La cámara secreta


(1837)

Tan solo sé que tengo el alma rota

por una pena que no encuentra consuelo.

Transcurrirán los años sin olvido,

y volveré a sentir esta aflicción

cuando quiera asaltarme su recuerdo.

Esa luz misteriosa y melancólica,

la mirada lasciva del idiota,

el incesante tedio del ocioso,

y la pobre muchacha con su media sonrisa,

en pugna por el último suspiro.

CRABBE[1]

Hará cosa de ochos años fui el humilde instrumento para desentrañar un curioso caso de infamia acontecido en un barrio de Londres y digno de ser consignado como ejemplo de esa parte de la «vida» que transcurre sin pausa en los rincones y los tugurios de la Gran Metrópoli. Mi relato, aunque tiene los ingredientes románticos necesarios para ser una ficción, es de lo más corriente en algunos de sus detalles: una mezcolanza de vida real en la que una conspiración, un secuestro, un convento y un manicomio se entrecruzan con agentes de policía, coches de alquiler y una vieja lavandera. Lamento de igual modo que mi heroína, amén de no tener un enamorado, sea completamente ajena a la influencia de la pasión y no sufra el asedio de los hombres en razón de su belleza trascendente.

La señora Lobenstein era la viuda de un cochero alemán al servicio de una familia noble en su viaje desde el continente. Previendo una larga ausencia, el cochero convenció a su mujer de que lo acompañara con su única hija y se instalaran en las habitaciones que para su uso personal les facilitarían en una de las caballerizas más elegantes del oeste de Londres. El señor Lobenstein, sin embargo, apenas tuvo tiempo de abrazar a su familia antes de que un súbito ataque lo enviase al otro mundo y su mujer quedase desamparada en el arduo camino de la vida con una hija de muy corta edad.

Con una pequeña ayuda del caballero a cuyo servicio se hallaba el fallecido, la señora Lobenstein logró ganarse la vida dignamente ejerciendo el honrado oficio de lavandera para numerosas familias de la nobleza, además de un puñado de dandis, solteros de costumbres disipadas y hombres de paso por la ciudad. La niña fue creciendo y resultó ser una ayuda antes que una carga para su madre, y la viuda descubrió que su camino no era enteramente desolado ni estaba «entorpecido por las zarzas de la desesperación».

A los seis años de enviudar, la señora Lobenstein, responsable del destino de mi colada, llamó a mi puerta en compañía de una mujer de la misma anchura, amplitud y profundidad que ella. La viuda, natural de Bremen, era un genuino ejemplo de constitución hanseática, y su presencia denotaba la apabullante aspiración a ser tratada como una mujer de cierto peso en el mundo y cierta posición social. En el caso de la visita que nos ocupa, acompañada por su amiga igualmente adiposa, un prestidigitador habría podido transformar a la pareja en un seboso trío. La señora Lobenstein me rogó que le permitiera recomendarme a su amiga como sucesora en el negocio, pues ella, gracias a Dios, ya no necesitaba el trabajo y pensaba dejar atrás las preocupaciones de su quehacer.

La felicité por la prosperidad que le permitía abandonar con éxito el oficio de lavandera.

—¡Ah, no he ganado dinero! Aunque me hubiera desollado los dedos, no habría ganado más que el pan de cada día y, como mucho, un vestido de seda negra para los domingos. ¡No, no! Mi Mary, a la chita callando, ha ganado en un año más de lo que mi difunto marido y yo habríamos ganado en toda una vida.

Mary Lobenstein, una muchacha de ojos azules, alegre y sin malicia, había llamado a sus diecisiete años la atención de una dama postrada en cama a quien iba a entregar la colada, y, en atención a las limitaciones de la anciana, aceptó residir en su casa para ocuparse exclusivamente de sus cuidados. Se daba la circunstancia de que la inválida no tenía más parientes que una hipócrita sobrina, una hiena que esperaba heredar la fortuna de su tía, según lo prometido, y que de vez en cuando se interesaba por su estado de salud. Ahora bien, tan mal había disimulado su contento por la proximidad de la extinción de la anciana que ésta se percató de su egoísmo y sus innobles ambiciones y, disgustada por la evidencia de sus propósitos, llamó a un abogado para redactar un nuevo testamento. Puesto que no contaba con un pariente mejor, a la vista de lo buena y atenta que había sido Mary con ella, más por venganza que por buen corazón, la anciana decidió legar todas sus propiedades a la afortunada muchacha y recompensar a su sobrina con una exigua renta anual y la posibilidad de recibir la herencia en el caso de que Mary falleciese.

Cuando, a la muerte de la anciana, el abogado leyó su testamento, la sorpresa y la alegría de Mary fueron casi tan grandes como la rabia y la desesperación de la hiena, a quien designaremos con el nombre de Elizabeth Bishop. La sobrina despotricó y juró tomar la más terrible de las venganzas contra la inocente Mary, que tan pronto temblaba por las acusaciones de la solterona cetrina y flaca como se reía y bailaba de contento por su inesperada buena suerte.

El abogado, el señor Wilson, comunicó a la desheredada que debía entregar la vivienda a su legítima propietaria, y respaldó a Mary Lobenstein y a su mantecosa madre hasta el momento en que hubieron tomado plena posesión de los bienes sin ningún impedimento.

La «buena suerte», como decía la viuda, cayó tan por sorpresa que una carga de colada del importante negocio quedó desatendida hasta que las quejas de los clientes desnudos y olvidados hicieron a la afortunada lavandera tomar conciencia de su situación. Los derechos y privilegios de los clientes habituales se traspasaron a una mujer igual de corpulenta, y fue así como la señora Lobenstein llamó a mi puerta con el ruego de que aceptase a su voluminosa sucesora.

Transcurrió un año. Estaba yo en la cama, una mañana de invierno, temblando solo de pensar en la idea de exponer las piernas al aire frío de la habitación, cuando mi casera vino a perturbar mis meditaciones con un golpe fuerte en la puerta y requirió mi presencia inmediata en la sala, donde me esperaba «una mujer gorda y deshecha en llanto». Casi me había olvidado para entonces de la existencia de la obesa señora Lobenstein, y me sorprendió un poco encontrarla, ataviada con un vestido de seda de colores chillones, envuelta en plumas y con un sombrero de terciopelo, presa de un violento ataque de histeria, instalada en mi otomana de seda granate, que crujía bajo el peso de la mujer. Las atenciones y los cuidados de la casera lograron que mi antigua lavandera recobrara relativamente la compostura, y entonces la desconsolada mujer me contó que su hija, su única hija, llevaba varios días desaparecida, y que, a pesar de los continuos desvelos de su abogado, sus amistades y ella misma, había sido imposible conseguir la más mínima información de su querida Mary. La madre había acudido a la comisaría, había puesto anuncios en los periódicos, había preguntado personalmente a todos sus amigos y conocidos, pero todos sus esfuerzos habían sido en vano.

—Todos se compadecen de mí, pero nadie sabe cómo encontrar a mi hija, y me estoy volviendo loca. Salió una tarde, a última hora, a llevarle un pequeño obsequio a la mujer de la tienda de velas, por lo bien que se había portado con nosotras cuando me quedé viuda. No tenía que cruzar más que tres calles, mi pobre hija, y salió sin abrigo ni chal. Le dio el regalo a la buena mujer y al momento volvió a casa, pero nunca llegó. Y mi pena es que no vuelva nunca más. Los jueces creen que se habrá fugado con algún novio, pero mi Mary no quería a nadie más que a su madre, y a mí el corazón me dice que mi hija jamás abandonaría a una madre viuda por un nuevo afecto de su joven pecho. No tenía pretendientes, nunca se separaba de mí más de una hora, y en sus inocentes pensamientos no había secretos para su madre.

»Un caballero, dijo que era sacerdote, ha venido a verme esta mañana para consolarme, pero me dio a entender que mi pobre hija podía haberse quitado la vida, que quizá la luz de la gracia había prendido de pronto en su alma, que, al tomar conciencia de su pecado, no había podido resistirlo y que, en su desesperación, había querido dejar este mundo. Pero, si mi pobre Mary ya no está entre nosotros, yo estoy segura de que no ha sido un acto voluntario el que la ha llevado con tanta prisa ante su Creador. Dios quería a esa muchacha, por eso la hizo tan buena. La luz de la felicidad celestial brillaba en sus ojos claros; además, ella apreciaba demasiado la belleza del mundo y las alegrías de la vida que el Todopoderoso ofrece a sus hijos para corresponderle con pesimismo y suicidio. ¡No, no! Mañana y noche, Mary se arrodillaba para rezar al Padre Celestial y le pedía que se hiciera Su voluntad. Sus creencias religiosas, lo mismo que su vida, eran sencillas pero puras. Ella no es como dice ese sacerdote, que se cree que va a consolar a una madre destrozada diciéndole que su hija ha tenido una muerte vergonzosa.

