Detención bajo sospecha
(1863)
Más vale que diga cuanto antes que esta exposición jamás habría llegado a redactarse de no haber sido por la admiración, pasada y presente, que me inspira Edgar Allan Poe. Si alguna vez tuviera tiempo, confío en poder demostrar que sus actos no fueron tanto el fruto de un espíritu pervertido como de un espíritu enfermo. Para empezar, creo que padecía un trastorno de la visión que bastaba por sí solo para desequilibrar un cerebro tan excitable como el suyo.
Ahora bien, Poe nada tiene que ver con esta exposición, más allá de haberme guiado en el camino. Me llamo John Pendrath (soy de Cornualles, como seguramente no tardarán ustedes en darse cuenta), tengo veintiocho años y vivo con mi hermana Annie. Somos cuanto queda de un linaje antiguo y respetado, tal como revela nuestro apellido. No es preciso que consigne aquí cuál es mi profesión, pues, si bien no me avergüenzo de ella, le tengo muy poco aprecio y espero que algún día, cuando el lord canciller[4] tome conciencia de la situación, pueda regresar a Cornualles.
Parece, sin embargo, que me dispongo a hablar de mí, y no es ésa mi intención. Lo que deseo demostrar es cuánto bien puede hacer un buen escritor, incluso un escritor maldito como Edgar Poe, incluso a este lado del Atlántico.
Como no podemos permitirnos una casa propia, mi hermana y yo vivimos en habitaciones de alquiler —dos dormitorios y una sala de estar—, casi siempre en una segunda planta. La habitación de Annie está detrás de nuestra sala común, y yo ocupo una buhardilla. No puedo decir que seamos felices, por ese asunto con la Cancillería, pero en general estamos alegres, menos cuando se habla de las costas judiciales, que es lo único de lo que se habla en nuestro famoso pleito.
Llevábamos alrededor de seis semanas en la segunda planta de Aylesbury Terrace, en la zona de Bayswater, cuando, un día, al volver a casa como de costumbre, Annie me estaba esperando en el sitio de siempre.
—¿Qué ocurre, Annie? ¿Has tenido alguna buena noticia?
—No, John, pero si no hubiera salido a recibirte o no hubiera bajado corriendo a abrir la puerta, habrías tenido que mirar dos veces antes de darme mi beso de Cornualles.
—¿Qué quieres decir, Annie? —pregunté, porque detesto los misterios sin explicación, y supongo que eso tiene que ver con lo mucho que me gustan las matemáticas.
—Querido John, tengo un doble.
—Eso no es posible. De ser así empezaría a cortejarte.
—Te doy mi palabra —dijo Annie—. He tenido que pararme a pensar si había salido y había vuelto a casa en compañía de una dama corpulenta de cuarenta años, vestida de seda negra, cuando las vi llegar a la puerta. Y ahora que las he dejado allí, me pregunto, en broma, claro está, si de verdad he salido a tu encuentro.
Entonces comprendí lo que Annie quería decir. Me había dado la explicación.
—Ya entiendo —dije—, parece ser que una madre y su hija han alquilado la primera planta del número 10 de Aylesbury Terrace y que la hija en cuestión se te parece mucho.
—Exactamente, John, descontando el parece ser, porque he oído que la joven llamaba «querida mamá» a la otra dama, y también estoy segura de que han alquilado la planta principal, porque la puerta estaba abierta cuando bajé, y las he visto comiendo pan con mermelada.
—¡Ah! —dije, pues no se me ocurrió otra cosa.
Y, cuando al día siguiente, domingo, vi a la joven salir de la casa, pensé que se daba un aire con Annie, aunque mi hermana, supongo que como la mayoría de las mujeres, había exagerado el parecido.
Se equivocaba también mi hermana al decir que habían alquilado la primera planta, porque solo la (supuesta) madre vivía en nuestra casa, mientras que la hija, casada, residía en otra parte.
No creo que Annie supere en curiosidad a la mayoría de las mujeres, pero es verdad que paso todo el día fuera, y ella se siente sola; por eso no puedo culparla si se asoma a la ventana, aunque puede que a veces le haya dicho que es una lástima que no encuentre una ocupación mejor. Como tenía esta costumbre, Annie reparó en cuatro detalles:
1. Que la joven venía todas las mañanas.
2. Que (las supuestas) madre e hija salían juntas.
3. Que rara vez llevaban la misma ropa dos días seguidos y con frecuencia intercambiaban sus abrigos y sus chales el mismo día.
4. Que la madre siempre regresaba sola.
Reflexioné sobre estas premisas —aunque quizá, por regla general, sea impropio de un hombre interesarse por este tipo de cuestiones—, y llegué a la siguiente conclusión: que el marido de la hija había discutido con la madre, de ahí que las dos se vieran a solas mientras él estaba trabajando, y que eran dos mujeres acomodadas y bastante vulgares, a quienes agradaba presumir de sus vestidos.
No tuve necesidad de decirle a Annie que evitase trabar amistad con la señora Mountjoy y su hija, la señora Lemmins, pues ella misma se dio cuenta de que ninguna de las dos era una buena compañía. Señalo esta circunstancia porque la señora Mountjoy trató de acercarse a mi hermana, pero ella no se dejó seducir. Y es que, aunque nuestra casera, la señora Blazhamey, nos aseguró que la nueva inquilina era una mujer muy respetable, Annie y yo seguíamos teniendo nuestra propia opinión.
Calculo que la señora Mountjoy llevaría alrededor de un mes en la casa cuando me fijé en que Annie lucía un anillo, con una piedra azul, en la mano izquierda. Como es natural, no dije nada, a la vista de que ella tampoco lo decía, aunque no me cupo duda de que era nuevo. No soy de esos hombres que se entrometen en los asuntos de las mujeres, puesto que no nos gusta que ellas se entrometan en los nuestros.
Pues bien, el trueno estalló tan de repente como me dispongo a referir sus detalles. Estaba yo trabajando en mi oficina cuando un coche se detuvo en la puerta y de él se apeó la señora Blazhamey. La hice pasar a la sala de espera para escuchar lo que tenía que decirme. La pobre mujer parecía abrumada, no sabía por dónde empezar, y, aunque no pronuncié una sola palabra, me atrevo a decir que estaba más que pálido.
