Asesinato por poderes


(1897)

A las dos en punto de aquel sofocante 12 de agosto, Eric Neville, joven, apuesto,débonnaire[37], salió despacio por la puerta vidriera y bajó la escalera de hierro forjado que conducía a los hermosos y antiguos jardines de Berkly Manor, vestido con un radiante traje de franela blanca y un panamá de ala ancha ligeramente encaramado sobre sus rizos negros y brillantes, pues venía de pasar un rato tendido en su canoa en los tramos más umbríos del río, con un libro por toda compañía.

La fachada posterior de la mansión formaba el muro sur de la finca, que discurría a lo largo de casi un kilómetro y medio, rebosante de alegres flores y fruta madura. El aire, cargado de aromas, se colaba a hurtadillas por todas las ventanas, abiertas al sol de par en par, como si la casa anhelara respirar.

El pie de Eric, calzado con una bota fina de color tostado, abandonó el último peldaño y se posó en el amplio sendero de grava del jardín. A cincuenta metros de allí, el jardinero se ocupaba de los melocotones, y el humo de su pipa pendía como un leve resplandor azulado en el aire quieto, que parecía temblar de calor. Eric se acercó al jardinero y tendió una mano pedigüeña, demasiado perezoso para hablar.

Sin decir palabra, el jardinero se estiró para alcanzar un melocotón enorme que pugnaba por ocultar del sol su cara sonrosada entre las hojas nervadas y estrechas, lo arrancó con cariño y lo depositó suavemente en la mano del joven.

Eric peló la envoltura aterciopelada, de tonos rojizos, verdes y ámbar, hasta que la piel de la fruta quedó colgando en jirones, e hincó entonces los dientes blancos y afilados en la carne jugosa del melocotón maduro.

¡Pum!

Un ruido repentino, muy cerca de sus oídos, crispó los nervios de los dos hombres: el uno dejó caer el melocotón y el otro, la pipa. Miraron por todas partes llenos de perplejidad.

—Mire, señor —susurró el jardinero, señalando una pequeña nube de humo que se escapaba despacio de una ventana abierta, casi encima de donde se encontraban, a la vez que el olor ácido y penetrante de la pólvora se dejaba sentir en el aire caliente.

—Es la habitación de mi tío —dijo Eric, apenas sin voz—. Acabo de dejarlo hace un momento, dormido en el sofá.

Dio media vuelta mientras hablaba y echó a correr como un ciervo por el sendero del jardín, subió las escaleras de hierro y entró en la casa por la puerta vidriera, seguido por el viejo jardinero a la mayor velocidad que su reúma le permitía.

Eric cruzó la sala de estar, subió de cuatro en cuatro los peldaños de la amplia escalera alfombrada, giró bruscamente a la derecha por un pasillo espacioso e irrumpió en el estudio de su tío, que tenía la puerta abierta.

Aunque había llegado en cuestión de momentos, alguien se le había adelantado. Un hombre alto, fuerte, vestido con un traje de tweed ligero, estaba inclinado sobre el sofá donde, minutos antes, Eric había visto a su tío durmiendo.

Eric reconoció al instante la espalda ancha y el pelo castaño.

—¡John! —gritó—. John, ¿qué sucede?

Al volver la cabeza, el rostro de su primo parecía atractivo y varonil, pálido como un espectro; hasta los labios los tenía blancos.

—Eric —dijo con voz balbuciente—. Esto es horrible. Han asesinado a nuestro tío… Está muerto, de un disparo.

—No, no; no puede ser. No hace ni cinco minutos que lo vi tranquilamente dormido —empezó a decir Eric. Sus ojos se fijaron entonces en el cuerpo que yacía en el sofá, inmóvil, y guardó silencio bruscamente.

El hidalgo Neville estaba tendido de lado y solo el perfil de sus duras facciones quedaba a la vista. La bala había entrado por la base del cráneo y el pelo gris estaba salpicado de sangre que, aún tibia, seguía goteando lentamente sobre la alfombra.

—¿Quién ha podido…? —murmuró Eric, casi sin habla de puro horror.

—Ha tenido que ser con su propia escopeta —dijo su primo—. Estaba encima de la mesa, a la derecha, y cuando entré aún salía humo del cañón.

—No ha sido un suicidio… ¿verdad? —preguntó Eric, con un susurro aterrado.

—Yo diría que es imposible. Ya ves dónde está la herida.

—Pero ¿cómo ha ocurrido todo tan deprisa? Salí corriendo en cuanto oí el disparo y tú llegaste antes que yo. ¿No has visto a nadie?

—Ni un alma. La habitación estaba vacía.

—Y ¿cómo ha logrado escapar el asesino?

—Quizá saltara por la ventana. Estaba abierta cuando entré.

—No pudo hacer eso, señor —dijo el jardinero desde la puerta—. El señorito Eric y yo estábamos justo debajo de la ventana cuando oímos el disparo.

—Entonces, ¿cómo diablos se ha esfumado, Simpson?

—No lo sé, señor.

John Neville examinó la pieza con ojos ávidos. No había escondite posible, ni siquiera para un gato. Era sobria, sencilla: en las paredes de roble colgaban algunas armas y cañas de pescar, en su mayoría antiguas, aunque de la mejor factura y los mejores materiales. Una pequeña librería en una esquina era la única razón para llamar «estudio» a aquella estancia. El enorme sofá de cuero en que yacía el cadáver, una mesa en el centro, grande y redonda, y unas cuantas sillas recias completaban el mobiliario. Una gruesa capa de polvo cubría todas las superficies y el ardiente sol atravesaba la sala con una amplia franja de luz. El ambiente estaba cargado, por el calor y el humo acre de la pólvora.

