El bolso negro que apareció en el umbral de una puerta
(1894)
—Es un caso importante —dijo Loveday Brooke a Ebenezer Dyer, jefe de la famosa agencia de detectives de Lynch Court, en Fleet Street—. Lady Cathrow ha perdido unas joyas valoradas en 30.000 libras, si es que podemos fiarnos de los periódicos.
—Esta vez han sido bastante precisos. El robo se diferencia en pocos detalles del desvalijamiento habitual en las casas de campo. El momento escogido fue, como siempre, la hora de la cena, cuando la familia y los invitados se sentaron a la mesa y los criados que no estaban de servicio se entretenían en sus dependencias. El hecho de que fuera Nochebuena contribuyó necesariamente al ajetreo y la distracción de la servidumbre. En este caso, sin embargo, los ladrones no entraron, como de costumbre, por la ventana del gabinete, sirviéndose de una escalera, sino por una de las salitas de la planta principal, un cuarto pequeño, con una ventana y dos puertas: una da al vestíbulo y la otra a un pasillo que lleva al dormitorio de la planta principal por detrás de las escaleras. Tengo entendido que ese cuarto lo utilizan los caballeros de la casa para dejar el abrigo y el sombrero.
—Supongo que era el punto débil de la casa.
—Exacto. Un punto muy débil. Craigen Court, la residencia de sir George y lady Cathrow, es un antiguo palacio de extraña construcción, con salientes por todos lados, y esa ventana, que mira a un muro ciego, es de cristal esmerilado. Estaba cerrada con un buen cerrojo y no se abre nunca, ni de día ni de noche. Los paneles superiores de los cristales pueden abrirse para ventilar el espacio. Es absurdo que esa ventana, que se encuentra a poco más de un metro del suelo, no tenga barrotes ni postigos, pero así es. La noche del robo, alguien tuvo que abrir adrede ese cerrojo, que es su única protección desde el interior de la casa, para que los ladrones pudiesen entrar sin contratiempos.
—Y supongo que sus sospechas se centran en la servidumbre.
—Sin duda, y es en la sala del servicio donde se requiere su presencia. Los ladrones, sean quienes sean, conocían a la perfección las costumbres de la casa. Las joyas de lady Cathrow estaban guardadas en una caja fuerte, en su gabinete, y, como el gabinete está encima del comedor, sir George suele decir que esa habitación es la más segura de toda la casa. (Tome nota de la broma, por favor. Sir George está muy orgulloso de ella.) Por órdenes suyas, las cortinas y las persianas de la ventana del comedor, que está debajo de la ventana del gabinete, nunca se cierran a la hora de la cena, y, como gracias a eso la terraza está muy bien iluminada, es imposible que alguien pudiera poner una escalera allí sin que alguien lo viese.
—He leído en los periódicos que sir George tiene la costumbre de llenar la casa de invitados y ofrecer una gran cena de Nochebuena.
—Sí. Sir George y lady Cathrow son personas mayores, sin hijos y con pocos parientes, y disponen por tanto de mucho tiempo para pasarlo con sus amistades.
—Supongo que la llave de la caja fuerte quedaría con frecuencia al cuidado de la doncella de lady Cathrow.
—Sí. Es una joven francesa, Stephanie Delcroix se llama. Se le encomendó que ordenase el gabinete inmediatamente después de que saliera su señora: que recogiera las joyas que hubiesen quedado a la vista, cerrara la caja fuerte y guardara la llave hasta que la señora se acostara. Sin embargo, la noche del robo, según ella misma ha reconocido, en lugar de cumplir con su deber, cuando la señora salió del gabinete, fue corriendo a la casa del administrador para ver si había alguna carta para ella y luego se quedó un rato charlando con los demás criados: no supo decir cuánto tiempo. Es a las siete y media cuando generalmente recibe cartas de su casa, en St. Omer.
—En ese caso, sin duda tenía la costumbre de bajar corriendo a esa hora para preguntar por sus cartas, y los ladrones, que conocen bien las costumbres de la casa, también estaban al corriente de esto.
—Puede ser, aunque ahora mismo tengo que decir que las cosas pintan muy mal para ella. Por otro lado, cuando le hacen alguna pregunta, adopta una actitud que no le favorece en nada. Se pone histérica, se contradice cada vez que abre la boca y luego le echa la culpa a su escaso conocimiento de nuestro idioma; de pronto suelta una perorata en francés, se pone melodramática y otra vez vuelve a ponerse histérica.
—Eso es muy francés, como usted sabe —dijo Loveday—. ¿Han dado mucha importancia las autoridades de Scotland Yard al hecho de que la caja fuerte se quedara abierta esa noche?
—Pues sí, y han abierto una investigación para ver si la muchacha tiene algún novio. Con este fin han enviado a Bates al pueblo, para que recabe toda la información posible fuera de la casa. Pero necesitan a alguien dentro que pueda codearse con las demás criadas y descubrir si a alguna de ellas le ha hecho confidencias sobre sus amoríos. Por eso me han pedido que envíe a una de mis mejores detectives, y por eso la he llamado, señorita Brooke… puede tomarlo como un cumplido si lo desea. Así que, por favor, coja su libreta para que pueda darle las instrucciones de navegación.
Loveday Brooke tenía poco más de treinta años en aquel momento de su carrera, y la mejor manera de definir su aspecto físico pasaba por una serie de negaciones.
No era alta y tampoco baja; no era morena y tampoco rubia; no era guapa y tampoco fea. Sus facciones resultaban en conjunto difíciles de describir. El único rasgo destacable era la costumbre que tenía, cuando se quedaba absorta en sus pensamientos, de entornar los párpados hasta que apenas se le veían los ojos y parecía observar el mundo por una rendija, en vez de por una ventana.
Vestía siempre de negro, con un recato casi cuáquero.
Unos cinco o seis años antes, por un revés de la fortuna, Loveday se vio arrojada al mundo sin un céntimo en el bolsillo y sin apenas familia. Viendo que carecía por completo de destrezas para el comercio, desafió las convenciones sin pensarlo dos veces y eligió un oficio que la separó definitivamente de sus anteriores amistades y de su posición social. Había pasado estos cinco o seis años trabajando pacientemente como una esclava, en el escalafón más bajo de su profesión, hasta que la casualidad, o por decirlo con más precisión, un complicado caso criminal, la llevó a cruzarse en el camino con el jefe de la próspera agencia de detectives de Lynch Court. Él no tardó en ver de qué madera estaba hecha, y le ofreció un trabajo mejor, un trabajo que llevaba aparejado un aumento de sueldo y de reputación tanto para él como para Loveday.