—¡Ay, señor! —dijo por fin—. ¡A la señorita Annie le ha dado por robar en los comercios!
Si me preguntaran cómo me sentí, no sabría qué responder. De lo que sí estoy seguro es de que en cuestión de diez segundos todos mis pensamientos se centraron en mi hermana. Tengo para mí que la señora Blazhamey sigue pensando hoy que soy un hombre sin sentimientos, y espero no caer en el cinismo si afirmo que, la mayoría de la gente que en general se deja llevar por las emociones cuando se ve en apuros tiene una elevada opinión de sí misma. Reconozco, de todos modos, que soy un hombre más bien frío.
¿Qué debía hacer? Ver a Annie si me era posible. Faltaban diez minutos para las cuatro, la hora a la que cerrábamos. No me pusieron pegas para salir antes de tiempo y subí al coche de la señora Blazhamey. Cuando supe adónde nos dirigíamos, guardé silencio hasta que llegamos al lugar donde nos esperaba otro coche, al que subimos la pobre mujer y yo.
No entraré en los pormenores del encuentro. Me basta con exponer los hechos y, por tanto, me limitaré a señalar que, en poco tiempo, Annie se había vuelto casi tan fría como yo. La habían detenido a las tres, y eran ya las cuatro y media. Lo primero que supe es que tenía que comparecer ante el juez a las diez y media del día siguiente. Pedí entonces al inspector de guardia y al policía que había detenido a mi hermana que me pusieran al corriente de los detalles.
Eran éstos: la detenida, Annie —no crean ustedes que pretendo ocultar nada, de ahí que me refiera a ella como la detenida—, llevaba algún tiempo robando en los comercios de la zona, en compañía de una mujer de unos cuarenta años. Un joyero, al que habían robado, pudo identificarla, y más tarde se descubrió que mi hermana llevaba en la mano izquierda uno de los anillos sustraídos en su establecimiento, tal como indicaba inequívocamente la marca personal de dicho joyero.
Puedo decirles que, al proporcionarme esta información, el inspector adoptó una solemnidad ridícula, ante la calma con que yo insistía en que se trataba de una confusión. No necesito añadir que sabía que mi hermana no corría el riesgo de ser condenada, pero me preocupaba el escándalo, y por tanto debía conseguir dos cosas: su inmediata liberación y la detención de los auténticos autores del robo.
Tampoco es necesario agregar que tanto Annie como yo éramos conscientes de la situación: la habían confundido con la tal señora Lemmins. Al momento comprendí el cambio de vestido diario, y también que la señora Mountjoy regresara siempre sola, para evitar que la viesen junto a su compañera tras haber cometido el robo.
Annie captó mi advertencia cuando cruzamos una mirada mientras el inspector exponía el caso, y no tengo la menor duda de que el oficial vio que comprendíamos la gravedad de las acusaciones. Creo, sin embargo, que le sorprendí al preguntar: «¿Es normal que los ladrones luzcan las joyas que han robado?».
—Adiós, Annie —dije, sin atreverme a besarla y sin que tampoco ella me ofreciera la mejilla.
¿Qué debía hacer? Los hechos estaban claros. Annie no quedaría en libertad hasta el día siguiente, por lo que disponía de dieciocho horas para conseguir que detuvieran a las mujeres que se hacían llamar respectivamente Mountjoy y Lemmins. ¿Habían recibido la voz de alarma? De ser así, ¿cuándo? En caso contrario, ¿cuánto tiempo necesitarían para enterarse de cómo estaban las cosas y para comprender que mi hermana y yo sospechábamos de ellas? Habían transcurrido unas dos horas y media desde la detención de Annie. ¿Podían haberlo sabido en ese lapso de tiempo?
—¿Podría contratar a un detective? —pregunté.
—Y a dos —respondió el inspector, que, a pesar de su tranquilidad, ya que todas las apariencias señalaban que Annie Pendrath era culpable, parecía sorprendido por mi reacción.
—Uno —insistí. Y pusieron a mi disposición a un hombre de aspecto tranquilo y afable, casi afeminado, rubio y de claros ojos azules, de unos treinta y cinco años.
Los tres —el agente de policía (que se llamaba Birkley), la señora Blazhamey y yo— salimos de la comisaría y subimos a un coche.
—Señora Blazhamey —dije entonces—, las ladronas son su estimada inquilina y la amiga de ésta.
—¡La señora Mountjoy! —protestó nuestra casera—. Pero ¡si es una dama!
—Puede que lo sea, pero es una ladrona.
—Pues si lo es, tendrá que irse de mi casa en cuanto yo vuelva.
Ésta era, lógicamente, la respuesta que yo esperaba. Había sopesado la situación de la siguiente manera: si no informo a la señora Blazhamey, irá a contarle toda la historia a la tal Mountjoy en cuanto lleguemos a casa; pero si lo hago, la alertará sin querer.
—Señora Blazhamey —dije—, ¿le gustaría ganar cinco libras? Si me dice que sí, le explicaré cómo. Váyase con su hija al parque de Kensington, no vuelva hasta mañana pasadas las diez y media, y a las doce le habré pagado.
Puso mil objeciones, como es comprensible, pero finalmente conseguí que subiera a otro coche mientras yo continuaba con el policía hasta Aylesbury Terrace.
—Señor Birkley —dije—, si esa mujer está en casa, quiero que la siga cuando la vea salir. Yo cargo con la responsabilidad de denunciarla, pero no quiero que la detenga usted, si todavía está allí, hasta que yo se lo indique. Quiero cazar también a su amiga.
—¡Cómo, señor! ¿Cree que su amiga también aparecerá? ¿Es posible que esa mujer esté en casa? ¡Esa gente se entera en un abrir y cerrar de ojos! ¡Seguro que se han largado!
—Si está allí —repetí—, quiero que espere usted en la acera de enfrente hasta que me vea sacar la jaula del canario a la ventana del segundo piso, a mano derecha mirando desde la casa.