John Neville reparó en lo pálido que estaba su primo. Apoyó una mano en su hombro, con el gesto bondadoso y protector de un hermano mayor.

—Ven, Eric —le dijo en voz baja—. Aquí no podemos hacer nada.

—¿No deberíamos buscar alguna pista? —preguntó Eric, tendiendo la mano hacia el arma; pero John le impidió alcanzarla.

—No, no —se apresuró a decir—. No debemos tocar nada. Enviaré a un criado al pueblo en busca de Wardle, y un telegrama a Londres, para avisar a un detective.

Sacó a su primo de la estancia con suavidad, cerró la puerta por fuera y se guardó la llave en el bolsillo.

—¿A quién envío el telegrama? —preguntó John Neville desde su escritorio, con un lápiz ya apoyado en el papel, a su primo, que estaba sentado a la mesa de la biblioteca con la cabeza hundida entre las manos—. Necesitamos a un hombre inteligente y que pueda dedicar todo su tiempo a la investigación. No conozco a nadie. O sí. Ese tipo con un nombre tan extraño que encontró el ópalo del duque de Southern… Beck. Eso es. Vive en Thornton Crescent, en el centro-oeste de Londres. Lo encontraré.

John Neville añadió el nombre y la dirección al telegrama que ya había redactado:

Venga enseguida. Caso de asesinato. Los gastos son lo de menos. John Neville, Berkly Manor, Dorset.

Poco sospechaba Eric que ese nombre era cuestión de vida o muerte para él.

John Neville hojeó las páginas de un horario de trenes.

—El servicio no es bueno —dijo—. Por más que lo intente, no podrá llegar antes de medianoche. Pero al menos contamos con Wardle. Eso será más rápido.

Wardle, el agente de policía local, era un hombre callado y sagaz que en ese preciso instante subía con paso enérgico por la amplia avenida de la finca. Era además fuerte y activo, a pesar de que tenía bastante más de cincuenta años.

John Neville lo esperaba en la puerta para darle la noticia, pero el mozo de cuadras ya le había hablado del asesinato.

—Ha hecho usted bien en cerrar la puerta, señor —dijo Wardle mientras entraban en la biblioteca, donde Eric seguía sentado, aparentemente ajeno a su presencia—, y también en telegrafiar a ese detective. He trabajado con el señor Beck en alguna ocasión. Es un hombre con suerte, y muy educado. «No tenga prisa, señor Wardle —me decía—. Y no desordene. No mueva nada. Todas las cosas que rodean a un cadáver tienen una historia que contar si se les permite, y a mí siempre me gusta ser el primero en tener una pequeña conversación con ellas.»

Dicho esto, el agente Wardle cerró la boca, dejó las manos quietas y aguzó los ojos y los oídos, mientras la mansión era un hervidero de habladurías. Circulaba un rumor aquí y otro allá, y todos ellos se iban combinando hasta componer una historia. Poco a poco, las más negras sospechas se concentraron como una nube alrededor de John Neville.

La influencia de las sospechas atravesó de un modo extraño la puerta cerrada de la biblioteca, y John empezó a dar vueltas de un lado a otro, sin poder evitarlo.

Al cabo de un rato, las grandes dimensiones de la estancia no fueron suficientes para dar cabida a su impaciencia. Deambuló sin rumbo de un lado a otro; tan pronto bajaba al jardín por las escaleras de hierro para contemplar con aire ausente la ventana del estudio de su tío como volvía al pasillo y pasaba por delante de la puerta cerrada.

Con calculada y fingida despreocupación, Wardle no lo perdía de vista en ningún momento, si bien John Neville parecía demasiado absorto para darse cuenta.

Por fin volvió a la biblioteca. Eric seguía sentado, de espaldas a la puerta, y solo su coronilla asomaba por encima del respaldo de la silla. Parecía enfrascado en sus pensamientos, o dormido, de tan quieto como estaba.

Se sobresaltó, gritó, se puso blanco y adoptó una expresión de terror cuando John le tocó ligeramente el brazo.

—¿Vienes a dar un paseo por los jardines, Eric? —dijo—. Tanto esperar y vigilar sin hacer nada me está matando. No aguanto más.

—Prefiero quedarme, si no te molesta —contestó Eric con aire cansado—. Estoy destrozado.

—El aire fresco te sentará bien, muchacho. Pareces agotado.

Eric negó con la cabeza.

—Bueno, yo me voy —dijo John.

—Si me dejas la llave, se la daré al detective cuando venga.

—No llegará antes de medianoche y yo habré vuelto en cuestión de una hora.

Y John Neville se alejó por la avenida a paso ligero, sin mirar atrás, mientras Wardle lo seguía con sigilo y no lo perdía de vista.

De buenas a primeras, Neville se adentró en el bosque, y el policía fue tras él cautamente. Los árboles eran altos y estaban bastante separados, y los oblicuos rayos del sol dibujaban entre las sombras senderos de un verde intenso. Cuando Wardle se interpuso entre Neville y la luz, su sombra se alargó y oscureció el verde luminoso.

John Neville vio la sombra delante de él y giró bruscamente para encararse con su perseguidor.

Wardle se paró en seco y lo miró fijamente.

—¿Qué ocurre, Wardle? ¡No se quede ahí parado como un memo apuntándome con su bastón! Hable, amigo mío: ¿qué quiere de mí?

—Verá, señor Neville —tartamudeó el agente—. No puedo creerlo. Lo conozco a usted desde hace veintiún años, desde que nació, casi se podría decir… y no creo ni una sola palabra de lo que he oído. Pero el deber es el deber, y tengo que cumplirlo. Y los hechos son los hechos, y usted tuvo unas palabras con su tío anoche, y el señorito Eric lo encontró a usted en el estudio cuando…

John Neville escuchó al policía, desconcertado en un primer momento. Luego, cuando por fin pareció reparar en que podía ser sospechoso del asesinato, una ardiente y repentina cólera prendió en él.