La llana aunque sentida elocuencia de la pobre mujer despertó vivamente mi simpatía. La señora Lobenstein venía a pedirme consejo, pero en ese mismo instante decidí ofrecerle mi ayuda personal y hacer uso de todas mis facultades para resolver el misterio. Negó la posibilidad de que alguien hubiera podido secuestrar a su hija, con el sencillo argumento de que «era demasiado poca cosa para crearse un enemigo tan importante».

Tenía yo un amigo en el departamento de policía, un hombre a quien la cercanía con la maldad del mundo no había restado un ápice de humanidad. En la época en que ocurrieron estos hechos, era poco conocido y vivía acuciado por las cargas de una familia muy numerosa, pese a lo cual sus enemigos no habían sido capaces de encontrar mancha alguna en su ajetreada vida. Desde entonces, mi amigo ha alcanzado la cumbre de la reputación y ha logrado asegurarse una renta suficiente. Hoy es el jefe de la policía privada de Londres, un cuerpo integrado por individuos de raros y asombrosos logros en su haber. Fui a verlo y, con pocas palabras, conseguí despertar su compasión por la desconsolada madre y recibir la promesa de que contábamos con su valiosa ayuda.

—La madre es rica —dije—, y si tienes éxito en la búsqueda, puedo garantizarte una recompensa mayor que la suma de tus ingresos del año pasado.

—Confieso que es un buen incentivo —respondió L.—, pero lo hago por prurito profesional. Es un caso interesante, por lo inexplicable de sus trazas… Eso por no hablar del sufrimiento de la madre, que como hijo y como padre comprendo muy bien.

Le expliqué cuanto sabía del asunto y, como declinó ir a casa de la señora Lobenstein, ofrecí la mía para organizar el encuentro, y allí mi amigo L. se interesó por muchos detalles curiosos y en apariencia desprovistos de cualquier relación con el caso que nos ocupaba. Esta minuciosidad resultó muy del agrado de la madre, que se marchó reconfortada y convencida de que el agente lograría descubrir el paradero de su hija. Por extraño que parezca, y aun cuando L. aseguró que no tenía la más mínima pista, esta confianza se fue fortaleciendo día tras día en la señora Lobenstein, de ahí que el presentimiento del éxito pasara a ser el principal asidero de su vida y le permitiera encarar la larga espera con rostro sereno y ánimo contento. Las proféticas fantasías de su corazón materno se vieron confirmadas y, al cabo de algún tiempo, L. devolvió a la encantadora Mary a los brazos de su madre.

Unos diez días después de esta reunión, mi amigo me envió recado de sus pesquisas y requirió mi presencia en su despacho con el fin de realizar los trámites necesarios para solicitar una orden de registro.

—He trabajado sin descanso —dijo— y no he logrado averiguar dónde está escondida la muchacha, pero al menos he hecho un descubrimiento singular. Al ver que mis investigaciones en el entorno de la madre no daban ningún fruto, pedí ayuda a mi mujer, que es muy astuta y tiene aptitudes para estas cosas. Salió sin sombrero ni chal, como si viniera de la casa de al lado, y entró en la panadería, en la verdulería, en la cerería y en la cervecería. Mientras compraba alguna cosilla en cada tienda, como quien no quiere la cosa y solo va con ganas de chismorreo, preguntó si había noticias de la señorita Lobenstein. Todo el mundo quería hablar de un suceso tan notable, conque mi mujer escuchó pacientemente muchas versiones distintas de la historia, sin sacar nada en claro. Un día, cuando yo ya había decidido que aquél sería el último intento, mi mujer volvió contando que una buhonera muy charlatana, que estaba en la panadería cuando hablaban del caso, se despachó a gusto con la madre viuda, como si se alegrara de su desgracia. Llevadas por la solidaridad femenina, las demás cotorras afearon la inhumana satisfacción de la buhonera, pero mi mujer, con mucho tacto, todo hay que decirlo, se sumó a sus vituperios, juzgando muy acertadamente que debía de tener una razón singular para no apreciar a la señora Lobenstein, una mujer a quien todo el mundo estimaba y que además estaba sufriendo una de las aflicciones más angustiosas para una madre. La buhonera invitó a mi mujer a pasear con ella.

»—Oiga… ¿es usted de la banda de Joe? —susurró la buhonera.

»—Sí —contestó mi mujer.

»—Eso me ha parecido, al ver cómo se reía de la pena de esa alemana gorda. ¿Le ha ofrecido Joe un buen parné por este trabajo?

»—A mí no —dijo mi mujer, por decir algo.

»—A mí tampoco, el muy bandido. ¿A dónde la mandó a usted?

»La pregunta pilló a mi mujer por sorpresa, pero supo reaccionar:

»—He jurado no decirlo.

»—¡Claro! Tienen a la chica, y ya no falta mucho para que todo termine. Pero Sal Brown, que es quien le ha dado a Joe información de la chica, dice que por cinco libras ése no va a cerrarle la boca, cuando se ofrecen cien por alguna pista. Así que vamos a separarnos de Joe para quedarnos con el parné. Si sabe algo más que nosotras y quiere compartir las ganancias, puede unirse al grupo y llevarse una tajada.

»—La verdad es que sé bastante —contestó mi mujer—. ¿Qué sabe usted?

»—Yo sé que nos contrataron a cuatro de nosotras para vigilar la casa por las tardes y avisar a Joe en cuanto viésemos salir a la señorita Lobenstein sin su madre, y que tuvimos que esperar más de seis meses. Y sé que cuando Sal Brown lo avisó esa tarde, la chica no volvió y no ha vuelto a saberse de ella.

»—Pero ¿usted sabe dónde está? —susurró mi mujer.

»—Eso no lo sé. Tengo el puesto en la esquina, cerca de la casa de la madre. Y Sal Brown estaba dando vueltas por la acera, haciendo su trabajo. Ella cree que se han llevado a la chica por mar, al extranjero, pero a mí me da que no anda lejos, porque no he visto desaparecer a Joe más de unas horas seguidas.

»Mi mujer le aseguró que estaba al corriente de todos los detalles y que se sumaría a ellas para obligar a Joe a estirarse el bolsillo y, si no lo hacía, denunciarlo y pedir la recompensa. Por desgracia, añadió, tenía que ir a Hornsey a ver a su madre y estaría unos días fuera, pero quedó en pasar por el puesto de la buhonera en cuanto regresara.

»Había algo más que mi mujer quería saber.

»—Vi a la chica sola una noche —dijo—, cuando ya había oscurecido. Pero fui a buscar a Joe y no lo encontré en ninguna parte. ¿Dónde lo encontró Sal Brown cuando fue a avisarlo?

»—Pues en El León Azul, en esa cervecería.

»Yo andaba cerca, bien disfrazado. A los pocos minutos de recibir esta valiosa información de mi mujer, ya estaba sentado en El León Azul, una tabernucha sin pretensiones. Me había puesto una zamarra de cazador, bombachos y polainas, y llevaba también un cuerno y un cinturón con los cartuchos. Un buen bigote pelirrojo me adornaba la cara, y una mata de pelo de un rojo más oscuro me asomaba por debajo del sombrero. Esperé en la penumbra de la tasca, que olía a cerveza y a tabaco, hasta que cerraron, pero no oí una sola palabra de mi Joe, aunque estuve muy atento a la conversación de los parroquianos, un grupo de obreros bastante raro y zafio que, por lo visto, no se conocían entre sí.

»El día siguiente lo pasé entero en la tasca, fumando en pipa y bebiendo cerveza, desanimado y en silencio. El tabernero me hizo algunas preguntas, pero me dejó en paz cuando dio por satisfecha su curiosidad. Me hice pasar por un guardabosques fugado. Dije que me escondía de mi jefe porque había vendido la caza sin permiso. El cuento agradó al tabernero, pero no vi ninguna cara nueva ni oí a los que ya conocía de antes llamar a nadie por el nombre que yo esperaba. Me fijé en un hombre corpulento y mal encarado que no dejaba de cuchichear con el tabernero. Estaba seguro de que era el que buscaba, pero, para mi desgracia, oí que otro lo llamaba George.

»Estaba en la barra, hablando con el patrón y preparando una pipa, cuando entró un joven apuesto, lozano y sonriente, al que el tabernero saludó de inmediato.

»—Hola, Joe. ¿Dónde has estado estos dos días?

»—Tengo entre manos un negocio importante. Me tiene muy ocupado, pero espero sacar una buena tajada. Así que ponme una jarra de la mejor cerveza y apúntamelo en la cuenta.

