estadística, de manera que, cuando se plantea una cuestión numérica, todos guardan silencio tácitamente y lo miran.

Una vez agotadas las distintas escuelas artísticas —con plena atención del grupo al completo, menos cuando un ruido extraño procedente del teatro induce a alguno de los caballeros a mirar por la ventana con aire inquisitivo por detrás de la espalda de su compañero—, solicitamos información sobre asuntos como los que seguidamente se reseñan. Si es verdad que hay en Londres robos a mano armada o si alguna circunstancia que a la parte agraviada no conviene mencionar precede normalmente a los delitos denunciados bajo este epígrafe y por tanto modifica completamente su naturaleza. En general lo segundo, casi siempre. Si, en el caso de robos en viviendas, cuando los criados quedan necesariamente expuestos a la duda, la inocencia bajo sospecha se convierte alguna vez en presunción de culpabilidad, y por tanto un buen oficial debe ser muy cauto en sus juicios. Sin duda. No hay nada tan común ni tan engañoso en un primer momento como esas apariencias. Si se da la circunstancia de que, en un lugar de esparcimiento público, un ladrón reconoce a un agente y un agente reconoce a un ladrón —suponiendo que previamente fueran extraños el uno para el otro—, porque cada cual advierte en el otro, por más que intente disimularlo, una falta de atención a lo que ocurre a su alrededor y una intencionalidad que no es la de entretenerse. Sí. Así es exactamente. Si es razonable o es absurdo confiar en las supuestas experiencias de los ladrones, tal como ellos mismos las narran en prisiones, en penitenciarías o donde sea. En general, no hay nada más absurdo. Mentir es su costumbre y su negocio, y mentirían, aun cuando no tuvieran interés en hacerlo para hacerse pasar por personas agradables, antes que decir la verdad.

De estas cuestiones pasamos a repasar los crímenes más célebres y atroces cometidos en el curso de los últimos quince o veinte años. Los hombres que han participado en el descubrimiento de todos y cada uno de estos casos, así como en el seguimiento o la detención de los asesinos, están aquí. Fue uno de nuestros invitados quien siguió y abordó el barco cargado de emigrantes en el que supuestamente había embarcado la última mujer asesina que sería ahorcada en Londres. Por él sabemos que su misión no se dio a conocer entre los pasajeros, que aún hoy tal vez sigan ignorando lo que allí ocurrió. Sabemos que bajó a los camarotes, con el capitán, lámpara en mano —era de noche y todo el pasaje estaba acostado y mareado—, para entablar, con la señora Manning, que iba a bordo, una conversación sobre su equipaje, hasta que, después de muchas reticencias, la dama se vio obligada a levantar la cabeza y volver el rostro hacia la luz. Convencido entonces de que no era la persona a quien buscaba, nuestro hombre regresó tranquilamente a la patrullera que lo había llevado hasta allí, y volvió a casa con esta información.

Cuando habíamos agotado también estos temas, que ocuparon buena parte de la conversación, dos o tres oficiales se levantaron de sus asientos, le susurraron algo al sargento Witchem y volvieron a su sitio. El sargento Witchem se inclinó un poco hacia delante, apoyó una mano en cada pierna y dijo con humildad:

—Me piden mis compañeros un breve relato de cómo detuve a Tally-ho Thompson. No está bien que un hombre se jacte de sus hazañas, pero, como no había nadie conmigo, y por tanto nadie más que yo puede contarlo, lo haré lo mejor que pueda, si dan ustedes su permiso.

Aseguramos al sargento Witchem que nada nos agradaría más, y nos disponemos todos a escuchar con sumo interés y atención.

—Tally-ho Thompson —dice el sargento Witchem, después de mojarse los labios en el brandy con agua—, Tally-ho Thompson era un famoso cuatrero, embaucador y timador que, en connivencia con un compinche que a veces trabajaba con él, había estafado a un campesino una importante suma de dinero con la promesa de eximirlo de una obligación, el antiguo reclutamiento regular, y más tarde estuvo implicado en un revuelo en torno a un caballo… un caballo que robó en Hertfordshire. Me encomendaron la búsqueda de Thompson, y lo primero que hice, como es lógico, fue averiguar su paradero. Resultó que la mujer de Thompson y su hija de corta edad vivían en Chelsea. Sabiendo que Thompson no había salido del país, vigilé la casa, principalmente por las mañanas, a la hora de la llegada del correo, con la idea de que era muy probable que el marido escribiera a su mujer. Tal como esperaba, una mañana llega el cartero y entrega una carta en la puerta de la señora Thompson. Una niña abre la puerta y recoge la carta. No siempre podemos confiar en los carteros, aunque los empleados de las oficinas de correos son siempre muy atentos. Un cartero puede ayudarnos o no: nunca se sabe. De todos modos, cruzo la calle y le digo al cartero, cuando ya ha entregado la carta:

»—Buenos días. ¿Cómo está usted?