Se acercó a Wardle con fiereza, sacando pecho, plantando bien las piernas fuertes, alzándose sobre él como una torre, aterrador en su ira: con los puños crispados, los músculos en tensión, los dientes blancos apretados como un cepo y un resplandor rojizo en el fondo de sus ojos castaños.

—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve? —escupió entre dientes, ahogado de pasión.

Parecía peligroso, grande como un gigante, pero Wardle aguantó sin pestañear su mirada iracunda.

—¿De qué sirve eso, señor Neville? —intentó tranquilizarlo—. La situación es muy difícil para usted, lo sé. Pero yo no tengo la culpa, y tomárselo así no le ayudará en nada.

El rapto de Neville pareció esfumarse tan repentinamente como se había declarado. Su rostro agradable se aclaró, y no había rastro alguno de ira en la voz sincera con la que dijo:

—Tiene razón, Wardle. Tiene usted toda la razón. Y ¿ahora qué? ¿Debo darme por detenido?

—No, señor. Tiene usted cosas que hacer, y estando preso no podría hacerlas. No quiero interponerme en su camino. Será suficiente con que me dé su palabra.

—¿Mi palabra de qué?

—De que estará disponible cuando se le requiera.

—Pero ¡hombre! ¿No irá usted a pensar que soy tan tonto, inocente o culpable, para huir? ¡Dios mío! ¡Huir de una acusación de asesinato!

—No diga eso, señor. Ese hombre que viene de Londres lo aclarará todo, ya lo verá. ¿Tengo su palabra?

—Tiene mi palabra.

—Será mejor que vuelva a casa, señor. Los criados están murmurando. Yo no voy a entrometerme, así que nadie sabrá lo que ocurrió entre ustedes.

A medio camino de la avenida, un carro de dos ruedas que circulaba a toda velocidad adelantó a John Neville y paró tan de repente que los cascos de los caballos levantaron la gravilla. Un hombre grande y corpulento, que hasta ese momento iba en animada conversación con el carretero, saltó con una agilidad sorprendente a la vista de su constitución.

—¿El señor Neville, supongo? Soy Beck. Paul Beck.

—¡Señor Beck! Yo creía que no llegaría antes de medianoche.

—He venido en un tren especial —contestó Beck en tono agradable—. Decía usted en su telegrama que los gastos eran lo de menos. Pues bien, el tiempo es un complemento, y la comodidad también en casos como éste, así que cogí un tren especial y aquí estoy. Con su permiso, enviaremos el carro por delante e iremos dando un paseo hasta la casa. Esto parece un mal asunto, señor Neville. El carretero me ha dicho que murió de un disparo. ¿Se sospecha de alguien?

—De mí —dijo Neville, y la respuesta salió de sus labios casi con furia.

Beck lo miró un instante con plácida curiosidad y sin atisbo alguno de sorpresa.

—¿Cómo lo sabe?

—Wardle, el agente de policía local, acaba de decírmelo a la cara. Me ha hecho el favor de no detenerme en el acto.

Beck dio diez o quince pasos en silencio al lado de John Neville.

—¿Podría decirme —preguntó entonces, con una voz muy seductora— por qué sospechan de usted exactamente?

—En absoluto.

—Sepa —se apresuró a añadir el detective— que no le ofrezco ninguna garantía ni le hago ninguna promesa. Mi misión es descubrir la verdad. Si cree que la verdad le ayudará, entonces le conviene ayudarme. Esto es una irregularidad, desde luego, pero no lo tendré en cuenta. Cuando se acusa a un hombre de un delito, siempre hay un testigo que sabe si es culpable o inocente. Generalmente no hay más que uno. Lo primero que hace la justicia británica para desentrañar la verdad es cerrarle la boca al único testigo que la conoce. Bueno, ése no es mi estilo. A mí me gusta que un hombre inocente tenga la oportunidad de contar su propia versión, y no tengo reparos en tender una trampa al culpable si me es posible.

Miraba a John Neville directamente a los ojos mientras hablaba.

Neville le correspondió con la misma mirada.

—Creo que lo comprendo. ¿Qué quiere usted saber? ¿Por dónde empiezo?

—Por el principio. ¿Por qué se peleó usted ayer con su tío?

John Neville dudó un instante, y Beck tomó nota de su vacilación.

—No me peleé con él. Fue él quien se peleó conmigo. Le contaré lo que ocurrió. Mi tío estaba enemistado con nuestro vecino, el coronel Peyton. Las fincas son colindantes, y discutieron por un asunto de caza. Mi tío era un hombre muy violento… decía que el coronel Peyton era un «vulgar furtivo». Bueno, yo no quise tomar parte en la disputa. Me sentí muy incómodo cuando volví a encontrarme con el coronel después de ese día, porque sabía que mi tío lo había entendido todo al revés. Pero el coronel estuvo amabilísimo conmigo. «No hay ninguna razón para que tú y yo dejemos de ser amigos, John —dijo—. Todo esto es absurdo. Estaría dispuesto a ceder los mejores matorrales de mis tierras con tal de acabar con esta situación. Los hombres ya no pueden batirse en duelo en estos tiempos, y los caballeros no deben reñir como verduleras. Pero espero que nadie me tilde de cobarde por detestar las rencillas.»

»—No lo creo probable —dije.

