En la oscuridad del túnel


(1869)

Teníamos que apresurarnos, y las prisas no eran para el hidalgo, como no lo son para otras personas que han llegado a una edad en la que el cuerpo se vuelve una carga y cuesta encontrar la respiración. Llegó al tren, se metió de cabeza en un vagón y entonces se acordó de los billetes.

—¡Dios bendito! —exclamó. Y bajó de un salto, importunando a una dama que llevaba un perrito en brazos y un peinado como una nube posada en la cabeza, que el hidalgo, en su urgencia, confundió con un manojo de estopa.

—Hay tiempo de sobra, señor —dijo un revisor que pasaba por el andén—. Todavía faltan tres minutos.

En vez de dar las gracias al revisor por su amabilidad o de tranquilizarse al saber que aún podía comprar los billetes, el hidalgo sacó bruscamente su reloj y lanzó una sarta de improperios porque los relojes de la estación iban atrasados. Si Tod lo hubiese oído, le habría dicho a la cara, sin temor a su réplica, que era su reloj el que iba adelantado, pues el hidalgo creía en su reloj casi más que en sí mismo y prefería pensar que era él quien se equivocaba, antes que su reloj. Pero Tod no estaba, y a mí por nada del mundo se me habría ocurrido decir tal cosa.

—Guarda dos asientos ahí, Johnny —dijo el hidalgo.

Dejé el abrigo en la esquina más alejada de la puerta y el bolso de viaje al lado, y seguí al hidalgo a la estación. Cuando estaba apurado de tiempo, se aturrullaba hasta límites inconcebibles, y se plantó delante de la taquilla a la vez que abría la billetera con nerviosismo. Llevaba algunas monedas sueltas de oro y plata, pero la billetera fue lo primero que encontró. Tanto atolondramiento divirtió sobremanera a Tod, que por su parte estaba de lo más tranquilo.

—¿Puedes cambiarme esto? —preguntó el hidalgo, sacando un fajo de billetes de cinco libras.

—No puedo —fue la respuesta de Tod, con la hosquedad habitual de quienes atienden una ventanilla.

Estoy seguro de que el hidalgo no se dio cuenta de cómo estrujó el billete, rebuscó las monedas en los bolsillos de los bombachos y se fue con los dos billetes y el cambio. Entretanto se había congregado una multitud que también quería comprar sus billetes y, consciente de la situación, el hidalgo se puso más nervioso todavía. Se detuvo un momento, guardó los billetes en la cartera, la cerró y la devolvió al bolsillo del pecho del abrigo, se metió el cambio en otro bolsillo, sin contarlo siquiera, y echó a andar con los billetes en la mano, no hacia el tren, sino hacia el gran reloj de la estación.

—¿Te das cuenta, Johnny? ¡Hay una diferencia de cuatros minutos y medio! —protestó, enseñándome su reloj—. Es incomprensible que los relojes de las estaciones no den la hora exacta.

—Mi reloj va bien, señor. Y marca la misma hora que el de la estación.

—Cállate, Johnny. ¿Cómo te atreves? ¿Dices que va bien? Lo llevarás a arreglar en cuanto se presente la oportunidad. No puedes tomar por costumbre llegar demasiado tarde o demasiado pronto.

Cuando volvimos al compartimento, otros viajeros ya se habían acomodado, pero nuestros asientos seguían libres. El hidalgo Todhetley se instaló en la esquina y colocó tranquilamente su abrigo y su equipaje, ya que antes no había tenido tiempo. Parecía tan campante, ahora que había pasado el ajetreo: tan campante como Tod. El asiento pegado a la otra puerta y situado en el sentido de la marcha lo ocupaba un caballero moreno, de unos cuarenta años, que se apartó para dejarnos pasar. Llevaba un sello en una mano y un guante de color lavanda en la otra. Los tres asientos de enfrente estaban libres. A mi lado iba un hombre menudo y de piel lozana, con unas lentes de oro, leyendo un libro, y a su lado, en la esquina, frente al caballero moreno, un chiflado, por decirlo amablemente. Era el peor de cuantos pasajeros inquietos, nerviosos, irascibles y quisquillosos hubieran coincidido jamás en un tren con personas en sus cabales. En cuestión de quince segundos había hecho otros tantos movimientos bruscos. Tan pronto buscaba su sombrerera o cualquier otra cosa en el portaequipajes como llamaba al revisor o a los mozos de estación para hacer preguntas sin sentido sobre sus maletas o nos pisaba para sentarse un momento en el asiento de la esquina, enfrente del hidalgo, antes de volver al suyo a toda prisa. Llevaba un peluquín de un color decididamente verdoso, quizá porque había pasado mucho tiempo guardado, y tenía la piel cuarteada y reseca como una momia egipcia.

Un lacayo de librea se acercó a la puerta del compartimento, se llevó una mano al sombrero, adornado con una escarapela, y se dirigió al caballero moreno diciendo:

—Su billete, milord.

—Sí, aquí hay sitio, señora —dijo el revisor, abriendo la puerta para dejar paso a una dama—. Dese prisa, por favor.