A pesar de que Ebenezer Dyer no era en general dado al entusiasmo, a veces se deshacía en elogios con la señorita Brooke por haber escogido esta profesión.
—¿Demasiada mujer, dice usted? —contestaba cuando alguien se atrevía a poner en cuestión los méritos de la joven—. Me importan dos perras gordas si es mujer o deja de serlo. Solo sé que es la mujer más sensata y más práctica que he conocido nunca. En primer lugar, tiene la facultad, muy rara entre las mujeres, de cumplir las órdenes al pie de la letra; y, en segundo lugar, tiene un cerebro vivo y lúcido que no se permite seguir las teorías a rajatabla; en tercer lugar, y eso es lo más importante de todo, tiene tanto sentido común que casi podría decirse que es un genio. Definitivamente, un genio, señor mío.
Pero, aunque Loveday y su jefe trabajaban por norma sin problemas y se llevaban bien, había ocasiones en las que, por así decir, no tenían más remedio que gruñirse.
Ésta fue una de aquellas ocasiones.
Loveday no parecía en disposición de sacar su libreta para recibir las «instrucciones de navegación».
—Quiero saber si lo que he visto en un periódico es cierto. Que uno de los ladrones, antes de salir, se tomó la molestia de cerrar la caja fuerte y escribir en ella con tiza: «Se alquila: sin amueblar».
—Completamente cierto, pero no creo que haya que darle especial importancia. Los delincuentes suelen hacer cosas así, por insolencia o por bravuconería. El otro día, en ese robo que se cometió en Reigate, cogieron una hoja del papel de notas para dar las gracias al propietario de la vivienda por tener la amabilidad de no haber reparado la cerradura de la caja fuerte, y dejaron la nota encima del sofá. Ahora, si hace el favor de sacar la libreta…
—No tenga tanta prisa —dijo Loveday sin alterarse—. Quiero saber si ha visto usted esto. —Se inclinó sobre el escritorio que los separaba para pasarle un recorte de periódico.
El señor Dyer era un hombre alto y de imponente constitución, con la cabeza grande, la coronilla calva y una sonrisa jovial. Esta sonrisa, sin embargo, constituía a veces una trampa para los incautos, pues tenía un carácter tan irritable que hasta un niño podía contrariarlo sin querer con una simple palabra.
La sonrisa jovial se esfumó del rostro del señor Dyer mientras cogía el recorte de periódico de la mano de Loveday.
—Voy a tener que recordarle, señorita Brooke —dijo con severidad—, que aunque tengo la costumbre de ser expeditivo, jamás me he dado prisa, que nadie sepa. Tengo para mí que las prisas en el trabajo son el distintivo de las personas impuntuales y dejadas.
Dicho esto, como si se empeñara en contradecir la observación de la señorita Brooke, desdobló el recorte de periódico con mucha parsimonia y, acentuando despacio cada palabra y cada sílaba, leyó en voz alta:
UN HALLAZGO SORPRENDENTE
A primera hora de la mañana de ayer, un muchacho llamado Smith, vendedor de periódicos, encontró un bolso de viaje de cuero negro en el umbral de la puerta de una anciana soltera, entre Easterbrook y Wredford. En el bolso se hallaron un alzacuellos sacerdotal y una corbata de lazo, un misal, un libro de sermones, un ejemplar de las obras de Virgilio, una reproducción facsímil de la Carta Magna, traducida, un par de guantes negros, de niño, un cepillo y un peine, varios periódicos y algunos otros artículos que indican que el dueño del bolso es un sacerdote. Encima de todos estos objetos había una extraña carta, escrita a lápiz, en una cuartilla, que decía lo siguiente:
Ha llegado el día fatídico. No puedo seguir viviendo. Me marcho, pues, y nadie volverá a verme. Deseo no obstante que el juez de instrucción y el jurado sepan que soy un hombre cuerdo, y que un veredicto de locura transitoria sería en mi caso un error descomunal, tras la confesión que aquí ofrezco. No me preocupa que se tomen mis actos por felo de se[19], ya que para entonces habré dejado atrás todo sufrimiento. Busquen con diligencia mi pobre cuerpo sin vida en las inmediaciones del vecindario —en el frío brezal, en las vías del tren o en el río, al otro lado del puente—, pues en un momento habré decidido mi final. De haber seguido el recto camino, contaría ahora con poder en la Iglesia, de la que ya no soy un digno miembro y sacerdote; pero el censurable pecado del juego se apoderó de mí, y las apuestas han sido mi perdición, como la de tantos otros miles que me han precedido. ¡Alejaos, jóvenes, del corredor de apuestas y de las carreras como os alejarías del diablo y del infierno! Adiós, amigos de María Magdalena. Adiós, y daos por advertidos. Aun cuando puedo presumir de mi amistad con un duque, una marquesa y un obispo, y a pesar de que soy hijo de una mujer noble, soy un indeseable y un proscrito, en verdad y sin paliativos. Dulce muerte, yo te saludo. No me atrevo a firmar con mi nombre. A todos y cada uno, adiós. ¡Ah, mi pobre madre viuda de un marqués! Para ti mi último beso. R.I.P.
La policía y varios empleados del ferrocarril han emprendido una «búsqueda exhaustiva» en los alrededores de la estación, sin que haya sido posible localizar el «pobre cuerpo sin vida». Las autoridades policiales se inclinan a pensar que la carta es un engaño, si bien continúan investigando el caso.
Con la misma parsimonia con que había desdoblado y leído el recorte, el señor Dyer lo dobló y se lo devolvió a Loveday.
—¿Puedo preguntarle —dijo con sarcasmo— qué ve usted en este absurdo engaño para que ambos perdamos nuestro valioso tiempo?
—Quería saber —respondió Loveday, en su tono tranquilo de siempre— si cree usted que esto podría tener alguna relación con el robo en Craigen Court.
El señor Dyer la miró con honda y rotunda perplejidad.
—Cuando era pequeño —dijo, con el mismo sarcasmo—, jugaba a un juego que se llamaba «A qué se parece lo que estoy pensando». Alguien pensaba en algo absurdo, pongamos por caso la cima de un monumento, y otra persona trataba de adivinarlo. Supongamos que uno decía «la punta de la bota izquierda», y el desafortunado adivinador tenía que encontrar la relación entre la punta de la bota izquierda y el monumento en cuestión. Señorita Brooke, no tengo intención de repetir ese juego tan tonto esta noche con usted.