»No tuve la menor duda de que era mi hombre. Trabé conversación con él, bajo mi identidad fingida, y mis conocimientos del dialecto de Somersetshire me ayudaron mucho en mi impostura. Saltaba a la vista que Joe era un tipo muy listo y sabía perfectamente lo que se hacía. De nada sirvieron mis intentos por tirarle de la lengua sobre sus actividades. Se reía, bebía y charlaba, pero no logré sacarle una sola palabra de aquel negocio que le tenía tan ocupado.

»—¿Alguien se viene al bailongo de Saint John Street? —preguntó el alegre Joe—. Pienso gastarme allí esta noche dieciocho peniques para mover las piernas, y tengo que irme ya, para volver al tajo cuando salga el sol.

»No me lo pensé dos veces. Fui con Joe hasta los salones de baile cercanos, y luego, con la excusa de que tenía un compromiso, lo dejé allí y volví a casa. Me cambié el disfraz por completo. Me quité la peluca, el bigote y el sombrero y me puse un gabán francés, de paño oscuro, y un sencillo sombrero negro. De esta guisa vigilé la entrada del modesto salón de baile, temiendo que mi hombre se hubiera marchado antes de lo previsto, pues no sabía cuántas horas de viaje tenía que hacer para estar sin falta donde tenía que estar al amanecer.

»Seis horas estuve dando vueltas por la acera de Saint John Street, y hasta tuve que darme a conocer al vigilante, para evitar interferencias, pues desconfiaba de la honradez de mis intenciones. Justo antes de que rayara el día, mi amigo Joe, que por lo visto estaba dispuesto a sacar buen provecho al dinero que había pagado por bailar, salió a la calle con una mujer en cada brazo. Lo seguí hasta que acompañó a las damiselas a sus respectivos domicilios y luego, abotonándose el abrigo y calándose el sombrero hasta las cejas, echó a andar con paso resuelto. Fui tras él a una distancia prudencial, con la sensación de que lo tenía en mis manos, de que estaba a punto de desentrañar la misteriosa desaparición de la muchacha y descubrir el lugar donde la tenían encerrada.

»Joe se acercó a paso ligero hacia la iglesia de Shoreditch. Yo estaba a unos treinta metros de él cuando el primer coche de Cambridge bajó deprisa por Kingsland Road. Joe se agarró del tope trasero y apoyó los pies en el estribo. En un visto y no visto se había subido al coche y se me escapaba a una velocidad de veinte kilómetros por hora.

»Estaba molido, y me era imposible alcanzar el vehículo. Pensé alquilar un caballo, pero el coche iba muy deprisa, y era inútil pensar en nada. Volví a casa muy abatido.

»Recobré el ánimo después de idear un nuevo plan. Llamé a un amigo, cochero, le expliqué algunos detalles y le pedí que me presentara al cochero que hacía la ruta de Cambridge. Lo conocí al día siguiente, cuando volvió a la ciudad, y, con ayuda de mi amigo, logré vencer su resistencia a hablar con personas desconocidas de los asuntos de sus pasajeros. Por fin me enteré de que Joe nunca recorría más de veinte kilómetros, pero Elliott, el cochero, no sabía quién era ni a dónde iba. Enseguida supe lo que tenía que hacer y soborné a Elliott para que me ayudase.

»Al día siguiente, cuando rayaba el día, iba yo en el techo del coche de Cambridge, bien envuelto en un abrigo largo y blanco, y embozado con un chal. Subí al coche en el patio de la fonda y, cuando estábamos llegando a la iglesia, busqué con impaciencia a mi amigo Joe, pero no había ni rastro del joven, ni logré averiguar nada de él hasta que recorrimos nueve o diez kilómetros. Hicimos entonces la primera parada y, mientras cambiábamos de caballos, Elliott, el cochero, señaló a un desconocido de aspecto hostil que vestía una chaqueta ligera con las mangas blancas, bombachos blancos, medias de hilo y botas de media caña. “Ese individuo —dijo Elliott— siempre va con el hombre al que busca usted. Los he visto venir juntos varias veces del otro lado de esa cerca. Me apuesto una libra a que está esperando a Joe.”

»Me apeé del coche y fui a hablar con el posadero para alquilar la habitación del piso de arriba, que daba al camino. Allí me instalé y, después de que el coche se marchara, comencé mi vigilancia. Joe no apareció hasta media tarde. El amigo, impaciente, lo cogió del brazo y empezó a contarle algo, con aire nervioso y ademanes enérgicos. Echaron a andar y salí de la posada con intención de seguirlos. Se adentraron por un sendero que serpenteaba por un ancho prado y no tardaron en llegar al otro extremo. Apreté el paso y conseguí llegar al centro del campo antes de que advirtieran mi presencia. Vi que intercambiaban una señal, se paraban en seco y daban media vuelta para acercarse despacio. Seguí adelante. Nos cruzamos y me miraron con gesto amenazador, pero continué mi paseo sin vacilar, con rostro impasible, hasta que pasaron de largo. Cuando salté la cerca del prado, me estaban mirando desde la otra punta. No volví a verlos ni ese día ni al día siguiente.

»Estaba muy enfadado, y me prometí que no volvería a consentir que me dieran esquinazo. Indagué cuanto me fue posible sin despertar la curiosidad del vecindario, pero no fui capaz de encontrar una sola pista, ni de la muchacha secuestrada ni de la identidad de Joe. A su amigo lo conocían como un vagabundo, un palafrenero despedido, con tendencia natural a toda clase de fechorías.

»Estaba dando palos de ciego. No podía guiarme más que por conjeturas, aparte de lo que ya sabíamos por la buhonera: que un hombre llamado Joe era el responsable de la desaparición de la señorita Lobenstein. Pero no sabía yo si el Joe al que estaba siguiendo era el mismo Joe. Es verdad que el misterio que envolvía al objeto de mis sospechas daba a mis suposiciones una apariencia de probabilidad, pero no estaba en condiciones de transgredir los límites de la certeza. Después de esperar hasta última hora de la tarde del día siguiente, decidí volver a El León Azul con mi disfraz de guardabosques.

»Me quité el abrigo, lo envolví en el chal y, con el bulto debajo del brazo, eché a andar tranquilamente por la carretera. Cuando pasaba por un tramo de curvas, vi una silla de posta que se acercaba desde una servidumbre de paso. Una escaramuza, acompañada de improperios en el interior del vehículo, llamó mi atención. Una mano asomó por la ventanilla al tiempo que alguien pedía socorro a gritos. Corrí hacia el coche y pedí al postillón que se detuviera, pero una voz áspera le ordenó continuar. La orden se repitió con violentas imprecaciones, y los caballos, fustigados sin piedad, se alejaron a la carrera. Me había acercado lo suficiente para agarrarme al tope del coche en marcha. Recibí una violenta sacudida, pero aguanté sin soltarme. Había en la plataforma trasera, donde debería ir el lacayo en pie, una doble hilera de pinchos de hierro, para impedir intromisiones de gamberros, pero no podía perder de vista a aquellos rufianes que estaban violando la paz del entorno, conque clavé el abrigo en los pinchos, pasé a la plataforma y conseguí sentarme en lugar firme y cómodo.

»El coche rodaba a toda velocidad. Pensaba pedir ayuda en la primera parada y buscar una explicación para los gritos de auxilio. Si, tal como todo parecía indicar, se estaba cometiendo un delito, mi intención era detener a los autores en el acto. Mientras sopesaba mis posibilidades, la punta de un látigo de cuero, sacudido con notable fuerza desde la ventanilla de la silla de posta, me hizo un corte en la cara. Otro latigazo bien dirigido me derribó de mi asiento, y caí a la carretera, gravemente herido y casi ciego.

»Rodé por el polvo, retorciéndome de dolor. Tenía un corte profundo en cada mejilla, y un ojo muy afectado. Sin embargo, apenas había caído la noche y, como aquélla era una carretera muy transitada, no tardé en encontrar auxilio. Un joven pasó en una calesa, camino de Londres. Le llamé y le pedí ayuda. Bastaron unos someros detalles de las circunstancias en las que había resultado herido para que el viajero diese media vuelta y me acogiera en el asiento libre. Lo tenté a seguir a la silla de posta con la promesa de media guinea, y en pocos minutos empezamos a oír las ruedas del vehículo al que perseguíamos. El joven azuzó al caballo para que corriera más, pero no conseguíamos adelantar a la silla y, hasta que llegamos a la puerta de la posada donde me había alojado a mi llegada, no supimos que habíamos estado siguiendo el coche del correo en vez de una silla de posta.

»El posadero dijo que en la última media hora no había pasado por ahí nada más que una carreta. Dejé al joven tomando un brandy y un vaso de agua y fui a la cocina en busca de algo frío para lavarme la cara. Cuando estaba sacando agua de la bomba del patio, unas voces que venían de una cuadra llamaron mi atención. La suave luz de un farol iluminó al vagabundo al que ya había visto en compañía del misterioso Joe. Me acerqué con sigilo y con la esperanza de oír la conversación. Cuando casi estaba llegando, vi que alguien venía desde el otro lado del patio, me asusté y tuve que esconderme detrás de la puerta. Un mozo de cuadras asomó la cabeza por la puerta del establo.

