El falsificador de papel moneda


(1899)

Íbamos camino del hipódromo de Aintree, el día del Grand National, y estábamos pasando el rato en uno de los salones.

O’Malley es perfecto para hacer agradables los viajes en tren. Estuvimos un par de horas jugando al whist con dos barajas y luego, cansados de los naipes, nos acomodamos en los asientos a charlar. Hablamos de deportes, claro está, del tamaño variable del obstáculo de Valentine’s Brook, de cuando Emperor se desnucó en una doble valla y tuvo que abandonar la carrera, y de cuestiones similares de interés local. La conversación derivó poco después hacia héroes e idiotas del pasado, y el nombre de Cope salió a colación con una risotada nostálgica.

—No hay duda —dijo Grayson, el consejero de la reina— de que el señorito Willie Cope era un bobo, por su manera de dilapidar el dinero. Pasó la infancia muy corto de riendas y a los veintidós años heredó una finca que le rentaba como mínimo mil novecientas libras al año contantes y sonantes. Empezó bien: obtuvo una buena cosecha de bonos; luego, por así decir, se desmelenó y quiso comprobar cuánto dinero era capaz de gastar un hombre si se lo proponía.

»Sus métodos eran ambiciosos y variados. Se hizo con una importante caballeriza y compitió por lo menos con un caballo en todas las principales pruebas ecuestres. Tenía villas en Niza, Homburg y Aix-les-Bains. Le apasionaban las regatas y, en el empeño por conseguir unos cuantos trofeos, se lanzó a participar en la Copa América. No ganó, como quizá recordaréis, pero la broma le costó cerca de cincuenta y cuatro mil libras. Y, aparte de estos gastillos sin importancia, tenía que mantener el pabellón de caza de Argyleshire, agregado al coto de ciervos, y una mansión cercana a Hyde Park, además del castillo de Cope, en Fermanagh, y la finca de Bordell Priory, en Yorkshire.

»Lo cierto es que en los primeros cuatro años de su reinado compró una popularidad sensacional por el módico precio de nueve veces y media sus ingresos.

»La prensa sensacionalista no tardó en ponerle un apodo. Lo llamaron “el revoloteador”. Es verdad que era un hombre nervioso y saltarín, y el mote cuajó, porque sonaba alegre.

»Contrató a un administrador llamado Presse para que se ocupara de sus asuntos, y tengo motivos para creer que Presse siempre estaba poniendo el grito en el cielo por sus excesos. Pero Cope tenía un lema vital: “Mientras vivamos, no tengamos la menor duda de que vivimos”. Y, como disfrutaba plenamente de este tren de vida, no tenía la más mínima intención de echar el freno. El caso es que cada día estaba más entrampado.

»Ahora bien, cuando un pobre hombre empieza a arruinarse a pequeña escala, nadie en su parroquia le presta demasiada atención, pero cuando un millonario se mete en un estercolero, sus maniobras acaparan el interés del populacho. En el caso de Cope, la prensa sensacionalista le dedicaba cuatro largos e interesantes párrafos todas las semanas. Todos los británicos insulares observaban su vida con curiosidad y mojigatería. Es una simpática costumbre que tienen. Les hace sentir que no son tan malos como parece, y ésa es una sensación muy agradable para cualquiera.

»Y, cuando, a su particular manera, Cope se había convertido en la máxima celebridad del país, sobrevino el terremoto. Lo acusaron de falsificar sistemáticamente billetes de mil libras del Banco de Inglaterra. Por lo visto, había distribuido al menos cincuenta y cuatro, y se creía que podía contar con más en su poder.

»Pues bien, como éste es un delito que en el decálogo británico equivale casi a un asesinato, Cope tenía muchas posibilidades de ingresar en prisión desde el momento en que lo detuvieron, porque, al emprenderse la instrucción judicial, se demostró que estaba comprometido hasta el cuello. Sin embargo, cuando se fijó la fecha del juicio oral, hubo enormes presiones y finalmente quedó en libertad a cambio de una fianza astronómica.