—Muy bien —dijo Loveday sin perder la calma—. Pensé que quizá le gustaría discutirlo, nada más. Deme mis «instrucciones de navegación», como usted las llama, y concentraré toda mi atención en la doncella francesa y sus posibles novios.
El señor Dyer volvió a adoptar un tono amistoso.
—En eso exactamente quiero que se concentre —dijo—. Cogerá el primer tren a Craigen Court mañana. La casa está a unos diez kilómetros de la línea Oriental. Huxwell es la estación en la que debe bajar. Uno de los mozos de cuadras de la casa la estará esperando allí. He acordado con el ama de llaves, la señora Williams, una persona muy digna y muy discreta, que se hará usted pasar por una sobrina suya, que está de visita tras un arduo período de estudio para pasar los exámenes de maestra de escuela. Su nombre, por cierto, será Jane Smith… será mejor que lo anote. Limitará su trabajo a la servidumbre de la residencia y no tendrá necesidad de ver a sir George ni a lady Cathrow. Lo cierto es que ninguno de los dos están al corriente de su llegada, pues cuantas menos personas lo sepan, mejor para nosotros. No tengo la menor duda, sin embargo, de que Bates se enterará por Scotland Yard de que está usted en la casa, e insistirá en verla.
—¿Ha descubierto Bates algo reseñable?
—No, por el momento. Pero, como parece ser un joven honrado y respetable, completamente libre de sospechas, eso no cuenta demasiado.
—Creo que no tengo nada más que preguntar —dijo Loveday, disponiéndose a retirarse—. Naturalmente, si se presentara la necesidad, le enviaré un telegrama en el lenguaje cifrado habitual.
El primer tren que salía de Bishopsgate a la mañana siguiente con destino a Huxwell incluía entre sus pasajeros a Loveday Brooke, pulcramente vestida de negro, como supuestamente corresponde a la servidumbre de las clases altas. La única literatura que llevaba consigo para atenuar el tedio del viaje era un pequeño volumen con tapas de cartón, titulado El tesoro del recitador. Se había editado por el módico precio de un chelín, y parecía especialmente destinado a satisfacer las exigencias de los aficionados a la poesía de tercera categoría en ediciones baratas.
La señorita Brooke hizo la primera mitad del viaje enfrascada en la lectura. La segunda mitad del trayecto la pasó tendida en el asiento, con los ojos cerrados, completamente inmóvil, como si estuviera dormida o sumida en sus pensamientos.
Se espabiló cuando el tren llegó a Huxwell y recogió su equipaje.
No le fue difícil distinguir al mozo de cuadras de Craigen Court entre los demás individuos que holgazaneaban en el andén. Y alguien, además de este hombre, llamó su atención al instante: Bates, el enviado de Scotland Yard, ataviado como un viajante de comercio, con su consabido maletín. Era un hombre nervudo, de escasa estatura, pelirrojo y con bigote, con una expresión afanosa y hambrienta.
—Estoy helada de frío —dijo Loveday, dirigiéndose al mozo de cuadras de sir George—. Si tiene usted la amabilidad de llevar mi equipaje, prefiero ir andando hasta la casa.
El hombre le indicó qué camino debía seguir y se marchó con su baúl, permitiéndole así complacer al señor Bates, cuyos deseos de tener una conversación confidencial mientras paseaban por el campo eran más que evidentes.
Bates parecía de un humor excelente esa mañana.
—Es un caso muy sencillo, señorita Brooke. Creo que será muy fácil resolverlo si usted trabaja dentro de los muros del castillo mientras yo indago fuera. De momento no ha surgido ninguna complicación, y, si esa muchacha no se encuentra en prisión antes de una semana, es que yo no me llamo Jeremiah Bates.
—¿Se refiere a la doncella francesa?
—Naturalmente que sí. Creo que caben pocas dudas de que cumplió con la doble misión de dejar abierta la caja fuerte y la ventana. Le explicaré cómo lo veo yo, señorita Brooke: todas las chicas tienen pretendientes, digo yo, pero una doncella francesa que además es guapa está abocada a tener el doble de pretendientes que una chica del montón. Ahora bien, cuanto mayor sea el número de pretendientes, mayores serán las posibilidades de que entre ellos se encuentre un delincuente. Está claro como el agua, ¿no le parece?
—Clarísimo.
Bates se sintió alentado a continuar.
—Pues bien, discurriendo de la misma manera, me dije: «Esta chica no es más que una bobalicona guapa. Si fuera una delincuente consumada, no habría reconocido que dejó abierta la caja fuerte. Démosle cuerda suficiente y ella sola se ahorcará». En cuestión de un par de días, si la dejamos en paz, irá corriendo a reunirse con el hombre cuyo nido ha contribuido a construir, y los cazaremos a los dos antes de que lleguen al estrecho de Dover. Incluso es posible que encontremos alguna pista que nos permita seguir el rastro de sus cómplices. ¿No le parece que será toda una hazaña, señorita Brooke?
—Sin duda. ¿Quién se acerca en esa calesa a tan buen paso? —preguntó Loveday, volviéndose al oír el traqueteo de unas ruedas a sus espaldas.
Bates también giró sobre los talones.
—Ah, es el joven Holt. Las tierras de su padre se encuentran a unos kilómetros de aquí. Es uno de los pretendientes de Stephanie, y yo diría que el mejor de todos. Sin embargo, no parece ser el favorito. Según tengo entendido, otro le está ganando terreno a escondidas. Por lo visto, desde que se cometió el robo, la muchacha le ha dado calabazas.
El joven aflojó el paso al aproximarse, y Loveday no pudo por menos que admirar su expresión franca y honrada.
—Aquí hay sitio para uno… ¿Puedo llevarles? —preguntó, cuando estuvo a su lado.
Y, para indecible disgusto de Bates, que contaba con pasar como mínimo una hora en conversación confidencial con la señorita Brooke, ésta aceptó el ofrecimiento del joven y subió con él a la calesa.
Cuando echaron a rodar velozmente por el camino, Loveday le explicó que se dirigía a Craigen Court y, como no conocía la zona, confiaba en que él la dejase en el punto más cercano.
La expresión del joven se oscureció a la mención de Craigen Court.
—Ahí tienen problemas, y sus problemas han causado problemas a otras personas —dijo, con un deje de resentimiento.
—Lo sé —contestó Loveday, simpatizando con él—. Suele ocurrir. En circunstancias como éstas, las sospechas a menudo recaen sobre alguien completamente inocente.
