Un asesinato bajo el microscopio
(1862)
En una zona de calles sin pavimentar conocida como Stape Hill, que había crecido sin orden ni concierto en las afueras de la ciudad de Poole, en Dorsetshire, vivía en 1844 un hombre de a lo sumo cuarenta años, aunque aparentaba como mínimo sesenta, de tan encorvado y envejecido como estaba por las adversidades y los desengaños. Se llamaba Joseph Gibson, y en otro tiempo había regentado un negocio de pinturas en Islington. Cuando en 1843 quedó en bancarrota, llegó a un acuerdo con sus principales acreedores para salvar de la ruina alrededor de cuatrocientas libras. Llevaba varios años separado de su mujer, una dama muy atractiva, con la que tenía una hija preciosa, aunque delicada de salud. Gibson no vivía más que para su hija Catherine, y los médicos le advirtieron de que solo el aire del campo, a la larga, acabaría definitivamente con la enfermedad de la muchacha. Mientras cavilaba en busca de la solución que le permitiera alcanzar ese objetivo fundamental, encontró un anuncio en el Times, para agricultores y otras personas interesadas, en el que se ofrecía en arrendamiento un terreno de mediana extensión, en parte cultivable, en parte apto para la cría de ganado, con una confortable vivienda y algunas dependencias anexas en Stape Hill, cerca de la ciudad de mercado de Poole, por la módica suma de cincuenta libras anuales. El ganado, así como los enseres y utensilios, se valoraban en una cantidad adicional que no superaba las trescientas libras, incluida la cosecha de ese año. La finca estaba disponible a partir del día de San Miguel, y faltaban solo diez para esta fecha. Junto a los habituales reclamos para embaucar a los incautos, el anuncio señalaba además que el actual arrendatario de tan deseable terreno tenía razones de peso para rescindir el contrato. Una trampa tan transparente no habría logrado cazar al menos inteligente de los granjeros con un mínimo de experiencia, quien sabría que por una cantidad muy inferior podía encontrar pastos y tierras cultivables cerca del mar, en las inmediaciones de una populosa ciudad de mercado, con su correspondiente vivienda y sus imprescindibles dependencias anexas. Pero la fascinación que produce en la gente de ciudad la perspectiva de ocupar un pedazo de tierra la vuelve ciega a la realidad más evidente. Los interesados debían dirigirse personalmente al señor Arthur Blagden, de Finsbury-square. Este caballero era un abogado retirado y nacido en Dorsetshire, dueño de grandes fincas principalmente en Poole y sus alrededores, de costumbres algo excéntricas y con tendencia a escatimar en gastos hasta el punto de la tacañería. Dos veces al año iba a Dorsetshire para cobrar sus rentas en persona.
La finca de Staple Hill parecía satisfacer a la perfección las necesidades de Gibson, pues se encontraba, según el anuncio, en una de las zonas más saludables del Reino Unido, y la inversión necesaria para cultivar la tierra no superaba el capital del que disponía. En cuanto a su desconocimiento de la agricultura, Joseph Gibson pensó que sería sencillo subsanar esta carencia aplicándose al estudio de manuales como Agricultura para todos y otras publicaciones similares. Con esta determinación, se presentó sin tardanza en Finsbury-square y habló con el señor Blagden, quien, al saber que el interesado contaba con cuatrocientas libras en metálico, lo aceptó de inmediato como inquilino de Stape Hill y le mostró un dibujo en color de la finca que representaba una bucólica estampa de la felicidad campestre. Tanto deleitó a Gibson esta imagen que se la llevó para enseñársela a su hija. Se redactó sin demora un contrato por un plazo de catorce años, cuyos gastos corrieron por cuenta del arrendatario, y, el 28 de septiembre, Blagden acompañó al nuevo granjero a Dorsetshire para que tomara posesión de la finca.
El inquilino anterior, según explicó con franqueza el señor Blagden, no había sabido sacar rendimiento a las tierras: de hecho, estaba en ese momento atrapado por las deudas, pero es que era un hombre disipado y holgazán, sobre el que pesaba además la carga de una numerosa familia de holgazanes y una mujer completamente dejada e inútil para todo. Blagden se alegraba mucho de recuperar su finca y no volver a saber nada más de Edward Ridges, aun cuando representara un sacrificio para él.
Joseph Gibson tomó posesión de la propiedad y se instaló en sus dominios rurales, sintiéndose el rey de todo cuanto veía: de los caballos afectados por tumores en el corvejón, de las vacas escuálidas y en su mayoría estériles, de un puñado de cerdos medianamente aceptables y de los cultivos, incluidos en el precio. De las tres personas que trabajaban en la granja, Gibson conservó los servicios de James Somers y su mujer, Jane, una criada para todo, entrada en años, que se ocupaba también de las vacas. El matrimonio vivía en la finca.
Muy poco tiempo bastó para disipar las ilusiones que albergaba el timado comerciante de pinturas. La finca de Staple Hill podía llevar a prisión, acuciado por las deudas, a cualquier hombre que no pudiera permitirse el lujo de perder como mínimo cien libras anuales. La revelación fue para Gibson como el triste despertar de un sueño placentero. El siguiente día de mercado en Poole, Gibson abrió los ojos de golpe y comprendió que el señor Blagden lo había estafado descaradamente, había cobrado el alquiler anual y había regresado a Londres. La pobre víctima, en su afán por conocer cuanto antes las costumbres del mercado, entró en El Ciervo, una taberna frecuentada por la mayoría de los granjeros, donde no conocía a nadie, y tuvo el placer de oír la reveladora conversación que tenían en voz baja dos o tres parroquianos. Uno preguntó a quién le había alquilado la granja de Staple Hill el astuto Blagden. A lo que otro respondió:
—A un sastre o algo por el estilo, que tenía un par de cientos de libras. Y esa sanguijuela avariciosa no ha tardado en quitárselas. Le ha sacado además unos buenos cuartos, con el cuento de que los enseres y el ganado valían trescientas libras, al menos eso dice Jane Somers, esa mujer que es la mano derecha del viejo avaro, tan ladina como él, y que tarde o temprano recibirá su merecido.