»—¿Cómo está USTED? —contesta.

»—Acaba de entregar una carta para la señora Thompson.

»—Así es.

»—¿Por casualidad se ha fijado en el matasellos?

»—No. No me he fijado.

»—Verá. Seré sincero. Tengo un pequeño negocio. Le di un crédito a Thompson, y no puedo permitirme perder lo que me debe. Sé que tiene dinero y que está en el país. Si usted pudiera decirme de dónde era el matasellos, se lo agradecería mucho: le haría usted un gran favor a un pequeño comerciante que no puede permitirse una pérdida.

»—Bueno. Le aseguro que no me he fijado en el matasellos. Lo que sí sé es que dentro de esa carta había dinero… Yo diría que un soberano.

»Me bastó con esta información, pues sabía, como es natural, que si Thompson le había enviado dinero a su mujer era probable que ella respondiera, a vuelta de correo, para acusar recibo. Conque le di las gracias al cartero y seguí vigilando. Por la tarde vi salir a la niña. La seguí, lógicamente, y vi que entraba en una papelería. Ni que decir tiene que me asomé a mirar por el escaparate. Compró papel, sobres y una pluma. Y me dije: “Ya está. No la pierdas de vista y sigue esperando”, pues sabía que la señora Thompson escribiría a Tally-ho y echaría la carta al correo ese mismo día. En cuestión de una hora, la niña volvió a salir con la carta en la mano. Me acerqué a ella y le dije lo primero que se me ocurrió, pero no logré ver la dirección escrita en el sobre, porque lo llevaba del revés. Observé, sin embargo, que en el remite había lo que llamamos un beso, una gota de cera al lado del sello, y, una vez más, como puede comprenderse, me bastó con eso. La niña dejó la carta en la oficina de correos, y esperé a que saliera antes de entrar y preguntar por el jefe.

»—Verá —le expliqué al jefe—. Soy oficial de la brigada de detectives. Acaban de entregar una carta con un beso, para un hombre al que estoy buscando. Y lo que quiero pedirle es que me permita ver la dirección que figura en el sobre.

»Fue muy amable. Sacó un montón de cartas del buzón de la ventana, y las fue dejando en el mostrador con los sobres boca abajo hasta que apareció la marca del beso. Iba dirigida al señor Thomas Pigeon, Oficina de Correos, B., para conservar hasta que la reclamasen. Esa misma noche me puse camino de B., a unos doscientos kilómetros. A primera hora de la mañana fui a la oficina de correos, hablé con el encargado, le dije quién era y le expliqué que tenía la misión de localizar y seguir a la persona que recogiese la carta dirigida al señor Thomas Pigeon. Fue muy correcto.

»—Le ofreceremos toda nuestra ayuda —dijo—. Puede esperar aquí, en la oficina, y le avisaremos si alguien viene a recoger la carta.

»Pues bien, pasaron tres días, y ya empezaba a pensar que nadie iría a recoger la carta. Por fin, un empleado me susurró:

»—¡Eh, detective! ¡Han venido a por la carta!

»—Entreténgalo un minuto —contesté, y salí corriendo. Vi a un joven con pinta de palafrenero, que sujetaba un caballo de la brida mientras esperaba en la ventanilla. Empecé a acariciar al caballo, y le dije al chico—: Pero ¡si ésta es la yegua del señor Jones!

»—No. No lo es.

»—¿No?

»—¡Se parece mucho a la yegua del señor Jones! Pero no es la yegua del señor Jones. Es del señor Fulano de Tal, del Warwick Arms. —Y, dicho esto, subió al caballo y se marchó con la carta.

»Paré un coche, lo seguí sin pérdida de tiempo y llegué tan deprisa que cuando entraba yo por una puerta a las cuadras del Warwick Arms él entraba por la otra. Fui a la taberna, atendida por una joven, y pedí una copa de brandy con agua. Al momento llegó el chico y le entregó la carta. La muchacha la miró por encima, sin decir nada, y la dejó detrás del espejo de la chimenea. ¿Qué hacer a continuación?

»Estuve pensando, mientras me tomaba el brandy, sin apartar la vista de la carta, pero no se me ocurría nada. Traté de alojarme en la fonda, pero había una feria ecuestre o algo por el estilo, y no quedaban habitaciones. Tuve que buscar otro alojamiento y pasar un par de días entrando y saliendo de la taberna. La carta seguía en el mismo sitio, detrás del espejo. Entonces se me ocurrió escribir al señor Pigeon, para ver qué pasaba. Y eso hice: escribí y eché la carta al correo, pero la dirigí intencionadamente al señor John Pigeon, en vez de al señor Thomas Pigeon. Esa mañana, una mañana muy lluviosa, vi al cartero en la calle y lo adelanté para entrar en el Warwick Arms antes que él. Al momento llegó con mi carta:

»—¿Se aloja aquí un tal John Pigeon?