»Contrataron a Barnes para llevar el caso, y me pidió que me sumara al equipo de la defensa, que fue peliaguda. El principal argumento que se me pidió esgrimir era que el señorito Willie Cope estaba plenamente convencido de su inocencia. Tenía la costumbre de hacer todas sus apuestas en billetes de mil libras. De este modo evitaba los cálculos aritméticos, que no se le daban bien, y de paso cosechaba fama. Es muy fácil conseguir ese estigma de notoriedad en Gran Bretaña: basta con tener dinero suficiente para pagar su precio.

»La acusación, por su parte, logró demostrar sin lugar a dudas que los últimos cincuenta de aquellos insignificantes billetes que Cope había retirado de distintos bancos eran impecables y astutos duplicados; que Cope había pagado personalmente con esas reproducciones; y que los originales, ahorrados hasta completar una suma de cincuenta y pico mil, se habían reembolsado simultáneamente en Constantinopla, Moscú, Berlín, Génova, Monte Carlo, Marsella, Lyon y París. Todo apuntaba a una trama organizada, pero fue imposible descubrir a sus cómplices. Los billetes del Banco de Inglaterra son válidos en el mundo entero, y los que se endosaron en el continente eran auténticos.

»Las falsificaciones eran tan buenas que circularon sin dificultad por todos los bancos del país, incluso por el banco de los bancos de la City por algún tiempo. El caso no se destapó hasta que otros billetes con su correspondiente marca de agua, que llevaban la firma del señor May y la promesa de abonar 1.000 libras al portador, comenzaron a gotear desde Europa. Se supo entonces que el E/65 16626 ya se había negociado previamente, lo mismo que el R/16 23360 y el P/84 86162. Los documentos llevaban su sello azul y su rúbrica a tinta, lo que en parte permitió seguir el rastro de su periplo circular; a las autoridades no les costó averiguar por qué manos habían pasado, ya que estos movimientos de miles de dólares se observan con mucho más interés que el ir y venir de los corrientes y más numerosos billetes de cinco libras.

»Cuando se comprobó que las últimas remesas eran indiscutiblemente auténticas y que la serie anterior era una falsificación magnífica, se produjo en el Banco de Inglaterra uno de los mayores escándalos que se habían visto desde los tiempos en que se pavimentó Threadneedle Street. En la cúpula echaban chispas por la negligencia de sus inmediatos subordinados; los de abajo comprendieron la gravedad de la situación y confiaron en salir indemnes por ocupar una posición inferior; y los pobres cajeros que entregaron el primer lote de billetes se llevaron la peor parte en los bombardeos. La mayoría de los billetes se había quemado, pero aún quedaban suficientes para demostrar —de una manera mucho más palmaria tras descubrirse la trama— que eran falsificaciones de excelente calidad.

»Ahora bien, eso de atacar ferozmente a los subordinados puede ser muy agradable por puro entretenimiento o por diversión, pero no es una venganza sólida y convincente y tampoco guarda ninguna relación con la ley del Talión, que son cosas mucho más profesionales y eficaces. Así, una vez concluido el primer asalto, a base de insultos y de rasguños, los directores del banco miraron a su alrededor y exigieron sangre. La víctima, como es lógico, tenía que ser el señorito Willie Cope, y nadie más que él, pues era el único acusado. Era un personaje idóneo para el escarmiento, de ahí que la maquinaria judicial se pusiera en movimiento, y todo indicaba que Cope acabaría hecho trizas. Así lo señaló el Morning Post en un solemne editorial.

»Pues bien, éstas eran las líneas generales del caso, y Barnes coincidió conmigo en que las cosas pintaban muy mal para la defensa. La acusación demostraría que Cope estaba sin blanca, que había perdido mucho dinero en las carreras, que había retirado billetes auténticos de mil libras de diversos bancos y más tarde había distribuido los falsos entre los corredores de apuestas. Todo eso era completamente cierto, y así lo reconocimos.

»—Oye —le dije a Barnes—, sabemos quién y cómo ha fabricado esos billetes falsos.