Era la dama del perrito, con quien el hidalgo había tropezado al subir. Se sentó frente a mí y nos miró a todos uno por uno. Llevaba la cara empolvada de blanco, con unos toques de color violeta en las mejillas, apreciables a través del velo del sombrero. Detuvo su mirada en el caballero moreno, inclinándose un poco hacia delante, porque él estaba mirando a otro lado y solo lo veía de perfil. La señora Todhetley habría señalado que era una mujer sin modales. El lacayo volvió poco después.

—El Times aún no ha llegado, milord. Esperan los periódicos con el próximo tren.

—No se preocupe, Wilkins. Ya lo conseguirá en la próxima estación.

—Muy bien, milord.

Wilkins debió de verse en un apuro para llegar a su vagón, porque apenas se hubo marchado el tren se puso en marcha. No era un tren expreso, y tendríamos que hacer varias paradas. De dónde veníamos el hidalgo y yo carece de importancia, pues nada tiene que ver con lo que me dispongo a relatar. Baste decir que nos quedaba un largo camino por delante para volver a casa.

—¿Tendría usted inconveniente en cambiarme el asiento, señor?

Levanté la vista y me encontré con el rostro de la mujer, que había hablado con un susurro, a un palmo de mi cara. El hidalgo, que en todos sus viajes llevaba consigo sus anticuadas ideas sobre la cortesía, se levantó al punto para ofrecerle el asiento de la esquina. La mujer declinó el ofrecimiento, explicando que tenía la cara dolorida y no quería sentarse al lado de la ventanilla, de manera que le cedí mi asiento y me instalé enfrente del hidalgo.

—¿Sabe usted quién es este lord? —oí que le susurraba al hidalgo cuando el caballero moreno asomó la cabeza por la ventanilla.

—No lo sé, señora. No conozco a muchos lores, aparte de los de mi condado: Lyttleton, Beauchamp y…

El peor de los gruñidos interrumpió bruscamente la enumeración del hidalgo. El perrito, un terrier escocés, feo, peludo y de malas pulgas, escondido hasta ese momento debajo de la chaqueta de la dama, se liberó entonces y le ladró al hidalgo en las narices. El susto del hidalgo fue digno de ver, pues no había visto al perro.

—Calla, Wasp. ¿Cómo te atreves a ladrar al caballero? No muerde, señor, solo…

—¿Quién lleva un perro en el compartimento? —gritó el chiflado con frenesí—. Los perros no viajan con los pasajeros. ¡Revisor! ¡Revisor!

Llamar al revisor cuando un tren va a toda velocidad es generalmente inútil. El chiflado tuvo que sentarse de nuevo, y la dama lo desafió, por así decir, mirándolo fijamente a los ojos y reconociendo con la mayor tranquilidad que había escondido el perro adrede, para que el revisor no lo viera.

A raíz de esto nos tranquilizamos y seguimos avanzando a toda máquina mientras la dama dirigía de vez en cuando al hidalgo unas palabras. Daba la impresión de que quería intimar, pero a él le traía sin cuidado, a pesar de su buena educación. El perro se había acurrucado en el regazo de su dueña, de manera que solo se le veía la cabeza.

—Pero ¡bueno! ¿Cómo pueden ser tan negligentes? No hay luz en este compartimento.

Era otra vez el chiflado, y todos volvimos la vista al quinqué. Estaba apagado. Sin embargo, yo me había fijado en que estaba encendido cuando subimos al tren por primera vez, porque el hidalgo, con las prisas, tropezó y estuvo a punto de chocar con la cabeza.

—Han debido de apagarlo mientras íbamos a comprar los billetes —dijo.

—Pediré explicaciones en la próxima estación —amenazó el chiflado con fiereza—. Poco después de la siguiente estación entraremos en un túnel muy largo. ¡No quiero ni pensar que tengamos que atravesarlo a oscuras! Sería peligroso.

—Sobre todo con un perro en el compartimento —señaló el lord con un deje de irritación, aunque con una sonrisa amable—. Volverán a darnos la luz.

El perro lanzó un ladrido, como si agradeciera la intervención del caballero, y trató de saltar a sus rodillas, obligando a su dueña a envolverlo con la chaqueta, cabeza incluida en esta ocasión.

Poco después el tren aminoró la velocidad. Llegamos a una estación insignificante, donde no nos detendríamos más de un minuto. El chiflado sacó medio cuerpo por la ventanilla y llamó a gritos al jefe de andén antes de que el tren se hubiera detenido.

—Permítame que yo lo resuelva —dijo el lord, obligando al chiflado a sentarse—. Me conocen bien en esta línea. ¡Wilkins!

El lacayo llegó corriendo al oír la llamada. Debía de estar ya en el andén, y eso que el tren aún no había llegado a pararse.

—¿Es por el Times, señor? Ya voy a buscarlo.

—Olvídese del Times. No tenemos luz, Wilkins. Busque al encargado y que venga a solucionarlo. Inmediatamente.

—Y pregúntele qué daño se propone causarnos con esta negligencia —rugió el chiflado a las espaldas de Wilkins, cuando éste ya se alejaba a toda prisa—. ¡Mira que dejarnos sin luz, cuando estamos a punto de entrar en un túnel peligroso!