—¡Trescientas libras! —dijo otro—. ¡Solo un roñoso y un ladrón es capaz de pedir un precio tan desorbitado! Pero ¡si los acreedores del pobre Ridge lo valoraron todo en ciento cuarenta libras! Y eso ya era dinero. Pues el sastre de Londres pronto tendrá que volver con sus telas, porque bien que lo han engañado. Si es que, cuando la gente se mete en negocios que no entiende, es normal que acabe escaldada, sobre todo si en el camino se topa con Blagden.
Ésta fue más o menos la esencia de la conversación, según me contaría Nicholas Price, uno de los interlocutores, alrededor de un año después. Fui a Poole para averiguar si había habido mala sangre entre Gibson y Blagden y, de haber sido así, cómo habían llegado a esa situación y qué grado de incandescencia había alcanzado.
—Cambiamos de conversación —dijo Price— y pasaron una o dos horas.
Entretanto, el silencioso desconocido, según vieron Price y los demás, siguió bebiendo brandy caliente con agua. De buenas a primeras, se levantó y dijo que era el sastre de Londres de quien habían hablado y quería saber si Blagden era en verdad un estafador y un canalla como lo pintaban.
—En ese caso —dijo el forastero, perdiendo los estribos—, ¡soy un hombre arruinado! Me llamo Joseph Gibson. Soy yo quien ha alquilado la finca de Stape Hill. Y si lo que han dicho ustedes es cierto, más vale que Dios me ayude, porque ¡no tardaré muchos meses en arrancarle el corazón a ese sinvergüenza!
La furia genuina, la pasión visceral, siempre impresiona a los hombres y les hace guardar silencio, por lo que nadie respondió a Gibson. Price y sus compañeros no querían que su conversación confidencial se convirtiera en la comidilla de la ciudad. Nadie apreciaba a Blagden, pero pocos estaban dispuestos a tenerlo como enemigo.
—Lo que quiero saber —continuó Gibson, que no parecía exactamente borracho y a quien, a pesar de que llevaba dos horas trasegando brandy con agua a nueve chelines el vaso, no le temblaban las piernas ni la voz (pues el diablo del alcohol, como sucede con frecuencia, estaba dominado por el demonio mucho más poderoso de la ira y la venganza)—, lo que quiero saber, y no tardaré en saber, es si el ganado y las cosechas de Stape Hill se valoraron en ciento cuarenta libras y si Blagden lo sabía.
Fue el señor Phillips, un maestro talabartero de Poole, que había hablado anteriormente del tema, quien respondió a la airada pregunta de Gibson.
—Es tan cierto como los evangelios —dijo—. Yo soy uno de los acreedores de Ridge, según figura en el documento que firmó para beneficio de todos, aunque algunos no quisieron aceptarlo, y tengo un recibo a mi nombre, firmado por Blagden, que justifica las ciento cuarenta libras que me pagó por el ganado y la cosecha de esa tierra hambrienta a la que él llama la granja de Stape Hill. ¡Una finca preciosa! Permítame el caballero de Londres —prosiguió el señor Phillips, según sus propias palabras, en tanto en cuanto no le fallara la memoria—, si de verdad ha pagado trescientas libras, como dicen algunos, por lo que no vale más de ciento y pico, que le aconseje que renuncie a esa finca de inmediato, para que esa pérdida sea la primera y la última. Por lo demás, eso de arrancarle el corazón a Blagden es una barbaridad y una insensatez.
A esto, Gibson volvió a tomar asiento sin decir palabra, indicó al que estaba más cerca de la campana que la tocara y pidió al tabernero otro vaso de brandy con agua. Siguió bebiendo hasta que se cayó redondo y tuvieron que llevarlo a la cama. Era muy tarde, ya había amanecido cuando salió de El Ciervo, y nunca más volvieron a verlo por allí.
Gibson no era dado a la bebida y, en circunstancias normales, hasta pocos años antes, cuando los muchos infortunios que pesaban sobre él trastornaron su carácter y doblegaron su esqueleto a la vez que tiñeron su pelo de blanco, había sido en general un hombre tranquilo, aunque si lo provocaban también era capaz de llegar a extremos muy violentos. Así lo señalaron sus antiguos vecinos de Islington. No debe olvidarse, además, que su vida —la de su hija, mejor dicho— dependía desesperadamente del éxito de su experimento como agricultor. Estafar a un hombre en semejante estado de ánimo era jugar con fuego.
Somers y su mujer lograron aplacarlo por algún tiempo, asegurándole que la tierra era excelente y el ganado, si se cuidaba como es debido, podía ofrecerle unos beneficios de más de trescientas libras. Esa conversación que había oído en la taberna no era más que habladurías malintencionadas. Alentado por estas palabras, Gibson decidió perseverar y trabajó como un esclavo hasta donde le permitieron sus fuerzas. Tenía una fuente de consuelo que no inducía a engaño: la salud de Catherine había mejorado asombrosamente en Stape Hill, y, si además lograba llegar a fin de mes, él se daría por satisfecho.