»—No… Espere un momento —dijo la tabernera. Y cogió la carta de detrás del espejo—. No. Es Thomas Pigeon, y no se aloja aquí. ¿Me haría el favor de enviar esta carta por mí, ya que llueve tanto?

»El cartero dijo que sí, y la joven metió su carta en un sobre, escribió la dirección y se la dio al cartero. El hombre se guardó la carta debajo del sombrero y se marchó.

»No me costó mucho averiguar el destino de aquella carta. Iba dirigida a Thomas Pigeon, Oficina de Correos, R. Northamptonshire, para conservar hasta que la reclamasen. Fui a R. sin perder un momento y me presenté en la oficina de correos, como ya había hecho en B. Y una vez más tuve que esperar tres días antes de que alguien diera señales de vida. Por fin llegó otro joven, también a caballo.

»—¿Hay alguna carta para el señor Thomas Pigeon?

»—¿De dónde viene usted?

»—De New Inn, cerca de R.

»Cogió la carta y se marchó a medio galope.

»Hice algunas pesquisas sobre New Inn y, al saber que era una casa bastante solitaria, dedicada al negocio de los caballos, a unos kilómetros de la estación, decidí ir a echar un vistazo. Era tal como me lo habían descrito. Entré con aire despreocupado e intenté trabar conversación con la dueña, que atendía la taberna. Le pregunté qué tal iba el negocio, hablé del tiempo y cosas por el estilo, y en ésas estábamos cuando, al otro lado de una puerta abierta, vi a tres hombres, sentados junto al fuego en una especie de sala o cocina. Uno de ellos, según la descripción que me habían dado de él, ¡era Tally-ho Thompson!

»Fui a sentarme con ellos y me esforcé por crear un ambiente agradable, pero eran muy reservados y no decían nada: me miraban y se miraban entre sí de una manera que distaba mucho de ser sociable, así que sopesé la situación y, viendo que los tres eran más grandes que yo, que tenían cara de pocos amigos, que me encontraba en un rincón muy apartado, a cinco kilómetros de la estación, y que no tardaría en caer la noche, juzgué que lo mejor que podía hacer era tomar un trago de brandy con agua para conservar el valor. Así que pedí mi brandy con agua y me senté a saborearlo junto al fuego, pero entonces Thomas se levantó y se fue.

»El problema era que yo no estaba seguro de que aquel hombre fuese Thompson, porque no lo había visto nunca, y necesitaba tener la certeza de que efectivamente era él. Por lo tanto, no tenía más remedio que seguirlo y plantar cara a la situación. Lo encontré en el patio, hablando con la patrona. Más tarde supe que un oficial de Northampton también lo buscaba por otro asunto y, como resultó que este oficial tenía marcas de viruela, igual que yo, me había confundido con él. Como ya he dicho, estaba en el patio, hablando con la patrona. Le puse una mano en el hombro, así, y le dije:

»—Tally-ho Thompson, es inútil que intentes huir. Te conozco. Soy un oficial de Londres y he venido a detenerte.

»—¡Maldita sea! —dijo.

»Entramos en la fonda, y los otros dos se pusieron farrucos. No me gustó nada la pinta que tenían.

»—Déjelo en paz. ¿Qué va a hacer con él?

»—Esto es lo que voy a hacer con él. Voy a llevarlo a Londres esta misma noche, tan seguro como que estoy vivo. No he venido solo, aunque lo parezca. No metáis las narices en lo que no os incumbe. Será mejor para vosotros, porque os conozco muy bien. —No los había visto en la vida, ni sabía nada de ellos, pero se acobardaron un poco al ver que les plantaba cara, y se apartaron mientras Thompson se preparaba para salir. No obstante, pensé que podían seguirme en la oscuridad para rescatar a Thompson, y pregunté a la patrona—: ¿Cuántos hombres hay en la casa?

»—Aquí no hay ningún hombre —contestó de malos modos.

»—Tendrán ustedes un palafrenero, ¿no?

»—Sí, tenemos un palafrenero.

»—Dígale que venga.

»Al poco llegó un muchacho con el pelo sucio y revuelto.

»—Escúchame bien, joven. Soy oficial de la brigada de detectives de Londres. Este hombre se llama Thompson. He venido a detenerlo. Voy a llevarlo a la estación de ferrocarril. Te pido, en nombre de la reina, que me ayudes, y ten en cuenta que si no lo haces, te buscarás más problemas de los que puedas imaginar. —El chico se quedó de piedra—. ¡Vamos, Thompson! —dije. Pero, cuando saqué las esposas, Thompson gritó:

»—¡No! ¡Nada de esposas! ¡No las soporto! ¡Iré con usted tranquilamente, pero no soporto las esposas!

