La misteriosa pierna humana
(1871)
Unos niños encontraron la pierna en un patio trasero de la plaza de Grassmarket. Como estaba envuelta en papel de periódico, la tomaron por una pieza de ternera y todos querían quedarse con ella. El que consiguió llevársela, burlando a los demás con su agilidad, se detuvo en un lugar seguro para examinar el botín y al ver lo que era le temblaron las piernas, soltó el envoltorio rápidamente y fue corriendo a avisar a la policía. Regresaron al patio donde los niños habían encontrado el paquete, y no fue difícil identificar algunas manchas de sangre. Hecho esto, llevaron la pierna a la comisaría central, y también al niño para interrogarlo. Se trataba de la extremidad inferior izquierda de un hombre, amputada con un corte limpio y biselado en los extremos por encima de la articulación de la rodilla, lo que indicaba a las claras que el trabajo era obra de un cirujano experimentado. La causa de la amputación tampoco dejaba lugar a dudas, porque el hueso estaba destrozado y astillado de tal forma que no tenía arreglo posible, como si hubiera recibido un disparo, aunque lo más sorprendente de todo era la presencia de unas tachuelas de tapicero, alrededor de una docena, incrustadas en la carne. Por el aspecto de la pierna se dedujo que no llevaba más de unas horas separada de su dueño, así que fui en busca del policía que hacía el turno de noche y tuve que sacarlo de la cama. No esperaba descubrir ninguna pista, y me llevé la sorpresa de recibir una información muy valiosa. El policía había visto salir a un hombre del patio, a eso de las tres de la madrugada, y pensó que se trataba de un estudiante de medicina, porque a veces los enviaban a atender a la gente que no tenía dinero para pagar a un médico. No sabía cómo se llamaba ni dónde vivía, pero lo describió como un joven pelirrojo y con una leve cojera, como si tuviera una pierna más corta que la otra. El policía habló con el estudiante al cruzarse con él y a continuación entró en el patio, pero no se le ocurrió asomarse a mirar detrás de un muro bajo, donde más tarde se encontraría la pierna. Aunque me pareció muy poco probable que un estudiante se deshiciera de una buena extremidad sin diseccionarla, me acerqué por si acaso hasta la entrada de la Facultad de Medicina y estuve observando a los alumnos que entraban en clase. Alrededor de la una, un grupo salió del hospital quirúrgico, en Infirmary Street, y al momento reconocí a un joven que coincidía exactamente con la descripción del policía. Era un muchacho de expresión franca y aspecto caballeroso. Iba riéndose alegremente con un compañero, así que lo abordé sin reservas, pensando que no me crearía problemas.
—Tengo entendido que es usted estudiante de medicina y a veces atiende a los pobres —dije.
—Sí, a veces —respondió. Se puso serio, y vi que me catalogaba al instante.
—¿Atendió a algún enfermo anoche, cerca de Grassmarket?
—¿Es usted un policía de paisano? —preguntó entonces, sin responder a mi pregunta.
—Bueno, algo por el estilo.
—Pues —guardó silencio unos instantes y, con mucha gracia, me obsequió con un guiño elocuente— anoche no estuve allí.
Su respuesta me desconcertó, y debió de notárseme, porque el joven ensanchó aún más su sonrisa, y ya se alejaba cuando levanté una mano para detenerlo.
—¿Está seguro?
—Completamente —dijo, sin dejar de sonreír.
—Y ¿no sabe usted nada de una pierna perdida?
—Nada. ¿De qué se trata? —preguntó, con una curiosidad tan desmedida y unos ojos tan agrandados que tuve la certeza de que se estaba burlando de mí.
—No tiene importancia, pero me gustaría encontrar el resto de la pierna y a su propietario —dije, con la sensación de que me entendía perfectamente—. Supongo que por algo tenía una bala en el hueso, además de tachuelas de tapicero. Por casualidad, ¿no podría usted explicarme cómo llegaron ahí esas tachuelas?
—Le aseguro que no está en mi mano —respondió con una sonrisa radiante—. ¿Puedo preguntarle su nombre?
—M’Govan. James M’Govan —respondí, tratando de parecer severo, aunque sin conseguirlo.