Pronto vio que esto era imposible. Entre salarios, abono, cuidados para los caballos y sus propios gastos domésticos, a pesar de lo insignificante que era esta última partida, no tardó en agotar su ridículo capital. Vendió el ganado, a medio engordar, a un precio ruinoso, y dos meses antes del día de San Miguel de 1845, pese al empeño y la valentía con que había dirigido sus asuntos, no pudo sino rendirse ante la dura realidad: tenía que renunciar a la granja y, con poco más de un soberano en el bolsillo, regresar al ambiente irrespirable de Londres ahora que su hija había mejorado tanto, para buscar un medio de ganarse la vida a duras penas y morir en la ciudad. Pensó que Catherine moriría pronto, aunque quizá él se le adelantara. La más leve insinuación de dejar la granja hacía palidecer las rosas que recientemente habían brotado en las mejillas de su hija, entre otras razones, por los ratos que pasaba con William en la cerca de la finca. William era un muchacho risueño y muy respetado, hijo de un maestro carpintero y comerciante de madera que tenía su negocio cerca de Staple Hill.
Todo lo anterior indujo a Gibson a repasar minuciosamente sus cuentas una vez más. Llegó a la conclusión de que, si lograba convencer a Blagden para aplazar el pago del alquiler de los doce meses siguientes, podría ir tirando y, quizá, dedicándose solo al cultivo de tubérculos, salir adelante. Pero, si el abogado insistía en recibir las cincuenta libras, el aprendiz de agricultor no veía la manera de aguantar mientras crecían las cosechas, y tampoco más adelante. De todos modos, aún quedaba una posibilidad remota.
El 30 de septiembre de 1845, Blagden, que había llegado de Londres el día anterior, se presentó en Staple Hill para cobrar el alquiler anual. Llegó en un calesín alquilado en El Ciervo, como era su costumbre. Empezaba a caer la tarde cuando llamó a la puerta, y las estrellas brillaban tenuemente en la oscuridad cuando, alrededor de dos horas más tarde, se marchó muy indignado.
Había tenido una acalorada discusión con Joseph Gibson, en presencia de Catherine y de James Somers, que tuvo la inteligencia o la astucia de ponerse a la vez de parte del arrendatario y del dueño de la finca.
Blagden se negó rotundamente a aplazar un solo día el pago del alquiler. Ni las súplicas y protestas del aterrado inquilino, ni las lágrimas de su hija, ni siquiera la opinión favorable de Somers de que si se concedía al señor Gibson el aplazamiento que solicitaba, podría salir adelante, tuvieron efecto alguno en el abogado. Para colmo, sacó una cartera repleta de billetes del Banco de Inglaterra, la abrió con ostentación, buscó entre otros muchos un recibo ya cumplimentado y sellado del pago de bienes por valor de cincuenta libras, lo dejó sobre la mesa, cogió su reloj y anunció que no estaba dispuesto a esperar más de media hora para marcharse con su dinero. Si no lo recibía terminado ese plazo, al día siguiente solicitaría el embargo de las cincuenta libras, más la cantidad correspondiente a las costas judiciales. Furioso y desesperado, Gibson se abalanzó sobre el terrateniente y le asestó un puñetazo en la mejilla, a la vez que clamaba venganza y profería graves amenazas.
Somers y Catherine tuvieron que separar al pobre insensato del abogado. Blagden (según me contaría Catherine más adelante) reaccionó con mucha frialdad y, de no haber sido porque tenía los labios temblorosos y pálidos y una inconfundible aunque serena expresión de fiereza en los ojos grises, cualquiera habría tomado la agresión por un incidente nimio, sin la menor importancia.
La calma sucedió a la tempestad, y Catherine aprovechó la ocasión para decir:
—Iré a ver al señor Finch para pedirle que le adelante a mi padre cuarenta libras del saco de zanahorias que ha encargado. No falta más que una semana para sacarlas de la tierra. Tenemos diez libras en casa, y con eso podremos pagarle el alquiler.
—Tiene usted veinte minutos, señorita Gibson —respondió el imperturbable abogado—. Veinte minutos: ni uno más ni uno menos. Y sobre la cobarde agresión de que he sido objeto —añadió, lanzando a Gibson una mirada diabólica—, ¡ya se pronunciará el tribunal! Somers, vaya a enganchar el caballo.
Somers fue a cumplir esta orden y la señorita Gibson salió con él. Regresó un cuarto de hora más tarde, contando que el señor Finch no estaba en casa y su mujer había dicho que nunca pagaban por adelantado. Blagden no dio muestras de prestar atención a las palabras de Catherine, esperó hasta que hubo pasado la media hora exacta, cogió su reloj, se puso el abrigo con cuello de piel y se marchó por donde había venido.
Poco después del amanecer del día siguiente, dos marineros que iban a embarcar en el puerto de Poole encontraron el cadáver de Blagden en la estrecha carretera principal. No lejos del difunto estaban el caballo y el calesín. El animal parecía torturado por el dolor, pues se había roto una de las patas delanteras, y los dos ejes del calesín se habían partido. De inmediato se dio la voz de alarma y no tardaron en acudir los vecinos, que en un primer momento pensaron que el señor Blagden había sufrido un accidente. El caballo, un animal con mucho nervio, quizá se había desbocado y, al chocar violentamente el calesín contra uno de los árboles que jalonaban los dos lados del camino, el vehículo había volcado, y el viajero había muerto al instante al caer al suelo. Un somero examen fue suficiente para demostrar la falacia de esta conjetura. El difunto presentaba una herida profunda en la nuca, producida, al parecer, por un hacha afilada que había atravesado el cuello del abrigo. Era indudable que lo habían atacado por la espalda. Al asesinato se sumaba el robo, ya que no se encontraron la cartera ni el reloj de oro de la víctima. Se detectó otra herida en la coronilla que bastaba por sí sola para causar la muerte y que debieron de infligirle cuando tenía la cabeza descubierta, pues no había ningún corte visible en el sombrero, que apareció a unos metros del cadáver. Tenía los puños cerrados y llenos de tierra, como si en su agonía se hubiese aferrado al camino. Esto sugería, además, que debieron de obligarlo a arrodillarse para asestarle el golpe mortal. Pero ¿cómo habían detenido el calesín y derribado el caballo, que se encontraba en un estado tan lamentable? No había una respuesta fácil a esta pregunta. Dos o tres días más tarde, una mujer encontró, bajo el seto de una granja situada entre el lugar donde se cometió el asesinato y la granja de Stape Hill, una cuerda de tender casi nueva y recién cortada por un extremo. Una de sus gallinas, al escarbar debajo del seto, la había desenterrado. Aunque se habló de este detalle, no se le dio demasiada importancia. La víctima no había sido estrangulada y por tanto la cuerda no podía haber sido el instrumento o uno de los instrumentos causantes de la muerte. De todos modos, era extraño que alguien hubiera enterrado un trozo de cuerda nueva con tanto cuidado cerca del lugar del espantoso crimen.