El joven detective, el hombre más inocente que había visto en mi vida, agrandó sus ojos azules y aceptó mi propuesta, pues era razonable.
—Es posible que tenga usted que esperar varias horas —señalé.
—O días —respondió con insuperable laconismo.
Bajamos del coche antes de llegar a nuestro destino y nos separamos. Eran las siete cuando entré en el jardín.
La mujer estaba en la ventana, leyendo un libro con las tapas amarillas.
Pensé que no había recibido la señal de alarma, pues en tal caso no estaría leyendo tranquilamente. Lo primero que hice fue hablar con la criada. ¿Sabía la razón por la que su señora había salido esa tarde?
—No —dijo la muchacha—. Parecía muy nerviosa, y no paraba de decir: «No puede ser… No puede ser».
La muchacha (que era una testigo) no estaba al corriente de lo sucedido, porque había salido a hacer un recado y, a su regreso, vio salir a su señora en compañía de un policía. Debo señalar que Annie envió al policía a casa de la señora Blazhamey, con el buen juicio de impedir que un agente de la ley se presentara en mi oficina. Pregunté entonces a la criada si la señora Mountjoy se encontraba en casa cuando llegó el policía.
—No, volvió a las cinco.
¿Había llegado alguna carta para ella?
—No, ni siquiera una nota, señor.
Podía haber solicitado que detuvieran a Mountjoy sin más dilación, pero sabía que los delincuentes son, por lo general, muy leales entre sí, y temía que la detención de la una impidiese la de la otra. Si Lemmins se enteraba de que habían detenido a Annie, estaba seguro de que se las ingeniaría para avisar a su compañera, mientras que si nuestra inquilina era la primera en saberlo, también ella prevendría a su cómplice. Quién de las dos mujeres podía haber recibido antes la información dependía de una circunstancia: ¿de casa de cuál de las dos se encontraba más cerca mi hermana en el momento de ser detenida?
Dije a la criada que podía retirarse y me asomé a la ventana para observar al joven de ojos azules a quien nadie tomaría por un policía, que paseaba por la acera comiendo cacahuetes, con un par de periódicos debajo del brazo. Tenía en mis manos a Mountjoy, pero era a su cómplice a quien necesitaba acorralar.
No ocurrió nada hasta las ocho menos diez, cuando la inquilina pidió un poco de agua caliente y minutos después una mujer entró renqueando en el jardín, cargada con un cesto de ropa recién salida de la lavandería. No entró en la casa: dejó el cesto en la puerta y se marchó tranquilamente.
En cuanto la lavandera cerró la cancela del jardín, el detective la abrió de nuevo, y antes de que él hubiese llegado a la puerta de la casa ya estaba yo con la mano en el pomo.
—¡Deprisa! —dijo, apartándome para entrar—. Esa mujer era cómplice. La carta está entre la colada.
La criada había recogido el cesto y acababa de dejarlo en la sala de estar de la señora Mountjoy mientras yo abría la puerta y Birkley me apartaba para subir las escaleras sin perder un instante. Estoy seguro de que el cesto no llevaba más de quince segundos en la sala cuando el policía irrumpió en ella.
Le bastó un vistazo para cerciorarse. El cesto estaba revuelto. La señora Mountjoy no tenía ninguna carta en la mano, pero noté que estaba temblando. Seguía sentada junto a la ventana, tal como yo la había visto al entrar en casa, pero había dejado el libro encima de la mesa.
El detective me miró y acto seguido miró el cesto. Una expresión fugaz, que jamás habría imaginado, iluminó sus ojos azules. Volviéndose a la mujer, dijo:
—Vamos… el juego ha terminado.
—No le comprendo.
—Yo sé lo que me digo —respondió el policía. Y entonces se dirigió a mí—: ¿Puede salir a buscar un coche, señor? Supongo que esta dama no querrá ir andando.
No es necesario que me extienda en los detalles del traslado y la acusación de Mountjoy, porque estas circunstancias nada tienen que ver con mi exposición.
Lo que yo quería era la carta, y no me hizo falta la ayuda de Birkley para saber que estaba escondida entre la colada.
La mujer no había tenido tiempo de leerla y por tanto no la había destruido, a menos que hubiese reconocido las pisadas del policía al pie de la escalera y se las hubiera ingeniado para deshacerse de ella mientras subíamos a la sala de estar. Birkley parecía tan seguro como yo de la importancia de aquella carta, pues, cuando volví de buscar el coche, había esposado a la mujer para impedirle que tocara ese papel si es que lo tenía encima.
Siguiendo las indicaciones del detective, no aparté la vista del suelo mientras íbamos de la sala de estar al coche (veo que estoy escribiendo la palabra «coche» continuamente, pero es que la mayor parte de las horas que transcurrieron desde el momento de la detención de Annie y el final de mi exposición las pasé en un vehículo), aunque estaba seguro de que la carta no se había caído en ese tramo. Cuando llegamos a la comisaría se registró el vehículo minuciosamente, así como el camino que seguimos hasta la sala de interrogatorios.
Allí registraron a la mujer. Me dijeron que incluso le examinaron el pelo y le quitaron el corpiño, pero todo fue en vano: no encontraron la carta. Yo no tenía la menor duda de que se había establecido alguna comunicación o, mejor dicho, se había intentado, porque el policía lo había impedido al reconocer a la lavandera como cómplice o intermediaria habitual de los ladrones.
La conclusión a la que ambos llegamos antes de salir de la comisaría fue que la carta seguía en el cesto de la ropa.
Era evidente que no había podido leer el mensaje, por escueto que fuese, en tan breves momentos. Habría tardado unos segundos en volver a la silla y algo más en ocultar la nota.
Birkley pensaba que quizá se lo había tragado, presintiendo lo peor, pero yo no me sentía inclinado a aceptar esta teoría, aun cuando él insistiera en que podía tratarse de un trozo de papel muy pequeño. Me parecía imposible que hubiera podido encontrarlo, leerlo, masticarlo y tragarlo en ese intervalo.