—¡Eso es! ¡Eso es! —asintió, muy acalorado—. Si va usted a esa casa, oirá contar toda clase de maldades sobre esa muchacha y verá que lo tiene todo en contra. Pero es inocente. Le juro que es tan inocente como usted o como yo.
Su voz resonó por encima del repiqueteo de los cascos del caballo. No pareció darse cuenta de que no había mencionado ningún nombre, por lo que Loveday, al ser extraña en el lugar, no podía saber a quién se refería.
—Solo Dios sabe quién ha sido el culpable —continuó pasado un momento—. No seré yo quien acuse a nadie de esa casa. Lo único que digo es que ella es inocente: apostaría mi vida.
—Es una muchacha con suerte, por contar con alguien que cree y confía en ella tanto como usted —dijo Loveday, con mayor simpatía aún.
—¿Usted cree? Ojalá supiera aprovechar su suerte —contestó el joven con pesar—. La mayoría de las chicas, en su situación, se alegrarían de contar con un hombre dispuesto a defenderlas a las duras y a las maduras. Pero ¡ella no! Desde la noche de ese maldito robo se niega a verme y no contesta mis cartas. Ni siquiera me ha enviado una nota. Mientras que yo, ¡ay!, mañana mismo me casaría con ella y, si pudiera, retaría al mundo entero a decir una sola palabra en su contra.
Fustigó al caballo. Los matorrales pasaban volando a ambos lados del camino y, antes de que Loveday cayera en la cuenta de que habían llegado a su destino, el joven tiró de las riendas y la ayudó a apearse delante de la entrada de la servidumbre de Craigen Court.
—¿Querrá contarle lo que le he dicho, si tiene usted la oportunidad, y rogarle que me vea aunque no sean más que cinco minutos? —le pidió antes de volver a subirse a la calesa. Y, dando las gracias al muchacho por su amabilidad, Loveday prometió que buscaría la ocasión para dar su recado a la doncella.
La señora Williams, el ama de llaves, recibió a Loveday en la sala de estar de la servidumbre y la acompañó luego a su habitación para que dejara sus paquetes. La señora Williams era la viuda de un comerciante de Londres y estaba un poco por encima de lo que generalmente es un ama de llaves, tanto en sus modales como en su manera de hablar.
Era una mujer afable y bondadosa, y no tardó en entablar conversación con Loveday. Cuando fueron a servirles el té, parecían muy a gusto la una con la otra. En el curso de esta cómoda y grata conversación, Loveday se puso al corriente de todo cuanto había ocurrido el día del robo: del número y el nombre de los invitados que fueron a cenar aquella noche, además de otros detalles aparentemente triviales.
El ama de llaves no intentó disimular la desagradable situación en que tanto ella como los demás criados de la casa se encontraban, dadas las circunstancias.
—Nadie está cómodo —explicó, mientras servía el té y encendía la chimenea—. Todos nos figuramos que los demás sospechan de nosotros, y desenterramos cosas que se dijeron o hicieron en otro tiempo para ofrecerlas como prueba. Parece que una nube se ha instalado sobre la casa. ¡Y para colmo en esta época del año, que en general es siempre la más alegre! —añadió, mirando con lástima el ramo de mirto y acebo que colgaba del techo.
—Supongo que aquí siempre hay mucha alegría en Navidad —asintió Loveday—. ¿Celebran ustedes bailes entre la servidumbre, funciones de teatro y esas cosas?
—¡Ya lo creo que sí! Cuando pienso en lo bien que lo pasamos el año pasado, apenas puedo creer que sea la misma casa. Siempre celebramos nuestro baile a continuación del baile de la señora, y tenemos permiso para invitar a amigos y parientes y quedarnos todo el tiempo que queramos. Empezamos la velada con un concierto y una función de teatro; después cenamos y bailamos hasta la mañana siguiente. Pero ¡este año! —Guardó silencio, y movió la cabeza con una tristeza que lo decía todo.
—Supongo que entre sus amigos y parientes habrá buenos músicos y recitadores —dijo Loveday.
—Excelentes. Sir George y lady Cathrow siempre nos acompañan al principio de la fiesta. Tendría usted que haber visto a sir George el año pasado: casi se muere de la risa cuando vio a Harry Emmett disfrazado de preso, con un estropajo en la mano, recitando El noble convicto. Sir George dijo que si ese muchacho se subiera a un escenario, ganaría una fortuna.
—Solo media, por favor —dijo Loveday, ofreciendo su taza—. ¿Quién era ese Harry Emmett… el novio de alguna de las criadas?
—Las cortejaba a todas, pero no era novio de ninguna. Era el lacayo del coronel James, un gran amigo de sir George, y siempre estaba yendo y viniendo con recados de una casa a la otra. Su padre, creo, era cochero en Londres, y Harry también siguió el oficio por algún tiempo. Luego se le metió en la cabeza trabajar al servicio de un caballero, y es un empleado excelente. Es un muchacho muy apuesto, siempre alegre y divertido. Agradaba a todo el mundo. Pero le estoy aburriendo con estas historias, y seguro que usted prefiere hablar de otra cosa. —El ama de llaves volvió a suspirar, al acordarse una vez más del terrible asunto del robo.
—En absoluto. Me interesan mucho todos ustedes y sus fiestas. ¿Sigue Emmett en el vecindario? Me encantaría verlo recitar.
—Lamento decir que dejó al coronel James hará unos seis meses. Al principio todos le echamos de menos. Era un muchacho de muy buen corazón, y recuerdo que me dijo que se iba a cuidar de su querida abuela, que tenía una confitería no sé dónde, de eso no me acuerdo.
Loveday se había reclinado en el asiento y había cerrado los párpados hasta convertirlos literalmente en un par de rendijas.
Cambió bruscamente el tema de la conversación.
—¿Podría ver el gabinete de lady Cathrow? —preguntó.
El ama de llaves miró su reloj.
—Ahora mismo —dijo—. Son las cinco menos cuarto, y la señora a veces sube a su dormitorio a descansar un rato antes de vestirse para la cena.
—¿Sigue Stephanie atendiendo a lady Cathrow? —quiso saber la señorita Brooke, mientras seguía al ama de llaves por las escaleras de atrás.
—Sí. Sir Geroge y la señora han sido la bondad personificada con todos nosotros en estos momentos tan duros. Creen que somos todos inocentes, hasta que se demuestre lo contrario, y no han querido alterar ninguna de nuestras obligaciones.