—Ah, creo que he oído ese nombre en alguna parte… ¿No es usted detective o algo por el estilo? Yo soy Robert Manson, y me alojo en Lothian Street, en el número 30. Voy muy apurado de tiempo en este momento, así que adiós —dijo. Y se marchó tan tranquilo.
«Ese granuja lo sabe todo, pero ha decidido guardar el secreto —pensé mientras se alejaba—. Sin embargo, nadie ha presentado denuncia por una herida de bala o una pierna perdida, así que tendré que avanzar en la investigación antes de obligarlo a confesar.»
Los días que siguieron a esta infructuosa conversación continué vigilando la zona de Grassmarket después de las horas de clase, con la esperanza de ver a Manson cuando fuera a visitar al dueño de la pierna, pero transcurrió una semana entera hasta que vi cumplido mi deseo de un modo en verdad curioso. Bajaba yo a buen paso por la West Port Street cuando oí discutir a dos hombres al pie de las escaleras del pasaje de Vennel, y crucé a la acera de enfrente para observarlos desde la sombra. Me sorprendió ver que uno de ellos era Manson y el otro un carterista llamado Pete Swift. El estudiante insultó al carterista y le dijo que lo dejase en paz, pero un susurro de Swift pareció hacerle cambiar de opinión, pues al fin sacó unas monedas del bolsillo y se las dio al ladrón antes de seguir su camino hacia Grassmarket y perderse de vista.
En cuanto Manson se hubo marchado, crucé para interceptar a Swift, que ya subía por West Port.
—¿Qué has hecho esta vez? —le pregunté con severidad.
—Nada. ¡Déjame en paz, poli! —protestó. Y trató de esquivarme.
—Estabas mendigando… Te he visto —insistí.
—¿Mendigando? ¡Yo no he mendigado en mi vida! —contestó, ofendido como un oficinista acusado de mancharse las manos con un trabajo manual—. Ya lo sabes.
—Te he visto coger el dinero, así que ven conmigo —respondí con firmeza mientras sacaba las esposas. Pero el carterista tenía una razón muy concreta para no querer que lo detuvieran precisamente en ese momento e intentó escapar. Tuve que impedírselo, dándole con la mano en la que tenía las esposas, y le hice una herida en la sien que no paró de sangrar hasta que llegamos a la comisaría central, donde se quejó de haber sido tratado con una brutalidad innecesaria. Ahora bien, cuando lo registraron, empecé a formarme una vaga idea del delito que había cometido, pues en el bolsillo de la chaqueta encontramos una carta dirigida a la señora Graham, de Pitt Street, todavía sin franquear, y redactada en un tono insólito para dirigirse a una mujer casada. La carta empezaba diciendo «Queridísima Nelly», terminaba con un «Te quiere, Bob», y era sin lugar a dudas una carta de amor. El sobre parecía rasgado sin miramientos y estaba sucio, como si llevara algún tiempo en el bolsillo. Al aparecer la carta, el carterista adoptó una histriónica expresión de sorpresa, como dando a entender que alguien se la había metido en el bolsillo por arte de magia.
—¿De dónde has sacado esta carta? —pregunté—. ¿Es tuya?
—¡No había visto esa carta hasta ahora! —protestó, enfadado—. No sé cómo ha llegado a mi bolsillo. Habrá sido el viento, que se lo lleva todo volando. —Y, mientras nos reíamos con ganas, Pete conservó la expresión de lechuza solemne de un juez ante un caso de asesinato.
—Entonces, ¿no es tuya? —proseguí.
—Pues claro que no —dijo, muy digno—. Yo no sé escribir.
—Pero sabes leer —señalé con escepticismo—. Y creo que alguna vez te he visto escribir tu nombre. Esta carta se escribió con la intención de enviarse, pero es posible que alguien la haya interceptado. El robo de una carta es un delito muy grave.
Pete parpadeó y carraspeó al oír esta insinuación.
—En ese caso, espero que encuentren pronto al canalla que me la ha metido en el bolsillo —dijo con inquietud.
—Es posible que ya lo hayamos encontrado —señalé en tono jovial—. ¿Alguna idea de quién la escribió?
Pete apreciaba el humor cuando era él quien gastaba las bromas, pero se ofendía mucho cuando se las gastaban a él y adoptó una actitud inescrutable.
—Ni la más mínima —dijo.
—Podría haberla escrito un estudiante —sugerí.
Se sobresaltó visiblemente y me miró con preocupación.