Eran las nueve menos cuarto cuando llegamos a casa. Como ven, el tiempo seguía su curso.
Emprendimos la búsqueda de la carta, y creo que entonces mi sagacidad superó a la del detective, pues, cuando terminamos de revolver el cesto y nos convencimos de que la carta no estaba ahí, Birkley prosiguió su registro rutinario mientras yo me sentaba a reflexionar. Debió de pensar que me había derrumbado y dijo:
—Anímese, señor.
—Siga buscando, agente. Yo estoy haciendo lo mismo.
Creo que le hizo gracia, porque al momento se acercó a la chimenea. Era verano (agosto) y no estaba encendida. El detective la examinó con atención.
—¿Hay cenizas? —pregunté.
—¿No pensará usted que la ha quemado? La ha escondido.
—¿Hay hollín en el suelo o en el conducto?
—No —contestó.
—Eso quiere decir que no han abierto el tiro. ¿Podría esconderse una carta… pruebe con esta tarjeta… entre el regulador del tiro y la pared?
—No —dijo—. Hay un reborde.
—Entonces, ¿por qué se detiene tanto en la chimenea?
Me miró con gesto alelado, con la mandíbula inferior caída.
—Usted sabe algo, señor. Estoy seguro —dijo.
No pretendo ocultar al lector que intentaba emular el método deductivo de Edgar Allan Poe, pues confieso que con esta exposición me propongo demostrar hasta qué punto un escritor de ficción puede ayudar a los agentes de la ley.
—Voy a hacer la ronda de costumbre —anunció el detective, empezando a la derecha de la chimenea.
Basándome en mis conocimientos, me concentré en imaginar los posibles escondites de la carta. Recordé un caso relatado por Poe en el que la policía francesa buscaba una carta y, mientras los oficiales desarmaban incluso las patas y los respaldos de las sillas, la misiva se encontraba en un portacartas, a la vista de todos, entre otra docena de escritos. Y, aunque este detalle me proporcionó los cimientos para construir mi razonamiento, seguía pensando que de nada me serviría, pues solo una inteligencia fuera de lo común —y no era éste precisamente un rasgo por el que se distinguiera la señora Mountjoy— sería capaz de concebir y completar el ocultamiento de la carta de una manera que, de puro inocente, resultara infalible.
Pensé que había escondido la nota —si era cierto que no la había destruido, tal como yo suponía— con la inocencia de un niño y la destreza propia de quien lleva una vida escurridiza y errática.
Seguía cavilando cuando Birkley se acercó a la librería, que estaba cerrada.
—No va a ser fácil encontrarla entre tantos libros —dijo el amable detective.
¿Habían abierto la librería? Me levanté para examinar la repisa que sobresalía por encima del escritorio. El polvo no había dejado de entrar en todo el día y la hoja superior de una de las ventanas aún estaba abierta. Una ojeada me bastó para concluir que la librería no se había abierto, porque las partículas de polvo cubrían también la repisa, y me fijé en que la puerta estaba vestida por dentro con una cortina de seda verde, que colgaba por debajo del estante inferior. Si la hubieran abierto, al mover la cortina, ésta habría rozado y alterado la superficie del polvo, que estaba intacta. Además, una capa de polvo igual de fina y blanca cubría los tiradores de la bandeja del escritorio, lo que demostraba que tampoco se había abierto, pues para eso habrían tenido que tocarlos.
Mi argumento fue tan claro que el detective no vaciló en darme la razón.
—Y ¿qué me dice de ese aparador? —preguntó.
—Busque —dije—, aunque no creo que esté ahí. Es una mujer gorda y seguramente evitaría agacharse.
—¡Ja, ja! —respondió, corroborando mis conjeturas. Lo examinó de todos modos, pero no encontró nada más que porcelana.
Volví a sentarme. Tenía la sensación de que me concentraba mejor en mis reflexiones sentado que de pie. No imaginen ustedes que en ese tiempo no pensé en Annie. Sabía que la mejor manera de ayudarla era conducirme como si estuviera cumpliendo con una obligación, en lugar de dejarme llevar por el cariño. Lo cierto es que, si la gente pensara un poco menos en sí misma, sería capaz de sortear las dificultades mucho mejor en general.
—Detective —dije, después de que hubiese examinado las sillas, levantado el mantel de la mesa y analizado todos los instrumentos de la escribanía de ébano, hasta mojado la pluma en el tintero, sin que nada justificara su esfuerzo—, ¿por qué no busca en las juntas del papel de la pared, desde el suelo hasta la mitad?
—Muy bien, señor, pero tendrá que ayudarme a retirar los muebles.
—Fíjese solo en las que están a la vista —sugerí, permitiéndome sonreír por primera vez desde esa mañana—. No creo que haya tenido tiempo de mover los muebles. Compruebe que las juntas están bien pegadas y no se aprecian bultos.
Esta tarea le llevó un buen rato. Ya oscurecía cuando Brikley apenas había registrado la mitad de la sala.
—Mire en el hueco que hay entre la pared y la repisa de la chimenea. ¡Nada! Y debajo de la alfombra, alrededor del borde, donde es más fácil levantarla.
Supongo que les sorprenderá que no lo ayudara en la búsqueda. Yo buscaba con el cerebro. ¿Era posible, pensé, que, sospechando la visita de la policía, la mujer tuviese a mano un escondite cómodo para ocultar las joyas y los pequeños objetos de valor y hubiese guardado allí la carta? De que el cesto era una coartada no tenía la menor duda, porque al revolverlo comprobamos que allí no había nada más que ropa de niño, algunas prendas masculinas y un par de medias sueltas, y, según observó Birkley, «esa gente suele emplear las bolsas de las medias para guardar los objetos robados».
¿Podía haber algún escondite en la alfombra? Se lo sugerí al detective.
—En ese caso, será mejor que la levantemos —dijo.