En cuanto se tuvo noticia en Poole del asesinato y de las circunstancias que lo rodeaban, todos los dedos señalaron a Joseph Gibson, el arrendatario de la granja de Stape Hill, como el asesino. Nadie había olvidado la brutal amenaza que profirió aquel día en El Ciervo, y algunos sabían que su única oportunidad, tal como él mismo había reconocido, era que Blagden le aplazase el pago del alquiler anual hasta el día de San Miguel del año siguiente. Un herrero llamado Frost, que había hecho unos trabajos para Gibson y le había dicho a éste que confiar en la generosidad de Blagden era lo mismo que confiar en un instrumento de viento con la lengüeta rota, recibió por respuesta que «Blagden demostraría ser muy insensato si seguía provocándolo». Esto se interpretó como señal de que Gibson había tomado la firme decisión de matar al abogado en el caso de que éste le negara el favor que le pedía. Un detective avezado habría deducido justamente lo contrario. Ningún hombre, a menos que fuera preso de un delirio por culpa de la ira o la embriaguez, insinuaría su intención, en determinadas circunstancias, de cometer un asesinato.
Joseph Gibson, sin medios para contar con ayuda profesional, compareció ante el juez de instrucción. La cantidad de pruebas acumuladas contra él era aterradora. La escena ocurrida en la vivienda de Stape Hill, que para entonces ya había salido a la luz —la agresión de Gibson al abogado y sus feroces amenazas—, así como la amenaza de Blagden de solicitar el embargo el día siguiente y el vano intento de Catherine de pedir dinero prestado al señor Finch para pagar el alquiler, se sumaron al hallazgo que realizó la policía de Poole, en el secreter del dormitorio de Gibson, del recibo sellado como justificante del pago, que Blagden había dejado sobre la mesa para burlarse de su inquilino y se había llevado después. Se declaró a Joseph Gibson, sin ninguna clase de atenuantes, culpable de asesinato premeditado, y el juez de instrucción ordenó su inmediato ingreso en la prisión de Dorchester.
Fue Catherine quien me contó esta historia, excepto el detalle de la conversación en El Ciervo, de la que ella tenía un vago conocimiento por lo poco que le había contado su padre.
Se supo entonces que Joseph Gibson llevaba años separado de su mujer, una dama de notable atractivo físico. Ni su nombre de soltera ni el que adoptó a raíz de la separación necesitan consignarse en estas páginas. Baste decir que era huérfana y que trabajaba como ayudante de un sombrerero cuando Gibson se enamoró locamente de ella. Se casaron y, como suele ocurrir en parecidos casos, la decepción fue recíproca. Gibson tenía por aquel entonces un espléndido negocio, gozaba de una buena posición económica y contaba con dos criados, todo lo cual representaba, para una mujer, una vida ociosa, una mesa bien provista, vestidos de seda y raso y coches para ir al teatro: la clase de vida, en definitiva, digna de una dama de la alta sociedad, aunque sin título nobiliario. El novio, qué duda cabe, esperaba vivir en aquel paraíso de sonrisas y ternura que le ofrecía la arrobadora empleada del sombrerero hasta el fin de sus días en esta tierra. Sucedió, sin embargo, que el negocio no respondió tan bien como era razonable esperar: primero hubo que despedir a una de las criadas y luego sustituir el coche por el ómnibus, además de renunciar a otras muchas comodidades. El marido (el tiempo y el roce causan estas desilusiones) descubrió que su mujer no era el ángel que él imaginaba y que su hija tenía una salud muy frágil. Decidieron separarse, y ella vivía desde entonces en pecado, si bien gozaba de una magnífica posición. Hace veinte años, únicamente un hombre muy rico podía conseguir el divorcio —solo una lima de oro era capaz de romper las cadenas conyugales—, de ahí que el señor y la señora Gibson siguieran siendo, legalmente, marido y mujer. Ella, a pesar de todo, no era una mala persona. Pocas lo son de verdad, ya se trate de hombres o de mujeres, y lo cierto es que yo no he conocido a nadie que lo sea. Al leer la noticia que el Poole Herald envió a los periódicos de Londres, en la que se daba cuenta de las pesquisas judiciales sobre la muerte de Blagden, la mujer envió a su hija Catherine, bajo un nombre falso, un cheque bancario por valor de cien libras, a la vez que, indirectamente, buscaba la ayuda de personas influyentes, de lo que resultó que se me ordenara presentarme en Poole y Stape Hill para realizar una exhaustiva investigación del caso. Me precedió una carta de «el amigo» que había enviado las cien libras a la señorita Gibson, y la muchacha me recibió con lágrimas de esperanza. Creo que Catherine había adivinado que «el amigo» era su madre caída en desgracia, pero no hizo ninguna insinuación y, hasta que todo hubo terminado, yo no supe en ningún momento quién había movido los hilos para ponerme en movimiento; bien es verdad que esto no tenía la más mínima importancia.