»—Tally-ho Thompson. Estoy dispuesto a portarme como un hombre contigo si tú estás dispuesto a portarte como un hombre conmigo. Dame tu palabra de que vendrás pacíficamente y no te esposaré.

»—Le doy mi palabra —contestó Thompson—, pero antes de salir tomaré una copa de brandy.

»—A mí tampoco me vendrá mal —dije.

»—Nosotros también tomaremos una copa —dijeron los amigos—. Y usted, agente, deje que el chico también tome una.

»No puse objeciones, y así tomamos todos una ronda, el palafrenero me acompañó a la estación con Tally-ho Thompson y esa misma noche lo traje a Londres. Lo soltaron poco después, por un defecto de forma, y tengo entendido que me pone por las nubes y dice que soy de lo mejorcito que hay.

El relato concluyó con un aplauso general, y, tras una pausa, el inspector Wield miró a su anfitrión y empezó a decir:

—Tampoco estuvo mal lo mío con Fikey, ese hombre al que acusaron de falsificar los bonos de la South Western Railway. Ocurrió hace poco. Le contaré cómo fue.

»Tenía yo información de que Fikey y su hermano eran propietarios de un negocio, por ahí —dijo, señalando hacia la zona de Surrey, al otro lado del río—, y compraban carruajes de segunda mano. Después de intentar cazarlo por otros medios, y viendo que no iba por buen camino, le escribí una carta, con nombre ficticio, en la que le decía que tenía un caballo y una silla de posta de los que quería deshacerme, le anunciaba que pasaría a verlo al día siguiente para que les echase un vistazo, y le hacía una oferta… muy razonable, todo hay que decirlo: una auténtica ganga. Después fui con Straw a ver a un amigo mío que trabaja en el negocio del transporte, y le alquilamos un vehículo magnífico, muy elegante, ¡una maravilla! Nos pusimos en camino con otro amigo, que no es del cuerpo de policía, y una vez llegamos a nuestro destino dejamos a mi amigo al cuidado del caballo, en una taberna, y nos acercamos andando hasta el taller de Fikey, que estaba un poco apartado. Trabajan en el negocio un buen número de hombres fornidos, y comprendí que no era buen sitio para mis planes. Eran demasiados. Teníamos que sacar a nuestro hombre de allí.

»—¿Está el señor Fikey?

»—No, no está.

»—¿Lo esperan pronto?

»—No muy pronto.

»—¿Y está su hermano?

»—Yo soy su hermano.

»—¡Ah, bien! Verá, esto es un contratiempo. Le escribí una carta ayer, para decirle que quería deshacerme de un vehículo pequeño. Me he tomado la molestia de venir hasta aquí, y ahora resulta que no está.

»—No, no está. ¿No podría volver en otro momento?

»—Lo cierto es que no. Quiero vender. Y no puedo esperar. ¿No sabe dónde encontrarlo?

»Primero dijo que no, que no sabía, que no estaba seguro, pero luego dijo que iba a ver. Subió las escaleras hasta una especie de desván, y al momento volvió con mi hombre, en mangas de camisa.

»—Vaya, por lo visto tiene usted mucha prisa —dijo.

»—Pues sí, tengo bastante prisa, y verá usted que es un buen trato, una ganga.

»—No tengo una necesidad especial de hacer un trato en este momento, pero ¿dónde está el coche?

»—Está ahí fuera. Venga a verlo.

»No sospechó nada, así que vino con nosotros. Y lo primero que ocurre entonces es que a mi amigo, que sabe de conducir lo mismo que un niño, se le desboca el caballo, y el animal empieza a trotar por la carretera, presumiendo de su paso. ¡No se imagina usted lo bien que salió la jugada!

»Cuando el coche por fin se detuvo, Fikey lo examinó con la gravedad de un juez, y lo mismo hice yo.

»—¡Ahí lo tiene, señor! ¡Es una maravilla!

»—No tiene mal estilo —dice Fikey.

»—Desde luego que no. ¡Y mire qué caballo! —Porque vi que lo estaba observando—. ¡Va para ocho! —digo, frotándole las patas delanteras. (No hay nadie en el mundo que entienda menos de caballos que yo, pero, estando en las cuadras, le oí decir a mi amigo que tenía ocho años, y por eso dije, con aire de entendido: «Va para ocho».)

»—Conque va para ocho, ¿eh?

»—Eso es.

»—Bien, ¿cuánto quiere por él?

»—Mi primera y última palabra, por el lote completo, son veinticinco libras.

»—¡Eso es muy barato! —dice, mirándome—. ¿No cree?

»—Ya le dije que era una ganga. Sin discusiones ni regateos. Lo que quiero es vender, y ése es mi precio. Además, se lo pondré fácil. Aceptaré la mitad del dinero ahora y un pagaré más adelante.

»—Bueno, la verdad es que es muy barato.

