Una advertencia en rojo
(1899)
—Sí —dijo el coronel, mientras encendía otro puro—, más de un hombre sufre un arrebato de locura transitoria cuando entra en combate y está peleando como un demonio, porque lo ve todo rojo.
—¿Lo ve todo rojo? —pregunté, sin entender.
—¿No sabe usted qué es eso?
—No.
—Pues es un curioso fenómeno psicológico que yo mismo he experimentado. Estaba dirigiendo una carga de la caballería en Jaunpur, cuando de repente, el enemigo, el paisaje, todo, pareció diluirse en una neblina roja como la sangre que me cegó por completo, de tal forma que solo veía ese color. Más tarde me contaron que me comporté como un chiflado, y lo creo, porque he visto a muchos hombres en el mismo estado. Tengo entendido que solo ocurre en la batalla. Es el único momento en que todo se vuelve rojo.
—¿Está seguro?
—Sí. Pero ¿qué más da, Forbes? Se ha quedado usted atónito.
—No pasa nada. Es que esta tarde, cuando llegué, tuve un extraño presagio, y esto me lo ha recordado.
—¿No irá a decirme que lo ha visto todo rojo? —preguntó el coronel, soltando una carcajada.
—No en el sentido que acaba usted de explicar, coronel. Se reiría de mí si se lo contara. Es pura fantasía, nada más.
—Pues ahogue usted sus fantasías en un whisky con soda y descanse del viaje. Es lo mejor que puede hacer, Forbes. Pero si quiere usted contarme lo que le preocupa, le aseguro que no me reiré.
Así, acabé por relatarle la extraña experiencia que había tenido en la estación, al bajar del tren. Venía de la ciudad a pasar unos días en Manningford con el coronel Ward. Aunque nos conocíamos desde hacía muchos años y nos habíamos visto a menudo en su club, era la primera vez que me invitaba a su casa de campo. No me esperaba hasta la noche, pero sucedió que el juicio que en ese momento tenía entre manos terminó antes de lo previsto, y pude salir de la ciudad por la tarde y llegar a Manningford a eso de las seis. No me pareció que valiese la pena enviar un telegrama, pues pensaba coger un coche, si la casa estaba demasiado lejos para ir andando, y dar una sorpresa a mi amigo.
La estación de Manningford es muy pequeña. Fui el único pasajero que bajó del tren, y un empleado solitario, que al parecer combinaba las tareas de jefe de estación, revisor y mozo de equipaje, me recibió en el andén.
—Su billete, por favor —dijo con aspereza.
Le di mi billete. El tren que me había llevado hasta allí se alejó entonces de la estación, y por un momento vi brillar su roja luz de cola en el atardecer.
Cogí mi bolso de viaje y estaba a punto de marcharme cuando se me ocurrió preguntar al jefe de estación dónde podía encontrar un coche. Se había retirado a su oficina y estaba detrás de la taquilla de venta de billetes. Había encendido una lámpara, porque la oficina estaba bastante oscura.
—¿Puedo encontrar un coche en alguna parte? —pregunté.
Era un hombre rubicundo y pelirrojo, y la luz de la lámpara intensificaba vivamente su color. Cumpliendo con las normas de la compañía de ferrocarril para la que trabajaba, llevaba una corbata roja.
—No —dijo secamente. Es posible que me fijara en su rostro iluminado de una manera un poco grosera.
—Pero seguro que tiene que haber algún vehículo cerca, ¿no?
—Puede alquilar un carro en La Estrella —contestó.
—Y eso ¿dónde queda?
—Cruce las vías y salga de la estación por el otro lado. Luego gire a la derecha. Está a unos cinco minutos.
Y cerró la taquilla de un manotazo.
Volví al andén y crucé las vías despacio. Digo «despacio» porque empecé a cobrar conciencia de todas las cosas rojas que me rodeaban. La propia estación estaba pintada de un tono chocolate rojizo. Las tejas que bordeaban los arriates eran de un rojo intenso, y la mayoría de las flores eran geranios rojos. Miré al otro lado de la vía y vi los rayos del sol, de color carmesí, reflejados en los raíles y, al volver la vista en dirección contraria, divisé la luz roja y brillante del furgón de cola, detenido en el semáforo. Fue una sensación indescriptible y extraña la que me asaltó al tomar conciencia de este predominio del color rojo como la sangre, y me entraron escalofríos mientras iba camino de la fonda, a medio kilómetro de la estación. Un coche me llevó a casa del coronel, que se encontraba a tres kilómetros y medio, y después de cenar, al hacer mi amigo esa alusión a «ver rojo», me acordé de lo ocurrido.