»—Efectivamente —dijo Barnes—, eso es obvio. Pero hay un pequeño escollo, y está en el método. Confieso que eso me supera y, además, me parece que es un asunto que a Cope le viene demasiado grande. Es ahora que está en apuros cuando su ingenio empieza a agudizarse; no le cabe una gota más de miedo en el cuerpo, pero, de todos modos, no parece que eso le haya apretado las tuercas hasta el punto necesario. Sigue asegurando que no sabe cómo llegaron esos billetes a su bolsillo, que tiene tan poca idea como Elk, tu pasante. Como ves, el jovencito era un chapucero de primera a la hora de llevar sus negocios, pero había cierto método en sus desvaríos. Un carterista no puede desprenderse de un billete de mil libras del Banco de Inglaterra con tanta facilidad como de un billete de diez. Por tanto, Cope dejaba su dinero en cualquier parte, seguro de que nadie se lo robaría, y hasta cuarenta personas habrían podido llevárselo sin contratiempos. Dice que Presse siempre le reñía por su descuido y que él a su vez, para fastidiarle, le llamaba vieja quisquillosa. Presse velaba por sus negocios con sumo interés, eso es indudable.

»—¿Estás insinuando que ese administrador falsificó los pagarés? —le pregunté a Barnes.

»—No insinúo nada, Grayson, pero sospecho de todo el mundo. Tengo que señalar, de todos modos, que Presse siempre va por ahí con una cámara de fotos, y la fotografía seguramente tiene algo que ver con la fabricación de esos billetes falsos.

»—¿Por qué narices no lo has dicho antes?

»—Porque no puedo asegurar nada. Entre ser aficionado a la fotografía y fabricar billetes de mil libras perfectos hay un abismo que no puedo explicar. No soy precisamente tonto, Grayson. Puedes apostarte las botas a que ya he intentado atribuir a Presse la autoría del delito.

»—Lo que me desconcierta es que tiene que ser Presse —respondí—. No puede ser nadie más. Según dices, la mayoría de los billetes falsos se endosaron en el hipódromo de Doncaster, la semana en que se celebraba el Leger. Cope se encontraba en ese momento en su residencia de Bordell. ¿Tienes inconveniente en que envíe a Elk por allí, a ver si descubre algo?

»—Por mí como si envías una manada de animales salvajes —dijo Barnes.

»Vi que no le hacía gracia que yo siguiera investigando algo en lo que él había fracasado; y, si se me hubiera ocurrido otro modo de librar a Cope de los cargos que se le imputaban, nunca habría hecho esta sugerencia. Pero me pareció que nuestra única esperanza era culpar a Presse, y pensé que si alguien era capaz de lograrlo, ese alguien sería mi curioso pasante.

»Cuando le expliqué a Elk lo que quería de él, se le iluminaron los ojos.

»—¿Cree que podrá pasar un par de días lejos del calor del hogar? —le pregunté.

»Sonrió como un demonio. Es un hombrecillo casado, y tiene un montón de cuñadas demacradas y adustas. Su vida familiar es una arlequinada en la que él interpreta el papel de un pobre pelele. Siempre que le encomiendo un caso, pone todo su ingenio en la misión y la desempeña de la mejor manera posible, con la esperanza de que pronto vuelva a encargarle otro. Claro está que no siempre resulta útil, pero reconozco que me ha permitido ganar algunos casos que sin su ayuda habrían sido un rotundo fiasco.

»El asunto de Cope es un buen ejemplo para ilustrar la capacidad olfativa de Elk. Se fue a Bordell Priory plenamente decidido a echarle toda la culpa a Presse, y no dejó piedra sin remover para lograrlo. Presse estaba entonces en el castillo de Fermanagh, así que encontró el camino libre.

»Cope fue sumamente cortés con él.