»—Desde luego que sí. Suba y pruébelo. Verá cómo lo compra. ¡Vamos, pruébelo!

»Dicho y hecho. Subimos al coche y pasamos por delante de la taberna, para que uno de los empleados de la estación, que estaba escondido detrás de la ventana, pudiera identificarlo. Pero el hombre no estaba seguro de si era o no era él. ¿Por qué razón? Le diré por qué: porque se había afeitado el bigote.

»—Es un caballo muy listo —dice Fikey—, y trota muy bien. Y la silla parece ligera.

»—Desde luego que sí —le digo—. Y ahora, señor Fikey, vayamos al grano, sin hacerle perder más tiempo. Lo cierto es que soy el inspector Wield, y está usted detenido.

»—¿No lo dirá en serio?

»—Por supuesto que lo digo en serio.

»—¡En ese caso estoy acabado!

»Me parece a mí que en la vida se ha visto a un hombre más perplejo.

»—Espero que me permita coger mi abrigo —dice.

»—¡Faltaría más!

»—En ese caso, volvamos al taller.

»—No me parece buena idea. Ya he estado allí. Pediremos que alguien vaya a buscarlo.

»Vio que no había alternativa, así que mandó a buscar su abrigo, se lo puso y lo trajimos a Londres cómodamente.

No ha alcanzado aún este recuerdo la cumbre de su éxito cuando se hace una proposición general al oficial de tez lozana y suave y aspecto de hombre sencillo para que cuente la historia del «carnicero».

El oficial de tez lozana y suave y aspecto de hombre sencillo, con una sonrisa tosca y un tono de voz agradable y envolvente, comenzó a relatar la historia del carnicero:

—Hará unos seis años que se dio aviso a Scotland Yard de los numerosos robos de sedas y batistas que se estaban cometiendo en unos almacenes de venta al por mayor de la ciudad. Recibimos órdenes de inspeccionar el negocio, y allá que fuimos, Straw, Fendall y yo.

—Y nada más recibir esas órdenes ¡se reunieron ustedes en consejo de ministros!

—Exactamente —dijo el oficial—. Le dimos muchas vueltas al asunto. Nuestras indagaciones revelaron que las telas se vendían a un precio insólitamente bajo, mucho más bajo del precio al que se venderían si las hubieran adquirido honradamente. Los compradores de la mercancía tenían importantes establecimientos en la ciudad, comercios muy respetables, uno de ellos en el West End y el otro en Westminster. Después de mucha vigilancia, muchas pesquisas y mucha discusión entre nosotros, descubrimos que el negocio de la venta de los artículos robados se dirigía desde una pequeña fonda próxima a Smithfield, al lado de la iglesia de San Bartolomeo. Los empleados de los almacenes textiles, que eran los ladrones, llevaban allí sus mercancías y ponían en contacto a los intermediarios con los compradores. Frecuentaban principalmente esta fonda carniceros llegados del campo y en situación de necesidad, y ¿qué hicimos? Pues, ja, ja, ja, ¡decidimos que yo me haría pasar por carnicero y me alojaría allí!

Nunca, seguramente, se ha hecho mejor uso de la facultad de observación al servicio de un fin que cuando se seleccionó a este oficial para interpretar dicho papel. No había nada en el mundo que casara mejor con su aspecto. Incluso cuando hablaba se convertía en un gordo, somnoliento, tímido, afable, risueño y nada sospechoso carnicero. Su mismo pelo parecía impregnado de sebo, pues lo llevaba peinado hacia atrás, y su tez lozana, el resultado de la ingesta de grandes cantidades de pienso animal.

—Así que… ja, ja, ja —siempre con la risa confiada del carnicero joven y corto de luces—, me vestí de paisano, cogí un hato de ropa y fui a la fonda a preguntar si podía alojarme. Me dijeron que sí, que podía alojarme, me dieron una habitación y me instalé. Había bastante gente en la casa y mucho trasiego a todas horas. Y primero uno y luego otro me preguntan: «¿Eres del país, muchacho?» «Sí —digo—. Vengo de Northamptonshire y estoy muy solo aquí, porque no conozco Londres y es una ciudad enorme.» «Sí que es grande», dicen. «Es MUY grande —digo—. La verdad es que nunca he estado en una ciudad como ésta. ¡Me marea!» Y cosas por el estilo, ya sabe usted.