—Bueno —dijo el coronel Ward cuando me dio las buenas noches—. No me río de usted, porque reconozco que nadie puede explicar a veces ciertas sensaciones cerebrales. Monk, el jefe de estación, no es precisamente una belleza que digamos, ¿verdad? Pero es un excelente funcionario. Ha trabajado usted más de la cuenta últimamente, Forbes, y necesita descansar. Buenas noches, amigo mío. Que duerma usted bien. Espero que esa sensación roja no sea el preludio de una pesadilla.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, un criado irrumpió en el salón con expresión aterrada y anunció al coronel que un caballero deseaba verlo inmediatamente. El coronel se ausentó y regresó al cabo de un cuarto de hora, muy agitado.
—¡Santo cielo! Han asesinado a mi amigo Geoffrey Anstruthers. Lo mataron anoche, en las vías del tren, cuando volvía a casa. Puede que esa sensación de rojo sangre que tuvo usted no fuera fortuita, Forbes.
—¡Cuénteme qué ha pasado!
—Se lo contaré. Estoy impresionado. El pobre Anstruthers era mi vecino más próximo, vivía a un kilómetro y medio de aquí, en esa casa grande que hay entre ésta y la estación. Éramos excelentes amigos. Anstruthers era un hombre muy peculiar, pero nos llevábamos de maravilla. El pobrecillo iba a venir esta noche a cenar con nosotros.
—¿Cómo ocurrió?
—Bueno, me han dicho que lo encontraron junto a las vías del tren, cerca de Barton, a medio camino entre Londres y Manningford. Un encargado del mantenimiento de la línea encontró el cadáver esta mañana temprano. Había indicios de pelea, y tenía un par de cuchilladas. Parece que lo atacaron y lo mataron en el tren y después lo arrojaron a la vía.
—¿Sabe usted si había algún motivo para asesinarlo? —pregunté.
—Por desgracia, sí —dijo el coronel—. Anstruthers era un hombre de costumbres excéntricas, y, entre otras manías, tenía la de no retirar dinero en ninguna parte más que en el Banco de Inglaterra y no hacer ningún pago por talón. Abonaba sus facturas trimestralmente y, si un comerciante le pedía el pago anticipado, o un criado o un labriego solicitaban su salario semanal o mensual, podía dar por seguro que estaba despedido. Una vez al trimestre iba a Londres, retiraba varios cientos de libras en metálico, en el Banco de Inglaterra, y volvía con ellas en un maletín corriente. Yo le advertí más de una vez de que eso era una locura, pero siempre se reía de mí.
»Ayer fue a la ciudad con esta intención. Al ver que no volvía en el tren de siempre, que llega a las diez y cuarto, sus criados pensaron que se había quedado a pasar la noche en la ciudad. Pero es evidente que algún canalla estaba al corriente de sus movimientos. ¡Pobre Anstruthers!
—¿Se ha hecho algo ya? —pregunté.
—No lo sé —dijo el coronel—, creo que sus familiares más próximos están fuera del país. En todo caso, yo era su mejor amigo, así que me ocuparé del asunto. Cogeré el próximo tren para Barton.
—Iré con usted.
—Se lo agradezco, Forbes. Su presencia será muy valiosa, porque sé que los trenes son su afición favorita. Eso podría ayudarnos.
Terminamos de desayunar rápidamente y fuimos a la estación. En el trayecto le pregunté al coronel algunos detalles sobre el tren que había tomado Anstruthers la noche anterior. Eran los siguientes:
Londres (salida) 20:45 h.
Muggridge (parada) 21:10 h.
Barton (parada) 21:37 h.
Manningford (parada) 22:10 h.
Porthaven (llegada) 22:30 h.
Así pues, las únicas paradas entre Londres y Manningford eran Muggridge y Barton. El cadáver, según había sabido el coronel, se encontró a unos tres kilómetros y medio antes de Barton.
El rubicundo jefe de estación estaba en su oficina cuando llegamos.