»Debe usted saber, señor Beck, que el coronel se ha distinguido en una docena de actos de servicio y ha recibido la Cruz de la reina Victoria, que guarda bajo llave en un cajón de su escritorio. Lucy me la enseñó una vez. Lucy es la única hija del coronel, que vive entregado a ella. Bueno, pues a raíz de esto, como es natural, el coronel y yo seguimos llevándonos bien. A mí me caía simpático y me gustaba pasar por su casa, pero nuestra amistad enfadó a mi tío. Yo iba muy a menudo por la finca Grange últimamente, y mi tío se enteró. Anoche, mientras cenábamos, habló de una manera muy grosera del coronel Peyton y de su hija, y yo salí en su defensa.

»—¿Con qué derecho, niñato insolente, tomas parte por ese advenedizo en contra de mí? —protestó.

»—Los Peyton son una familia tan buena como la nuestra, señor —contesté, pues era verdad—. Y en cuanto al derecho, la señorita Lucy Peyton me ha hecho el honor de prometer que sería mi esposa.

»A esto montó en cólera. No me es posible repetir los insultos que soltó contra el coronel y su hija. Ni siquiera ahora, que ha muerto, me resulta fácil perdonarlo. Juró que no volvería a verme ni a dirigirme la palabra si caía en la deshonra de contraer ese matrimonio. “Si no puedo romper el vínculo —gruñó—, pues mala suerte. Pero sí puedo convertirte en un mendigo mientras viva, y viviré otros cuarenta años mal que te pese. Si ese furtivo quiere comprarte como una ganga, a mí me trae sin cuidado. Ve y véndete al mejor precio que puedas, y empieza a vivir de la fortuna de tu mujer cuando te plazca.”

»Entonces perdí los estribos, y le di mi opinión.

—Trate de recordar lo que le dijo —le pidió Beck—. Es importante.

—Le dije que le lanzaba su desprecio a la cara; que amaba a Lucy Peyton, que viviría por ella y moriría por ella en caso necesario.

—¿Le dijo usted que «era un consuelo saber que él no viviría eternamente»? —preguntó Beck—. Como sabe, el cuento de esa discusión ha llegado a todas partes. El cochero me lo ha contado. Intente recordar si le dijo eso.

—Creo que sí. Estoy seguro de que se lo dije, pero es que estaba furioso y no sabía lo que decía. Nunca se me pasó por la cabeza…

—¿Quién estaba presente en esa discusión?

—Únicamente mi primo Eric y el mayordomo.

—Y supongo que ha sido el mayordomo quien ha ido con el cuento por ahí.

—Seguramente. Eric jamás haría una cosa así. Estaba tan disgustado como yo. Trató de mediar en la disputa, pero su intervención solo sirvió para que mi tío se enfadara todavía más.

—¿Qué asignación recibía usted de su tío?

—Mil libras anuales.

—Y ¿él podía retirarle ese dinero?

—Desde luego que sí.

—Pero no tenía ningún poder sobre la finca. ¿Es usted, por ley, el heredero y actual propietario de Berkly Manor?

—Así es. Pero le aseguro que hasta el momento en que usted lo ha dicho ni siquiera recordaba que…

—¿Quién es el siguiente en la línea sucesoria?

—Mi primo Eric. Es cuatro años menor que yo.

—¿Y quién le sigue a él?

—Un primo lejano. Apenas lo conozco, pero tiene mala fama y sé que mi tío y él se odiaban cordialmente.

—¿Qué tal se llevaban su tío y su primo Eric?

—No demasiado bien. Mi tío odiaba al padre de Eric, su hermano menor, y a veces era muy duro con mi primo. Insultaba al difunto en presencia de su hijo, decía que era cruel y traicionero, y cosas por el estilo. El pobre Eric lo pasaba muy mal. Nuestro tío era generoso con él en cuestión de dinero, tan generoso como conmigo. Lo acogió bajo su techo y no le negaba nada, pero a veces lo hería con sus maldiciones y su desprecio. A pesar de todo, Eric parecía tenerle cariño.

—Pasemos a hablar del asesinato. Supongo que esa noche no volvió usted a ver a su tío.

—No volví a verlo con vida.

—¿Sabe usted qué hizo esta mañana?

—Solo de oídas.

—Eso suele ser una prueba de primera clase, aunque los tribunales no la acepten como tal. Dígame qué oyó.

—A mi tío le volvía loco la caza. Ya le he dicho que esa disputa con el coronel Peyton fue por la caza, ¿verdad? Tenía alquilado un coto para cazar urogallos a unos veinte kilómetros de aquí, y nunca faltaba el primer día de la temporada. Salió con Lennox, el guardabosques, cuando cantaba el gallo. Habíamos quedado en que yo iría con él, pero no fui, como es lógico. En contra de su costumbre, volvió a eso del mediodía y fue derecho a su estudio. Yo estaba en mi dormitorio, escribiendo, y le oí pasar con paso firme por delante de mi puerta. Poco después Eric lo vio, dormido en el sofá de cuero. Cinco minutos más tarde, oyó el disparo y fue corriendo al estudio.

—¿Examinaron el estudio después de encontrar el cadáver?

—No. Eric quería, pero pensé que no debíamos tocar nada. Cerré la puerta con llave y me guardé la llave en el bolsillo hasta que usted llegara.

—¿Podría tratarse de un suicidio?

—Yo diría que es imposible. Le pegaron un tiro en la nuca.

—¿Tenía su tío enemigos, que usted supiera?

—Los furtivos lo odiaban. Era implacable con ellos. Una vez uno le disparó, y mi tío le devolvió el disparo y le destrozó la pierna. Tuvieron que llevarlo al hospital, y cuando se recuperó lo juzgaron y le condenaron a dos años.

—¿Cree entonces que el asesino podría ser un furtivo? —preguntó Beck, sin darle demasiada importancia.

—No veo cómo. Yo estaba en mi dormitorio, en el mismo pasillo. Para llegar al estudio de mi tío hay que pasar por delante de mi puerta. Salí corriendo en cuanto oí el disparo, y no vi a nadie.