La autoridad con que se dio la orden indicaba que el caballero estaba acostumbrado a ser obedecido y que esta vez tampoco sería una excepción. Sorprendentemente, el chiflado guardó silencio y se quedó observando el quinqué a la espera de que encendieran la luz desde arriba. Lo mismo hicimos la mujer y yo, pero nos llevamos un chasco al ver que el tren empezaba a resoplar. El chiflado volvió a gritar y el lord asomó la cabeza por la ventanilla para llamar a Wilkins.

Fue en vano. De nada sirve gritar cuando un tren ya se aleja. El caballero volvió a tomar asiento y adoptó un gesto de contrariedad cuando el chiflado se levantó de un salto y se puso a bailotear de pura rabia.

—No sé de quién será la culpa —dijo el lord—. No creo que sea de mi lacayo. Es muy atento y llevaba varios años conmigo.

—¡Yo sí sé de quién es! Soy el director de esta línea, aunque no viajo en ella a menudo. ¡Es del encargado! En pocos minutos llegaremos al túnel.

—Desde luego que habría sido más cómodo viajar con luz —respondió el noble, con afán de tranquilizarlo—, pero tampoco tiene tanta importancia. No hay ningún peligro en la oscuridad.

—¿Que no hay peligro? ¿Que no hay peligro, señor? Yo creo que sí hay peligro. ¿Quién sabe si a ese perro no le dará por mordernos? ¿Quién sabe si no tendremos un accidente dentro del túnel? La luz sirve para que no nos roben lo que llevamos en el bolsillo, aunque solo sea para eso.

—Yo diría que nuestros bolsillos no corren ningún peligro —dijo el lord, mirándonos a todos con una sonrisa, como dando a entender que ninguno teníamos pinta de ladrones—. No me cabe la menor duda de que cruzaremos el túnel sin contratiempos.

—Y yo me aseguraré de que el perro no le muerda en la oscuridad —añadió la dama, inclinándose hacia el chiflado y asintiendo con la cabeza, esta vez sin ánimo desafiante—. ¿Verdad que vas a ser bueno, Wasp? A mí también me gustaría que el quinqué estuviera encendido. Confío, milord, en que tenga usted la bondad de asegurarse de que resuelvan el problema en la próxima estación.

El interpelado se quitó ligeramente el sombrero a la vez que asentía, pero no dijo nada. El chiflado se abotonó el abrigo, con un gesto de inquietud o de enfado, y hecho esto empezó a buscar su pañuelo en todos los bolsillos imaginables, importunando al caballero que iba a su lado y que en ningún momento había levantado la vista de su libro, ajeno a la conmoción general.

—¡Ya estamos en el túnel! —gritó el chiflado con resquemor mientras nos precipitábamos a la oscuridad.

Por más que la mujer hubiese prometido vigilar al perro, lo primero que hizo el animal fue abalanzarse sobre mí y luego sobre el hidalgo, ladrando y aullando de un modo espeluznante. El hidalgo se lo quitó de encima a manotazo limpio. Aunque estaba acostumbrado a los perros, se asustaba de los que no conocía. La mujer se echó a reír y siguió hablando como si no tuviera intención de sujetar al animalito, aunque no veíamos lo que hacía. El hidalgo le bufó al perro y éste respondió con un gruñido y un ladrido ensordecedor.

—Tírelo por la ventanilla —gritó el chiflado.

—Tírese usted —dijo la mujer. Y tanto si fue ella quien lo azuzó como si saltó espontáneamente, el caso es que el terrier se lanzó al otro lado del compartimento, y el noble tuvo que sujetarlo.

—Será mejor que lo guarde usted debajo del abrigo y no le deje moverse —dijo el caballero mientras le devolvía el perro, con mucha cortesía, aunque en el mismo tono de autoridad con el que había ordenado al lacayo que resolviera el problema del quinqué—. Personalmente, no tengo nada en contra de los perros, pero a mucha gente no le gustan, y no es agradable llevarlos sueltos en un compartimento. Disculpe. No veo nada. ¿Es ésta su mano?

Era la mano de la mujer, supongo, porque el perro se quedó con ella y el caballero volvió a su asiento. Cuando salimos del túnel, el chiflado estaba lívido.

—Señora, si esa bestia miserable me hubiese mordido siquiera el bajo del abrigo, ¡le aseguro que lo habría denunciado! Es una monstruosidad que una persona que viaja en primera clase se atreva a infringir las normas del ferrocarril y a molestar impunemente a los demás viajeros. Me quejaré al encargado.

—No muerde, señor. Nunca muerde —contestó la mujer con suavidad, como si lamentara el incidente y quisiera reconciliarse con el chiflado—. El pobrecito se ha asustado con la oscuridad y ha saltado sin que yo pudiera evitarlo. Le prometo que no volverá usted a verlo ni oírlo.

Había escondido completamente al perro, y nadie que entrase en el compartimento advertiría su presencia. Nos acercábamos a la siguiente estación. Cuando el tren se detuvo, el lacayo abrió desde el andén la puerta del compartimento para que su señor se apeara.

—¿Me entendió usted, Wilkins, cuando le dije que encendiesen ese quinqué?

—Lo siento mucho, milord. Lo entendí perfectamente, pero no encontré al encargado —dijo Wilkins—. En el último momento lo vi acercarse corriendo, pero el tren empezó a moverse y tuve que subir para no quedarme en tierra.