Me aferré tanto a esta idea que no podía seguir pensando, por lo que decidí ponerla a prueba antes de pasar a cualquier otra hipótesis y, sin moverme del asiento, me pregunté si había alguna manera de descubrir un posible escondite en la alfombra sin necesidad de retirarla. No tardé en dar con la solución. Si levantábamos la alfombra por un extremo y la sacudíamos, el polvo que siempre se acumulaba debajo de las alfombras en las casas de huéspedes se colaría por cualquier corte que hubiera en el tejido.
El detective comprendió el razonamiento, así que nos pusimos manos a la obra.
Tampoco esto dio resultado, y creo que fue entonces cuando mi amigo empezó a desanimarse.
—No hay duda de que se la ha tragado —insistió.
Reanudó la búsqueda a pesar de todo, esta vez detrás de los cuadros, si bien no tardé en disuadirlo.
—El quinqué —dije.
—¡Ja! No se me había ocurrido.
El quinqué no deparó nada más que decepción.
De todos modos, no habíamos perdido el tiempo, y estábamos a punto de completar el registro. La carta, o el trozo de papel, tampoco estaba en los dobladillos de las cortinas, sin signos de que los hubieran descosido y pegado con alguna sustancia adhesiva. No estaba en la chimenea, la librería, la lámpara, las sillas o la mesa, ni tampoco, con toda probabilidad, escondida en la alfombra.
—La caja del té —propuso.
La abrimos sin dificultad, porque Birkley le había quitado las llaves a Mountjoy, pero tampoco allí encontramos nada. Y ya bien avanzada la noche, cuando la señora Blazhamey volvió a casa (antes de lo acordado) e interrumpió nuestras pesquisas, seguíamos tan lejos de culminar la búsqueda con éxito como lo estábamos en el momento de iniciarla. A esas alturas habíamos retirado la alfombra, descolgado los cuadros y desmontado los marcos; habíamos desencuadernado todos los libros para examinarlos a fondo, y hasta deshecho el cordel de la campana. Ni la tapicería de los asientos, ni la placa que protegía el suelo delante de la chimenea, ni la cornisa de la librería, ni otros cien recovecos, aunque noventa de los cien de nada le hubieran servido a la mujer en el poco tiempo del que dispuso hasta que Birkley y yo irrumpimos en la sala de estar, arrojaron la más mínima pista.
—No le quepa duda de que se la ha tragado —repitió el detective una vez más. Y pensé que era su insistencia lo que me hacía obstinarme en que la nota no había salido de la sala. Quería quedarme a solas para reflexionar sin interferencias, y con este propósito le dije al detective:
—Vaya a la comisaría, a ver si han averiguado algo.
—Ahora mismo —respondió—. Pero no le quepa duda de que se la ha tragado.
Birkley se marchó, y a la señora Blazhamey casi la obligué a abandonar la sala, que para entonces estaba hecha un desastre. Me senté en mitad del desorden y sopesé qué hacer a continuación. Y entonces, impulsado por ese proceso repetitivo que según tengo entendido es común en momentos de intensa cavilación, volví a imaginar qué pudo haber hecho la mujer al sospechar la llegada del policía.
¿Cuántos segundos dudaría antes de que el detective y yo entrásemos en la sala? Yo había aceptado la teoría de Birkley: que había reconocido las pisadas de la policía al pie de las escaleras. Ahora bien, ¿tenía una buena razón para aceptarla? Y ¿si ella no hubiera sospechado nada hasta el momento en que giramos el pomo de la puerta? En tal caso, el trozo de papel tenía que estar a unos palmos de la silla en la que la encontramos sentada. Como ven, al quedarme a solas, incorporé nuevos detalles a mis razonamientos previos.
Y ¿si repetía los movimientos de la mujer desde el momento en que cogió el cesto hasta nuestra aparición?
Tal vez piensen ustedes que es una idea pueril, pero se equivocan.
Me acerqué al cesto, fingí que desdoblaba un par de medias y fui hasta la silla, pensando que una mujer gorda y comprensiblemente agitada por el aviso necesitaría sentarse. ¿Qué cosa más natural, puesto que se disponía a leer la nota a la luz del crepúsculo, que sentarse junto a la ventana?
Me senté tal como la encontramos a ella, con el costado derecho pegado a la ventana, e imaginé el sobresalto que debió de sentir al abrirse la puerta. El susto iría seguido del intento involuntario de esconder la carta a su derecha. Moví la mano hacia atrás y encontré los pliegues de la cortina, recogida con un cordón de borlas.
El hallazgo resultó mucho más sencillo que el acto de ponerse un guante viejo, una operación que a veces resulta bastante complicada. Mis dedos rozaron un papel muy pequeño, un recorte de un periódico con amplios márgenes, que podía esconderse sin dificultad entre los pliegues de la tela de damasco.
Nos habíamos equivocado al atribuir a la mujer tanta astucia. Supusimos que esperaba nuestra llegada y se había preparado al oírnos en las escaleras, y con esa idea habíamos registrado la estancia palmo a palmo cuando nos habría bastado con examinar un pequeño rincón.
Además, yo había cometido otro error. Di por sentado que ella no tenía la inteligencia suficiente para encontrar un escondite tan obvio, pero sucedió que nuestra rápida irrupción la llevó a hacer, por puro instinto, lo que un delincuente listo y avisado habría hecho premeditadamente: dejar la carta donde a nadie se le ocurriría mirar, a la vista de todo el mundo.
¿Me creerán si les digo que al encontrar el papel comprobé que se veía perfectamente entre los pliegues de la cortina, que Birkley había retirado para examinar los postigos con comodidad?
No supongan, sin embargo, que con esto concluyeron mis esfuerzos. Y no quiero decir con esto que descifrar el código cifrado del mensaje representara un esfuerzo para mí. No hay código que se me resista. De la misma forma que a nadie se le habría pasado por la cabeza buscar una carta escondida en un portacartas, la cifra de sustitución monoalfabética (si el término es aplicable a un ejemplo como éste) es infinitamente más difícil de analizar que un sistema de signos arbitrarios. Nunca había necesitado más de veinte minutos para descifrar una clave arbitraria. Cuando tenía solo doce años, encontré un paquetito en la habitación de mi primo, con un mechón de pelo y unas palabras escritas en un cifrado arbitrario que no tardé ni medio minuto en desentrañar, pues, al ver que únicamente había dos palabras, deduje que formaban el nombre de una dama, comprobé que las letras cuarta y sexta de la primera palabra eran iguales a la segunda y la quinta letra de la segunda palabra, y así adiviné con éxito, en menos tiempo de lo que se tardaría en escribirlo, que el nombre y el rizo pertenecían a nuestra vecina, Phoebe Reade.