—Es posible que el asesino saltara por la ventana.

—Eric me ha dicho que el jardinero y él estaban en el jardín, justo debajo de la ventana.

—¿Cuál es entonces su teoría, señor Neville?

—No tengo ninguna teoría.

—¿Anoche se despidió usted de su tío enfadado?

—Así es.

—Y al día siguiente aparece muerto, y a usted, no diré que lo cogen pero sí que lo sorprenden en su estudio un momento después.

John Neville enrojeció, aunque logró dominarse y asintió con la cabeza.

Continuaron andando en silencio.

Se encontraban a menos de cien metros de la mansión, de la casa de John Neville, que se alzaba por encima del dosel de los árboles, cuando el detective reanudó la conversación.

—Tengo la obligación de decirle, señor Neville, que las cosas pintan muy mal para usted, tal como están. Creo que el agente Wardle debería haberlo detenido.

—Aún estamos a tiempo —dijo John Neville con sequedad—. Lo estoy viendo en la esquina de la casa, y le diré lo que opina usted.

Giró sobre sus talones, y Beck le preguntó rápidamente:

—¿Y esa llave?

John Neville se la entregó sin decir palabra. El detective la cogió igualmente en silencio y echó a andar hacia la escalinata de piedra, silbando suavemente.

Eric lo recibió en la puerta, pues el cochero le había anunciado su llegada.

—¿No habrá cenado aún, señor Beck? —preguntó con cortesía.

—Primero el deber y luego el placer. Tomé un tentempié en el tren. ¿Podría hablar cinco minutos en privado con Lennox, el guardabosques?

—Por supuesto. Le pediré que venga a la biblioteca.

Lennox, un hombre entrado en años, larguirucho y de hombros rectos, entró con aire cohibido, consumido por los nervios en presencia del detective londinense.

—Siéntese, Lennox, siéntese —dijo Beck amablemente. Bastó al guardabosques con oír la voz agradable y familiar del detective para sentirse cómodo—. Dígame, ¿por qué volvieron tan temprano del coto esta mañana?

—Pues verá, señor, fue así. Llevábamos dos horas venga a soplar el reclamo cuando el hidalgo me dice: «Lennox, estoy harto de hacer el tonto. Me voy a casa».

—¿No había caza?

—Había pájaros gordos como moras, pero escondidos como alondras.

—Entonces, ¿no había cazador?

—¿Lo dice usted por el hidalgo, señor? —protestó Lennox, olvidando la timidez en su acaloramiento ante semejante injuria contra el hidalgo—. No había mejor cazador en todo el condado, ni siquiera quien le igualase. Era de los de verdad, de los de antes. «Eso es como colgar la caza en el granero», decía, cuando lo invitaban a cazar mansos faisanes. Él levantaba los pájaros con sus perros, eso hacía. Y lo mismo que un día cazaba sin arma otro día cazaba sin perro. Así era. Y siempre usaba su vieja Manton, de carga por el cañón, hasta el último día. «Es vieja pero certera, Lennox —me decía muchas veces—. No falla nunca. Llega más lejos y tiene más fuerza que todas esas escopetas con mira telescópica, y no hay necesidad de limpiarla a todas horas para que no se oxide.»

»—¡Qué fácil de cargar, hidalgo! —decían los mozos, que sudaban la gota gorda con sus cargadores de martillo oculto.

»—Sí —decía él—. Y quita mucho trabajo a los perros. ¿De qué sirve enseñar a un perro a cobrar la pieza si no puedes cargar los cartuchos a la misma velocidad con que un gallo picotea el maíz?

»Donde ponía el tiro ponía la bala, el hidalgo. Siempre acertaba si no estaba nervioso. Más de una vez lo he visto consolar a hombres que se tenían por excelentes cazadores con la misma vieja escopeta que al final acabó con su vida. Más de una vez he visto…

—¿Por qué le dio la espalda a la caza ayer si era buena? —preguntó Beck, cortando en seco los recuerdos del guardabosques.

—Pues verá usted, para empezar hacía un calor que achicharraba, pero no fue por eso, porque ni el fuego del infierno detenía al hidalgo si andaba con ganas de cazar. Estuvo de muy mal genio toda la mañana, y el mal genio es lo peor para ir de caza. Cuando Flora espantó a una bandada… es una perra joven, y tampoco fue culpa suya, porque se acercó en la dirección del viento… el hidalgo se apoyó la escopeta en el hombro con intención de pegarle un tiro. Cinco minutos después, la perra encontró otra bandada y se lanzó como una flecha. Los pájaros levantaron el vuelo, grandes como montones de heno y perezosos como cuervos, pero el hidalgo falló a diestra y siniestra, ni siquiera rozó un ala… y eso no se lo había visto yo desde que era un niño.

»—Es a mí a quien debería pegar un tiro, y no a la perra —gruñó. Y me lanzó la escopeta para que la cargase. Cuando ya había metido los cartuchos y agitado la pólvora, soltó una maldición y dijo que estaba harto. Echó a andar campo a través hacia donde habíamos preparado la celada. Los pájaros levantaron el vuelo, pero no disparó un triste tiro y volvió derecho a casa.

»Cuando llegamos, le pedí que me dejara la escopeta para disparar o sacar los cartuchos. Pero me mandó a … y se la llevó a su estudio, cargada. Allí nunca entra nadie si no es por algo especial. Fue media hora después cuando oí el disparo de la Manton. Lo reconocería entre mil. Fui corriendo al estudio y…

Eric Neville irrumpió bruscamente en la biblioteca, acalorado y nervioso.

—Señor Beck —gritó—. Ha ocurrido algo monstruoso. Wardle, el agente de policía local, ha detenido a mi primo y lo acusa de haber asesinado a mi tío con premeditación.