El jefe de tren pasó mientras el mayordomo ofrecía esta explicación, y el lord llamó su atención sobre la luz y le ordenó secamente que «la encendiesen al instante». Dicho esto, se despidió de todos nosotros descubriéndose la cabeza y desapareció. El chiflado la emprendió con el jefe de tren como quien se dispone a dar una conferencia a un público sordo. El jefe de tren pareció no oírlo, tan sorprendido estaba de que no hubiese luz en el compartimento.

—Yo mismo encendí todas las lámparas antes de salir y comprobé que todas funcionaban —dijo. Tenía un inconfundible acento local, y el hidalgo esbozó una sonrisa radiante.

—Es usted de Worcester, amigo mío.

—Del mismo Worcester, señor. Al menos soy de St. John, que viene a ser lo mismo.

—Tanto si es de Worcester como si es de Jericó, sepa usted que no puede dejar de encender los quinqués de un vagón de primera sin responder por ello —vociferó el chiflado—. ¡Dígame su nombre! Soy el director.

—Me llamo Thomas Brooks, señor —contestó respetuosamente el jefe de tren, tocándose la gorra—. Pero le aseguro, señor, que he dicho la verdad. Yo mismo encendí todas las lámparas. No entiendo cómo ésta ha podido apagarse. No hay en toda la línea hombre más atento a las lámparas que yo.

—Muy bien. Enciéndala. No pierda el tiempo con excusas —refunfuñó el chiflado. Lo raro fue que no dijera nada del perro.

En un abrir y cerrar de ojos el quinqué estaba encendido y el tren de nuevo en marcha.

La mujer y el perro se habían tranquilizado. Del animal no se veía ni rastro, y su dueña se había recostado para dormir. El hidalgo apoyó la cabeza en la cortina y cerró los ojos con la misma intención. El hombre que iba leyendo seguía enfrascado en su libro y el chiflado cambiaba de asiento cada dos minutos, pasando del suyo al de enfrente y viceversa. No cruzamos más túneles, y llegamos sin sobresaltos a la siguiente estación, donde haríamos una parada de cinco minutos.

El hombre de las lentes de oro se guardó el libro en el bolsillo, cogió una bolsa de cuero negro del portaequipajes y bajó del tren. La mujer se dispuso a seguirlo, con el perro escondido, tras darnos cortésmente los buenos días al hidalgo y a mí, incluso al chiflado, y disculparse con una sonrisa. Ocupé el asiento que había dejado libre, y estaba contemplando el asombroso peinado de la dama, que ya se alejaba, cuando el hidalgo se levantó de un salto, dio un grito y corrió tras ella diciendo que le habían robado. La mujer soltó al terrier, y pensé que el animal había debido de contagiarse del trastorno del chiflado, porque se puso como loco.

Es inútil tratar de describir con detalle lo que ocurrió a continuación. La dama sujetó al perro y dijo que quizá a ella también la hubiesen robado. Se cogió del brazo del hidalgo y juntos fueron a la oficina del jefe de estación. Allí nos reunimos todos, acompañados por el jefe de tren y por el chiflado, que nos siguió dando saltos al oír el grito del hidalgo. El hombre de las lentes de oro se había esfumado.

La billetera del hidalgo había desaparecido. Indicó su nombre y dirección al jefe de estación, y el rostro del jefe de tren se iluminó al oírlo, pues conocía bien al famoso hidalgo Todhetley. La billetera estaba a salvo antes de entrar en el túnel. El hidalgo estaba seguro, porque lo había comprobado. Se había desabrochado el abrigo al sentarse en el compartimento, y nada habría sido más sencillo para un ladrón astuto que quitarle la billetera en la oscuridad del túnel.

—Llevaba cincuenta libras —dijo—. Cincuenta libras en billetes de cinco. Y algunos documentos, además.

—¡Cincuenta libras! —exclamó la mujer—. ¡Y se desabrocha usted el abrigo llevando tanto dinero encima! ¡Debe de ser muy rico!

—¿Tiene usted costumbre de encontrarse con ladrones cuando viaja, señora? —preguntó el chiflado, volviéndose a ella sin previo aviso y haciendo un remolino con los faldones del abrigo al moverse con tanta rapidez.

—No, señor —contestó ella, muy ofendida—. ¿La tiene usted?

—Tampoco yo la tengo, señora —terció el hidalgo—. Como ha podido usted apreciar, no veo ningún peligro en viajar con el abrigo desabrochado, aunque lleve dinero en el bolsillo.

La mujer no respondió, porque estaba muy ocupada rebuscando en sus bolsillos y en su bolso para asegurarse de que no le faltaba nada. Tranquilizada al ver que no, se sentó en un cajón apoyado en la pared y se puso a acariciar al perro, que otra vez había vuelto a gruñir.

—Han debido de quitármelo en la oscuridad, cuando entramos en el túnel —señaló el hidalgo a todos en general y quizá al jefe de estación en particular—. Soy magistrado y tengo alguna experiencia en estos asuntos. Estaba completamente desprevenido, y era una presa fácil. Extendí las manos para protegerme del perro, porque me pareció, ¡válgame Dios, ahora que lo pienso!, que estaba a un palmo de mi nariz y se proponía atacarme. Debió de ser entonces cuando me robaron. Pero ¿quién ha podido ser?