El asunto tenía muy mal cariz. Antes de hablar con la señorita Gibson, y de acuerdo con la táctica habitual, estudié pormenorizadamente el caso que debía juzgar el tribunal de la Corona. Ver las cartas del adversario es siempre una buena medida para ganar la partida. Sin embargo, en esta ocasión, las formidables cartas que tenía la Corona en la causa de «la reina contra Gibson» no me tranquilizaron en absoluto.
La policía de Poole declaró que había sorprendido al acusado en la cama, al día siguiente, pasadas las once, cuando normalmente se levantaba a las seis como muy tarde, y que, al ver a los agentes, antes de que éstos pudieran decir una sola palabra de la muerte de Blagden, sin que hubieran pronunciado siquiera el nombre de este caballero, Gibson abrió su escritorio y exclamó: «¡Todo ha terminado para mí! Me ahorcarán, por culpa de ese diablo de Blagden. Deténganme ahora mismo». Tras delatarse con esta confesión, adoptó una máscara de silencio y no volvió a pronunciar palabra hasta que, cuando iban en un carro camino de Poole y pasaron cerca del lugar donde se había cometido el crimen, uno de los agentes dijo:
—Creo que Blagden peleó por su vida con todas sus fuerzas, sea quien sea quien lo haya asesinado.
—¡Asesinado! —repitió Gibson, estremeciéndose de temor—. ¿Qué está usted diciendo? ¿Le han atracado?
—Atracado y asesinado —respondió el agente—. Pero recuerde que nadie le ha preguntado nada.
Al oír estas palabras, el detenido dejó escapar un grito y se desmayó o fingió que se desmayaba.
Desde entonces no había vuelto a referirse al asunto una sola vez. El abogado que le asignaron para comparecer ante el tribunal invocó el derecho de su cliente a no declarar. Entretanto se habían encontrado, en una de las dependencias de Stape Hill, unas tijeras de podar muy afiladas, con las hojas y el mango manchados de sangre. Según declaró el forense que examinó el cadáver, esta herramienta podía haber sido la causa de las heridas que acabaron con la vida de la víctima; y, escondido entre trapos y trastos viejos, en un cobertizo al que, según reconoció la señorita Gibson, solo su padre tenía acceso, se halló también un delantal, como el que a veces se ponía el acusado, lleno de manchas de sangre. Estas pruebas, mudas y sin embargo dotadas de una voz milagrosa, se precintaron escrupulosamente y quedaron en poder de la policía local. Catherine Gibson se esforzó por explicar las manchas de sangre en las tijeras de podar y aseguró que, días antes de la muerte de Blagden, su padre había matado un ganso, y el animal había sangrado mucho. No obstante, tuvo que reconocer, Gibson no se puso el delantal en esa ocasión. Seguía sin aparecer el dinero de la víctima —los billetes y la bolsa llena o casi llena de soberanos que llevaba encima— y tampoco su reloj de oro. Era evidente que lo habían escondido a buen recaudo, pero el oficial con quien tuve ocasión de hablar no tenía la menor duda de que con paciencia y perseverancia descubrirían su paradero.
—¿No le llama la atención —-pregunté— que Gibson no haya tenido la misma astucia para esconder el recibo sellado, cuando es la principal prueba condenatoria que pesa sobre él? Tal vez sea imposible demostrar que los billetes y el dinero, incluso el reloj, pertenecían al señor Blagden; digo tal vez, aunque en el caso del reloj se trata de una suposición excesiva. Sin embargo, el recibo no induce a error. Gibson debió de perder la cabeza para no esconderlo o destruirlo.
—Sin duda se proponía presentarlo en el juzgado como justificante del pago, pues sabía que los representantes del fallecido lo reclamarían.
—Pero Somers podía demostrar que no era así, y también la señora Finch podía decir que le negó a Catherine Gibson el adelanto del dinero. A mí me parece extraño. Sigo sin entender que haya sido tan sencillo encontrar ese recibo. Solo se explica mediante el axioma de que, cuando Dios se propone destruir a un hombre, primero lo priva de su razón. ¿Dice usted que tanto el juez de instrucción como el tribunal de segunda instancia han encontrado indicios suficientes para procesar al acusado?
—Sí, aunque todavía no lo han hecho formalmente. Los jueces no tienen la menor duda de que el detenido es culpable, y han manifestado su intención de acusarlo de asesinato con premeditación, pero han vuelto a citarlo a declarar pasado mañana. En este momento sigue en la cárcel de Poole.
—¡Pasado mañana! Por cierto, esa cuerda, o ese trozo de cuerda que una gallina desenterró de debajo de un seto, ¿lo tiene a mano?
—Sí, está aquí. Se lo enseñaré. Aunque yo no veo que tenga ninguna relación con el asesinato.
—No digo que la tenga, pero me gustaría verlo de todos modos.
Me enseñaron la cuerda.
—Una cuerda nueva, de la mejor calidad. Una cuerda echada a perder sin ningún motivo. No mide más de seis metros; está destrozada y tiene una lazada en un extremo.
—Cierto, pero ¿qué uso pueden haberle dado para cometer el crimen?
—Un uso muy eficaz, aunque ya hablaremos de eso más adelante. Guárdela bien, por favor. Supongo que en la tierra del seto no había gravilla del camino, y esta cuerda, si no me equivoco, tiene muchas partículas de gravilla. ¿Tiene usted tiempo para acompañarme al lugar de los hechos?
—Sí —dijo el oficial—. Lo acompañaré con mucho gusto.