Sin apartar los ojos del rostro alterado del muchacho, Beck hizo un ademán con la mano para calmarlo.

—Tranquilo, señor Neville. No se alarme. Comprendo que eso hiera sus sentimientos, pero no se puede evitar. El agente no ha hecho nada más que cumplir con su deber. Las pruebas son muy sólidas, como usted sabe, y en estos casos lo mejor para todos es seguir el procedimiento.

»Puede retirarse —añadió, dirigiéndose a Lennox, que se había quedado mudo, además de ojiplático y boquiabierto, al recibir la noticia de la detención de John Neville.

Acto seguido se volvió a Eric.

—Ahora, señor Neville —dijo—, me gustaría ver la habitación donde se encuentra el cadáver.

La total tranquilidad del detective causó su efecto en el chiquillo, pues era poco más que un chiquillo, y calmó su agitación como calma el aceite las aguas revueltas.

Dominando su sorpresa, Eric lo acompañó al pasillo de arriba y le condujo hasta la puerta cerrada. Casi inconscientemente, se disponía a entrar en el estudio con el detective cuando éste se lo impidió.

—Sé que tendrá la amabilidad de disculparme —dijo Beck—. He comprobado que veo más y pienso mejor cuando estoy solo. No soy precisamente tímido, pero es una costumbre que tengo.

Cerró la puerta suavemente mientras decía estas palabras y echó la llave por dentro, sin retirarla de la cerradura.

La máscara de serenidad cayó de su rostro en cuanto se vio a solas. Sus labios se crisparon, sus ojos echaron chispas y sus músculos parecieron tensarse de emoción, como un perro de caza cuando se acerca a su presa.

Le bastó echar una ojeada al cadáver para saber que aquello no era un suicidio. Al menos en ese punto, John Neville había dicho la verdad.

La parte posterior de la cabeza estaba literalmente reventada por un disparo casi a quemarropa. Entre el pelo, revuelto y pegajoso, asomaban pequeñas esquirlas de hueso blanco. La sangre había formado un charco negro sobre la alfombra, y su olor fétido inundaba el ambiente del estudio.

El detective se acercó a la mesa donde reposaba la escopeta de corredera, noble, antigua, apuntando hacia el cadáver. Pero entonces llamó su atención una botella de agua casi llena, grande, como un globo de cristal, posada sobre un libro que había cerca del arma, entre ésta y la ventana. Cogió la botella y probó el agua con la punta de la lengua. Tenía un sabor insípido y peculiar, a agua hervida, pero no detectó ningún olor extraño. Aunque había mucho polvo en todas partes, la cubierta del libro estaba limpia, y Beck se fijó en un hueco de la tercera fila de la librería.

Tras echar un vistazo por todo el estudio, el detective se acercó a la ventana. Allí, en una mesita, observó un círculo limpio en la gruesa capa de polvo. Apoyó la base de la botella en el círculo y comprobó que coincidía a la perfección. Seguía junto a la ventana cuando vio unos trozos de papel arrugados y tirados en un rincón. Los cogió, los alisó y descubrió que estaban perforados con pequeñas quemaduras. Después de analizar minuciosamente los agujeros con la lupa, dobló los papeles y se los guardó en el bolsillo del chaleco.

De la ventana volvió a la escopeta. Esta vez la examinó con sumo cuidado. Vio que el cañón derecho se había disparado recientemente, pero el izquierdo seguía cargado. Y entonces hizo un hallazgo sobrecogedor. La corredera de los dos cañones estaba deslizada hasta la mitad. La pequeña cabeza de cobre del percutor brillaba en el extremo del cañón izquierdo, pero en el derecho no había capucha.

¿Cómo había disparado el asesino el cañón derecho sin percutor? ¿Cómo y por qué tuvo tiempo, en su mortífera tarea, de deslizar la corredera y echar el cerrojo?

¿Había resuelto Beck este problema? La sonrisa lúgubre se agrandó en sus labios y un destello de mal augurio para el desconocido asesino iluminó sus ojos. Por fin llevó la escopeta a la ventana y la examinó atentamente con la lupa. Observó una línea oscura y fina, como trazada con la punta de una aguja al rojo vivo, que recorría la madera a lo largo de la culata y terminaba en el percutor derecho.

Hecho esto dejó el arma sobre la mesa. No había tardado más de diez minutos en la investigación. Dirigió una mirada al cuerpo inmóvil en el sofá, abrió la puerta, volvió a cerrarla a sus espaldas y echó a andar por el pasillo, nuevamente transformado en el jovial e imperturbable detective que había entrado en el estudio diez minutos antes.

Eric lo esperaba junto a las escaleras.

—¿Y bien? —preguntó, al verlo.

—Bueno —dijo Beck, pasando por alto la pregunta del muchacho—. ¿Cuándo viene el juez de instrucción? Eso es lo primero en lo que hay que pensar, y cuanto antes, mejor.

—Mañana mismo, si usted lo desea. Mi primo John envió recado al señor Morgan, el juez de instrucción. Vive a solo cinco minutos de aquí, y ha prometido venir mañana a las doce. No será difícil formar el jurado en el pueblo.

—Eso está muy bien, muy bien —contestó Beck, frotándose las manos—. Cuanto antes y con mayor discreción terminemos con estos preliminares, mucho mejor.

—Acabo de contratar al abogado local para que represente a mi primo. Me temo que no es demasiado brillante, pero es el mejor que he podido encontrar con tanta urgencia.

—Eso es muy oportuno y considerado de su parte… muy considerado. Pero los abogados poco pueden hacer en estos casos. Son pruebas lo que necesitamos, y me temo que las pruebas son más que evidentes. Y ahora, si hace el favor —añadió con mayor brío, como si apartara el desagradable asunto de un manotazo, por así decir—, aceptaría con mucho gusto esa cena de la que me habló.