Se refería a los demás pasajeros. Mientras nos observaba a todos con dureza, especialmente al jefe de tren y al jefe de estación, que ni siquiera había pisado el compartimento, la mujer dejó escapar un grito y soltó al perro.

—Ya lo sé —dijo, con voz débil—. Tiene la costumbre de agarrar las cosas con la boca. Debió de quitarle la billetera del bolsillo y tirarla por la ventana. La encontrará usted en el túnel.

—¿Quién tiene esa costumbre? —preguntó el chiflado, mientras el hidalgo miraba a la mujer con perplejidad.

—Mi podre Wasp. ¡Es un bribón! Ha sido él quien ha hecho esta travesura.

—Es posible que le quitara la cartera, pero no pudo tirarla por la ventanilla —dije, pensando que era el momento de intervenir—, porque yo la cerré cuando entramos en el túnel.

La mujer pareció desconcertada, y una vez más adoptó una expresión sombría.

—Pero había otra ventanilla —replicó, pasados unos segundos—. Debió de tirarla por allí. Le oí ladrar cerca de ese lado.

—Yo cerré esa ventanilla, señora —protestó el chiflado—. Si el perro cogió la cartera, tiene que estar en el compartimento.

El jefe de tren fue corriendo a mirar. El hidalgo lo siguió, pero el jefe de estación se quedó con nosotros y cerró la puerta cuando ellos salieron. Pensé que no quería perdernos de vista.

Regresaron sin haber encontrado la cartera, y el hidalgo preguntó al jefe de tren si sabía quién era el noble que se apeó con su lacayo en la estación anterior. Pero el jefe de tren no lo sabía.

—Dijo que era bien conocido en la línea.

—Es muy probable, señor, pero yo no llevo más que dos meses en esta línea.

—Bueno, este asunto es muy desagradable —interrumpió el chiflado con impaciencia—. Y la pregunta es: ¿qué hacemos? Parece más que evidente que la billetera se la robaron en el compartimento. Supongo que, de los cuatro pasajeros, habría que descartar cualquier sospecha del caballero que se bajó en la última estación, por tratarse de un noble. Otro se ha bajado aquí y ha desaparecido; los otros dos están presentes. Sugiero que los registremos.

—Yo no tengo ningún inconveniente —respondió la dama, levantándose de inmediato.

Creo que el hidalgo no era muy partidario de este procedimiento, pero el chiflado actuó con resolución y el jefe de estación se puso de su parte. No había tiempo que perder, porque el tren estaba a punto de partir. Al chiflado ya lo habían registrado. La dama pasó a otra sala en compañía de dos mujeres a las que el jefe de estación avisó. Ninguno de los dos tenía la billetera.

—Aquí tiene mi tarjeta, señor —dijo el chiflado al señor Todhetley—. Supongo que sabe quién soy. Si puedo serle de alguna ayuda en este trance, estoy a su disposición.

—¡Válgame Dios! —exclamó el hidalgo al leer el nombre escrito en la tarjeta—. ¿Cómo ha permitido que lo registren, señor?

—Porque me parece justo y conveniente registrar a todo el que tenga la desgracia de verse involucrado en un caso como éste —respondió el chiflado mientras salía de la oficina con el hidalgo—. Es la manera de que ambas partes queden satisfechas. Si no hubiera accedido a que me registraran, tampoco habría sido posible registrar a esa mujer, y sospechaba de ella.

—¡Sospechaba de ella! —repitió el hidalgo con expresión de asombro.

—Si no sospechaba, al menos tenía mis dudas. ¿Por qué permitió que el perro armase ese alboroto justo cuando entramos en el túnel? Debió de ser entonces cuando se cometió el robo. No me extrañaría nada que ese hombre tan silencioso que iba a mi lado fuera su cómplice.

El hidalgo se quedó pasmado y trató de recordar algún detalle del pasajero de las lentes, por ver si lograba encajar las piezas.

—¿No le gusta el aspecto de esa mujer? —preguntó de pronto.

—No, no me gusta —dijo el chiflado, volviéndose a un lado y a otro—. Tengo prejuicios en contra de las mujeres que se maquillan, me recuerdan a Jezabel. ¿No se ha fijado en su pelo? Es estrambótico.

Salió como un torbellino y ocupó su asiento un segundo antes de que el tren arrancase.

—¿De verdad es un chiflado? —le susurré al hidalgo.

—¡Un chiflado! —exlamó el hidalgo—. Tú sí que debes de ser un chiflado para hacer esa pregunta, Johnny. Pero sí es… es…

En lugar de terminar la frase, me mostró la tarjeta, y el nombre que vi escrito me dejó sin habla. Se trata de un caballero muy conocido en Londres, un hombre de ciencia, talento y posición, famoso en el mundo entero.

—Lo había tomado por un loco fugado de un manicomio.

—¿Eso pensaste? —dijo el hidalgo—. Es posible que él te haya devuelto el cumplido, Johnny. Pero ¿quién me ha robado la billetera?

¿De qué servía esta pregunta? Cuando volvíamos a la oficina del jefe de estación, nos cruzamos con la mujer, que salía en ese momento con aire ofendido por el registro, a pesar de que al principio no pusiera ninguna objeción.