»—Oye, Billet. ¿Sabes qué había en los hierros de la silla que habéis dejado en el camino?

»Sacó mi abrigo envuelto en el chal, y lo desataron apresuradamente. Billy, que así se llamaba el sospechoso vagabundo, reconoció al momento mi abrigo blanco y dijo con vehemencia:

»—¡Menos mal que nos hemos librado de él! Un hombre que llevaba este abrigo nos siguió por el prado a mí y a Joe. Nos dio mala espina, así que dimos media vuelta. Y ahora resulta que es el mismo que se subió al coche y Joe tuvo que darle con tu látigo para tirarlo al suelo. Esta noche me iré contigo, Tommy, y me quedaré allí hasta que cambie el viento.

»Era evidente que Joe estaba relacionado con el secuestro de ese día, otra prueba concluyente de que era el responsable de la desaparición de la señorita Lobenstein. Con respecto a mi amigo el vagabundo, al principio pensé en probar los efectos de la coacción, pero luego me dije que era mejor que se alejara un poco de su circuito habitual, para que no pudiera alertar a su compinche, a Joe.

»En cuestión de una hora llegó a la posada la silla de posta, y sentaron al vagabundo, que estaba borracho como una cuba, en el interior del vehículo. Los seguí poco después en compañía del joven de la calesa, y no perdimos de vista la silla hasta que se adentró por las calles desiertas de la ciudad. Era casi medianoche. El vagabundo borracho pidió al postillón, apenas más sobrio que él, que lo dejase en la puerta de una taberna. Abordé a los sorprendidos malhechores y los detuve allí mismo, acusándolos de un delito grave al tiempo que ponía al vagabundo unas esposas pequeñas pero muy resistentes.

»Llevé al hombre, indefenso y perplejo, al puesto de guardia más próximo y, dando a conocer mi nombre y mi cargo, solicité que lo custodiaran hasta que yo lo reclamase. El postillón, al que había dejado bajo la vigilancia del joven de la calesa, estaba muy asustado y no tuvo reparos en darme toda la información que quise. Confesó que esa misma tarde lo había contratado un tal Joseph Mills, para llevar a un cura trastornado al monasterio franciscano de Enfield Chase, de donde decían que se había escapado. No tenía yo ningún conocimiento de la existencia de una institución religiosa en los alrededores, así que pregunté al postillón cuántos monjes vivían allí y cómo se llamaba el padre superior, pero él no sabía nada del monasterio, más que su ubicación, y me aseguró que nunca había pasado de la verja del patio. Reconoció que Joseph Mills lo había contratado en varias ocasiones para el mismo asunto, y que, hacía más de dos semanas, Billy, el vagabundo, le había pedido que fuese corriendo y cogiese una silla de posta de las cuadras de su patrón. Subieron a la silla a una muchacha en estado inconsciente y la llevaron al monasterio de Enfield arreando a los caballos.

»Tomé nota de sus indicaciones para encontrar el monasterio y, esa misma mañana, al amanecer, fui a inspeccionar el edificio por delante y por detrás. Si no me equivoco, ese recinto no se dedica exclusivamente a sus fines religiosos, pero eso ya lo veremos mañana, al menos así lo espero, porque quiero que me acompañes lo antes posible, en cuanto consigamos una orden de registro para ver qué secretos esconde ese misterioso monasterio.

Era casi mediodía, al día siguiente, cuando por fin logramos terminar los trámites necesarios. En compañía de L., el señor Wilson —el abogado—, el señor R. y un distinguido juez, este humilde servidor de los lectores subió a un carruaje privado, mientras un agente de policía, bien armado, se sentaba con el cochero. El juez, que se había ocupado de todo lo necesario para obtener la orden de registro, quiso participar en la resolución del misterio. Una hora más tarde llegábamos a la entrada de un camino, largo y sinuoso como un laberinto, que discurría entre setos de acebo y espinos marchitos. Seguimos algo más de tres kilómetros, giramos a la izquierda, por indicación de L., y nos adentramos por un paso estrecho, entre una tapia de ladrillo alta y un enorme talud coronado de lúgubres árboles. La tapia rodeaba el recinto del monasterio y, en un punto determinado, donde el estrecho camino trepaba por una cuesta muy propicia, L. nos pidió que subiéramos al techo del carruaje para inspeccionar la fachada trasera del edificio por encima de la tapia. Un enrejado de hierro cubría todas las ventanas, sin marcos ni cristales en algunos casos, con las rejas encastradas en el ladrillo. En otras zonas, las ventanas estaban tapiadas con tablones gruesos, dejando un pequeño hueco en la parte superior para que entrase un mínimo de luz y de aire. También había rejas en las ventanas de las dependencias anexas, que se extendían a un lado del amplio patio, y, en el centro del jardín, se alzaba una pequeña construcción de piedra, cuadrada, inmediatamente pegada al patio. Dos costados de este curioso edificio se veían desde el coche, pero no se apreciaba ninguna puerta o ventana.

Alguien del grupo señaló un rostro, muy pálido, con aspecto de demente, que nos observaba entre los barrotes de una ventana.

—Continuemos —dijo L.—. Nos han visto, y si seguimos curioseando, fastidiaremos mi plan.

—Esto parece más una cárcel que un monasterio o un convento —señaló el juez.

—Me temo que va a ser aún peor —replicó L.

Minutos más tarde, el carruaje se detenía delante de la verja del monasterio, cuya fachada principal no despertaba ninguna sospecha. Las ventanas estaban protegidas por postigos y cortinas, en lugar de barrotes. A poca distancia de la entrada, un tabique de roble macizo, rematado por un muro enano, cerraba un pequeño zaguán para impedir el paso a los intrusos. Las verjas no estaban abiertas, pero había una campanilla, y un enérgico tirón del cochero anunció nuestra llegada.

L., que había bajado del coche por la puerta lateral, pidió al juez que se escondiera, a la vez que él se escondía detrás del vehículo con el policía. Habíamos acordado previamente cómo proceder: cuando abriesen la verja, yo asomaría la cabeza por la ventanilla y solicitaría ver al superior del convento.

El guarda, un hombre de corta estatura y con cara de pocos amigos, vestido con polainas y una chaqueta de fustán, quiso saber qué quería yo del superior.

—Es un asunto muy importante y confidencial —contesté—. No puedo salir del coche, porque traigo conmigo a una persona que requiere toda mi atención. Dele esta tarjeta a su superior. Él sabrá quién soy y por qué estoy aquí.

Nuestro plan dio resultado. El guarda se acercó, abrió la verja, se hizo a un lado del camino y metió la mano por la ventanilla para coger mi tarjeta. L. y su compañero salieron de su escondite y tomaron posiciones en la verja y en la puerta del monasterio antes de que el guarda pudiese dar la voz de alarma. El conductor, que hasta entonces había fingido estar muy ocupado con los caballos, corrió a abrir la puerta del carruaje y, en un abrir y cerrar de ojos, estábamos todos en el zaguán. Cuando se recobró de la sorpresa, el guarda corrió a la puerta y trató de entrar en el monasterio. El policía le cerró el paso, y se produjo un altercado. El guarda se metió un dedo en la boca y lanzó un sonoro silbido. L., que buscaba el cerrojo de la verja de hierro que cruzaba el zaguán de lado a lado, oyó el silbido, se volvió al policía y le dijo tranquilamente:

—Si te da problemas, Tommy, suéltale un par de guantazos.

En menos de dos minutos el guarda estaba esposado y sentado en el suelo.

—¡Maldita sea! —dijo L.—. Tiene que haber salido por esta verja. No hay otra entrada, pero no veo la forma de abrirla, y me temo que el silbido lo ha estropeado todo. He oído el chasquido de un cerrojo justo después de que diese la señal.

—Esta verja es muy común en los conventos y las casas religiosas —señaló el señor Wilson—. Puede que nos estemos complicando más de la cuenta. Volvamos a tocar la campana, y quizá nos dejen entrar sin necesidad de emplear la fuerza.

El policía y el juez intercambiaron una sonrisa. El juez se acercó al guarda y le habló en voz baja:

—Tenemos que entrar en la casa, amigo. Dinos cómo abrir esta verja y te daré cinco guineas. Si te niegas, te encerraré en prisión, tanto si tu relación con este monasterio lo justifica como si no. Soy juez, y éstos son mis oficiales. Están aquí cumpliendo mis órdenes.

El guarda no contestó. Se llevó las manos a la boca y lanzó otro silbido penetrante y con una modulación especial.