»Unos carniceros que se alojaban en la casa se enteraron de que buscaba trabajo, y me dijeron: “Nosotros te ayudaremos a encontrarlo”. Y me llevaron a un montón de sitios: a Newgate Market, Newport Market, Clare, Carnaby… y qué sé yo dónde. Pero los salarios… ja, ja, ja… no eran suficientes, y no acababan de convencerme, ¿comprende usted? Al principio, algunos de los parroquianos habituales de la casa desconfiaban de mí, y tenía que ser muy cauto a la hora de comunicarme con Straw o con Fendall. A veces, cuando salía a dar un paseo, fingía pararme a mirar los escaparates, aunque en realidad solo echaba un ojo, y veía que me iban siguiendo; pero, como yo estaba acostumbrado a ese tipo de cosas más de lo que ellos se figuraban, a veces les hacía llegar muy lejos, hasta donde me parecía necesario o conveniente, y de buenas a primeras daba media vuelta, me encontraba con ellos y decía: “¡Ay, cuánto me alegro de veros! Esta ciudad me vuelve loco. Pues ¡no os digo que otra vez me he vuelto a perder!”. Volvíamos juntos a la fonda y… ja, ja, ja, nos fumábamos una pipa, ¿comprende usted?

»Tengo que reconocer que fueron muy amables conmigo. Muchas veces, mientras estuve viviendo allí, me sacaron a enseñarme la ciudad. Me enseñaron las prisiones, me enseñaron Newgate y, cuando me enseñaron Newgate, voy y me paro donde los guardias recogen su carga y digo: “¡Vaya! ¿Es aquí donde ahorcan a los hombres? ¡Ay, Dios!”. “¡Hay que ver —dicen— qué inocente es el pobrecillo! ¡Es ahí!” Señalan entonces a donde sí es, y digo: “¡Ay, Señor!”, y dicen: “¿A que ya no se te olvida?”. Les aseguré que intentaría recordarlo con todas mis fuerzas. El caso es que, mientras andábamos por ahí, iba yo con mil ojos, sabe usted, por miedo a que algún policía me reconociese y se acercara a saludarme, porque el plan se iría al traste en cuestión de un minuto. Por suerte, eso no llegó a ocurrir, y la misión siguió su rumbo, a pesar de los problemas que tenía para comunicarme con mis compañeros.

»Las mercancías robadas que llevaban a la fonda los empleados de los almacenes se dejaban siempre en un cuarto trasero. Pasó bastante tiempo hasta que pude entrar en aquel cuarto o ver qué hacían allí. Un día, estaba sentado junto a la chimenea, fumando mi pipa con aire inocente, cuando oí que algunos de los implicados en el robo, al entrar y salir de la fonda, preguntaban al patrón en voz baja: “¿Quién es ése? ¿Qué hace aquí?”. “¡Válgame Dios! —dijo el patrón—. No es más que —ja, ja, ja— un muchacho ingenuo que ha venido del campo y busca trabajo de carnicero. ¡No hay de qué preocuparse!” Con el paso del tiempo, todos llegaron a la conclusión de que yo era un ingenuo y se acostumbraron a mi presencia, y gracias a eso pude entrar en aquel cuarto con la misma libertad que ellos y comprobar que en una sola noche se vendían hasta setenta libras de la mejor batista, robada en un almacén de Friday Street. Los compradores siempre celebraban la transacción con una comida, una cena caliente o lo que fuese, y en esas ocasiones decían: “¡Ven aquí, carnicero! ¡Da un paso al frente con tu mejor pierna y súmate a nosotros, muchacho!”. Eso hacía yo, y compartiendo mesa con ellos me enteraba de todo tipo de detalles muy importantes para nuestra investigación.

»Así pasaron diez semanas. Viví en la fonda todo ese tiempo, sin quitarme el disfraz de carnicero más que para dormir. Por fin, cuando había seguido a siete ladrones y los tenía a tiro… así lo decimos nosotros, ¿sabe usted?… quiero decir que los había descubierto y sabía dónde cometían los robos y todo lo demás, Straw, Fendall y yo tomamos posiciones y, a la hora señalada, irrumpimos en la fonda y efectuamos las detenciones. Lo primero que hicieron mis compañeros fue echarme el guante, para que los ladrones no sospecharan que yo no era un carnicero, y el patrón se puso a gritar: “¡No se lo lleven! ¡A él no! Es un pobre muchacho del campo, incapaz de matar una mosca”. Pero ellos —ja, ja, ja— me cogieron igualmente y fingieron que registraban mi habitación, donde no encontraron nada más que un viejo violín del patrón que no sé yo cómo había ido a parar allí. El patrón cambió de opinión por completo al ver el violín, y dijo: “¡Mi violín! ¡El carnicero es un ladrón! ¡Deténganlo por el robo de un instrumento musical!”.