La idea que me sugirió ese trozo de cuerda tenía su origen en una experiencia policial que había tenido anteriormente en los alrededores de Hereford. Que el caballo hubiera caído con tanta violencia para romperse una pata, tratándose de un animal tan fuerte, desconcertó a todos los vecinos. En el caso de Hereford —que no tuvo consecuencias, porque la víctima del robo no quiso presentar una denuncia—, los ladrones derribaron al caballo, que también tiraba de un calesín, sirviéndose de un procedimiento muy sencillo. Tendieron la cuerda en la oscuridad, de lado a lado del camino, la ataron con un nudo corredizo al tocón de un árbol, a escasa distancia del suelo, y la tensaron en el momento en que el caballo pasaba al trote, lo que bastaba para derribar brutalmente al animal más firme del mundo. Era posible que en esta ocasión se hubiera recurrido a la misma estratagema. Estaba seguro. Y la otra mitad de la cuerda bastaría para ahorcar a quien se demostrara que la tenía en su poder la noche del asesinato.
El punto donde había caído el caballo era perfecto para ejecutar con éxito esta maniobra. El camino era estrecho y llano. El caballo iría probablemente muy deprisa, y a un lado había un roble joven que podía haber servido para deslizar el nudo corredizo y asegurarlo a la altura idónea. Un hombre apostado al otro lado del camino, con el otro extremo de la cuerda en la mano, a la espera del momento exacto para tirar de ella y levantarla, podía derribar a cualquier caballo. Sí, pero era poco probable que un hombre de ciudad, comerciante de pinturas y prematuramente envejecido, hubiese podido hacerlo. No, no. Quien hubiese recurrido a este truco era alguien acostumbrado a ver en la oscuridad igual que a la luz del día; alguien con el temple, la rapidez y la decisión necesarios para abatir una perdiz antes de darle tiempo a batir las alas tres veces.
—¿Hay cazadores furtivos por aquí? —pregunté al oficial con aire despreocupado.
—Eso creo. Y ¡también contrabandistas de ron que aprovechan la oscuridad de la noche!
—Pero el señor Gibson, el detenido, ¿no será de ésos?
—¡Válgame Dios! No. No creo que sea capaz de distinguir una agachadiza de una perdiz, a menos que la vea servida en un plato. Y tampoco creo que sepa cargar una escopeta.
—¿Hay buenos contrabandistas de licor por aquí?
—Sí, pero el mejor de todos ha dejado el negocio: Jim Somers, el que vive en Stape Hill. Era un contrabandista redomado. Aunque no es tan malo como dicen todos, o la mayoría de la gente. El señor Blagden lo apreciaba mucho. Se le ve muy afectado por esta atrocidad. Dice que Gibson y su hija han sido muy amables con él y que, si no consigue encontrar un empleo aceptable, y no le será fácil ahora que Blagden ha muerto, se irá a América.
—¡América! Bueno, allí tendrá muchas oportunidades. Supongo que un caballero de tan buen corazón estará desconsolado por la suerte de su amigo, el señor Blagden.
—La verdad es que no. Está muy afligido por Gibson y su hija. Se le llenan los ojos de lágrimas cada vez que habla de ellos —continuó diciendo el novato e inocente oficial—. No fue fácil hacerle declarar ante el juez de instrucción y los otros magistrados sobre lo que ocurrió en Stape Hill entre Gibson y Blagden. Costó mucho sacarle que habían tenido una fuerte discusión porque Gibson no podía pagar el alquiler. Lo mismo que sacarle las muelas.
—Pero al final se lo sacaron, como las muelas. Seguro que es un hombre listo, además de tener buen corazón.
—¡Sí que es listo! Es más fácil cazar a una comadreja dormida que a Jim Somers con un ojo cerrado.
—Y ¿dice usted que vive en casa de los Gibson?
—No exactamente. Su mujer y él viven en la granja, pero en otro edificio.
—Comprendo. Tienen su propio castillo. A todo inglés, incluso al más humilde, le gusta tenerlo, aunque sea un castillo de madera con el tejado de paja. Y supongo que tendrán también sus propias gallinas, sus cerdos y su patio para tender la ropa.
—Sí, todo independiente de la casa principal. La mujer de Jim me lo enseñó el otro día.
Esto me agradó, porque había pensado que me gustaría ver la nueva cuerda de Jim Somers, o lo que quedase de ella.
Tuve una larga conversación con Catherine Gibson, aunque escasamente alentadora. Cuando terminó de hablar, dije:
—Hay un detalle que quisiera conocer de sus labios, si me honra usted con su confianza. Quiero decir, si está usted en condiciones de arrojar alguna luz sobre este misterio. Se trata de lo siguiente: ¿cómo llegó a manos de su padre el recibo del alquiler, por valor de cincuenta libras?
La joven se ruborizó, era evidente que de vergüenza. Bajó la mirada y guardó silencio.
—Para poder serles de alguna ayuda, necesito saberlo todo —dije, con amabilidad, pero con firmeza.
—Lo comprendo —respondió, sin levantar los ojos—. Se lo diré. El señor Blagden, con las prisas y el enfado, no se dio cuenta de que se le cayó el recibo al suelo, y se marchó seguro de que lo había guardado en la cartera. Al cabo de un rato, mi padre vio el papel, lo cogió y… y…
—Quiere usted decir que se apropió de él. O que se le ocurrió la idea, una idea muy absurda, de que podría servirle para evitar el embargo al día siguiente. Y, cuando al día siguiente se presentó la policía, se le ocurrió la idea aún más descabellada de que la intención de robar el recibo, en el caso de que en verdad tuviera la intención de cometer ese delito, equivalía, dadas las circunstancias, a haberlo hecho. ¡Absurdo! Aunque comprendo que lo pensara. ¿Es posible que su padre bebiese esa noche más de lo normal, a raíz de la visita del señor Blagden?
—¡Sí, mucho más! Mi padre en general es abstemio.
—Eso me han dicho. Por lo que a mí respecta, esa piedra en el camino que representa el recibo ya está retirada. Tengo entendido que Somers y su mujer han sido muy amables y serviciales con usted en estas tristes circunstancias.