El zaguán era amplio y de techos altos. Al otro lado de la verja había un tabique de madera tallada y una puerta de roble macizo que daba a una estancia. Encima de la puerta había una ventana con rejas que abarcaba casi toda la longitud del tabique. L. se fijó en ella, trepó la verja con la agilidad de un gato y apenas había llegado arriba cuando lo vimos apuntar con una pistola a alguien que se encontraba al otro lado.

—¡No se mueva, si no quiere que le meta dos balas en la cabeza! —le oímos gritar.

—¿Qué quieren? —preguntó una voz trémula.

—Diga a su amigo, Joe Mills, que venga a abrir la verja. Si le veo mover una mano o un pie, apretaré el gatillo y le volaré los sesos.

L. me contaría más tarde que, al trepar por la verja, vio a un monje vestido de negro, deliberando con un grupo de hombres. Estaban al fondo de la estancia que el tabique separaba del zaguán, delante de una ventana, y la luz que entraba por los cristales le permitió identificar al superior y reconocer entre el grupo a Joe Mills.

—Vamos, Joe. Date prisa —dijo L.—. Tengo los dedos entumecidos y podría disparar sin querer.

La amenaza surtió efecto. El superior no se atrevió a moverse, pero ordenó a alguien que abriese la verja. Joe salió al zaguán y apretó un resorte en uno de los barrotes para abrir una parte de la verja y dar paso a nuestro grupo.

—¿Cómo está usted, señor Mills? —saludó L.—: ¡Nos conocemos de El León Azul! Tendrá que disculparme si le causo algún inconveniente, pero es usted muy volátil, y no logramos encontrarlo cuando queremos si no tomamos las precauciones necesarias. Tommy, llévalo a donde está el guarda y, para mayor seguridad, espósalos a los dos a la verja, pero esta vez no pierdas el tiempo con guantazos, porque aún tenemos que atrapar a unos cuantos más.

—Caballeros —dijo el superior, acercándose a la puerta del recinto—. ¿Pueden explicarme el motivo de esta violencia? ¡Cómo se atreven a profanar un lugar santo! ¿Quiénes son y qué buscan aquí?

—Yo soy juez, señor, y estos hombres son oficiales de la justicia que vienen con una orden de registro. Buscamos a Mary Lobenstein, y lo acusamos de detención ilegal. Entréguenos a la muchacha y se ahorrará muchos problemas.

—Yo no sé nada de la persona a la que ha nombrado, y los monjes no estamos sujetos a sus leyes. Esta casa está consagrada a fines religiosos: aquí viven penitentes que han renunciado al mundo y a todas sus vanidades. Contamos con la protección del representante de su santidad el Papa, y las leyes de Inglaterra no nos atañen. Entre estas paredes solo hay extranjeros, y no puedo permitir interferencias de nadie que no venga con autorización de la cabeza de la Iglesia.

—No voy a detenerme a señalar los errores de su exposición —contestó el juez—. Tengo poder suficiente para registrar cualquier institución del reino. Además de comprobar que la persona de cuyo secuestro se le acusa se encuentra en buen estado, es mi deber interesarme por la naturaleza de un establecimiento que se arroga el derecho a confinar a los súbditos del rey en un lugar que cumple con todos los requisitos para ser una prisión, aun cuando se sustraiga al cumplimiento de las leyes inglesas. Señor L., proceda a su registro y, si alguien se lo impide, que se atenga a las consecuencias.

El hombre de negro dejó traslucir su inquietud. Los seis que lo acompañaban además de Mills, cuando la pistola de L. interrumpió sus deliberaciones, seguían delante de la ventana que daba al patio, esperando órdenes del superior. Éste, de quien más tarde supimos que se llamaba Farrell, cruzó una mirada maliciosa con sus adláteres y, con aparente resignación, dijo:

—Muy bien, señor. Es inútil que me enfrente a su autoridad. Señor Nares, abra la puerta del patio y acompañe con sus hombres a los caballeros en su visita a las celdas.

El interpelado abrió el cerrojo de una puerta enorme que daba al patio y acto seguido hizo una reverencia, invitándonos a precederlo. Wilson, que era el que estaba más cerca de la puerta, fue el primero en pasar, y Nares, con un gesto de cabeza, indicó a dos de los suyos que siguieran al abogado. Cuando pasaban a su lado, les hizo un guiño muy elocuente.

—Llevad primero a los caballeros a la casa de piedra —dijo.

El juez estaba a punto de salir al patio cuando L. lo sujetó del cuello del abrigo, le obligó a retroceder, cerró la puerta y echó el cerrojo principal.

—Disculpe mi brusquedad, señor, pero pronto verá que era necesaria. Su plan, señor Nares, es excelente, pero no le servirá de nada. No vamos a quedar a merced de sus hombres en una caseta de piedra o en una celda con rejas en las ventanas. Tiene usted las llaves del monasterio colgadas del cinturón. Venga con nosotros mientras los demás se quedan aquí en lugar de pisarnos los talones. Vamos, vamos, señor mío. Nada de trucos. Si se resiste, tendré que quitarle ese manojo de llaves y esposarlo con su amigo Mills.

Nares puso un gesto de desafío, pero no contestó. Farrell, que delataba su preocupación por lo pálido que estaba, se envalentonó al ver la actitud desafiante de su compañero.

—Señor Nares —vociferó—. No quiero que le dé las llaves.

Estas palabras fueron suficientes. Nares y los demás, todos ellos provistos de garrotes, enarbolaron las armas en señal de ataque, y la refriega fue inevitable. Al cerrarse la puerta del patio, uno de los nuestros se había quedado fuera, pero lo mismo les pasó a dos de los enemigos. Aun así, estábamos en minoría no solo numérica, ya que nosotros éramos cuatro y nuestros antagonistas cinco, armados además, mientras que el juez y yo no contábamos con ningún medio de defensa.

Las hostilidades comenzaron cuando uno de ellos me dio un garrotazo en la parte carnosa del hombro izquierdo y me hizo tambalearme hasta el otro lado de la estancia. Dos de los rufianes hicieron frente al policía, que paró con su porra el golpe del que estaba más cerca y, antes de que el agresor tuviera tiempo de ponerse en guardia, le machacó los dedos de la mano derecha, obligándole a soltar el garrote y a retirarse a un rincón entre aullidos de dolor. El policía se ocupó entonces del que me había atacado, que volvía a blandir el arma con la intención de repetir el golpe, pero mi defensor le arreó con fuerza en las espinillas y el tipo no pudo aguantar en pie y cayó al suelo. Corrí a arrebatarle el garrote y lo dejé hors de combat. Mientras me ayudaba, el policía sufrió el ataque del que había dudado en sumarse a la primera ofensiva y aguardaba la oportunidad de saltar como un felino. Respondí dándole un buen mamporro en la cabeza y aproveché que el sombrero le cubrió los ojos para abalanzarme sobre él. Le sujeté los brazos y lo inmovilicé hasta que el policía se levantó y vino a ayudarme. Mientras esposábamos a éste, el caballero herido en la mano me obsequió con una lluvia de patadas.

L. avanzó hacia Nares, apuntándolo con la pistola, y le pidió las llaves. El rufián contestó dándole un porrazo en la oreja, y L. al momento empezó a sangrar. Haciendo gala de un admirable dominio de sí en tan enojosas circunstancias, L. no abrió fuego contra su adversario, sino que le asestó un culatazo en la cara y le hizo una herida muy dolorosa. Nares era valiente como un bulldog. Agarró la pistola y forcejeó para hacerse con ella. Su enorme estatura y su fuerza pudieron más que su contrincante, y, en el forcejeo, la pistola se disparó, aunque por fortuna sin herir a nadie, momento que el agresor aprovechó para reducir a L., tirarlo al suelo y retorcerle la corbata con intención de estrangularlo, pero los demás corrimos en su auxilio y evitamos que el canalla ejecutara sus viles intenciones. A pesar de su inferioridad numérica, Nares parecía dispuesto a morir en el combate: nos costó horrores sujetarle de los brazos y, mientras lo esposábamos, no paró de morder al policía en los dedos.

En el curso de las escaramuzas, el padre superior había agarrado al juez del cuello y, sin ninguna ceremonia, lo había llevado a la zona de la estancia más próxima a la verja de hierro. No gustó a su señoría este comportamiento tan poco caballeresco, y se enfrentó con valentía. Ninguno de los dos iba armado, así que se atacaron a puñetazo limpio, y hay que decir que el juez se llevó la peor parte. Mills y el guarda, esposados a los barrotes, animaban y vitoreaban a Farrell. El juez estaba recibiendo una buena paliza, y pedía ayuda a gritos. Farrell, temiendo enfrentarse con los demás, que ya habíamos derrotado a los suyos, soltó a su presa y escapó corriendo por la puerta de la verja a una velocidad que desafiaba cualquier intento de persecución. El cochero y el juez fueron tras él, pero no tardaron en perder de vista al ágil villano y volvieron al monasterio muy decepcionados.