—Qué cosa tan triste, señor Monk —dijo el coronel.
—Terrible, señor. Me ha afectado mucho enterarme de lo ocurrido esta mañana, cuando el tren trajo la noticia. ¡Pobre señor Anstruthers! Yo lo conocía bien, señor. Lo vi marcharse por la mañana y me extrañó que no volviera a las 22:15 como de costumbre. ¿Van a coger el tren?
—Sí. Vamos a Barton, a interesarnos por esta desgracia. Dos de ida y vuelta en primera, por favor.
El jefe de estación se acercó al organizador de papeles para darnos los billetes. Ahora bien, como sucede a menudo en las pequeñas estaciones rurales, donde las reservas para los distintos destinos de la línea son limitadas y a veces se agotan los billetes, tuvo que hacer algo muy común. Cogió dos billetes en blanco, mojó la pluma en el tintero y escribió en sus correspondientes mitades: «Manningford-Barton», «Barton-Manningford», y el importe, 7 chelines con 8 peniques.
Hecho esto nos los entregó a través de la taquilla. Fui yo quien los cogió. ¡Había escrito con tinta roja!
—Espero que atrapen a esos canallas, señor —dijo el jefe de estación minutos más tarde, cuando nos abría la puerta del compartimento.
En Barton pedimos un coche para ir hasta el lugar de la tragedia. Se habían llevado el cuerpo en tren a una fonda cercana, nos explicaron, pero a petición mía fuimos primero a las vías, pues estaba impaciente por ver el sitio exacto en que habían arrojado del tren al señor Anstruthers. Allí nos encontramos con un policía local y dos empleados de mantenimiento, al borde de una zanja. Uno de ellos era el que había encontrado el cadáver.
—Estaba justo aquí, señores —dijo, señalando el espacio de casi dos metros que separaba las dos vías.
—Y supongo que ya estaba muerto cuando usted lo encontró —dije.
—Sí, señor. Pero yo creo que no estaba muerto del todo cuando lo tiraron del tren.
—¿Por qué?
—Porque parece que más tarde se movió. Tenía un brazo apoyado en el raíl de ida.
—¿Y?
—Pues que no pudo caer así, señor, porque las ruedas del tren le habrían segado el brazo.
—Un momento —dije—. ¿A qué hora lo encontró usted?
—Entre las tres y las cuatro de la madrugada, señor.
—Y ¿lo tiraron del tren alrededor de las nueve y media de la noche anterior?
—Sí, señor.
—Ese tren ¿era el último?
—El último tren de pasajeros, señor.
—¿Pasó un tren de mercancías después?
—Sí, señor. Entre la una y media y las dos.
—Y ¿por qué ese tren no le segó el brazo?
Esta pregunta desconcertó al trabajador tanto como al policía. Era evidente que no habían pensado en ese detalle.
—Supongo que aún estaría vivo cuando pasó el tren de mercancías, y se movería después —dijo entonces el empleado de mantenimiento, y el policía tomó nota en su libreta.
—¿Qué intenta usted decir? —preguntó el coronel.
—Por ahora no tiene importancia —respondí. Y le pregunté al empleado—: Lo habían apuñalado, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Dónde?
—En el pecho, señor.
—Y ¿tenía sangre?
—Sí, señor. Llevaba un chaleco blanco, y estaba completamente rojo cuando le di la vuelta.
—Entonces, ¿lo encontró tendido boca abajo?
—Sí, señor.
—¿Dónde están las manchas de sangre en las piedras? ¿Las ha limpiado usted?
—No había ninguna —dijo.
—¡Qué raro! —dije, cuando nos retiramos.
—Es usted un buen detective, Forbes —señaló el coronel.
—Sí, más de lo que se imagina. Pero ahora vayamos a ver al pobre hombre.
Habían acostado a Anstruthers en una cama, tal como lo encontraron. El inspector de policía de la localidad más próxima, un hombre de aspecto imponente e importante, ya había llegado. El coronel le enseñó su tarjeta, y nos permitieron ver al difunto.