»—Me trató como a un caballero, señor —dijo Elk—, y me ofreció una cena espléndida. Estaba muy dolido por algo que había ocurrido esa misma mañana. Un sinvergüenza de Fleet Street había escrito un artículo anónimo sobre el lío de los billetes falsos, y lo contaba todo con pelos y señales. Despreciaba olímpicamente al tribunal y tenía la desfachatez de dictar sentencia. Señalaba que no podía establecer sin lugar a dudas la inocencia del señor Cope, y hasta tenía la gentileza de vaticinarle una condena de catorce años de trabajos forzados. Afirmaba que, cuando una persona con sus antecedentes comparece ante un jurado de rectos profesionales, éstos no tienen por costumbre ser magnánimos, y tampoco un juez, cuando dicta sentencia, puede abstenerse de dar ejemplo—. La verdad, señor —añadió mi pasante, frotándose las manos—, creo que fue el ataque de ese periodista lo que me permitió disfrutar de aquel banquete con Cope. De lo contrario habría tenido que cenar con los criados.

»—Claro, claro —dije—, pero vayamos al grano. ¿Ha podido hacerle cargar con la culpa a Presse?

»Elk sonrió con malicia.

»—Ése fue mi empeño desde el momento en que puse el pie en la casa —dijo—. Al señor Cope no le hacía gracia, pero le expliqué que no veíamos otra salida para salvarle el pellejo, y con esto se retiró a su habitación y me permitió actuar a mis anchas, sin interferir en absoluto. Empecé por revisar el equipo fotográfico de Presse.

»”Ya sabe usted, señor, que yo también soy aficionado a la fotografía. Tengo una cámara de cuarto de placa, y de vez en cuando retrato a mi familia en el bucólico escenario de mi jardín. Así que podía ofrecer una opinión experta sobre los aparatos de Presse.

»”Los guardaba en la buhardilla —continuó Elk—, donde tenía instalado su cuarto oscuro, y no parecía que los hubiera utilizado recientemente. Cogí la cámara, una de las primeras Meagher, y la examiné con atención. A primera vista me pareció que estaba en buenas condiciones, pero al mirarla de cerca vi un agujero de carcoma a dos centímetros de la lente. Pues bien, señor, ese agujero formaría una segunda imagen superpuesta, y probablemente lo velaría todo. El orificio era relativamente antiguo, así que di por sentado que la cámara no había vuelto a utilizarse desde que se perforó.

»”Esto no significaba que el señor Presse no tuviera una segunda cámara escondida en alguna parte. Sin embargo, llegué a la conclusión de que no la tenía, por lo siguiente. Los líquidos de revelado llevaban mucho tiempo sin usarse. Los frascos estaban cubiertos de polvo. El revelador se había vuelto negro. Y el frasco de fijador tenía una corteza en forma de coliflor alrededor del corcho. Claro que Presse podía tener otro juego de frascos, pero me pareció bastante raro.

»”El suelo estaba limpio, pero en los estantes y en el fregadero se notaba que el desván no se empleaba como cuarto oscuro desde hacía meses. Todo estaba lleno de polvo. Todo menos una cosa.

»”Inclinada a un lado del fregadero, había una bandeja de revelado de ebonita, para negativos de media placa. La mitad superior estaba limpia y reluciente, pero en la esquina inferior había unas gotas de un líquido marrón oscuro, cubierto por una capa ligeramente opalescente. Las manchas eran de revelador pirogálico, y recientes. Me llevé la bandeja a la ventana para examinarla mejor.

»”En uno de los bordes se apreciaba la huella de un pulgar, muy tenue, aunque con todas sus líneas completamente nítidas. Pues bien, Presse tiene las manos grandes y es un hombre enorme, según he visto en algunas fotografías, y también Cope tiene unas buenas manazas. Me fijé en sus manos cuando estuve con él. Esa huella no podía ser de ninguno de los dos. Era pequeña, alargada y de forma delicada. Me pareció que era la huella de una mujer, más concretamente de una dama.

»”Esto me desconcertó mucho. Cope no es hombre de ninguna mujer; no se relaciona con mujeres. Él mismo me aseguró que a su casa solo van sus amigos, y que las únicas mujeres que viven bajo su techo son las que trabajan en la cocina. Y aquella huella de pulgar, por su aspecto delicado, no podía ser de las criadas. Como no se me ocurría ninguna otra explicación, fui a hablar con la señora Jarrett, el ama de llaves.

»”Resultó ser una mujer muy educada, señor, muy por encima de su posición en la vida. Me contó que antes de torcerse su suerte tenía su propio coche y…

»—Olvídese de la señora Jarrett, Elk —le dije—, siga con su relato.