—Me imagino que Stephanie estará en muy malas condiciones para cumplir con las suyas.
—Muy malas. Los tres primeros días, después de que vinieran los detectives, estaba histérica de la mañana a la noche, y ahora se ha vuelto muy huraña, no come nada y no le dirige la palabra a nadie más que por obligación. Éste es el gabinete de la señora; pase, por favor.
Loveday entró en una estancia espaciosa y amueblada con lujo, y fue derecha, como es lógico, a su principal punto de interés: la caja fuerte empotrada en el tabique que separaba el gabinete del dormitorio.
Era una caja ordinaria, con la puerta de hierro y una cerradura de seguridad. Y en la puerta, con tiza, en letras de aspecto desafiante por su trazo y su tamaño, se habían escrito estas dos palabras: «Se alquila: sin amueblar».
Loveday se quedó alrededor de cinco minutos delante de la caja fuerte, con toda su atención puesta en el descarado mensaje.
Se sacó del bolsillo un trozo de papel y comparó las letras, una por una, con las de la caja fuerte. Hecho esto se volvió a la señora Williams y anunció que estaba lista para ver la salita de abajo.
El ama de llaves parecía sorprendida, y su opinión de la capacidad profesional de la señorita Brooke se vio considerablemente mermada.
—Los detectives pasaron cerca de una hora en esta salita —dijo. Abandonó el tono amistoso y desenfadado para adoptar la actitud de una mujer que desempeña su trabajo con celo profesional.
Sin decir una sola palabra más, la señora Williams acompañó a Loveday a la salita que había resultado ser el punto débil de la casa.
Entraron por la puerta que daba al pasillo y a las escaleras de la parte de atrás. Loveday encontró la estancia tal como la había descrito el señor Dyer. No necesitó mirar la ventana dos veces para comprender lo fácil que era abrirla desde fuera y colarse por allí si el cerrojo no estaba echado.
No perdió mucho tiempo en registrarla. A decir verdad, y para asombro y decepción de la señora Williams, se limitó a cruzar la habitación, entrando por una puerta y saliendo por la otra, la que comunicaba con el gran vestíbulo de la vivienda.
Allí, sin embargo, se detuvo a hacer una pregunta.
—¿Esa silla siempre está en la misma posición? —dijo, señalando una silla de roble que estaba justo al lado de la puerta por la que acababan de salir.
El ama de llaves asintió. Era un rincón bien caldeado.
—La señora es muy considerada, y se cuida mucho de que todo el que venga a traer un recado pueda esperar en un sitio cómodo.
—Ahora me gustaría que me enseñara mi habitación —dijo Loveday, con un punto de brusquedad—. Y ¿tendría usted la bondad de facilitarme un directorio de todos los comercios del condado, si es que disponen de él?
Con aire de dignidad ofendida, la señora Williams abrió el camino una vez más hacia las dependencias del servicio. La respetable ama de llaves se sentía casi herida en su orgullo profesional por la falta de interés que había manifestado la señorita Brooke por aquellas dos salas que, dadas las circunstancias, eran para ella el «escaparate» de la casa.
—¿Le mando a alguien para que la ayude a deshacer el equipaje? —preguntó con leve envaramiento, en la puerta de la habitación de Loveday.
—No, gracias. No hay mucho que deshacer. Tengo que irme mañana, en el primer tren.
—¡Mañana! Pero ¡si he dicho a todo el mundo que estaría usted como mínimo dos semanas!
—En ese caso, tendrá que explicar que he recibido un telegrama inesperado y debo volver a casa. Estoy segura de que puedo confiar en que sabrá disculparme. De todos modos, no diga nada antes de la hora de la cena. Me gustaría sentarme a la mesa con ustedes. Supongo que entonces podré ver a Stephanie.
El ama de llaves asintió y se retiró, asombrada por el extraño comportamiento de la mujer a la que en un primer momento había tomado por una persona tan agradable y buena interlocutora.
A la hora de la cena, cuando los criados se reunieron para disfrutar de la comida más grata del día, les aguardaba a todos una gran sorpresa.
Al ver que Stephanie no ocupaba su lugar en la mesa, enviaron a una de sus compañeras a buscarla en su habitación. La muchacha volvió diciendo que la habitación estaba vacía, y que no encontraba a Stephanie por ninguna parte.
Loveday y la señora Williams fueron juntas al dormitorio de la doncella. Lo encontraron todo tal como siempre. No había recogido sus cosas y, aparte del abrigo y el sombrero, no parecía que se hubiese llevado nada más.
Tras algunas averiguaciones, se supo que Stephanie había ayudado a lady Cathrow a vestirse para la cena, como de costumbre, y después nadie había vuelto a verla.
El ama de llaves juzgó que la situación tenía la importancia suficiente para comunicarla a sus señores en el acto, y sir George, a su vez, mandó recado al señor Bates, que se alojaba en La Cabeza del Rey, para que acudiese de inmediato.
Loveday envió a un mensajero en otra dirección, en busca del joven Holt, para ponerle al corriente de la desaparición de Stephanie.
El señor Bates tuvo una breve entrevista con sir George en su estudio, de donde salió radiante. Insistió en ver a Loveday antes de abandonar la residencia y pidió que la avisaran de que la esperaba en la avenida para hablar un momento con ella.
Loveday se puso el sombrero y salió a su encuentro. Bates la recibió casi bailando de alegría.
—¡Se lo dije! ¡Se lo dije! ¡Se lo dije! ¿No se lo dije, señorita Brooke? —exclamó—. Antes de que amanezca habremos dado con ella, no tema. Estoy perfectamente preparado. Supe desde el principio lo que esa chica tenía en la cabeza. Me dije: «Se irá cuando haya terminado de ayudar a la señora a vestirse para la cena, cuando disponga de un par de horas libres y nadie repare en su ausencia, y cuando, sin demasiadas complicaciones, pueda coger el tren de Huxwell a Wredford». Bueno, llegará a Wredford sana y salva, pero desde allí seguiremos sus pasos donde quiera que vaya. Ayer mismo envié a un hombre a esa ciudad, un tipo muy astuto para estas cosas, y le di todas las instrucciones pertinentes. Él sabrá seguirle el rastro hasta su guarida. ¿Dice usted que no se ha llevado nada? ¿Y eso qué más da? Cree que encontrará todo lo que necesita «en su nido». Ya le hablé de eso esta mañana. ¡Ja, ja! Pues bien, en lugar de llegar a su nido, tal como se imagina, caerá directamente en manos de un detective, y de paso nos entregará a su compinche. Los habremos cazado a los dos en menos de cuarenta y ocho horas, como que me llamo Jeremiah Bates.