Los dos hombres que se habían quedado fuera con Wilson, gracias a la rápida reacción de L., no paraban de gritar para que abriésemos la puerta. Más tarde el abogado reconocería que estaba muy asustado por su situación, sin posibilidad de comunicarse con nosotros y a merced de dos siniestros malhechores, en un lugar extraño, rodeado de celdas y observado entre los barrotes por un buen número de rostros cadavéricos con gesto demente.

Estábamos todos heridos en mayor o menor medida cuando por fin nos reunimos. El juez, muy indignado, juró venganza contra todos los implicados: henchido de ira, con la ropa hecha jirones y heridas en todas partes, proclamó su firme determinación de ofrecer una importante recompensa para detener a Farrell, el jefe de los rufianes. L. había salido muy mal parado y casi no podía tenerse en pie; le sangraba mucho la oreja y había pasado un buen rato sin recibir oxígeno en el cerebro cuando Nares intentó estrangularlo. El policía se había llevado muchos golpes y le dolía la mano mordida. Yo tenía el brazo izquierdo casi inutilizado, y un montón de manchas de sangre daban cuenta de las patadas que había recibido en las espinillas. A pesar de todo, habíamos peleado con ahínco y cosechado una peligrosa victoria.

El juez abrió la ventana y se asomó entre los barrotes para hablar con los que estaban fuera.

—Señores —dijo—, hemos derrotado a sus compinches y están todos detenidos. Si intentan ustedes resistirse, los trataremos exactamente igual que a ellos. Ahora bien, si alguno de ustedes prefiere ayudarnos a cumplir con nuestro deber y responde debidamente a todas las preguntas, si colabora en cuanto esté en su mano, no solo estoy dispuesto a perdonarlo por los actos de violencia que haya podido cometer en el pasado, exceptuando el asesinato, sino que además prometo recompensarlo bien.

Uno de ellos, el que tenía un aspecto más amenazante, todo hay que decirlo, de inmediato dio un paso al frente y se ofreció a testificar si el juez juraba cumplir lo prometido. Su otro compañero manifestó entre dientes su desprecio por la «serpiente delatora» y huyó corriendo por el patio. No volvimos a verlo, y supusimos que había logrado saltar la tapia del jardín.

La puerta del patio estaba abierta, y el delator entró por ella con el abogado. Dijo que su mujer era la encargada de la casa y que estaba con su hermana en el piso de arriba. Le quitamos las llaves a Nares y emprendimos la búsqueda. Wilson pidió al delator que nos llevara a la celda donde estaba Mary Lobenstein, pero éste negó conocerla. Su mujer, una sargentona vulgar, con marcas de viruela, la nariz respingona y voz masculina, también aseguró que nunca había habido allí nadie con ese nombre. L. contestó que no daba ningún crédito a sus afirmaciones y les ordenó que encabezaran la búsqueda.

Ocuparía demasiado espacio describir con detalle a las personas y las cosas que encontramos a lo largo de aquella ronda. Baste decir que no tardamos en descubrir que las sospechas del policía y el juez se acercaban bastante a la verdad. El establecimiento de Farrell nada tenía que ver con una institución religiosa: no había monjes, frailes, monjas o novicias en ninguna de las celdas. El nombre de monasterio era una excelente coartada para las maldades que se practicaban entre sus muros, ya que desarmaba cualquier sospecha y evitaba intromisiones por parte de la policía. La casa, en realidad, era un manicomio privado donde se cometían los peores abusos: mujeres hartas de sus maridos y viceversa, hijos réprobos con ganas de deshacerse de sus padres o villanos que buscaban quitar de en medio a sus rivales en el amor o en la riqueza hallaban en la Granja de Farrell, como la llamaban los pocos que la conocían, un escondite seguro donde encerrar a quienes odiaban. Farrell se encargaba de proporcionar el oportuno certificado de demencia. Nares se había criado, como quien dice, con un mortero y un almirez en la mano y, según las leyes de entonces, la firma de un boticario era autoridad suficiente para encerrar en un manicomio a una persona sospechosa. Farrell trataba con gentes de la peor calaña y ofrecía sus servicios a un precio ínfimo. En general cobraba poco y garantizaba a sus clientes que sus familiares o amigos jamás volverían a darles problemas. Según nuestro delator, «Apenas les daba de comer, y si no se morían, no era culpa suya».

La casa reunía las condiciones óptimas para otros delitos y asuntos secretos. Damas en delicadas circunstancias pasaban allí el embarazo y el parto y dejaban a sus hijos en buenas manos. Fugitivos de la justicia encontraban un escondite seguro si conseguían que Farrell los acogiese. En resumidas cuentas, las puertas de la Granja, aunque cerradas al mundo y al conocimiento de la ley, estaban abiertas a quien pudiera pagar o a quien contara con alguien que pagase por él: desde la infortunada víctima de un rufián con título nobiliario, que hallaba su ruina en las elegantes habitaciones de la fachada principal, hasta el loco rechazado del manicomio y del asilo para indigentes y condenado a una muerte lenta pero infalible en las celdas de aquella escalofriante residencia.

Haría falta un volumen completo para contar la historia de las pobres gentes a las que liberamos de su desesperado cautiverio, un volumen de atrocidad, de sufrimiento y de dolor.

Tras una ardua e infructuosa búsqueda por las distintas habitaciones, celdas y escondites de este singular edificio, no tuvimos más remedio que reconocer que el delator y su mujer habían dicho la verdad. Mary Lobenstein no figuraba entre las personas encerradas en la Granja y tampoco vimos rastro alguno de su paso por allí. De todos modos, L. seguía aferrándose a la esperanza de que, en la confusión con que habíamos practicado el primer registro, hubiésemos pasado por alto alguna celda o mazmorra secreta donde pudiera estar confinada la pobre muchacha. La sólida construcción de piedra que ocupaba el centro del jardín respaldaba esta conjetura, pero no conseguimos abrir la puerta, reforzada con planchas de hierro, que había en uno de sus costados. El hombre que nos guiaba dijo que la llave de esa puerta la guardaba siempre Farrell, que únicamente él y Nares entraban a ese recinto, que no tenía noticia de que jamás se hubiera encerrado a nadie allí, que dentro brotaba un manantial y que Farrell usaba la caseta para guardar el vino. Había visto meter y sacar botellas de vino. A decir verdad, el aspecto de la caseta corroboraba estas explicaciones: no tenía ventanas, salidas de aire ni aberturas de ninguna clase, aparte de la puerta antes mencionada, y las exiguas dimensiones de la propia construcción descartaban la posibilidad de que allí pudiera esconderse a un ser humano, de ser cierto que un pozo o una fuente ocupaban el espacio, tal como afirmaba nuestro guía.

Renunciando a esta última esperanza de encontrar a la pobre muchacha, ayudamos al juez a trasladar a los prisioneros y a alojar provisionalmente en un lugar digno a los desdichados que habíamos rescatado. El delator y su mujer fueron de gran ayuda en esta tarea, al señalar a los locos incurables y distinguirlos de aquellos que, en su opinión, habían sido encerrados injustamente. Metimos a los prisioneros en el coche para llevarlos a Londres custodiados personalmente por L., quien prometió regresar con refuerzos en el curso de la tarde. El policía fue a Enfield a por carruajes y sillas de posta. A los que daban claras muestras de estar más locos los enviamos al manicomio, con una orden de ingreso del juez, y a dos o tres enfermos los trasladamos al hospital de Middlesex.

Ayudé al abogado y al juez a tomar declaración a algunas de las víctimas que parecían tener la cordura suficiente para ofrecer un relato veraz. Cuando se acercaba la noche, me preparé para marcharme, y Wilson decidió venir conmigo. Algunas de las personas encerradas en la Granja nos facilitaron la dirección de su familia para que le comunicáramos su paradero. Al salir, en el coche, nos cruzamos con L. y un numeroso grupo de policías, que se quedarían a pasar la noche con el juez y lo ayudarían a evacuar a los demás cautivos a la mañana siguiente.

Esa misma noche, con el corazón encogido, fui a ver a la señora Lobenstein para darle cuenta del triste desenlace de nuestro plan. Le referí minuciosamente todos los detalles de la operación, y me escuchó en silencio, interrumpiéndome solo en alguna ocasión, cuando le describí el celo con que había actuado L., para invocar la bendición de la Divina Providencia. Al saber que nuestra búsqueda había sido infructuosa, guardó silencio unos momentos, pero enseguida, con tono confiado y voz alegre, dijo:

—Mi hija Mary está en esa caseta de piedra. Bien se ven los designios de Dios en la asombrosa concatenación de circunstancias que ha permitido descubrir a Farrell y su infame mansión. Mi hija está allí, solo que aún no han podido entrar en esa cámara secreta. Iré con usted por la mañana, si puede permitirse perder un día más para ayudar a una madre desconsolada.