»—Sí, señor. Como le iba diciendo, la señora Jarrett fue muy amable y me contó todo lo que sabía. Le pregunté si había notado que alguna de las criadas llevara siempre los dedos sucios, y fue directa al grano. Se acordó de una ayudante de cocina a la que tenía que reprender continuamente por esa falta, una chica agradable y educada, dijo, y sí, tenía las manos pequeñas y bonitas, ahora que lo pensaba. Pero me llevé un chasco al enterarme de que la joven ya no trabajaba en la residencia. Por lo visto se marchó sin ningún motivo en especial, más bien por un arranque de genio. Se despidió dos días antes de que a Cope le ocurriera esta desgracia, y se fue con un mes de sueldo y sin referencias, así sin más. Su puesto seguía vacante, y la señora Jarrett no tenía inconveniente en que registrara su habitación, donde nadie había entrado desde su partida. Era una habitación sencilla, en las buhardillas, con una cama, una cómoda, dos sillas de enea y los utensilios corrientes, y estuve lo menos media hora registrándola, sin encontrar nada sospechoso. De pronto pisé un alfiler que había en el suelo, con la punta hacia arriba, y al sacarlo del zapato vi que estaba manchado de yeso.

»Elk hizo una pausa, sonrió y siguió diciendo:

»—Dirá usted, señor, que eso no parece importante. Puede que no, pero me hizo fijarme en las paredes con mayor atención, y en una de ellas encontré otros tres alfileres clavados en el yeso, y el agujero de un cuarto alfiler. Bueno, yo no sabía cuál es el tamaño de un billete de mil libras, pero llevaba en el bolsillo el billete de cinco que usted me dio para los gastos y, suponiendo que tendría la misma forma, lo alisé y lo puse en el espacio que ocupaban los alfileres en la pared. Encajaba a la perfección. Las cabezas coincidían con las esquinas, sin que los alfileres llegaran a perforar el papel.

»”Entonces me dije: está claro. Ahora bien, ¿desde dónde se tomaría la fotografía? Busqué con la mirada. La cómoda que había en la pared de enfrente ofrecía un soporte idóneo para la cámara, y el quinqué que estaba encima, empotrado en la pared, iluminaba justo en aquella dirección. Me habría jugado cualquier cosa a que aquél era el primer paso del proceso de duplicación de los cincuenta billetes de mil libras, pero necesitaba una prueba mucho más concreta antes de poder redactar un informe para usted. Así que, seguí razonando.

»—Preferiría que me ahorrase sus bonitos razonamientos y me diese simplemente el resultado —dije—. Para empezar: ¿cómo se falsificaron los billetes?

»—Se fotografiaron, señor, tal como le he demostrado, a partir del original, con una placa de zinc sensibilizada. Esta placa se revela como un negativo corriente, y después se sumerge en un baño de ácido nítrico diluido. El ácido se come la parte en blanco del papel y deja las letras impresas en relieve. Esta plancha se entinta, se coloca en una prensa y se imprime con un papel especial, con su correspondiente marca de agua.

»—Comprendo —asentí—. Ahora dígame: ¿encontró usted la cámara, la prensa y los negativos que se emplearon para imprimir esos billetes?

»El hombrecillo me miró con cómico reproche.

»—No, señor. ¿Cree usted que una mujer tan inteligente para hacer todo ese proceso iba a cometer la torpeza de dejar allí su equipo fotográfico? No, señor. Cuando terminó su operación, se insolentó con la señora Jarrett, guardó su equipo en sus cajas y se marchó. Pero sí dejó un par de recordatorios. Utilizaba otra habitación de las buhardillas, al final del pasillo, como laboratorio: un cuarto sin ventanas, lleno de trastos, donde nunca entraba nadie. Todo estaba bien oculto, pero como yo sabía lo que buscaba, encontré muchas cosas. Revelaba sus fotografías encima de una caja, que estaba llena de manchas de productos químicos, y vertía los líquidos por un agujero de la pared. También había dejado otra cosa en aquel cuarto: una placa inservible, subexpuesta, del billete P/84 86162. En una esquina de la pared, encima de la cabeza del alfiler, que coincidía con una flor del papel pintado, había una huella de pulgar idéntica a la impresa en la bandeja de revelado. Es posible que haya oído usted decir, señor, que no hay dos personas con las mismas huellas de pulgar; y basándome en ese dato…

»—Déjese de tantas explicaciones y continúe —protesté.