—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó Loveday, cuando el policía concluyó su perorata.
—¡Ahora! Vuelvo a La Cabeza del Rey a esperar un telegrama de mi colega en Wredford. En cuanto vea a esa muchacha, me indicará adónde tengo que ir. Como ya sabe usted, Huxwell es un lugar muy apartado, y el único tren que llega hasta allí sale de aquí entre las 7:30 y las 10:15. Podemos tener la certeza de que Wredford es el destino de la muchacha, y eso me quita todas las preocupaciones.
—¿De veras? —dijo Loveday en tono grave—. A mí se me ocurre otro destino posible: el arroyo que atraviesa el bosque por el que vinimos esta mañana. Buenas noches, señor Bates. Hace frío aquí fuera. Espero que en cuanto tenga noticias envíe recado a sir George.
La servidumbre se acostó tarde esa noche, pero no hubo noticias de Stephanie desde ninguna parte. Bates le dijo a sir George que sería una imprudencia dar la voz de alarma sobre la desaparición de la muchacha, pues la noticia podía llegar a sus oídos y disuadirla de reunirse con la persona a la que él se complacía en llamar su «compinche».
—La seguiremos con sigilo, sir George, con el mismo sigilo con el que la sombra persigue al hombre —le había dicho en tono grandilocuente—, y de este modo daremos con los dos, y confió en que también daremos con el botín.
Sir George, por su parte, comunicó a la servidumbre la advertencia de Bates y, de no haber sido por el recado que Loveday envió a primera hora de la noche al joven Holt, ni un alma, fuera de la casa, se habría enterado de la desaparición de Stephanie.
Loveday se levantó temprano a la mañana siguiente, y a las ocho ya se encontraba entre los numerosos pasajeros que subieron al tren de Wredford. Antes de emprender el viaje, envió un telegrama a su jefe en Lynch Court. En él se leía este extraño mensaje:
Petardo disparado. Salgo para Wredford. Telegrafiaré desde allí. L. B.
Por extraño que fuera, el señor Dyer no necesitó recurrir a la guía de palabras en clave para interpretarlo. Recordaba que «petardo disparado» significaba «pista encontrada» en la jerga de los detectives.
«¡Qué rápida ha sido esta vez!», se dijo, a la vez que especulaba qué diría el siguiente telegrama.
Media hora más tarde recibió la visita de un agente de Scotland Yard que acudió a comunicarle la desaparición de Stephanie, así como los rumores que circulaban sobre el caso, y entonces, como es lógico, interpretó el telegrama de Loveday a la luz de esta información y concluyó que la pista que ella tenía en sus manos guardaba relación con el paradero de Stephanie y su complicidad en el robo.
Poco más tarde, sin embargo, recibió un telegrama que echó por tierra esta teoría. Estaba, como el anterior, escrito en el enigmático lenguaje que empleaban en la oficina de Lynch Court, pero, al tratarse de un mensaje más largo y complicado, el señor Dyer tuvo que recurrir a su guía de palabras en clave.
—¡Increíble! ¡Esta vez se ha burlado de todos! —fue la exclamación del detective cuando terminó de descifrar la última palabra.
En cuestión de diez minutos había dejado la oficina a cargo del jefe de personal para el resto del día y cruzaba la ciudad en un calesín camino de la estación de Bishopsgate.
Tuvo la suerte de coger un tren que estaba a punto de salir para Wredford.
«El acontecimiento del día —murmuró, mientras se instalaba cómodamente en una esquina del compartimento— tendrá lugar en el viaje de vuelta, cuando me cuente con pelos y señales cómo ha resuelto el caso.»
Eran casi las tres de la tarde cuando llegó a la antigua ciudad de mercado de Wredford. Ese día, por casualidad, había feria de ganado, y la estación estaba abarrotada de arrieros y ganaderos. Loveday lo esperaba en la puerta de la estación, tal como indicaba en su telegrama, montada en un birlocho.
—Todo va bien —anunció cuando el señor Dyer subió al coche—. Ese hombre no podrá escapar, aunque supiera que andamos buscándolo. Dos agentes de policía nos esperan en la puerta de la casa con una orden de detención firmada por un juez. De todos modos, no entiendo por qué la agencia de Lynch Court no se lleva el mérito por la resolución del caso, por eso he querido avisarlo, para que sea usted quien dirija la detención.
Salieron por la calle principal hacia las afueras de la ciudad, donde los comercios empezaban a mezclarse con viviendas reconvertidas en oficinas. El coche se detuvo delante de una de ellas, y dos policías de paisano se acercaron a saludar a Dyer, llevándose una mano al sombrero.
—Está dentro, señor, trabajando —explicó uno de los hombres a la vez que señalaba una puerta en la que se veía un rótulo escrito con letras negras: «Asociación Benéfica de Cocheros del Reino Unido»—. Hemos sabido, sin embargo, que es la última vez que podremos encontrarlo aquí, pues hace una semana anunció que dejaba el empleo.
Mientras el policía terminaba de dar esta explicación, un hombre con evidente aspecto de pertenecer a la cofradía de cocheros se detuvo al pie de las escaleras. Observó con curiosidad al pequeño grupo y, acto seguido, haciendo tintinear las monedas que llevaba en la mano, entró en la oficina a pagar su cuota.
—Tenga la bondad de decirle al señor Emmett que un caballero desea hablar con él —le pidió Dyer.
El hombre asintió y entró en la oficina. Al abrirse la puerta, se vio a un anciano sentado delante un escritorio, al parecer rellenando recibos. A su derecha, un poco más al fondo, había un joven decididamente apuesto, delante de una mesa sobre la que había ido formando montones de peniques y monedas de plata. El joven se levantó caballerosamente y respondió con ademán afable y complaciente al recado del cochero, asintiendo con la cabeza a la vez que sonreía.
—Enseguida vuelvo —le dijo a su compañero mientras se dirigía a la puerta.
Pero, en cuanto puso un pie al otro lado del umbral, la puerta se cerró definitivamente tras él y se vio rodeado por tres individuos corpulentos, uno de los cuales le comunicó que traía una orden judicial para detener a Harry Emmett, acusado de complicidad en el robo de Craigen Gourt, y le dijo que «más le valía acompañarlos sin protestar, pues de nada le serviría ofrecer resistencia».