—Muy amables y muy atentos. Más que nunca.
—Me gustaría ver a los Somers. Quizá puedan contarme algo que ustedes hayan juzgado poco importante y yo encuentre significativo. ¿Está él en casa?
—Su mujer no está, pero él sí. En la casa de al lado. ¿Le digo quién es usted?
—No le diga que soy detective de la policía, por favor. Quizá no tenga demasiada importancia que Somers sepa a qué me dedico, pero, si quiero serle útil a su padre, tengo que trabajar como un topo, en la oscuridad. Dígale simplemente, puesto que es la verdad, que soy un amigo de Londres que desea ayudar a su padre en esta difícil y confío que pasajera situación.
—Muy bien. Enseguida estará aquí.
Volvieron al cabo de un rato, y le dije:
—De nada te servirá conmigo, James Somers, esa labia y esa mirada de pena. ¡Te conozco, y sé que eres el asesino del señor Blagden! Un momento después de que la señorita Gibson pasara por delante de la casa, le di una excusa a la criada para salir por la puerta de atrás y dije que volvería enseguida. Lo vi salir a usted de su casa con la señorita y me tomé la libertad de entrar. En el caso de que me hubieran sorprendido, habría dicho que iba a decirle que prefería verlos a usted y a la señora Somers mañana, puesto que ella no estaba. Pero no me vieron. Al entrar vi una mesa grande, con cajones, y me tomé la libertad de registrarlos. Encontré la mitad más larga de una cuerda de tender la ropa, nueva, recién cortada y, creo yo, muy parecida a la que se encontró debajo del seto. No es probable que la necesite usted mientras sirva para cumplir el fin que me propongo y, en tal caso, lo último que se le ocurrirá a ese astuto, inquieto y febril cerebro suyo, aunque la coronilla plana indica que el cráneo tiene la forma del de un animal, es que en estos momentos esa cuerda está guardada en el bolsillo de un detective de la policía de Londres. Aunque no tenga la resistencia suficiente para colgar a un hombre como usted, con ese cuello de toro, es posible que me permita descubrir algo importante. ¡Ah! No tiene usted nada más que decir, aparte de repetir «lo mucho que lo siente» por la señorita y por el señor Gibson. No me cabe la menor duda, Somers, de que es usted un hombre muy sentido, y que en este preciso instante sus sentimientos son muy profundos. Estoy seguro. No tengo nada más que preguntarle. La señorita Gibson está convencida de que su padre es inocente, y confiaremos en la Providencia para que la verdad salga a la luz. Mañana puede que venga a ver a su mujer o puede que no. Buenos días, señorita Gibson. He prometido cenar con un conocido en Poole, y tengo que marcharme.
El trozo de cuerda que me llevé de casa de Somers coincidía exactamente con la mitad que obraba en poder de la policía de Poole: tamaño, color y torcedura eran idénticos, y las dos mitades juntas tenían la longitud habitual de una cuerda para tender la ropa. Si el juez del condado —a quien el policía con el que yo había hablado anteriormente tuvo la amabilidad de presentarme— tenía un mínimo de cerebro, dictaría de inmediato una orden judicial para registrar la vivienda de Somers. Por fortuna resultó que el juez tenía cerebro. Le hablé del caso de Hereford, le enseñé el trozo de cuerda cortada y me declaré dispuesto a jurar que tenía pruebas suficientes para sospechar que James Somers había asesinado y robado al señor Arthur Blagden. Llevaba una declaración escrita, como corresponde a un detective perspicaz, firmada por «Richard Mayne», y es probable que fuera esto tanto como la prueba de la cuerda, si no más, lo que decidiera al juez a dictar la orden de registro en el acto y entregarla al oficial de policía para que regresáramos a Stape Hill sin pérdida de tiempo.
Somers y su mujer, sobre todo él, se asustaron mucho al saber que el amigo de la señorita Gibson era un detective de Londres.
La búsqueda fue infructuosa, en el sentido de que no encontramos ningún objeto que hubiese pertenecido a la víctima: ni billetes, ni monedas, ni el reloj. Sin embargo, un hacha muy afilada, guardada en un armario, llamó mi atención.
—¿Es de su marido esa herramienta? —pregunté.
—¡Sí, es nuestra!
Examiné el hacha atentamente, primero a simple vista y luego con una lupa que siempre llevaba encima. La habían limpiado recientemente. Y, aunque a simple vista no se apreciaba nada, la lupa reveló, en la hoja, unas manchas de óxido rojo que no podían ser de sangre, pero que tenían adheridas unas diminutas fibras de piel. Al retirar el mango de madera descubrimos claras manchas de sangre, que no se habían eliminado al lavar la herramienta. Somers se puso blanco como un cadáver y dijo que poco antes había matado un conejo atrapado en un cepo.
—¿Un conejo?
—Sí, atrapado en un cepo.
—¿No ha matado usted nada más con ella?
—¡Claro que no!
—Será mejor que se lleve esa hacha de todos modos —le dije al policía—. Quizá no tenga ninguna trascendencia, pero es preferible que la guarde usted.
En cierta ocasión, cuando asistí a la conferencia de un famoso científico, aprendí que los glóbulos de la sangre de cada especie animal difieren en tamaño de todas las demás especies. Este hallazgo era el resultado de una lenta y rigurosa investigación. No había duda, sin embargo, de su exactitud científica y, con ayuda de un microscopio potente, un profesional hábil y experimentado podía determinar sin margen de error alguno, a partir de una mínima gota de sangre, si ésta pertenecía a un ser humano o a un animal. Lo mismo podía hacerse con partículas diminutas de piel, cabello, etcétera. El conferenciante afirmó que se trataba de un descubrimiento muy valioso, y puso como ejemplo que, en Francia, un hombre inocente se había librado de una acusación de asesinato: se encontró en su poder un cuchillo aparentemente manchado de sangre, si bien, tras examinar el arma al microscopio, un experto concluyó que las manchas eran de zumo.