—Han sido muy groseras, esas mujeres. Es la primera vez que tengo la desgracia de viajar con hombres que llevan billeteras que se pierden, y confío en que sea la última —señaló con desdén—. Lo normal es encontrarse con «caballeros» en un vagón de primera clase.

El acento con el que marcó esa palabra hizo mella en el hidalgo, pues era evidente que se refería a él. Ahora que se había demostrado la inocencia de la mujer, estaba tan enfadado como ella por haber seguido el consejo del científico, aunque yo no puedo dejar de llamarlo chiflado. Las disculpas del hidalgo habrían bastado para desarmar a una hiena, y la mujer terminó por sonreír.

—Si alguien le quitó la billetera —dijo, acariciando al terrier en las orejas—, tiene que haber sido ese hombre tan silencioso de los lentes de oro. Nadie más que él pudo ponerle a usted la mano encima sin que lo notara. Además, le doy mi palabra de que cuando se organizó ese revuelo, por culpa de mi pobre Wasp, me pareció que un brazo se extendía por delante de mí. Estoy segura de que era él. Espero que tenga usted anotada la numeración de los billetes.

—Pues no la tengo —respondió el hidalgo.

La oficina se había llenado de gente. Entraron dos pasajeros perdidos, un amigo del jefe de estación y un mozo de equipaje. Todos coincidieron que la dama estaba en lo cierto y pensaron que el hombre de las lentes se había largado con la billetera. Era a él a quien teníamos que buscar. Un noble que viajaba en compañía de su lacayo no era probable que cometiese un robo, y el chiflado era efectivamente quien afirmaba su tarjeta de visita, porque el amigo del jefe de estación lo había reconocido y podía corroborarlo. La mujer era inocente, según demostraba el registro. El hidalgo estaba fuera de sí.

—Esa manera de leer, tan enfrascado, era pura apariencia —afirmó con repentina convicción—. No quería levantar la cabeza para que no pudiésemos reconocerlo después. ¡No miró a nadie en ningún momento! ¡No dijo ni una sola palabra! Iré a buscarlo.

Se marchó apresuradamente, pero volvió al momento para preguntar dónde estaba la salida y adónde llevaba el camino. Para entonces formábamos un grupo bastante numeroso. Detrás de la estación se extendían los campos, y un muchacho aseguró que había visto a un hombre con lentes y un bolso negro en la mano saltando la primera cerca.

—Óyeme bien, muchacho —dijo el hidalgo—. Si encuentras a ese hombre, te daré cinco chelines.

Ni el mismo Tod habría corrido tanto como el chiquillo, que salió volando y saltó la cerca con notable agilidad. El hidalgo fue tras él y tropezó al saltar el obstáculo. Varios hombres y muchachos se sumaron a la persecución, y una vaca, que pacía en el prado, salió al trote pisándonos los talones.

Oímos gritar al chiquillo al otro lado del seto que cerraba el campo. Fui el primero en llegar a la cancela y el hidalgo me alcanzó poco después.

El pasajero estaba sentado en una zanja, con las piernas colgando y el cuello inmovilizado por los brazos del muchacho. Lo reconocí al instante. Había perdido el sombrero y las lentes de oro en la refriega, y del bolso negro, que estaba abierto, asomaba un manojo de hojas verdes. Varias herramientas yacían desperdigadas por el suelo.

—¡Ah, malvado hipócrita! —resopló el hidalgo, que llevado por la ira no sabía lo que decía—. ¿No le da vergüenza haberme tendido una trampa tan vil? ¡Cómo se atreve a ir robando a la gente por ahí!

—Yo no le he robado —contestó el hombre, pálido y con un leve temblor en la voz, mientras el chiquillo le soltaba el cuello, aunque seguía sujetándolo con el otro brazo.

—¡Que no me ha robado! ¡Por todos los santos! ¿Y a quién se figura que ha robado entonces si no ha sido a mí? Johnny, tú eres testigo, muchacho. Dice que no me ha robado.

—No sabía que era suyo —dijo el hombre, más suave que un guante—. Suéltame, chico. No voy a escapar.

—¡Eh! ¡Ustedes! —gritó un hombre corpulento que saltó por encima de la cancela—. ¿Han encontrado a algún vagabundo que ha entrado sin permiso? ¿Hay que detener a alguien? Soy el policía del distrito.

Si hubiera dicho que era la bomba de agua del distrito y que estaba preparado para lanzar tantos cubos como fuera necesario contra el ladrón, no habría sido mejor recibido. El semblante del hidalgo se tiñó de satisfacción.

—¿Trae usted unas esposas, amigo mío?

—No, señor, pero creo que tengo el tamaño y la fuerza suficiente para llevármelo sin esposas. Eso que nos ahorramos.

—No hay nada como unas esposas para garantizar la seguridad —señaló el hidalgo, bastante chafado, pues tenía en las esposas tanta fe como en las instituciones nacionales—. ¡Ah, villano! Quizá pueda usted atarlo con una cuerda.

El ladrón salió de la zanja a trompicones y se puso en pie. No parecía un hombre zafio, ni por su aspecto ni por su modo de hablar. Su expresión, a pesar de que estaba asustado, era la de una persona honrada. Cogió su sombrero y sus gafas y habló con sincero arrepentimiento.

—¡No es posible que vaya a detenerme por una pequeña falta, señor! No sabía que estuviera haciendo nada malo, y no creo que la ley pueda condenarme por esto. ¡Pensé que era una propiedad pública!