»—Sí, señor. Pues bien, como entonces no podía hacer nada más, volví corriendo a la ciudad y ofrecí a Scotland Yard una descripción detallada de la joven a la que buscaba. La reconocieron en el acto: están muy familiarizados con ciertos círculos artísticos, señor, y en doce horas habían dado con ella. Se había instalado cómodamente en mi propio barrio, en Brixton, y en su casa encontraron un foco, una prensa litográfica manual y una cámara de media placa de excelente calidad, con una lente rectilínea y rápida, además de varias placas de zinc sin exponer, impregnadas con una emulsión de yoduro de bromo. El equipo en sí era inocente, por supuesto, pero a la luz de lo que descubrí más tarde resultó una prueba de cargo. Además, la huella del pulgar, que le tomaron en un molde de cera, coincidía línea por línea con las impresiones que obraban en mi poder. Expusimos los hechos a la joven, señor Grayson, y me complace comunicarle que ha reconocido que falsificó todos los billetes con los que se ha acusado al señor Cope.

»Elk siguió haciendo algunas pesquisas. Quería volver a Brodell Priory para prolongar un poco más sus vacaciones y librarse de sus adustas cuñadas. Puso el pretexto de que necesitaba completar las pruebas. Yo sabía que eran paparruchas, pero se lo permití, por gratitud. Me temo que mi gratitud es todo cuanto Elk ha sacado del caso, porque los elogios públicos han sido para mí, naturalmente.

—Naturalmente. Entonces, ¿conseguiste salvar a tu hombre? —preguntó O’Malley.

Grayson se frotó las manos.

—Sí —asintió—, y fue un juicio sonado, una cause célèbre en toda regla. Pesaban dos cargos sobre él: falsificación y distribución de moneda falsa. Esta segunda acusación era irrefutable, y se declaró «culpable como instrumento inconsciente». El testimonio de los peritos del Banco de Inglaterra demostró, sin embargo, que las imitaciones eran excelentes, y, por tanto, yo no temía que lo condenaran por este delito. Aun así, tuvimos que librar un combate colosal, pues pocas veces se habían visto en un tribunal pruebas indiciarias tan contundentes. Por fin conseguimos un triunfal veredicto de «no culpable».

»El presidente del tribunal era Hawkins, y ya sabéis cómo se las gasta. No pudo resistir la tentación de dirigir a Cope un instructivo sermón. Tal vez fuera injusto, dadas las circunstancias, pero tampoco le venía mal a ese zopenco lleno de iniciativa. El señorito Willie Cope se despojó de sus costumbres licenciosas y se comportó de maravilla en lo sucesivo; y, gracias a Presse, ha logrado recuperar casi todos sus bienes.

—Y ¿qué fue de la joven?

—Pues resultó ser una pecadora muy buscada. Ya la habían condenado por el mismo delito y procedía de una antigua estirpe de delincuentes. En consecuencia, salió muy mal parada.

—¿Tenía cómplices?

—Muchos, como es lógico. Formaban una banda organizada y operaban con métodos muy científicos. Pero la chica era obstinada, y se negó a confesar. Los demás siguen sueltos, y es probable que nos encontremos con alguno de ellos en el hipódromo. Si alguno de vosotros consigue descubrirlo, recibirá del Banco de Inglaterra más dinero del que podría ganar en toda la tarde apostando por los caballitos. Porque…

El rechinar de los frenos hizo que el consejero de la reina se asomara por la ventanilla.

—¡Vaya! Ya estamos en Aintree. ¡Hay que ver cómo me habéis tirado de la lengua! Bueno, decidme: ¿aún me conviene apostar 25 a 1 por Canoptic? Es una posibilidad muy remota, pero me gustaría intentarlo.