Tenía un aspecto aterrador, y mi amigo se apartó enseguida para hacer algunas preguntas al inspector. Yo me quedé observando el cadáver más atentamente. Presentaba señales de haber peleado. Tenía la ropa rota y uno de los puños, cerrados. Entonces vi algo que, al parecer, el astuto policía rural había pasado por alto: un papel en la mano cerrada. Sin llamar la atención del inspector, separé los dedos rígidos y cogí un trozo de papel muy pequeño, al que sin duda se había aferrado la víctima en su agonía. Llevaba escritas unas letras: «ord — es». Era un trozo de papel diminuto, insignificante, pero lo guardé en mi libreta de todos modos.
—Venga —me dijo el coronel—. No aguanto más aquí. Bueno, inspector, confío en que atrapen ustedes al asesino.
—Estamos siguiendo el rastro —dijo el inspector con sagacidad—. Sabemos que se apearon del tren en Barton y al final daremos con ellos.
—¿Quiere ver algo más, Forbes? —preguntó el coronel.
—Sí, me gustaría hablar con el médico que examinó el cadáver.
—Es el doctor Moore —dijo el inspector—. Vive en Barton.
Y así, camino de la estación, pasamos a visitar al doctor Moore. Nos contó que había visto al pobre Anstruthers a las seis de la mañana, y estaba completamente seguro de que llevaba por lo menos siete u ocho horas muerto. El misterio se complicaba cada vez más.
En el andén de Barton tuvimos que enseñar los billetes. Cuando me devolvieron el mío, lo miré por casualidad y me sobresalté. ¿Dónde había visto esas tres últimas letras?: «ord». La oalargada de una manera muy singular y el extraño trazo de la d. ¡Y entonces lo recordé!
Saqué apresuradamente de mi libreta el diminuto trozo de papel y lo comparé con el billete. Las letras «ord» parecían escritas por la misma mano. Formaban parte de las palabras «Estación de Manningford».
Al instante se me ocurrió algo, y busqué al mozo de equipaje.
—¿Hay algún encargado en la estación con quien pueda hablar un momento? Es por un asunto urgente.
—Sí, señor. El señor Smart, el supervisor de zona, está aquí. Ha venido por el asesinato. Está en la oficina del jefe de estación.
—Venga conmigo, coronel —grité, mientras daba media vuelta para dirigirme a la oficina.
Me presenté al señor Smart y le expliqué que mi misión estaba relacionada con el asesinato.
—Dígame, ¿hay algún tren que vaya de Manninford a Londres pasadas las diez y cuarto?
—Únicamente un mercancías —dijo.
—Eso es. Y ¿a qué hora sale de Manningford?
—Alrededor de medianoche.
—¿Y de Barton?
—Aquí para y cambia de vía. Generalmente sale a eso de la 1:45.
—¿Podría usted localizar a los hombres que trabajaron anoche en ese tren?
Consultó unos papeles.
—El maquinista es Power y el fogonero, Hussey —murmuró—. Hoy están en el ramal de Slinford. No suelen trabajar en la línea principal. Y el guardafrenos es Sutton. Hoy le toca volver a Porthaven en un mercancías. Llegará allí dentro de media hora.
—Y ¿él siempre trabaja en la línea principal?
—Desde hace unos meses.
—En ese caso es nuestro hombre, señor Smart. Es de suma importancia que envíe un telegrama a Porthaven para que lo vigilen de cerca. Enseguida le explicaré por qué.
Smart garabateó en el acto unas palabras en un formulario de telégrafos oficial y al instante salió de la oficina. A su regreso, pregunté:
—¿Hay algún detective de la compañía disponible?
—Sí, dos.
—Que vengan entonces.
—Mi querido amigo —dijo el coronel, que hasta ese momento había guardado silencio pacientemente—. ¿Qué significa todo esto?
—Lo mismo digo yo —añadió Smart—. Estoy perdido.
—Está llegando el tren —exclamé—. Tenemos que volver todos a Manningford… Deprisa, señores… Se lo explicaré todo en el trayecto.
Minutos más tarde, el coronel, el señor Smart, sus dos detectives y yo íbamos en el tren camino de Manningford.
—¿Y bien? —preguntó Smart.
—Vamos a detener a los asesinos —dije—, o al menos a uno de ellos, sin ninguna duda.
—Y ¿quién es?
—Monk, el jefe de estación de Manningford —respondí.
—¿Monk? Imposible. El crimen se produjo a sesenta kilómetros de allí.