»El hombre que había robado las mercancías en Friday Street seguía suelto. Un día me había dicho, en confianza, que se olía algo raro, porque la policía había detenido a uno del grupo, y que iba a desaparecer temporalmente. “¿A dónde piensa ir, señor Shepherdson?”, le pregunté. “Pues verás, carnicero, conozco un sitio muy acogedor en Commercial Road. Luna Poniente se llama. Me esconderé ahí por algún tiempo. Me alojaré con el nombre de Simpson, que me parece un nombre discreto. ¿Vendrás a vernos, carnicero?” “Bueno, creo que iré”, dije, porque tenía la intención de ir, ¿comprende usted?, ¡para detenerlo, como es lógico! Al día siguiente fui a la Luna Poniente, en compañía de otro oficial, y en la taberna pregunté por Simpson. Me señalaron una habitación del piso de arriba. Estábamos subiendo cuando vemos que se asoma por el hueco de la escalera y dice: “Hola, carnicero. ¿Eres tú?”. “Sí, soy yo. ¿Cómo está?” “De primera. Pero ¿quién es ese que viene contigo?” “Es un amigo mío”, digo. “Entonces, venid. ¡Cualquier amigo del carnicero es bienvenido igual que el carnicero!” Y entonces le presenté a mi amigo y nos lo llevamos detenido.

»No se imagina usted, señor, la que se organizó en el juicio, ¡cuando se enteraron de que yo no era carnicero! No me llamaron a testificar en la vista preliminar, cuando quedaron en prisión preventiva, pero sí en el juicio oral. Cuando subí al estrado, con mi uniforme de policía, y comprendieron cómo les habíamos echado el guante, se produjo en el banquillo un revuelo de horror y preocupación.

»Cuando se celebró el juicio en los juzgados de Old Bailey, el señor Clarkson, el abogado que se hizo cargo de la defensa, no entendía qué pasaba con el carnicero. Él creía desde el principio que yo era un carnicero de verdad. Y cuando el fiscal anunció: “Ahora, caballeros, llamaré al oficial de policía”, refiriéndose a mí, el señor Clarkson dijo: “¿Qué oficial de policía? ¿Por qué más oficiales de policía? No quiero más policías. Ya hemos oído a suficientes policías. ¡Quiero al carnicero!”. Y entonces se supo que el carnicero y el oficial eran la misma persona. Cinco de los siete acusados resultaron culpables, y los trasladaron a prisión. El dueño del respetable comercio del West End tampoco se libró de la cárcel, ¡y ésta es la historia del carnicero!

Concluido su relato, el risueño carnicero volvió a transformarse en el detective de rostro afable. Pero seguía haciéndole tanta gracia que le hubiesen llevado a enseñarle la ciudad, cuando era un dragón disfrazado, que no pudo resistirse a volver a esa parte de la narración y una vez más imitó la risa del carnicero para repetir: «“¡Ay Dios! ¿Es ahí donde ahorcan a los hombres? ¡Ay, Señor!”, digo yo. “¡Hay que ver lo ingenuo que es el pobrecillo!”, dicen ellos».

Era tarde y, con mucha prudencia, temiendo que la reunión se hubiera prolongado en exceso, se ofrecieron las primeras muestras de retirada, pero el sargento Dornton, el que tenía aspecto de haber servido en el ejército, miró a todos con una sonrisa y dijo:

—Antes de que nos despidamos, señor, quizá le divierta oír las aventuras de un bolso de tapicería. Son muy breves y, creo yo, muy curiosas.

Recibimos el bolso con la misma cordialidad con que el señor Shepherdson había recibido al falso carnicero en la Luna Poniente. El sargento Dornton empezó a contar:

—En 1847, me enviaron a Chatham en busca de un tal Mesheck, un judío dedicado a la estafa financiera, que vendía bonos a jóvenes bien relacionados (principalmente militares), les ofrecía un supuesto descuento y a continuación desaparecía del mapa.

»Mesheck se había marchado de Chatham antes de mi llegada. Lo único que sabía de él era que se había ido, probablemente a Londres, y que llevaba… un bolso de tapicería.

»Regresé a la ciudad en el último tren desde Blackwall y realicé algunas indagaciones sobre un pasajero judío que llevaba… un bolso de tapicería.

»La oficina estaba cerrada, porque era el último tren. No quedaban en la estación más que dos o tres mozos de equipaje. Buscar a un judío con un bolso de tapicería en la estación de Blackwall, que por aquel entonces se encontraba en la ruta principal de un depósito militar, era como buscar una aguja en un pajar. Resultó, sin embargo, que uno de los mozos había llevado a cierta fonda cercana, por encargo de cierto judío… un bolso de tapicería.

»Me acerqué hasta la fonda, pero el judío solo había dejado allí su equipaje unas horas, hasta que un cochero pasó a recogerlo. Hice las preguntas que juzgué prudentes, las mismas que había hecho al mozo de equipaje, y obtuve la siguiente descripción del bolso de tapicería.

»Era un bolso que, en un lado, tejido en estambre, tenía un loro verde posado en una percha. Un loro verde y una percha eran la clave para identificar el bolso de viaje.

»Seguí el rastro de Mesheck con ayuda del loro hasta Cheltenham, Birmingham, Liverpool y el océano Atlántico. En Liverpool me dio esquinazo. Se había marchado a Estados Unidos, así que me olvidé de Mesheck y de su bolso de tapicería.