Dicha conferencia me causó en su día una honda impresión, y me pregunté si no estaríamos ante un caso excelente para demostrar el valor de tan importante hallazgo. Conviene recordar que el cuello de piel del abrigo de la víctima presentaba un corte y que también el cráneo estaba partido. ¿Eran las diminutas fibras presentes en la hoja del hacha restos de pelo de conejo o eran restos de la piel con que se había confeccionado el cuello del abrigo? ¿Había alguna fibra de cabello humano mezclada con aquellas partículas de piel? Y por último, ¿eran de origen humano los restos de sangre encontrados en las tijeras de podar y el delantal de Gibson?
De las respuestas científicas a estas preguntas dependía la vida o la muerte del detenido y, aunque ignoraba quién era «el amigo» que había enviado a la señorita Gibson aquel cheque de cien libras, sí sabía cómo comunicarme con esa persona. Decidí hacerlo sin demora. Diez minutos después de haber tomado la decisión subí a una calesa para ir a Dorchester, allí cogí un tren a Londres y, con la valiosa ayuda de ese dinero de «un amigo», contraté los servicios de la mayor eminencia de aquella rama especial de la anatomía que había en la ciudad y le pedí que me acompañase a Poole.
La sala estaba abarrotada el día en que por fin iba a juzgarse a Joseph Gibson, pues había corrido el rumor de que un detective enviado de Londres había realizado un extraño descubrimiento. El pobre Gibson parecía un espectro más que un hombre. Se sentía víctima de un destino implacable, y estaba convencido de que nada, ni siquiera Dios, podía revelar la verdad.
Se depositaron sobre la mesa las tijeras de podar, el delantal y el hacha, y el profesor Ansted, que previamente había examinado a conciencia todas las pruebas, ofreció su testimonio claro y decisivo. La sangre de las tijeras de podar no era sangre humana, de eso no tenía la menor duda. Las manchas del delantal eran de pintura roja: contenían peróxido de hierro. (Cuando Gibson tenía su negocio de pinturas, él mismo preparaba los pigmentos y para esto se ponía el delantal.) Las manchas encontradas en el hacha de Somers eran de sangre humana, mezcladas con cabello humano, y las partículas de piel no eran de conejo, sino de ardilla, el mismo material de que estaba hecho el cuello del abrigo de la víctima.
Rara vez una prueba —de naturaleza casi sobrenatural para el asombrado público— había causado tan honda impresión. ¡La mano de Dios parecía haber guiado el testimonio del profesor Ansted! William, que entretanto había demostrado ser un enamorado fiel, rompió a llorar cuando se acercó a estrechar calurosamente la mano de Gibson y de su hija, que estaba al lado de su padre.
Los magistrados, con aire de perplejidad, se retiraron a deliberar. Regresaron a la sala al cabo de un rato, y el presidente del tribunal anunció que, sobre la base de las pruebas aportadas por un caballero tan distinguido como el profesor Ansted, se dictaría de inmediato la orden de detención de James Somers, si bien por el momento no era prudente levantar los cargos que pesaban sobre el acusado, Joseph Gibson. La vista se reanudaría en el plazo de tres días.
Fue el propio asesino quien ahorró a los magistrados nuevos quebraderos de cabeza. Nada más anunciarse esta decisión, un conocido del sospechoso, que estaba presente en la sala, partió a caballo a Stape Hill para avisar a Somers de que se había dictado orden de detenerlo por asesinato con premeditación, y le anunció que la policía no tardaría en llegar. El desesperado villano recibió la noticia con un gruñido feroz, y al momento pidió que lo dejaran a solas.
La puerta de la habitación en la que su mujer (llorando, sollozando, retorciéndose las manos) dijo que lo encontraríamos estaba cerrada por dentro. Tuvimos que tirarla abajo, y el espectáculo que presenciamos fue aterrador. Somers yacía en el suelo, muerto, en mitad de un charco de sangre. Se había degollado con una navaja de afeitar. En una mesita encontramos un papel, escrito de su puño y letra:
Fui yo, no Gibson, quien mató a Blagden. Le guardaba rencor por un asunto desde hacía mucho tiempo, aunque él no sospechaba nada. El maldito me arruinó por completo, física y anímicamente, con una venta hace ocho años. Deseo señalar expresamente que mi mujer no ha tenido nada que ver en este asunto. Ni siquiera sabe dónde están el dinero y el reloj, o que yo me haya apropiado de esos objetos. Están escondidos en una caja, debajo de las losas de una de mis pocilgas, la que se encuentra saliendo a mano derecha. Esto es todo cuanto tengo que decir. Pensaba irme a América, y ahora me voy a…, si es que existe tal lugar, cosa que yo no creo. Ese policía estaba en lo cierto en lo que respecta a la cuerda: así es como se hizo.
J. S.
Hallamos el dinero, el reloj y todo lo demás en el lugar indicado, y con ello se zanjaron todas las dudas sobre el terrible suceso. Joseph Gibson quedó en libertad y su caso suscitó numerosas simpatías. Los albaceas de Arthur Blagden le permitieron rescindir el contrato de alquiler y le perdonaron los pagos atrasados, y así, con ayuda de «un amigo» que de manera anónima se puso en contacto con su hija, Gibson pudo alquilar otra finca más pequeña y apta para el cultivo no lejos de Stape Hill, donde desde entonces, tal como me han informado, ha prosperado aceptablemente. Su hija, según supe por el periódico local que me enviaban de vez en cuando, se casó finalmente con William.