Beck tomó un buen plato de urogallo, la última pieza cazada por el difunto, y una botella de borgoña. Estaba de un humor excelente y, mientras saboreaba el vino y las nueces, le contó a Eric curiosas anécdotas de su carrera con las que el muchacho pareció distraerse un poco del hondo dolor por la muerte de su tío y la preocupación por su primo.

John Neville seguía entretanto encerrado en su dormitorio, custodiado por el policía en la puerta.

A las doce y media del día siguiente se llevó a cabo el levantamiento del cadáver.

El juez de instrucción, un hombre grande, rubicundo y de modales muy afables, practicó sus diligencias sin pérdida de tiempo.

El jurado examinó el cadáver atentamente, imperturbablemente, con parsimonia, como si se deleitara en el macabro espectáculo.

Incomprensiblemente, Beck se erigió en maestro de ceremonias y asesor del tribunal.

—Debería usted llevarse la escopeta —le indicó al juez de instrucción cuando salían del estudio.

—Desde luego, desde luego —contestó el juez.

—Y la botella de agua —añadió el detective.

—¿Sospecha que pudiera estar envenenada?

—Es mejor no dar nada por sentado —sentenció Beck.

—Por supuesto, si usted lo cree —asintió el juez con servilismo—. Agente, llévese la botella de agua.

La biblioteca se llenó de gente del vecindario, en su mayoría agricultores de la finca Berkly y tenderos del pueblo.

Se colocó una mesa en un extremo de la sala para el juez, y en ella se reservó un asiento para el ubicuo corresponsal del diario local. A la derecha de la mesa se dispuso una doble hilera de sillas para el jurado.

Acababa el jurado de regresar, tras su inspección del cadáver, cuando en la avenida de grava resonó un crujir de ruedas y un trote de cascos, y un faetón tirado por dos caballos se detuvo bruscamente en la puerta de la mansión.

Momentos más tarde entraba en la biblioteca un caballero apuesto y de porte marcial, y de su brazo una joven, a la que él sostenía con una ternura y un cariño protector sumamente conmovedores. La joven tenía la tez muy pálida, pero había en sus rasgos una dulzura y un encanto extraordinarios. Un levísimo rubor, puro como la rosa silvestre, coloreaba sus mejillas, y sus ojos se asemejaban a los de un cervatillo.

No hizo falta que nadie dijera a Beck que allí estaban el coronel Peyton y su hija. El detective observó la mirada —tímida, compasiva, amorosa— que la joven dirigió a John Neville al pasar por delante de la mesa donde estaba sentado con el rostro hundido entre las manos. La expresión de Beck se ensombreció por un instante y adoptó un gesto deliberadamente severo, pero enseguida recobró el aire afable y jovial de costumbre.

El juez de instrucción interrogó brevemente al jardinero, el guardabosques y el mayordomo, y acto seguido, con bastante torpeza por cierto, continuó el interrogatorio el señor Waggles, el abogado a quien Eric había tenido la consideración de contratar para que defendiera a su primo.

Conforme las sospechas que pesaban sobre John Neville se convertían poco a poco en siniestra certeza, la señorita Peyton, en un rincón de la sala, se iba poniendo blanca como un lirio, y se habría desmayado de no ser porque su padre la sostenía.

—¿Está dispuesto a declarar el señor John Neville? —preguntó el juez, cuando terminó de anotar las últimas palabras de la declaración del mayordomo sobre la pelea de la noche anterior al asesinato.

—No, señoría —dijo el señor Waggles—. Comparezco en representación del acusado, y nos acogemos a nuestro derecho a no declarar.

—En realidad, no tengo nada que decir que no se haya dicho ya —interpuso John Neville en voz baja.

—Señor Neville —protestó el abogado en tono pomposo—, tengo que pedirle que deje el caso enteramente en mis manos.

—¡Eric Neville! —llamó el juez—. Creo que es el último testigo.

Eric se puso delante de la mesa y cogió la Biblia con una mano. Estaba pálido, aunque tranquilo y sereno, y había en sus ojos oscuros y en su voz suave un dolor sincero que conmovió todos los corazones… menos uno.

Fue conciso y claro. Saltaba a la vista que intentaba por todos los medios proteger a su primo, pero a pesar de eso, o quizá por eso mismo, las pruebas se volvieron en contra de John Neville de un modo aterrador.

El juez tuvo que arrancarle literalmente las respuestas a las preguntas que incriminaban a su primo.

Con manifiesta reticencia, Eric describió la riña que se produjo durante la cena, la noche anterior al asesinato.

—¿Se enfadó mucho su primo? —preguntó el juez.

—No sería humano si no se hubiera enfadado por aquellos insultos.

—¿Qué dijo?

—No recuerdo todo lo que dijo.

—¿Le dijo a su tío: «Bueno, no vivirás eternamente»?

No hubo respuesta.

—Vamos, señor Neville, le recuerdo que ha jurado usted decir la verdad.

—Sí —respondió Eric, con un susurro apenas audible.

—Lamento su dolor, pero debo cumplir con mi deber. Tengo entendido que al oír ese disparo se encontraba usted a unos cincuenta metros del estudio de su tío y salió corriendo hacia allí.

—Más o menos.

—¿A quién vio inclinado sobre el difunto?

—A mi primo. Y tengo que decir que estaba profundamente apenado.

—Y ¿no vio a nadie más?

—No.

—Su primo es el heredero de los bienes del hidalgo Neville, su propietario, dadas las circunstancias. ¿Es así?

—Eso creo.

—Es suficiente. Puede retirarse.