—Quizá se llame Robert Manson —añadí.
Palideció, como si se sintiera indispuesto, y pidió que le permitiéramos sentarse. Era evidente, aunque ya no tenía remedio, que se arrepentía de haber hablado.
—Aunque será fácil averiguarlo preguntando al propio señor Manson —continué tranquilamente, a la vista de que Pete persistía en su silencio—. Podría tratarse de un chantaje.
Pete seguía sin responder, así que lo llevaron a los calabozos hasta que yo lograse averiguar qué se traía entre manos. Sabiendo que los estudiantes son dados a trasnochar, no tuve reparos en presentarme en las habitaciones de Manson, en Lothian Street, donde lo encontré fumando tranquilamente después de cenar a la vez que estudiaba. Pareció muy sorprendido de verme, pero enseguida se sobrepuso y me ofreció una silla.
—El otro día no me contó toda la verdad —expuse con naturalidad mientras tomaba asiento—. Estuve aquí poco después de que nos viéramos, y me dijeron que la noche anterior recibió usted un aviso urgente.
—¡Ah, sí! —dijo, fingiendo que hacía un gran esfuerzo por recordar sus compromisos profesionales—. Es muy posible. Recibo muchos avisos. Es mi último año en la universidad.
—Se llevó usted el instrumental de amputaciones, y también un poco de cloroformo. La casera notó el olor cuando salió usted.
—Es muy probable —dijo, pensativo—. ¿Quiere un cigarro? —Acepté el cigarro y se apresuró a darme lumbre.
—¿No haría algo malo que tenga usted interés en ocultar? —pregunté por fin.
—Claro que no… Un médico no puede permitirse esas cosas —dijo con firmeza—. Nunca hago nada malo.
—En ese caso es usted una excepción entre la mayoría —observé, echándome a reír—. ¿Es un secreto profesional?
—Hmm… Bueno… Sí, algo por el estilo —contestó cautamente, aspirando el cigarro con fuerza—. Pero, si soy sincero, ahora desearía no haber salido esa noche.
—¿No me diga? —exclamé, tratando de aparentar asombro—. ¿Tuvo usted complicaciones?
—No con el tratamiento. Eso salió bien —dijo con aire sombrío—. Pero perdí unos papeles esa noche, o me los quitaron. Unos papeles sin ninguna utilidad para nadie más que su propietario, como es natural, pero de todos modos preferiría tenerlos en mi poder.
—Notas de experimentos, sin duda —señalé, para animarlo.
—Bueno… no —dijo, como si desconfiara de mí.
—¿Un diploma, tal vez?
—No, nada de eso… Aún no lo he conseguido, aunque espero obtenerlo a final de curso —se apresuró a añadir.
—¿Cuentas, quizá… o cartas? —insinué amablemente.
—Hmm… Bueno… sí. Algo de eso —titubeó.
—¿Nada que yo pudiera recuperar y devolverle?
—Me temo que no… Está muy bien guardado —dijo con pesar—. Aunque haría lo que fuese por usted si lograra recuperarlo. Lo cierto es, señor M’Govan, que se trata de una carta de amor, y únicamente la dama a la que va dirigida debe leerla.
—Así son la mayor parte de las cartas de amor —asentí—. Yo también he escrito algunas, por eso lo sé. Para cualquier persona insensible y ajena son un puro desvarío.
Esperé que dijese algo, pero estaba nervioso y suspicaz, y continuó en silencio.
—¿Teme usted romper una promesa? —pregunté entonces.
—Más bien temo romper la paz —respondió con gravedad.
—¡Ah! ¿Se opone el padre de la dama?
—No, no tiene padres. Es una vieja novia, nada más.
Lo miré atentamente.
—¿Quiere decir que es mayor o que en otro tiempo fue su novia?
—Que fue mi novia —asintió, ruborizándose levemente.
—¿Y ahora está viuda?
—No —dijo despacio—. Aún no está viuda —añadió, rubricando su respuesta con esta siniestra apostilla, como si deseara que lo estuviera.
Me recliné en el asiento y lancé un silbido.
—O sea, que ha estado usted cortejando a una mujer casada —dije al fin.
—Eso es lo que pensaría cualquiera que no nos conozca —se apresuró a replicar—. Ella y yo sabemos que es distinto.