Emmett dio muestras de creer esta última advertencia. Por unos instantes, se puso blanco como un cadáver, pero enseguida se recompuso.
—¿Alguien tiene la amabilidad de recoger mi abrigo y mi sombrero? —pidió con altivez—. No veo ninguna razón para morir de un resfriado solo porque a algunos les dé por hacer el ridículo.
Le llevaron su abrigo y su sombrero, y los dos agentes lo escoltaron al coche.
—Permítame que le diga algo, joven —dijo Dyer, cerrando la portezuela del vehículo y observando a Emmett por la ventanilla—. No creo que sea un delito punible dejar una bolsa de viaje en la puerta de una anciana, pero, sepa usted que, de no haber sido por esa bolsa, se habría salido usted con la suya.
El incontenible Emmett tenía una respuesta a punto. Se levantó el sombrero con gesto irónico y contestó:
—Debería hablar usted con mayor propiedad, señor. Yo, en su lugar, habría dicho: «Joven, recibirá usted un justo castigo por sus fechorías. Lleva usted toda la vida despojando a sus semejantes, y ahora les toca el turno a ellos».
Las obligaciones de Dyer no concluyeron ese día con el ingreso de Harry Emmett en la prisión del condado. Había que proceder al registro de su vivienda y sus pertenencias, y no quiso perdérselo, como es natural. En sus habitaciones se encontraron alrededor de una tercera parte de las joyas robadas, y a partir de este hallazgo se concluyó que sus cómplices habían acordado que Emmett afrontase una tercera parte del riesgo y el castigo.
Varias cartas y otros escritos aparecidos en las habitaciones condujeron posteriormente al descubrimiento de los cómplices, y, aunque lady Cathrow estaba abocada a perder la mayor parte de sus valiosas alhajas, tuvo al menos la satisfacción de saber que todos y cada uno de los ladrones recibieron una condena proporcional a su delito.
Hasta eso de la medianoche no consiguió Dyer verse sentado en el tren, enfrente de Loveday, con tiempo suficiente para interesarse por los eslabones de la cadena de razonamiento que la habían llevado de una manera tan notable a relacionar un bolso de viaje lleno de objetos insignificantes con el robo de unas alhajas de inmenso valor.
Loveday se lo explicó todo con sencillez, con naturalidad, paso a paso, fiel a su estilo metódico.
—Leí —dijo—, como supongo que tantas otras personas, la crónica de las dos noticias en el mismo periódico, el mismo día, y en ambas detecté, como supongo que no muchas personas, que el artífice tenía un gran sentido del humor. He observado que, si bien muchos coinciden en la diversidad de motivos que inducen al delito, muy pocos saben apreciar la diversidad del carácter criminal. Tendemos a imaginar que los delincuentes van por el mundo con un fardo de siniestros motivos debajo del brazo, y no somos capaces de representárnoslos como hombres de mirada chispeante y agudo sentido del humor, como a veces tienen las personas honradas que desempeñan un trabajo por vocación.
Dyer respondió a esto último con un leve gruñido que tanto podía ser de asentimiento como de discrepancia.
Loveday continuó:
—El absurdo lenguaje de la carta encontrada en el bolso llamaría la atención de cualquiera; a mí, además, aquellas frases tan rimbombantes me sonaron extrañamente familiares. Estaba segura de haberlas oído o leído en alguna parte, aunque al principio no recordaba dónde. No dejaban de resonar en mis oídos, así que, no del todo por pura curiosidad, fui a Scotland Yard para examinar los objetos del bolso y copiar, con una hoja de papel de calco, un par de líneas de la carta. Al descubrir que la letra de la carta no era idéntica a la de las traducciones encontradas en el bolso, confirmé la impresión de que su dueño no era el escritor de la carta, y pensé que quizá alguien se había apropiado del bolso en alguna estación de tren, con un propósito determinado, y una vez cumplido dicho propósito, quienquiera que fuese no había querido seguir cargando con ese fardo, así que se deshizo de él de la manera más sencilla que se le ocurrió. La carta, me pareció, se había escrito con la intención de despistar a la policía, pero el irrefrenable espíritu bromista que indujo al autor a depositar esos efectos clericales en el umbral de la puerta de la anciana pudo más que él: se dejó llevar, y la carta que en un principio pretendía ser trágica terminó siendo cómica.
—Muy ingenioso, hasta ahora —murmuró Dyer—. No tengo la menor duda de que cuando se dé a conocer qué había en ese bolso mediante los oportunos anuncios, alguien lo reclamará, y entonces quedará demostrado que su teoría es correcta.
—Cuando volví de Scotland Yard —prosiguió Loveday—, encontré la nota en la que usted me pedía que fuese a verlo por el asunto del robo de las alhajas. Antes de ponerme en camino, me pareció oportuno leer de nuevo la noticia publicada en los periódicos, para que no se me escapase ningún detalle. Al leer que el ladrón había escrito en la puerta de la caja de seguridad: «Se alquila: sin amueblar», relacioné en el acto estas palabras con «el beso de agonía a mi pobre madre viuda de un marqués» y la solemne admonición sobre las carreras de caballos y las apuestas que se hacía en la carta. Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, lo vi todo con claridad. Hará cosa de dos o tres años, ciertos asuntos profesionales me obligaron a asistir con frecuencia a modestas representaciones teatrales de escasa calidad que se ofrecían en los suburbios del sur de Londres. Jóvenes tenderos y gentes de parecida condición celebraban la oportunidad de alardear de sus dotes declamatorias con asombroso vigor y, por lo general, seleccionaban fragmentos que su heterogénea audiencia supuestamente sabría apreciar. A través de estas funciones, supe que había un libro de lecturas escogidas que era el favorito de los recitadores, y me tomé la molestia de comprarlo. Aquí lo tengo.
Loveday se sacó del bolsillo de la capa El tesoro del recitador y se lo ofreció a su compañero.
Si mira usted en el índice, verá los títulos de las obras sobre las que deseo llamar su atención. La primera es: La despedida del suicida; la segunda, El noble convicto; y la tercera, Se alquila: sin amueblar.
—¡Por Júpiter! ¡Pues claro! —exclamó Dyer.