Tengo entendido que las personas astutas pero ignorantes siempre emplean un sistema de cifrado arbitrario, que es casi tan fácil de leer como el propio alfabeto. Puedo asegurarles que la nota de Mountjoy no me dio ningún problema. A eso de las diez menos cuarto la había desentrañado, y a las diez y media había transcrito el mensaje para la policía. Los símbolos eran sencillos.
Y como no puedo reservarme ningún secreto, reproduzco aquí el mensaje, por si quisieran ustedes conocer este procedimiento que se rige por unas pocas reglas. No tardarán más de cinco minutos en aprenderlo.
Me figuro que todo esto parecerá muy misterioso al lector común. Pues sepan ustedes que no había cifrado arbitrario más inocente. En primer lugar, la línea recta de cada símbolo me indicó que se trataba de un sistema muy sencillo. Los símbolos de los alfabetos ideográficos se curvan a medida que se complica la idea que representan. Pronto se verá que aquí no hay ninguna línea curva.
Pues bien, cuando uno está seguro de que el cifrado es sencillo, y de la lengua en la que está escrito el texto, ya tiene la primera clave para desentrañarlo: que la letra más frecuente en inglés es la e. Muy bien. Hecho esto hay que buscar el símbolo que se repita con mayor frecuencia, con la certeza de que será la e. En este caso, se verá que el símbolo que aparece más veces es una X. Se repite en dieciséis ocasiones.
Ya tenemos una e algo más que supuesta. La siguiente pregunta es la frecuencia, si la hubiera, con que se repite una serie de signos. Verán ustedes que la primera palabra, terminada en punto, se repite cuatro veces en un total de veintisiete palabras o, mejor dicho, en una de cada siete. Esto indica que debe tratarse de una expresión habitual. Cojan el primer periódico que tengan a mano y comprobarán que la palabra que se repite con más frecuencia es el artículo the [el/la]. Pero aquí se presenta una importante contradicción. La primera palabra que coincide con el artículo the [el] tiene sin duda tres letras, pero resulta que empieza por una X, en lugar de terminar en X. Verán entonces que el símbolo que representa la e es el primero de muchas palabras en este mensaje: nunca aparece en posición final, mientras que en inglés suele ocurrir lo contrario.
Relacionemos este hecho con la conocida verdad de que los ladrones hablan «al revés», y la contradicción queda despejada: todas las palabras están escritas al revés. Tenemos, por tanto, tres letras: t, h, e. Ahora, si nos fijamos en la sexta palabra, vemos que en ella aparecen los signos que representan esas tres letras y que (escritos en la dirección normal) se corresponden con he-e. La única palabra corriente que contiene esta combinación es here [aquí]. Por tanto, ya tenemos cuatro letras: t, h, e, r. Si a continuación buscamos una palabra en la que aparezcan todas estas letras, vemos que es la número 23, donde dice there—. La letra que está en la sexta posición tiene que ser una s, pues es la única terminación natural para completar la expresión there’s [hay].
Ya tenemos cinco letras: t, h, e, r, s.
Fijémonos ahora en la palabra número 24, la que sigue a there’s. No puede ser I [yo].
Hay yo es una frase imposible. En inglés existe una única palabra formada por una sola letra, aparte de I, y es el artículo a [un]. Hay un sí es una expresión natural. Ya tenemos seis letras: t, h, e, r, s, a.
Ahora hay que descifrar las palabras más cortas, antes de analizar las largas. Hemos identificado the, a y las demás palabras en las que aparecen estas letras. Pasemos a otras palabras cortas. Tomemos la número 21. Ya sabemos que la primera letra de esta palabra es una a. ¿Cuál es la segunda? Las combinaciones más comunes de la a con otra letra, sin que vaya precedida por la letra i, como en I am [soy/estoy], y ése no es aquí el caso, son la conjunción as y la preposición at. Pues bien, esta letra nos da una pista en forma de advertencia. Todas las circunstancias conocidas del caso así lo demuestran, y por tanto es más probable que se trate de at que de as, puesto que no es frecuente ver en las cartas expresiones bien construidas con esta conjunción. Supongamos que la palabra número 21 representa at[a], y veamos a continuación que la palabra número 11 es la misma, lo que confirma la creencia de que ambos símbolos significan at. Esta conclusión respalda la conjentura que se refiere a la s y la t. Continuemos. La palabra número 22 dice e-ht. Esta aclaración parcial nos permite pensar que, en combinación con la número 21, puede formar la expresión at eight [a las ocho], bastante probable en un mensaje de estas características.
Hemos descubierto ya ocho letras: t, h, e, r, s, a, i, g. Son suficientes para construir un primer esqueleto de la carta, representando con guiones las letras que aún no conocemos y separando las palabras completas con los números que ya nos han ayudado:
The |
ga- -s |
(3) |
- - -t |
- - -e |
here |
-eet |
-e t- - - |
rr- - |
a- - |
at |
the |
(13) |
- -a-e |
1 |
2 |
3 |
4 |
5 |
6 |
7 |
8 |
9 |
10 |
11 |
12 |
13 |
14 |
the |
se- - - - - |
a-e |
- - -er |
the |
- - i- - |
at |
eight |
there’s |
a |
- - - -er |
sh- - |
(27) |
|
15 |
16 |
17 |
18 |
19 |
20 |
21 |
22 |
23 |
24 |
25 |
26 |
27 |
Las palabras 7 y 8 sugieren, por su contigüidad, meet me [te espero], lo que nos permite añadir una m a nuestra lista de letras, que ya suma nueve; mientras que la palabra t-m-rr - -, que aparece a continuación, solo puede ser tomorrow [mañana]. Esto nos da las letras o y m. Así comprobamos que o y m son la segunda y la tercera letra de la palabra número 5, de donde se deduce que la primera letra es una c. Ya tenemos doce letras. Se observa también que la segunda letra de la palabra número 4 es una o: esto nos daría - o - t, lo cual, puesto que la nota es una advertencia y las dos palabras siguientes son come here [ven aquí], me hace pensar que significa don’t [no]. De esta manera descifro otras dos letras, d y n, lo que suma un total de catorce.