—¡Todos dicen lo mismo! —exclamé con ironía—. Está usted en un aprieto.
—¡Un aprieto espantoso! —dijo vivamente, con pena y preocupación—. Si consigo salir de éste, no volveré a meterme en otro.
—Creo que yo puedo ayudarlo, con dos condiciones —dije tranquilamente, apiadándome de él.
—¿De veras? Sabía que era usted un buen hombre. Aceptaré las condiciones —respondió al punto.
—La primera es que prometa usted que no volverá a escribir a esa dama y que tampoco intentará verla mientras tenga marido.
—Estoy de acuerdo. Es peligroso y además no está bien —asintió sin protestar.
—Y la segunda es que me cuente todo lo que sepa de esa amputación. Tengo la pierna, pero necesito averiguar a quién pertenece.
—Y ¿conseguirá usted la carta antes de que llegue a manos del marido?
—Así es.
—Entonces, ¡trato hecho! —exclamó, con profundo alivio—. Lo único que sé es que me llamaron a la una de la madrugada para que atendiese a un hombre que tenía una pierna rota. Me prometieron un soberano por guardar el secreto y me pagaron antes de salir. El hombre que vino a buscarme podía ser tanto un verdugo como un ladrón, porque lo cierto es que llevaba el patíbulo grabado en sus facciones, así que tomé la precaución de dejar en casa el reloj y el dinero y guardarme uno de los cuchillos de amputar en el bolsillo del abrigo. Dijo que seguramente tendría que cortar la pierna, así que cogí también un poco de cloroformo. Ya he atendido otras veces a esas pobres gentes que viven en Grassmarket y en West Port, y supongo que por eso sabían dónde encontrarme. Pues bien, cuando llegamos a Grassmarket, mi guía dijo que tenía que vendarme los ojos, acepté y me condujo, hasta donde me fue posible intuir, a una casa de West Port, donde encontré a mi paciente acostado. Era un hombre fuerte, pero había perdido mucha sangre y estaba muy debilitado por el dolor. Nada más verlo comprendí que había que amputar la pierna, le apliqué el cloroformo con ayuda del hombre que me había acompañado y no tardé en terminar la operación. Hice un buen trabajo, teniendo en cuenta que estaba solo y que la luz era muy tenue. Pedí la pierna como pago adicional y me la llevé envuelta en un periódico, debajo del abrigo. Volvieron a vendarme los ojos y me llevaron hasta Grassmarket, donde el guía me abandonó de repente. Cuando me quité la venda, adiviné la causa de su repentina desaparición, y es que había visto venir al policía que hacía la ronda nocturna. Decidí esconderme en un patio hasta que pasara de largo, pero, al ver que se acercaba a husmear con el farol, me asusté, tiré la pierna por encima de un muro y pasé tranquilamente por delante de él.
—Y ¿qué me dice de las tachuelas de tapicero? La pierna estaba llena de tachuelas.
—Lo sé, o mejor dicho, mi cuchillo lo sabe, porque la hoja está destrozada —dijo con energía—. Pero no me dieron explicaciones y por tanto no sé nada más. Me contaron que el herido había recibido un disparo por error, quizá cuando robaba en alguna vivienda, y que mi guía lo había llevado a casa.
—Y ¿cómo perdió la carta?
—Eso no lo sé. La llevaba en el abrigo, para echarla al correo, y debió de caérseme al sacar el cuchillo. El caso es que más tarde, el mismo villano que vino a buscarme para que atendiese al herido, me sorprendió en la calle, me pidió dinero y amenazó con entregar la carta al marido de la señora Graham si se lo negaba, así que me derrumbé y le di medio soberano. Apelé a su gratitud, por haberles ayudado, pero fue inútil.
—Y ¿no ha vuelto a ver a su paciente?
—Sí, una vez. Me llevaron igual que la primera noche, aunque en esta ocasión vino a buscarme otra persona. Se estaba recuperando sin contratiempos. Le conté que me habían chantajeado, y dijo que mataría a Pete, pero eso no me devolvió ni la carta ni el medio soberano. Esta noche he tenido que darle otro medio soberano, y seguro que no tardará en pedirme más.
—No podrá, porque está en el calabozo —le aseguré—. Y yo tengo la carta a buen recaudo.