»Muchos meses después, casi había pasado un año, atracaron un banco en Irlanda y se llevaron siete mil libras. El ladrón, a quien se identificó como el doctor Dundey, huyó a América, de donde llegaron a casa algunos de los billetes robados. Se creía que había comprado una granja en Nueva Jersey. Si se hacían las cosas bien, podía embargarse la granja y venderse a continuación para devolver el dinero a las personas a las que había robado. Con esta misión me enviaron a América.

»Desembarqué en Boston y de allí fui a Nueva York. Descubrí que Dundey había cambiado recientemente papel moneda de Nueva York por papel moneda de Nueva Jersey y había hecho un depósito en metálico en New Brunswick. Para detenerlo había que tenderle una trampa y obligarlo a ir a Nueva York, y eso nos costó bastante esfuerzo y muchos ardides. Al principio no conseguíamos embaucarlo para acordar una cita. Otra vez quedó en que vendría a vernos, a mí y a otro oficial de Nueva York, con un pretexto que yo me había inventado, pero entonces sus hijos cogieron el sarampión. Por fin llegó, en un barco de vapor, lo detuve y lo encerré en una cárcel de la ciudad conocida popularmente como Las Tumbas, como supongo que sabe usted, señor.

Asentimiento editorial sobre este punto.

—El día siguiente a su detención, fui a Las Tumbas para asistir al interrogatorio judicial. Pasé por delante del despacho del juez y, al tomar nota de los detalles de la estancia, como es nuestra costumbre, mis ojos se detuvieron en un rincón donde había… un bolso de tapicería.

»¿Y qué cree usted que había en el bolso? Pues ¡un loro verde, de tamaño natural, posado en una percha!

»—Ese bolso, con el dibujo de un loro posado en una percha —dije—, ¡pertenece a un judío inglés llamado Aaron Mesheck, y a ningún otro hombre vivo o muerto!

»Le doy mi palabra, señor, de que los oficiales de policía de Nueva York se quedaron de piedra.

»—¿Cómo lo sabe? —preguntaron.

»—Creo que a estas alturas no puedo confundirme —respondí—. ¡Con la de vueltas que he dado persiguiendo a ese pájaro por mi país!

—Y ¿era el bolso de Mesheck? —preguntamos obedientemente.

—¿Que si lo era, señor? ¡Vaya si lo era! Lo habían detenido por otro delito, y estaba precisamente en aquella prisión, precisamente aquel día. ¡Y no solo eso! Se encontraron ciertos documentos, relacionados con el robo por el que yo lo había perseguido en vano, precisamente en aquel bolso de tapicería.

He aquí las curiosas coincidencias y la singular habilidad, siempre afinada y perfeccionada por la práctica, en continua adaptación a las circunstancias variables y en desafío a cada nuevo ardid que un ingenio perverso es capaz de idear, que ilustran la importante labor social de este notable cuerpo de servidores públicos. Sin bajar la guardia ni un instante, y agudizando su ingenio al máximo, estos oficiales deben enfrentarse día tras día y año tras año a cada nueva artimaña que la imaginación conjunta de todos los granujas de Inglaterra es capaz de urdir, y estar al corriente de todas las novedades que inventan. En los tribunales de justicia, miles de historias como las que aquí hemos narrado, con tintes a menudo fantásticos y románticos por las circunstancias que rodean el caso, se resumen escuetamente en expresiones formularias como «a partir de la información recibida, procedí de tal o cual manera». Esto significa que primero hay que dirigir las sospechas, haciendo un buen uso de la inferencia y la deducción, a la persona a quien corresponde; que hay que detener a dicha persona, esté donde esté o haga lo que haga por evitar su detención; detenerla y llevarla ante los tribunales. «A partir de la información recibida, yo, el oficial, procedí de esta manera, y según la costumbre en estos casos, me abstengo de añadir nada más.»

De estas partidas de ajedrez que se juegan con seres de carne y hueso, son muy pocos los que tienen noticia, y no queda constancia en ninguna parte. Es el interés por la partida lo que sustenta al jugador. Sus resultados son suficientes para la justicia. Supongamos, por comparar lo grande con lo pequeño, que Le Verrier o Adams[2] comunicaran a la opinión pública que a partir de la información recibida han descubierto un nuevo planeta; o que Colón, en su día, hubiese comunicado a la opinión pública que a partir de la información recibida había descubierto un nuevo continente. Es así como los detectives comunican que han descubierto una nueva estafa o han encontrado a un antiguo delincuente, pero sus procedimientos siguen siendo una incógnita.

A media noche se dio por terminada nuestra curiosa e interesante reunión, si bien fue una circunstancia imprevista lo que puso el broche final a la velada cuando nuestros detectives ya nos habían dejado. Resultó que a uno de los más inteligentes, el que mejor conocía a los carteristas, ¡le robaron la cartera cuando volvía a casa!