El mensaje dice ahora:
The |
ga- - s - |
-own. |
Don’t |
come |
here. |
Meet |
me |
tomorrow, |
and |
at |
the |
o-d |
- -ace, |
1 |
2 |
3 |
4 |
5 |
6 |
7 |
8 |
9 |
10 |
11 |
12 |
13 |
14 |
the |
second |
ca-e |
-nder |
the |
cl |
- - at |
eight |
there’s |
a - - |
ower |
show |
on. |
|
15 |
16 |
17 |
18 |
19 |
20 |
21 |
22 |
23 |
24 |
25 |
26 |
27 |
Descontando la primera frase, las siguientes palabras que quedan por descifrar son la 13 y la 14. Supongamos que se trata de un lugar y estaremos en lo cierto, puesto que la l cae en el centro de la palabra número trece, y deducimos que es old place [en el sitio de siempre]. Habremos descubierto así la p y la l, y eso nos permite añadir una letra a la palabra número 3, que pasa a ser -lown.
De esta manera hemos llegado a la palabra número 17, donde solo nos falta una letra de la que de momento debemos prescindir y pasar a la 18: -nder. Esto tiene que ser under [debajo], con lo que añadimos una u a la lista, aunque no nos sirve de mucho porque aparece una sola vez en todo el mensaje.
Llegamos así a la palabra número 20 y colocamos la l en cli --. De todos modos, seguimos sin identificar las dos palabras más importantes de la nota. Sin embargo, no tardamos en aclarar la palabra número 20 pasando a la 25, en la que ahora podemos introducir la letra l, que, en relación con las palabras 26 y 27, deducimos que es flower show on [una exposición de flores]. Así descubrimos que la palabra número 20 es cliff [acantilado]. Y la doble f que aparece en la palabra número 2 corresponde a gaff, que en esta expresión significa «liebre». Nos faltan únicamente dos letras para descifrar el texto completo.
Vemos que ninguna de las dos letras que faltan aparece más de una vez. Basta con hacer la cuenta de las que aún no han aparecido para resolver el acertijo. Estas letras son b, j, k, v, x, y, z.
La única letra que podemos anteponer a -lown es la b, y esto nos da la frase the gaff’s blown [se ha levantado la liebre], en la más pura jerga de los ladrones.
Volviendo a la palabra ca-e, la letra que falta solo puede ser una v, y por tanto entendemos que la parte esencial de la nota escondida entre los pliegues de la cortina dice: at the second cave under the cliff at eight tomorrow [mañana a las ocho en la segunda cueva al pie del acantilado]. Así pues, el texto decía:
The gaff’s blown. Don’t come here. Meet me tomorrow at the old place, the second cave under the cliff at eight. There’s a flower show on.
[Se ha levantado la liebre. No vengas aquí. Te espero mañana a las ocho en el sitio de siempre, la segunda cueva al pie del acantilado. Hay una exposición de flores.]
Un inciso antes de continuar con mi relato. Concédanme el pequeño mérito de haber descifrado el código. Tardé menos de veinte minutos, pero quisiera mostrarles de todos modos este alfabeto cifrado, así como el aspecto de la nota transcrita en letras corrientes. En primer lugar, he aquí el alfabeto, muy sencillo y elemental:
El texto, escrito al revés, se leía como sigue:
Es ah odatnavel al erbeil on sagnev íuqa et orepse anañam a sal ohco ne le omsim oitis ed erpmeis al adnuges aveuc la eip led odalitnaca. Yah anu nóicisopxe ed serolf.
¿No se habrán figurado que todo iba a reducirse a una simple frase escrita al revés? Como ya he señalado, desentrañar la nota no fue nada: lo difícil era interpretarla y aún más difícil seguir el hilo de la pista que empezaba a entrever hasta devanar por completo el ovillo que, con ayuda de la policía, me llevaría de la señora Mountjoy a la joven señora Lemmins.
¿Cuáles eran los hechos?
Pues que Lemmins (sabiendo que la falsa lavandera que hacía de intermediaria había salido de la casa sana y salva) esperaba reunirse con Mountjoy a las ocho, en la segunda cueva al pie del acantilado, donde se celebraría una exposición de flores.
Como estábamos en pleno verano, podía deducir que la «exposición de flores» era literal, pues, a la vista de quiénes eran las dos mujeres, esto significaba que se proponían robar en la feria en cuestión. Ahora bien, ¿dónde iba a celebrarse esta feria? No tenía forma de saber si el mensaje se refería al día siguiente o al otro. Si era al día siguiente, la hora del encuentro serían las ocho de la mañana, mientras que si era al otro, podía tratarse de las ocho de la tarde.
De todos modos, lo primero era descubrir dónde. Sería un lugar muy concurrido, porque las ferias de flores eran muy populares en Londres y atraían a numerosos ladrones. En segundo lugar, tenía que celebrase al lado del mar, pues solo junto al mar o al borde del agua un acantilado recibe este nombre, al menos entre los londinenses.
Llegué por tanto a las siguientes suposiciones, o mejor dicho, conclusiones. Que al día siguiente o al otro iba a celebrarse una muestra floral en algún lugar de la costa que se distinguía por tener cuevas en el acantilado, y que Lemmins estaría en la segunda cueva a las ocho de la mañana del día siguiente o a la misma hora de la tarde del día posterior.
¿Estaba lejos ese lugar? ¿Cómo averiguarlo?
Era evidente que no se encontraba en la costa oriental, porque es casi plana desde la desembocadura del río hasta Hull; tampoco, si estaba cerca de la ciudad, podía estar más allá de Brighton, porque la costa es poco escarpada en esa zona, o al menos no cuenta con demasiados acantilados por espacio de un buen trecho.