—¡La tiene usted! ¡Deme la mano! ¡No se imagina el peso que me ha quitado de encima! —dijo con alegría—. Devuélvamela para que pueda quemarla.
—Todavía no puedo, pero no tardaré en entregársela. Ahora, prepárese y ayúdeme a encontrar la casa de su paciente.
Se levantó, cogió sus cosas y fuimos juntos a Grassmarket. Allí le vendé los ojos. Me guió un trecho por West Port y se detuvo a unos pasos de una farola.
—¿Hay algún callejón cerca de aquí? —preguntó. Lo había. Nos adentramos por él y seguimos andando hasta que buscó a tientas una escalera a mano izquierda—. Era un sitio parecido a éste —dijo—. Pero no estoy seguro de que sea aquí.
Yo sabía que en aquella escalera vivía un delincuente en libertad condicional, llamado Ned Cooper, y decidí hacerle una visita. La portera del edificio me aseguró que llevaba semanas sin ver a Cooper, pero pronto le demostré que se equivocaba, pues encontré al herido en un cuarto trasero, con un cesto colgado encima de la pierna para evitar que las sábanas le rozaran el muñón todavía tierno. Como el estudiante no había subido conmigo, Ned llegó a la conclusión de que Pete Swift lo había delatado, y en ese mismo instante juró ajustarle las cuentas a ese traidor.
—Supongo que viene por lo del robo en Lauritson —dijo—. Pete Swift lo planeó y me pidió ayuda.
Asentí vagamente. Ned apretó los puños y maldijo a Pete hasta congestionarse.
—Me caerán siete años, ¿verdad? Aunque teniendo en cuenta que me llevaron como un cordero al matadero, que recibí un disparo y he perdido una pierna, deberían tratarme mejor que a Pete.
—Bueno, me parece justo y hasta diría que es posible —respondí. Y, como mi palabra equivalía a una promesa, Ned me contó todos los detalles del atraco. Creían que no había nadie en la vivienda, pero el dueño estaba durmiendo en una de las habitaciones de la parte de atrás, y Ned ni siquiera llegó a verlo antes de recibir el disparo. No hubo persecución. Pete ayudó a Ned a salir por la ventana y cargó con él a la espalda. Ned no sabía nada del hallazgo de la pierna y de las tachuelas. Lo dejé bajo custodia policial y, al día siguiente, me presenté en la vivienda donde habían intentado cometer el robo. El dueño estaba solo, desayunando, y al verme se levantó de un salto, visiblemente asustado.
—¿Es por el hombre contra el que disparé? —preguntó con voz débil, ofreciéndome una silla.
Asentí y pregunté con gravedad:
—¿Por qué no denunció lo ocurrido?
—¿Denunciarlo? Estaba muerto de remordimientos. No he podido descansar una sola noche desde entonces —dijo apresuradamente—. ¿Ha muerto?
—No. Pero ¿cómo ocurrió?
—Bueno, tengo el sueño ligero, y me desperté al oír que abrían la cancela del jardín. Me levanté y esperé un rato, hasta que oí que intentaban entrar por la ventana de la sala de estar. Ha habido muchos robos en el vecindario, así que ya tenía un arma cargada, pero no soy buen tirador y, como no tenía más que una bala, estaba casi seguro de que fallaría. En la repisa de la chimenea había un montón de tachuelas que se olvidaron los tapiceros hace unas semanas. Las busqué a tientas en la oscuridad y las metí en el cargador. Tendría que haber sacado la bala, pero no me dio tiempo, porque para entonces ya habían roto el cristal. Me deslicé por el pasillo, vi a un hombre colando una pierna por la ventana y disparé. Creo que el retroceso me tiró al suelo porque cuando recuperé el conocimiento no había rastro del ladrón, y solo un charco de sangre indicaba lo sucedido. Me parece que eran dos, pero solo vi a uno.
Me reí de su miedo y su preocupación, y me apresuré a disipar sus temores poniéndole al corriente de los hechos que ya se han relatado. Trasladamos a Ned Cooper en cuanto fue posible, y nos ofreció la información suficiente para condenar al granuja de Pete los siete años previstos, mientras que a Ned le cayó solo un año. El incidente de la carta y el chantaje no salió a relucir en el juicio y, a su debido tiempo, Manson recuperó el escrito, lo quemó en mi presencia y prometió que jamás volvería a escribir una carta como aquélla.