—¡Una propiedad pública! —repitió el hidalgo, soliviantado al oír estas palabras—. Debe de ser usted el más impúdico y descarado de los granujas que tratan de librarse de la horca. ¡Mis billetes una propiedad pública!

—¿Qué ha dicho, señor?

—Mis billetes, sinvergüenza. ¿Cómo tiene la insolencia de preguntarlo?

—Pero yo no sé nada de sus billetes, señor —respondió el hombre dócilmente—. No sé de qué me habla.

Se quedaron frente a frente, en una estampa digna de verse: el hidalgo con las manos en los bolsillos y las mejillas encendidas de cólera, dominándose a duras penas; el hombrecillo muy quieto, con el sombrero y las lentes en la mano y expresión de perplejidad.

—¡No sabe de qué le hablo! ¡Si acaba usted de confesar que me ha robado la billetera!

—Lo que he confesado, sin pretender ocultarlo, es que he robado este helecho, de una variedad muy rara —contestó el individuo, sacando con cuidado el ramo verde de su bolso—. No le he robado nada a usted ni a nadie.

El tono sencillo, tranquilo y comedido del sospechoso asombró al hidalgo.

—¿Es usted idiota? —preguntó, mirándolo sin pestañear—. ¿Qué se imagina que tengo que ver yo con esos absurdos helechos?

—He dado por supuesto que eran suyos. Es decir, que era usted el dueño de estas tierras. Me ha hecho creerlo, al decir que le había robado.

—Lo que he perdido es una billetera, con diez billetes de cinco libras. La perdí en el tren. Debieron de quitármela cuando cruzamos el túnel. Y usted estaba a mi lado —reiteró el hidalgo.

El hombre se puso el sombrero y las lentes.

—Soy geólogo y botánico, señor. He venido en busca de esta planta. La vi ayer, pero no llevaba mis herramientas encima. No sé nada de su billetera ni de su dinero.

Habíamos vuelto a equivocarnos, porque en los bolsillos del botánico no había nada más que un montón de cartas a su nombre, además del libro que iba leyendo en el tren, que resultó ser un tratado de botánica. Y, para que no quedara el menor atisbo de duda, uno de los presentes dijo que lo conocía y le aseguró al hidalgo que no había en los tres reinos hombre más docto y respetado en su disciplina. El hidalgo se disculpó, le estrechó la mano, le explicó que cerca de Dyke Manor también había unos helechos muy apreciados y le invitó a pasar por allí para verlos.

La señora seguía esperando con el terrier cuando regresamos, como un monumento a la paciencia, con ganas de ver al detenido. También su rostro fue digno de verse al conocer el resultado de la persecución y observar al airado hidalgo en amigable conversación con el hombre de las lentes de oro.

—Yo sigo pensando que ha tenido que ser él —insistió tajantemente.

—No, señora —replicó el hidalgo—. No ha sido él.

—En ese caso no queda más que un hombre, y lo ha dejado usted marcharse en el tren —dijo ella—. Ya me pareció a mí que tenía una buena razón para moverse tanto. Seguro que escondió la billetera en alguna parte y luego se ofreció a que lo registraran para disimular. ¡Ja!

Esta insinuación reavivó las dudas del hidalgo y le hizo sospechar que lo habían engañado por partida doble. Primero le habían despojado de su dinero y después de sus sospechas. Solo una cosa estaba clara en mitad de tanta confusión, y era que la billetera y el dinero habían desaparecido.

Estábamos Tod y yo en el extremo del pantalán de Brighton, unos ocho o nueve meses después. Me acodé en la barandilla a contemplar una embarcación de recreo que surcaba las aguas. Tod, a mi lado, lamentó su mala suerte por no tener un velero ni oportunidad de navegar.

—Te digo que no. No quiero marearme.

Alguien había pronunciado estas palabras a nuestra espalda. Parecían una respuesta al deseo que Tod acababa de formular, pero no fue eso lo que me hizo volver bruscamente la cabeza. Fue la voz, que creí reconocer.

Sí: allí estaba. Era la mujer que iba en el tren con nosotros aquel día. Esta vez no llevaba al perro, y su peinado era aún más extravagante. No me había visto. Se volvió a la vez que yo y siguió paseando despacio, del brazo de un caballero. Y al verlo a él, es decir, al verlos juntos, se me abrieron los ojos. Era el lord que hacía el viaje en compañía de su lacayo.

—¡Mira, Tod! —dije. Y con pocas palabras le expliqué quiénes eran.

—¿Cómo diantre se conocen? —preguntó Tod, torciendo el gesto, pues se enfadaba cada vez que salía a colación el asunto del robo, no tanto por el dinero perdido como por lo idiotas que según él habíamos sido. Siempre decía que si él hubiera estado allí, habría descubierto al ladrón a la primera.

Los seguí a cierta distancia. No sé por qué quería averiguar de qué lord se trataba, porque lores hay para dar y tomar, pero me picaba la curiosidad desde entonces. La pareja se encontró con un grupo de conocidos y se detuvo a charlar con ellos. Eran tres señoras y un señor, con chistera de raso negro y una cinta verde.