El lugar en cuestión, con toda probabilidad, tenía que estar en Kent o en Sussex. Así limité el campo de búsqueda, y no tenía más que consultar los periódicos de ambos condados para saber si iba a celebrarse una muestra floral. Esto planteaba una nueva dificultad. Eran las diez menos cuarto, y todos los clubs de lectura de la ciudad habían cerrado. Era posible, sin embargo, que la feria se anunciase en el Times, del que tenía una segunda edición del día en nuestra sala de estar. Diez minutos de búsqueda me llevaron a la decepción, pero llamó mi atención un anuncio que indicaba dirigir la correspondencia destinada a los Señores Mitchell y Cía, distribuidores de prensa en la ciudad y sus alrededores, al Red Lion Court de Fleet Street. Dudé si dirigirme a su oficina, con la remota esperanza de encontrarla aún abierta, o ir de inmediato a la estación del Puente de Londres y coger el tren correo nocturno con destino a alguna de las localidades costeras en las que creía que iba a celebrarse aquel encuentro. Decidí pasar primero por la oficina, sobre la hipótesis de que, con un coche rápido, no me retrasaría más de un cuarto de hora camino de la estación.
El coche (veo que no tengo más remedio que seguir hablando de coches) me llevó a Fleet Street en mucho menos de media hora y, con el fin de resumir esta parte de mi relato, por la sencilla razón de que es irrelevante, diré que allí encontré a una mujer que estaba limpiando las oficinas. Parecía muy apresurada, incluso algo aturullada por estar trabajando a esas horas de la noche. Con esa extraordinaria y simple fe de las personas ignorantes en el carácter sagrado de los periódicos, no me permitió siquiera tocar los montones de diarios que había en la oficina, bien es verdad que, gracias a esa otra fe en el poder omnímodo del dinero, recurrí a la fórmula de la oferta progresiva combinada con la insistencia en que un periódico no era una carta confidencial, lo que me acercó un paso más a la victoria en mi viaje. Al sexto intento se me permitió consultar un fardo de ejemplares delKentish Observers (creo), o de Gazettes, y no tardé en descubrir, ya que la información aparecía en lugar destacado, que al día siguiente iba a celebrarse una muestra floral en Tivoli Gardens. Por el contexto deduje que se pondrían a disposición del público cierto número de ómnibus a intervalos regulares desde Ramsgate y Margate.
Así concluí que «la segunda cueva al pie del acantilado» se encontraba en Ramsgate o en Margate, y mientras iba camino de la estación pensé cómo aclarar mis dudas antes de tomar el tren o a lo largo del trayecto.
Pese a lo absurdo de la pregunta: «¿Hay alguna cueva en los acantilados de Ramsgate o de Margate?», se la hice a varios mozos de equipaje, pero no conocían ninguno de los dos sitios. Con frecuencia he tenido la ocasión de comprobar que los empleados ferroviarios no saben nada de las líneas en las que trabajan. Tras interrogar a la muchacha que atendía la cantina y al policía de guardia, que parecía inclinado a detenerme por mi actitud en general, pensé comprar una guía de la costa, pero el quiosco de la estación estaba cerrado, y lo único que conseguí fue el horario de trenes de la South Eastern Railway. Estaba hojeando este impreso, con más irritación que desconsuelo, cuando encontré un mapa esquemático.
Como es lógico, comprobé en el mapa la posición de Ramsgate y Margate, y mientras lo estudiaba descubrí otro eslabón en mi cadena de pruebas circunstanciales, si se me permite llamarlo así. El mapa me indicó que el litoral de Margate parecía más expuesto a la acción del mar que el de la otra localidad costera. Sabía que el perfil recortado de la orilla es en cierto modo consecuencia de la formación de cuevas o estuarios, de donde deduje que Margate era el destino más probable para el propósito de mi viaje.
A Margate me dirigí, con la precaución de hacer algunas averiguaciones al cambiar de tren en Ramsgate, para asegurarme de si había cuevas en el acantilado de esta segunda localidad.
Quien conozca Margate comprenderá que estaba en lo cierto.
Ahora bien, no encontramos a nuestra delincuente hasta las diez de la mañana, porque la marea estaba alta y era imposible acceder a esas cuevas que a ojos de los niños son enormes cavernas de oscuridad. A decir verdad, incluso cuando la marea por fin se retiró lo suficiente para que pudiera acercarme en compañía del detective, temí por el éxito de mi empresa, pues no vimos que ninguna mujer en la que pudiera apreciarse algún parecido con la joven que se hacía llamar Lemmins se encaminara a la «segunda cueva». Birkley acertó al suponer que quizá hubiera venido desde «el otro lado», refiriéndose a que el acantilado estaba dividido por el puesto de vigilancia de la guardia costera.
Tal fue su sorpresa al saberse detenida que no acertó a decir nada, pues, según deduje de la lectura de un telegrama que llevaba encima, le habían comunicado que todo estaba bien.
El magistrado del tribunal ante el que debía comparecer mi hermana iba esa mañana con más retraso de lo habitual y gracias a eso llegamos al juzgado antes de que ella subiera al estrado, de manera que, al recorrer la sala con la mirada, sus ojos se encontraron con los míos. Ya nos habíamos visto en la puerta de la celda, y Annie estaba al corriente de la detención de las verdaderas ladronas. Viéndolas a las dos juntas, mi hermana y la señora Lemmins eran muy distintas, pero si el joyero hubiese jurado que Annie era la acompañante de la señora Mountjoy, tampoco habría podido reprochárselo.
He llegado al final de mi relato. Mi intención es demostrar que, en los momentos de infortunio, es mejor actuar que lamentarse. No he querido referirme al dolor, la humillación o las consecuencias que esta terrible detención tuvieron para mi hermana y para mí. Me he limitado a consignar, de la manera más lógica posible, una serie de hechos, deducciones y resultados, con el propósito de ilustrar que, muy a menudo, allí donde algunos suponen que la navegación es impracticable, la travesía es en realidad bastante sencilla.