Le aseguré que estaba dispuesto a acompañarla, aunque también intenté convencerla de que era inútil seguir buscando. Ella tenía una fe inquebrantable en su impresión divina, así lo expresó, y afirmó que Dios jamás permitiría que los esfuerzos de un hombre tan bondadoso como L. se vieran frustrados. La intuición de una madre, el instinto de su amor, lo ayudarían a completar esta misión sagrada. De nada servía discutir con ella, y así quedé en pasar por su casa a primera hora de la mañana.

Dormí poco esa noche. Me dolían bastante el hombro y las heridas de las espinillas, y la extraña emoción de los acontecimientos del día contribuía a reforzar mi fiebre tanto física como mental. Me levanté al día siguiente en un estado deplorable, y solo la confianza de la pobre viuda me indujo a afrontar la incomodidad del viaje, pues no soportaba la idea de defraudarla. Encontré el coche listo en la puerta. Dos cerrajeros, provistos de mazas, palancas y enormes manojos de llaves, ocupaban el asiento de delante, y, tras instalarme detrás, con la señora Lobenstein, los caballos salieron a trote ligero.

En el camino, la viuda me contó que había ido a verla un abogado de parte de Elizabeth Bishop, la solterona desheredada que, como quizá se recuerde, perdió su esperada fortuna al entrar en escena la dulce Mary Lobenstein. El abogado explicó que iba en representación de la señorita Bishop, quien se había enterado de la desaparición de la heredera de su tía, y manifestó que, si en los próximos días no se aportaba fe de vida de la señorita Lobenstein, su representada tomaría posesión de todos los bienes, tal como estipulaba el testamento de la anciana.

—Estoy segura —dijo la viuda—, de que esa mujer está detrás de todo este asunto. Es ella quien ha encargado el secuestro de mi hija para quedarse con la herencia, pero confío en que Dios no le permita cumplir sus viles propósitos. El corazón me dice que quienes son capaces de robarle a una madre una hija por dinero, tampoco tendrían ningún reparo en privar a esa muchacha de su existencia. Sin embargo, tengo plena confianza en el Altísimo, que templa el viento para proteger al cordero esquilado, y no consentirá la destrucción de una viuda y una huérfana.

L. ya había apuntado la posibilidad de que la chica estuviera muerta cuando dimos por concluido el registro, y esta idea había ocupado buena parte de mis pensamientos en mi desvelo nocturno. Como no tenía ninguna esperanza de que la nueva búsqueda arrojara algún resultado, decidí consultar con L. la posibilidad de ofrecer una recompensa a Mills y a Nares a cambio de que revelasen la verdad y, en el caso de que no lográramos sacarles nada, proceder a un registro exhaustivo del jardín y del patio para encontrar, si fuera posible, los restos mortales de la muchacha asesinada.

El juez recibió a la viuda con afecto y respeto, y respaldó sus deseos de llegar hasta el fondo del misterio de la caseta de piedra. L. no había averiguado nada nuevo, aparte de que en una de las habitaciones se habían encontrado algunas prendas femeninas, y propuso que la señora Lobenstein las inspeccionara, por si se daba el caso de que pudieran ser de su hija. La madre señaló que Mary había salido de casa sin sombrero ni chal, y por tanto era poco probable que hubiese dejado allí la ropa que llevaba. Le pareció inútil perder el tiempo en subir a la planta de arriba, y pidió a los cerrajeros que la acompañasen a la caseta del jardín. Era imposible no compadecerse de la pobre mujer, y el juez aplazó su regreso a Londres, donde su presencia era indispensable para presidir el interrogatorio de los señores Nares, Mills y compañía. El bondadoso L. tuvo que secarse las lágrimas mientras seguía a la madre por el patio y la oía animar a los cerrajeros para que procediesen a hacer lo necesario y liberasen a su querida Mary. Reventaron la cerradura de la caseta, abrieron la puerta de par en par, y la madre llamó en voz alta a su hija, pero no hubo más respuesta que el eco de la piedra. No había nadie allí.

Comprobamos que el interior del recinto se correspondía con la descripción del delator. Había nichos en las paredes, con botellas de vino guardadas en serrín; un pozo de ladrillo asomaba ligeramente del suelo en el centro de la caseta, y el agua llegaba a treinta centímetros del brocal; una polea y un cubo oxidados bloqueaban un lado de la puerta, y dos o tres barricas de vino ocupaban el resto del espacio. Era imposible ocultar a un ser humano en ninguna parte.

La señora Lobenstein suspiró, y la decepción se reflejó en su gesto, pero la llama de la esperanza que había prendido en su corazón no se apagó de inmediato.

—Caballeros —dijo—, acompáñenme a las celdas y las cámaras secretas. Quiero ver con mis propios ojos que se han registrado a fondo, para despejar las dudas de que puedan haber pasado ustedes por alto algún rincón escondido en el que esos malvados hayan encerrado a mi hija.

Repetimos el recorrido por las cámaras sin ningún éxito, y la viuda tuvo que reconocer que habíamos mirado en todas partes y era inútil prolongar la estancia en la casa. Se sentó en el último escalón del segundo tramo y, con expresión afligida, nos miró a los ojos, como si buscara un consuelo que no estaba en nuestra mano ofrecerle. Sus mejillas se llenaron de lágrimas, y unos sollozos incontenibles dieron cuenta de su desesperación. Estaba yo intentando que se moviera, pues sabía que el ejercicio era el único modo de romper la tenaza de su sufrimiento, cuando llamó mi atención el aullido de un perro, un cocker spaniel, que nos había acompañado desde casa de la señora Lobenstein y al que, por descuido, mientras hacíamos la ronda del monasterio, habíamos dejado encerrado en una de las celdas.

—¡Pobre Dash! —dijo la viuda—. Ahora no puedo perderte. Mi Mary te quería mucho y tengo que cuidar de ti.

Me di por aludido y fui a abrir la puerta de la celda de donde llegaban los ladridos. Era la misma celda donde estaban las prendas de vestir, que la madre ya había examinado sin descubrir entre ellas ninguna de su hija. Pero el instinto más agudo del animal detectó la presencia de los zapatos que adornaban los pies de Mary cuando la joven salió de casa el día de su secuestro. Nada más abrirse la puerta, el perro fiel cogió los zapatos con la boca y corrió a dejarlos a los pies de su ama, llamando su atención con un ladrido penetrante y sagaz. La mujer los reconoció al instante.

—Sí, son de mi hija, yo misma se los compré. Ha estado aquí, la han asesinado, y su cuerpo ya estará pudriéndose en la tumba. —La pobre viuda sufrió un violento ataque de histeria, y la dejé al cuidado de la mujer y la cuñada del delator, a quienes no se había permitido abandonar el recinto.

Juzgué que el hallazgo de los zapatos tenía la importancia suficiente para avisar al juez, que ya había subido al coche y estaba a punto de emprender el camino de Londres. Volvió al instante y se interesó por los detalles del incidente. En cuanto quedó probado que Mary Lobenstein había estado en el monasterio, L. subió corriendo las escaleras y llevó al delator ante el juez, quien le preguntó severamente por qué había mentido al afirmar que la muchacha nunca había estado allí. El hombre protestó con vehemencia y, ostensiblemente alarmado, aseguró que no conocía a ninguna mujer con el nombre de Lobenstein: la única explicación que podía dar al misterio de los zapatos era que una joven, cuyo aspecto coincidía con nuestra descripción de Mary, llegó a la casa, de noche, hacía dos semanas, pero la presentaron como una prostituta loca, llamada Hill, que importunaba a los caballeros casados alborotando a las puertas de sus casas. Primero dijeron que se quedaría en la Granja para siempre, pero más tarde Nares se la había llevado, no sabía adónde.

Al oír estas palabras, L. movió la cabeza de una manera que no auguraba nada bueno, y todos comprendimos que las sospechas de la madre eran ciertas y que la muchacha había sido víctima de un delito de sangre. Discutimos cómo actuar para dar con la sepultura, y salimos al jardín en busca de algún indicio de tierra removida o cualquier otra prueba que pudiera conducir al hallazgo de sus restos mortales. Habíamos cruzado el patio y nos disponíamos a entrar por la cancela del jardín cuando L. sugirió que fuésemos a buscar al perro, cuyo excelente olfato nos había facilitado la única pista que hasta el momento habíamos sido capaces de encontrar. Fui a por el animal, pero se negaba a separarse de su ama, y tuve que sujetarlo del cuello y cogerlo en brazos, con riesgo de que me mordiera, para alejarlo de ella. Lo dejé en el suelo cuando llegamos al jardín y traté de incitarle a la acción, corriendo por el sendero y silbando para que me siguiera, pero se acercó con el rabo entre las patas y la cabeza gacha, como si compartiera el dolor que a todos nos embargaba.