—Intentaba convencer a mi mujer para salir a navegar —estaba diciendo el lord—, pero no se deja. No es buena marinera, a menos que el mar muestre su mejor cara.

—¿Querrá venir mañana con nosotros, señora Mowbray? —preguntó el hombre de la chistera de raso, que parecía todo un caballero y se expresaba como tal—. Le prometo que habrá una calma absoluta. Conozco muy bien el tiempo: puedo asegurarle que esta brisa se habrá ido antes de que caiga la noche y mañana no correrá ni pizca de aire.

—Iré, con la condición de que se demuestre que está usted en lo cierto.

—Muy bien. ¿Vendrá usted también, señor Mowbray?

—Con mucho gusto —respondió el interpelado.

—¿Cuándo se marcha usted de Brighton, señora Mowbray? —quiso saber una de las damas.

—No lo sé con exactitud. Me quedaré unos días más.

—Otro engaño, Johnny, como de costumbre —me susurró Tod—. Ese hombre no es un lord. Se llama Mowbray.

—Pero es el lord, Tod. Es el que viajó con nosotros, de eso no cabe ninguna duda. A los lores hay que llamarlos por su título, como a los clérigos. ¿Tú crees que el criado lo habría llamado «milord» si no lo fuera?

—Yo solo veo que esa gente lo llama señor Mowbray.

Eso era verdad. Como también lo era que a ella la llamaban señora Mowbray. Mi oído era tan fino como el de Tod, y no niego que estaba desconcertado. El grupo dio media vuelta para seguir paseando por el pantalán, y la mujer nos vio entonces. Se dio cuenta de que la estaba observando, y creo que no le gustó, porque primero hizo ademán de retroceder, como si se asustara, y acto seguido me miró fijamente como si no me reconociera. Me levanté el sombrero.

No respondió a mi saludo. Al momento se alejó deprisa con su marido, mientras el resto del grupo reanudaba el paseo. Un hombre con traje de cuadros y sombrero marrón calado hasta los ojos, que estaba cerca de allí cruzado de brazos, observó a la pareja con una extraña sonrisa. Tod se fijó en él y le preguntó:

—¿Por casualidad sabe quién es ese caballero?

—Sí, lo sé.

—¿Es un noble?

—A veces.

—¡A veces! —repitió Tod—. Tengo motivos para preguntarlo. No me tome por un impertinente.

—¿Les han robado algo? —preguntó el caballero tranquilamente.

—A mi padre le robaron hace unos meses —dije—. Perdió una billetera con cincuenta libras en un tren. Esas dos personas iban en nuestro compartimento, pero entonces no se conocían.

—¿Ah, no?

—No. Yo estaba allí. Él se hacía pasar por un lord.

—Claro —asintió el caballero—. Y seguro que iba acompañado de un lacayo de librea que lo llamaba «milord» a todas horas sin que viniese a cuento. Es un carterista; uno de los más hábiles del gremio, y el que hace de criado también lo es.

—¿Y la mujer? —pregunté.

—Otra que tal baila. Trabajan juntos desde hace dos o tres años, y aún nos darán muchos quebraderos de cabeza antes de que podamos acabar con ellos. Si no fueran tan listos, los habríamos cazado hace mucho tiempo. ¡Conque en el tren no se conocían! ¡Yo no diría eso!

Parecía tranquilo y hablaba con autoridad. Era un detective y había llegado de Londres esa misma mañana. No dijo si estaba investigando un caso o venía simplemente de excursión. Le conté lo ocurrido en el tren.

—Ya —dijo, cuando terminé de darle todas las explicaciones—. Se las ingeniaron para apagar el quinqué antes de salir. La mujer armó ese revuelo con el perro para robar la cartera y se la dio al lord a escondidas cuando éste le devolvió el animal. ¡Muy astutos! Ese hombre llevaba la cartera encima cuando se bajó en la siguiente estación. Ella se dejó registrar mientras él huía. Todo muy ingenioso. Pero algún día cometerán un error.

—¿No puede detenerlos? —preguntó Tod.

—No.

—Pues yo pienso denunciarlos si vuelvo a verlos por aquí —dijo Tod con altivez.

—No será hoy —dijo el detective.

—Les he oído decir que se quedarían unos días más.

—Sí, pero eso fue antes de verlos a ustedes. Además, aunque no estoy seguro, creo que él también me ha visto. Se marcharán en el próximo tren.

—¿Y ésos quiénes son? —dijo Tod, señalando al grupo que había llegado al extremo del pantalán.

—Gente inocente, a la que han conocido aquí por casualidad. Ya verán cómo en cuestión de un par de horas la pareja se ha marchado de la ciudad.

Y así fue. Una hora más tarde salía un tren. Tod y yo fuimos corriendo a la estación. Allí estaban los dos, en un vagón de primera clase, fingiendo que no se conocían. Estoy casi seguro, porque él se sentó junto a una de las puertas y ella al otro lado, separados por los demás viajeros.

—Corderos entre lobos —dijo Tod—. Me dan ganas de advertir a esa gente de la compañía en la que viajan. ¿Crees que esto podría ser causa de juicio, Johnny?

El tren arrancó mientras Tod me hacía esta pregunta. Y que no vuelva yo a escribir una sola palabra en toda la vida si no vi al lacayo con su escarapela en el vagón siguiente.