Arthur Conan Doyle (1859-1930) nació en Edimburgo, en una familia católica de origen irlandés. Su padre era un funcionario alcohólico y epiléptico, pero pertenecía a una familia rica e influyente de artistas. Arthur fue educado en un internado jesuita inglés y estudió Medicina en Edimburgo, donde se licenció en 1885. Trabajó en un hospital de su ciudad, fue médico a bordo de un ballenero y, a la vuelta, abrió consulta en Southsea, sin mucho éxito. En 1879 había publicado su primer relato, «The Mystery of the Sasassa Valley», pero no sería hasta 1887 cuando crearía al personaje que habría de hacerle célebre, el detective Sherlock Holmes, en Un estudio en escarlata. Con El signo de los cuatro (1890) y La compañía blanca (1891) pudo abandonar el ejercicio de la medicina y dedicarse a escribir. Las aventuras de Sherlock Holmes (1892) y Las memorias de Sherlock Holmes (1894) fueron un gran éxito, pero el detective no reaparecería en su obra hasta El perro de los Baskerville (1901) y, por la generosa oferta de una revista neoyorquina, en El regreso de Sherlock Holmes (1903). En 1900 había combatido en la guerra de los bóers y en 1902 publicó The War in South Africa: Its Causes and Conduct, por el que fue condecorado. El mundo perdido (1912) y El valle del terror (1915) se cuentan entre sus últimas obras de ficción. La magia y el espiritismo (sobre el que escribió varios libros) fueron sus intereses de esa última época. Murió en 1930 en Crowborough, Hampshire.
«La aventura del carbunclo azul» («The Adventure of the Blue Carbuncle») se publicó en The Strand Magazine en enero de 1892 y fue el séptimo cuento de The Adventures of Sherlock Holmes (1892). Más que tratar de establecer el «mejor» cuento de Sherlock Holmes, hemos buscado reflejar una característica que le distingue de los demás detectives. Y lo distinto no es (únicamente) la facultad portentosa de deducción, ni la atención a los detalles, ni que el crimen sea muy intrincado. Lo distintivo es la aparición de un «goce» que combate el tedio vital, que borra las fronteras entre detective profesional yamateur, la adicción al enigma. Los demás detectives de esta antología, quizá con la excepción de Lois Cayley, se enfrentan a un trabajo, a un misterio, a una tragedia, pero no a una aventura que los llene de placer. Y, cuando este goce se refleja en un caso como éste (un burgués pierde un ganso, una aristócrata pierde una joya…), que es intrascendente, casual y muy divertido, que recorre todos los estratos sociales de Londres, con un Sherlock relajado y dejándose llevar, tan feliz que incluso perdona al delincuente, la vida parece una fantástica aventura.
«El tren especial desaparecido» («The Lost Special») se publicó en The Strand Magazine en agosto de 1898. Recogido en Round the Fire Stories(1908), plantea un caso, nuevamente ambientado en el ferrocarril, digno de Sherlock Holmes. Pero Holmes por aquellos años estaba «muerto» y, por tanto, el misterio no se resuelve y requiere de una confesión póstuma, a pesar de ese tímido «aficionado» que escribe una carta en la que intenta una deducción holmesiana, pero que, por supuesto, no es Sherlock Holmes.