Registramos el jardín sin hallar nada que invitase a prolongar la búsqueda. Habíamos recorrido todos los senderos, menos uno estrecho y transversal que iba desde la verja hasta una hilera de invernaderos pegados a la tapia en el otro extremo del jardín. Estábamos a punto de abandonar, convencidos de que no podíamos desvelar el misterio que envolvía la desaparición de la muchacha, cuando el perro, que se había separado del grupo al adentrarnos por el sendero, dio extraordinarios signos de viveza y emoción: sacudió la cola con furia, levantó las orejas y prorrumpió en ladridos, a la vez que corría de un lado a otro del camino, hasta que se acercó al invernadero con el hocico pegado al suelo.

—Ha olido algo —dijo L.—. Aún queda una oportunidad.

Nuestro grupo, formado por L., el juez, dos policías, el delator, los cerrajeros y yo, siguió al perro hasta un arriate donde había tres o cuatro surcos de pepinos, cubiertos por una estructura de cristal que podía abrirse y cerrarse. Después de buscar alrededor del arriate, el animal saltó al centro y lanzó un aullido lastimero. Era evidente que había perdido el rastro. L. llamó nuestra atención sobre un panel corredizo y un candado de grandes dimensiones que aseguraba la estructura de cristal, y esta insólita medida de seguridad despertó nuestras sospechas. Rompió el candado con la palanca de uno de los cerrajeros, levantó la parte superior del invernadero y el perro dio un salto y empezó a escarbar frenéticamente.

L. hundió la palanca en la tierra blanda y, a unos treinta centímetros de profundidad, tocó un objeto duro. El descubrimiento nos electrizó a todos, y no perdimos tiempo en ir en busca de herramientas: empezamos a cavar con las manos, y la tierra negra y tostada que íbamos retirando ávidamente no tardó en revelar los tablones de una trampilla, dividida en dos hojas unidas entre sí por un candado. Mientras los cerrajeros daban prueba de su destreza, el buen juez, con la cabeza descubierta, las manos en alto y el aliento entrecortado por la emoción, dejó escapar una lágrima. Estábamos todos muy alterados e interpretamos los alegres ladridos del perro como señal de éxito. La impaciencia de L. no admitía demoras. Arrebató la maza de las manos de los cerrajeros y, asestando un golpe capaz de derribar una pared, destrozó la cerradura, haciendo que las dos hojas de la trampilla se separaran de un salto, como si intentasen esquivar el golpe. Abrimos la puerta: una cámara negra y amplia y un pequeño tramo de escaleras de madera, cubiertas de musgo por la humedad de la tierra, conducían a las lúgubres profundidades de la cueva.

El perro bajó valerosamente, y L., pidiendo que nos hiciéramos a un lado para no impedir el paso de la luz, se abrió camino entre los resbaladizos y estrechos peldaños. Uno de los cerrajeros lo siguió, mientras los demás, impacientes, desde el borde del agujero, veíamos a nuestros amigos alejarse en la penumbra.

Hubo un silencio, oímos ladrar al perro, y a continuación el leve murmullo de las voces de L. y el cerrajero. Les grité, y me asustó el eco de mi voz. A esas alturas nuestra angustia era extrema, y el juez también llamó a L., pero no hubo respuesta. Nos disponíamos a bajar todos cuando el policía apareció al pie de la escalera.

—La hemos encontrado —dijo. Gritamos al unísono—. Pero está muerta —concluyó aterradoramente, cuando salía de la cámara.

Ayudamos al cerrajero, con el cuerpo sin vida de Mary Lobenstein cargado al hombro, a subir las escaleras. Dejamos el cadáver de la muchacha en uno de los bancos del jardín y, con gesto lúgubre y el ánimo por los suelos, volvimos al monasterio con nuestra triste carga. La madre no se había recuperado del golpe que el presentimiento de la muerte de su hija había supuesto para ella. Estaba inconsciente, tendida en una cama, donde la había acostado la mujer del delator. Depositamos el cadáver en una habitación contigua y dimos instrucciones a la mujer del delator para que administrase las últimas y tristes atenciones a aquel pedazo de barro insensible, mientras esperábamos que la madre volviera en sí. El juez regresó a Londres; los cerrajeros empezaron a recoger sus herramientas, y yo estaba repasando con melancolía los acontecimientos de la jornada cuando el rostro adusto de la mujer del delator asomó por la puerta y nos hizo una seña para que saliéramos.

—Si me lo permite, señor, nunca he visto un cadáver como el de esa muchacha. He visto muchos en mi vida, pero éste tiene algo que no es natural. No parece un cuerpo muerto.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que aunque tiene las manos y los pies fríos, la mandíbula no está caída y los ojos no están abiertos, y tiene una flexibilidad en las extremidades que no me gusta. En realidad creo que no es más que un síncope.

L. y yo salimos corriendo, y los cerrajeros, con sus cestos de herramientas colgados a la espalda, nos siguieron hasta la celda. Busqué con avidez una señal de pulso en el corazón y en las muñecas de la pobre Mary, cuyo aspecto ciertamente corroboraba la impresión de la mujer, pero la ausencia total de signos vitales nos impedía albergar ninguna esperanza. Uno de los cerrajeros sacó de su cesto una herramienta de acero brillante y bien templado, lo acercó unos segundos a los labios entreabiertos de Mary y lo retiró, afirmando con voz enérgica:

—¡Está viva! ¡La respiración ha empañado el acero!

El hombre estaba en lo cierto. Administramos a la hija y a la madre los remedios necesarios, y L. obtuvo la recompensa de depositar a Mary en los brazos de su madre.

Las explicaciones posteriores de la señorita Lobenstein no revelaron mucho más de lo que ya sabíamos. El malvado Mills y su amigo, Billy el vagabundo, la llevaron a la Granja y le dijeron que pasaría allí lo que le quedaba de vida. La trataron como si estuviera loca: no contestaban a sus preguntas y respondían con desprecio a sus súplicas de que avisaran a su madre. Unas tres noches antes, le ordenaron salir de la habitación, le quitaron los zapatos para que no hiciese ruido en los pasillos y la llevaron a la cámara secreta del jardín. Le dejaron unas galletas y una jarra de agua y la encerraron en aquel lugar solitario hasta que el instinto de su querido perro permitió que la encontrásemos, poco después de que se hubiera desmayado de agotamiento y terror.

No cabe duda de que la vigilancia del infatigable L. alarmó a los rufianes, que decidieron encerrar a la muchacha en un escondite seguro. Tuve la curiosidad de bajar a la cámara secreta, en compañía de algunos policías. El terreno se había excavado inicialmente para sentar los cimientos de una vivienda de sólidos muros y tabiques, pero la quiebra del constructor impidió la conclusión de las obras. Cuando Farrell y su cuadrilla tomaron posesión del lugar, juzgaron que sería más sencillo cubrir las vigas del sótano con tablones y tierra en vez de rellenar el agujero y, con el tiempo, todos menos los más interesados en su ocultamiento se olvidaron del agujero. Fue Farrell quien ideó la entrada a través de la estructura de cristal, y, cuando se construyeron los invernaderos anexos, se dotó a la cámara de un conducto de ventilación artificial para proporcionarle el aire suficiente.

La señora Lobenstein no quiso querellarse contra la solterona Bishop, cuya maldad acabó por cebarse en su propio corazón y no tardó en llevarla a la tumba sin que nadie lamentase su pérdida. Nunca se revelaron a la opinión pública los pormenores de este caso tan singular; sin embargo, estoy convencido de que los hechos fueron determinantes para modificar la legislación inglesa por la que se regían los manicomios privados y otros centros de reclusión para dementes.

La magistratura del condado tuvo que reconocer su responsabilidad, por haber permitido la existencia de una mazmorra como la Granja de Farrell, y se aprestó a iniciar un procedimiento contra Mills, Nares y sus colaboradores, a quienes se impuso una pena de tan solo unos meses de prisión, y esto por agresión al jefe de policía, pero Billy el vagabundo resultó ser un delincuente habitual: lo acusaron de varios delitos por los que hasta la fecha no había sido castigado y lo condenaron a «siete años» de reclusión en los barracones de Chatham. Farrell, el cabecilla de los bandidos, logró escapar por algún tiempo del brazo de la ley, si bien L. me ha asegurado que tiene fundadas razones para creer que lo ejecutaron en Somersetshire, bajo un nombre falso, por robo de caballos.

La Granja se transformó en un asilo para los pobres de las parroquias vecinas. L. recibió su recompensa, y, en el momento en que yo abandoné Inglaterra, Mary, nuestra heroína, era una radiante madre de familia numerosa.