—No. Todo ocurrió anoche en la estación de Manningford, poco después de las 10.15. Verán. El pobre Anstruthers llegó de la ciudad, bajó del tren, y el jefe de estación, que estaba solo, lo asesinó, para quitarle el dinero. En la pelea, la víctima arrancó un trozo de papel que Monk había escrito y que probablemente llevaba en el bolsillo. Lo he encontrado en la mano del difunto. La letra es de Monk. ¡Miren! —Y lo comparé con el billete.
—Y ¿cómo apareció el cadáver en otra parte?
—Lo llevaron después hasta allí, probablemente en el furgón de Sutton, y lo arrojaron a la vía. Esto explicaría dos cosas: primero, que no hubiera sangre en el suelo, a pesar de que Anstruthers había sangrado; y segunda, que tuviera un brazo encima del raíl en la línea de ida. El tren de mercancías ya había pasado antes de que lanzasen a la víctima desde el furgón en el camino de vuelta. Ésa es mi teoría, caballeros. Ya hemos llegado a Manningford y, como mínimo, deberían ustedes detener al jefe de estación por sospechoso.
Monk estaba en el andén. Noté que se sobresaltaba al ver que éramos tantos. Smart se acercó a él.
—Señor Monk, estamos aquí para cumplir con una obligación muy desagradable. Estos dos caballeros son miembros de nuestra fuerza policial y tendrán que detenerlo por sospechoso.
—¿Sospechoso de qué? —preguntó Monk, palideciendo y con voz entrecortada.
—De participación en el asesinato del señor Anstruthers, ayer por la noche.
—Pero a él lo mataron en el tren —dijo el jefe de estación.
—Eso aún está por demostrar. De todos modos, vamos a detenerlo y a registrar su casa.
—No pienso consentirlo —empezó a decir Monk, pero lo consintió en cuanto lo esposaron. A continuación fuimos todos a su casa, justo al otro lado de la calle. Volvió a resistirse, pero no le sirvió de nada. Con una llave maestra, uno de los detectives abrió una caja que Monk guardaba en el dormitorio.
—¡Ja! —exclamó, sacando un maletín—. Esto pesa bastante. No me extraña. Está lleno de dinero.
—¡Es de Anstruthers! —exclamó el coronel.
El canalla comprendió que el juego había terminado, pero, como era un canalla, dijo:
—No fui yo… Fue Sutton… el guardafrenos del tren de mercancías. Está tan metido en esto como yo. Él se llevó el cadáver y buena parte del dinero.
—Muy bien —dijo Smart—, iremos a buscarlo. Dé usted las gracias a este caballero —añadió, señalándome—, por haber desentrañado el misterio.
—¡Maldito sea! —gritó el jefe de estación.
Sutton acusó a Monk, y entre el uno y el otro salió a la luz la historia completa. Monk andaba mal de dinero y tenía deudas en todas partes, por apostar en las carreras de caballos. En varias ocasiones había planeado asesinar a Anstruthers, y por fin se le presentó la oportunidad. Era el único pasajero que bajó del tren esa noche, y Monk se fijó en que el revisor no lo había visto. Así, le pidió que lo acompañara un momento a su oficina, con algún pretexto, y allí lo atacó. Pelearon, pero Monk era más fuerte. En el forcejeo, Anstruthers arrancó el trozo de papel sin que el otro se diera cuenta.
A continuación se deshicieron del cadáver. Sutton era un hombre de dudosa reputación, y Monk sabía de él lo suficiente para arruinarle la vida si desvelaba ciertos casos de mercancías robadas. Cuando llegó el tren de mercancías, le dio a Sutton veinte libras y le prometió otras treinta para que se llevara el cadáver en el furgón y lo arrojara a las vías, de manera que pareciese que a Anstruthers lo habían matado en el tren. Nada más fácil, en la oscuridad de la noche, que detener el furgón del guardafrenos justo delante de la oficina de Monk y cargar el cadáver sin que el maquinista o el fogonero se enterasen.
La consecuencia fue la horca para Monk y quince años en Dartmoor para Sutton.
—Al final, Forbes —dijo el coronel cuando terminamos de cenar, al final de aquel día tan intenso—, sí había algo extraño en esa visión roja como la sangre que tuvo usted en la estación de Manningford, y también en el jefe de estación.