Este intercambio de preguntas y respuestas, que parecía tensar por momentos la soga alrededor del cuello de John Neville, se escuchó en la biblioteca abarrotada en medio de un silencio expectante.

Hubo un suspiro hondo y prolongado cuando concluyó. La intriga dio muestras de diluirse, pero no la agitación.

Beck se puso en pie con la mayor naturalidad del mundo cuando Eric Neville ya se alejaba de la mesa, dispuesto a interrogarlo.

—Ha dicho usted que «cree» que su primo es el heredero de su tío. ¿Acaso no lo «sabe»?

El señor Waggles intervino al punto:

—Protesto, señoría. Esto es completamente irregular. Este caballero no es un profesional. No representa a nadie. No tiene locus standi en el tribunal.

Nadie sabía mejor que el detective que técnicamente no estaba legitimado para abrir la boca, pero su expresión serena y decidida, la tranquilidad con que parecía hacer uso de un derecho incuestionable, le permitieron salirse con la suya.

—Tengo entendido —dijo el juez— que el señor Beck ha venido expresamente de Londres para hacerse cargo del caso, y no voy a impedirle que formule tantas preguntas como desee.

—Gracias, señoría —respondió Beck, en el tono de quien ve reconocido un derecho legítimo. Y una vez más se dirigió al testigo—: ¿No sabía usted que John Neville era el heredero de Berkly Manor?

—Claro que lo sabía.

—Y si John Neville muere en la horca, ¿la totalidad de los bienes será para usted?

Todos los presentes se quedaron atónitos por la brutalidad de la pregunta, formulada con tanta indiferencia. El señor Waggles negó con la cabeza, muy enfadado, pero Eric respondió, más tranquilo que nunca:

—Eso es una grosería y una crueldad.

—Pero ¿es cierto?

—Sí, es cierto.

—Sigamos adelante. Cuando entró usted en el estudio, después del asesinato, ¿examinó la escopeta?

—Lo intenté, pero mi primo no me lo permitió. Permítame añadir que creo que hizo muy bien. Dijo que no debíamos tocar nada. Cerró la puerta y se guardó la llave. Después de ese momento no volví a entrar en el estudio.

—¿Se fijó bien en la escopeta?

—No especialmente.

—¿Vio usted que la corredera de los dos cañones estaba a medio deslizar?

—No.

—¿Se fijó en que el cañón derecho acababa de ser disparado?

—Por supuesto que no.

—¿Eso quiere decir que no se fijó?

—Sí.

—¿Se fijó en que había una pequeña quemadura en forma de raya en la culata y que llegaba hasta el percutor derecho?

—No.

El señor Beck cogió la escopeta.

—Fíjese bien. ¿Lo ve ahora?

—Sí, ahora lo veo por primera vez.

—Y supongo que no tendrá una explicación.

—No.

—¿Seguro?

—Completamente seguro.

El auditorio no perdía ripio de este extraño interrogatorio, sin sentido aparente, y se esforzaba en vano por desentrañar su significado.

Las respuestas de Eric Neville fueron claras y tranquilas, pero quienes lo observaban con atención repararon en que a Eric le temblaba el labio inferior y solo con un enorme esfuerzo de la voluntad lograba conservar la calma.

—Sigamos adelante —volvió a decir el detective—. Cuando entró usted en el estudio de su tío, antes de que se efectuara el disparo, ¿cogió un libro de la estantería y lo dejó encima de la mesa?

—La verdad es que no lo recuerdo.

—¿Por qué se llevó la botella, que estaba junto a la ventana, y la puso encima del libro?

—Quería beber.

—Pero la jarra estaba llena.

—Supongo que lo hice para apartarla del sol.

—Y ¿la dejó en la mesa, donde también daba el sol?

—La verdad es que no recuerdo esos detalles triviales —dijo Eric. Su forzada serenidad empezaba a resquebrajarse por fin.

—En ese caso sigamos adelante —dijo Beck por tercera vez.

Se sacó del bolsillo del chaleco los trozos de papel con pequeñas quemaduras y se los dio al testigo.

—¿Sabe algo de estos papeles?

Eric guardó silencio unos instantes. Sus labios se tensaron, como si sintiera un espasmo de dolor, pero enseguida respondió rotundamente:

—Nada en absoluto.

—¿Se entretiene usted a veces quemando papeles con una lupa?

Esta pregunta, tan sencilla en apariencia, se formuló con la brusquedad de un pistoletazo.

—El caballero está jugando con el tribunal —protestó Waggles.

—Esa pregunta parece irrelevante, señor Beck —le reconvino el juez con amabilidad.

—Mire al testigo, señoría —respondió Beck—. A él no le parece irrelevante.

Todos los ojos se volvieron al rostro de Eric Neville y se quedaron clavados en su expresión.

El color había abandonado por completo sus mejillas y sus labios. Tenía la boca abierta y miraba a Beck con desprecio y pavor.

El detective prosiguió sin inmutarse:

—¿Se entretiene usted a veces quemando papeles con una lupa?

No hubo respuesta.

—¿Sabe usted que una botella como ésta puede convertirse en una lente de ignición?

No hubo respuesta.

—¿Sabe usted que en ocasiones se ha empleado una lente de ignición para provocar la explosión de un cañón o disparar un arma?

Eric por fin recobró el habla, aunque lo hizo como en contra de su voluntad. Habló con una voz que no era la suya: fuerte, ronca, apenas articulada; una voz como la que se oía antiguamente en la cámara de tortura cuando la tensión del potro se volvía insoportable.

—¡Sabueso diabólico! —gritó—. Maldito seas. Maldito seas. ¡Me has descubierto! ¡Lo confieso! ¡Yo soy el asesino! —Y cayó al suelo, como si le diera un síncope.

—¡Y el sol fue su cómplice! —concluyó Beck, con su placidez de siempre.