—En la primera de las obras, La despedida del suicida, figuran algunas de las expresiones con que comienza la carta encontrada en la bolsa: «El día fatídico ha llegado», así como las advertencias sobre el juego y las alusiones al «pobre cuerpo sin vida». En la segunda, El noble convicto, se encuentran las referencias a los parientes aristocráticos y el beso de agonía a la madre, una condesa viuda. La tercera pieza, Se alquila: sin amueblar, es un poemilla bastante absurdo, aunque me atrevo a afirmar que más de una vez ha arrancado carcajadas entre un público no demasiado exigente. Cuenta la historia de un hombre soltero que llama a una casa para interesarse por unas habitaciones sin amueblar, se enamora de la hija de los caseros y le ofrece su corazón que, según dice, «se alquila sin amueblar». Ella declina la proposición y contesta que también debería alquilar su cabeza sin amueblar. Con estas tres obras delante, no me fue difícil descubrir el hilo que unía al escritor de la carta con el ladrón que dejó un mensaje en la caja de seguridad de Craigen Court tras haberla desvalijado. Siguiendo este hilo di con Harry Emmett: lacayo, recitador, mujeriego y granuja. Comparé entonces la letra que había copiado con la del mensaje de la caja de seguridad y, al margen de la inevitable diferencia entre un trozo de tiza y una pluma de acero, llegué a la conclusión de que ambas eran sin duda obra de una misma mano. Antes de eso, no obstante, ya había encontrado otro eslabón en mi cadena de pruebas, que en mi opinión es el más importante de todos: en qué momento se puso Emmett esa túnica de sacerdote.
—¿Y eso cómo lo supo? —preguntó el señor Dyer, inclinándose hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas.
—Hablando con la señora Williams, que resultó ser una persona muy comunicativa, averigüé los nombres de los invitados a la cena de Nochebuena. Eran todas personas muy respetadas en el vecindario. El ama de llaves me contó que, momentos antes de anunciarse la cena, un joven sacerdote se presentó en la puerta de la casa y pidió hablar con el rector de la parroquia. El rector, por lo visto, siempre asiste a la cena de Nochebuena en Craigen Court. El joven sacerdote explicó que cierto clérigo, a quien llamó por su nombre, le había dicho que necesitaban un cura en la parroquia, y venía de Londres para ofrecer sus servicios. Había pasado por la casa parroquial y los criados le habían dicho que el rector estaba cenando en Craigen Court. Temía perder la oportunidad de conseguir el puesto, y por eso lo había seguido hasta allí. Era verdad que el rector buscaba un cura y había anunciado la plaza vacante la semana anterior. Un poco enfadado por la interrupción de las celebraciones, le contestó al joven que no necesitaba ningún cura. Sin embargo, al ver la decepción del pobre muchacho, parece ser que incluso se le escapó alguna lágrima, el rector se ablandó. Lo invitó a pasar para descansar un rato en el vestíbulo antes de emprender el regreso a la estación y prometió pedir a sir George que le ofrecieran un vaso de vino. El joven se sentó en una silla, junto a la puerta por la que entraron los ladrones. Bueno, no hace falta que le diga quién era aquel sacerdote, y tampoco, estoy segura, que le insinúe que, mientras un criado fue a buscar un vaso de vino o, mejor dicho, en cuanto el joven vio el camino despejado, entró a hurtadillas en la salita contigua y abrió el cerrojo para que sus cómplices, que sin duda estaban escondidos en el jardín, pudiesen entrar por la ventana. El ama de llaves no supo decir si el sacerdote llevaba un bolso negro. Yo personalmente estoy convencida de que sí, y de que dentro de ese bolso iba la ropa de Harry Emmett, que muy probablemente volvió a ponerse antes de regresar a su casa, en Wredford, donde supongo que guardó en el bolso esos artículos clericales y redactó esa carta tragicómica. Debió de dejar el bolso de madrugada, antes de que nadie se hubiera levantado, en el umbral de la casa de Easterbrook Road.
Dyer respiró hondo. Estaba profundamente impresionado por la inteligencia de su colega, que rayaba en la inspiración. En cuanto se le ofreciera la oportunidad, le cantaría sus alabanzas a la primera persona con la que se cruzara, aunque no tenía la más mínima intención de cantarlas en presencia de Loveday, pues el exceso de elogios podía tener efectos perniciosos en una joven promesa.
Así, se contentó con decir:
—Sí, muy convincente. Ahora, cuénteme cómo siguió al joven hasta su guarida.
—Eso fue pan comido —dijo Loveday—. La señora Williams me contó que el joven había dejado su empleo con el coronel James alrededor de seis meses antes para cuidar de su querida abuela, que tenía una confitería, aunque no recordaba dónde. Yo había oído que el padre de Emmett era cochero y, como es natural, pensé de inmediato en la jerga de los cocheros… Seguro que usted la conoce. A su mutualidad de previsión la llaman «la querida abuela» y a la oficina donde reciben sus pagos, «la confitería».
—Ja, ja, ja. Y la pobre señora Williams lo entendió todo literalmente, claro está.
—Así es, y estaba convencida de que era un muchacho de muy buen corazón. Pensé, lógicamente, que tenía que haber una filial de la mutualidad en la ciudad de mercado más próxima, y un directorio de los comercios del distrito confirmó mi suposición de que había una en Wredford. Teniendo en cuenta dónde se había encontrado el bolso, no me fue difícil deducir que Emmett, quizá sirviéndose de las influencias de su padre, tanto como de su atractivo personal, había conseguido un puesto de confianza en la filial de Wredford. Reconozco que no esperaba encontrarlo tan fácilmente, nada más llegar, pero resultó que era el encargado de cobrar las cuotas semanales. Sin perder un instante avisé a la policía local, y lo demás creo que ya lo sabe usted.
Dyer no pudo seguir refrenando su entusiasmo por más tiempo.
—Es formidable de principio a fin —exclamó—. ¡Esta vez se ha superado usted!
—Lo único que lamento —dijo Loveday— es el destino que quizá aguarde a la pobre Stephanie.
La preocupación de Loveday por el bienestar de Stephanie tardó, sin embargo, menos de veinticuatro horas en disiparse. Con el primer correo de la mañana recibió una carta de la señora Williams, en la que le explicaba que habían encontrado a la muchacha poco antes del amanecer, medio muerta de frío y de miedo, en la orilla del río que atraviesa el bosque de Craigen. «Además —decía el ama de llaves—, quien la encontró fue ni más ni menos quien debía encontrarla, el joven Holt, que estaba y sigue estando locamente enamorado de ella. Gracias a Dios, a la pobre chica le faltó el valor en el último momento y, en vez de tirarse al río, se desmayó en la orilla de puro agotamiento. Holt la llevó directamente a casa de su madre y allí, en la granja, se encuentra ahora, atendida y mimada por todos.»